Europa: lupanar burgués, galera proletaria

(«El programa comunista»; N° 46; Diciembre de 2005)

 

La Unión Europea ha sido ampliada a 25 miembros; hoy, esta asociación capitalista, que se enorgullece de las más viejas tradiciones históricas se presenta ante el mundo más poderosa, en particular frente a sus competidores estadounidenses y asiáticos. Han sido engullidos en ella varios países del Este, que en el correr de los años 90 del siglo pasado se fueron desprendiendo de la tenaza militar e imperialista de Moscú para terminar en la tenaza imperialista de... Bruselas (es decir, Berlín, París, Roma); y desde hace un tiempo la muy oriental Turquía toca también la puerta para entrar.

La Unión Europea de los 15 representaba hasta ahora a más de 378 millones de habitantes; la de los 25 cuenta con más de 452 millones que, cuando Turquía, Rumania y Bulgaria (que suman unos 70 millones) se les asocie, llegará a la cifra total de 520 millones de habitantes, con una población activa que de 207 millones de unidades pasará a 230 millones de unidades (más que Estados Unidos, Canadá y Japón en su conjunto).  Un mercado realmente imponente, aun cuando la ampliación a 25 miembros haya reducido de manera consistente, en relación con la UE de los 15, el Producto Nacional Bruto (PNB) de 24.574$ a 17.502$ per capita; cabe señalar que el PNB norteamericano se encuentra alrededor de 36.215$, mientras que el de Japón está en 31.444$ y en Canadá llega a 23.114$: la misma Rusia (como demostración de la efervescencia capitalista de este país y de la bestial taza de explotación) es de 36.838$, mucho más alto que en los USA.

La Unión Europea representa ante todo un mercado en el cual las fuerzas capitalistas e imperialistas más importantes del mundo (representada por Estados nacionales y Trusts multinacionales) ejercen una enorme presión.  Cierto es que se les dictan reglas con el fin de impedir la incursión salvaje de capitales cualquiera sea su procedencia, cosa que podría desorientar el curso controlado de los negocios de los paises miembros y sus miras.  Pero esto no significa que los contrastes entre capitales nacionales, entre trust en competencia, entre Estados, hayan sido borrados o superados en virtud de acuerdos económicos entre los Estados que conforman esta Europa.  El mismo euro, moneda “única”, si de un lado ha puesto las economías de los 12 países europeos que han aceptado dejar “gestionar” sus propias economías según parámetros comunes, en condiciones de estar más ligados entre sí, y más recíprocamente sostenidas, del otro lado revela continuamente la fragilidad de estos vínculos que no pueden dejar de obedecer a la tendencia congénita de cada capital empresarial o nacional de “correr” por cuenta propia para derrotar a la competencia y agrandarse en detrimento de los capitales competidores.  El capitalismo, en su espasmódica carrera por la valorización del capital, genera y alimenta la competencia; necesita de ella para desarrollarse, para estimular los negocios, pero al mismo tiempo la combate para que el capital se incremente, se haga más grande, más poderoso en la medida en que expulsa a los otros capitales, los engloba, los absorbe, los desgarra, los destruye. Esta contradicción se encuentra en las raíces mismas del capitalismo y por muchos esfuerzos que los burgueses hagan para remediar los aspectos más brutales y peligrosos de la lucha competitiva (se puede “ganar” pero también se puede “perder” y desaparecer), la competencia entre capitales, la competencia entre empresas, y por tanto la competencia entre Estados, es insuperable: se le puede regular durante un cierto período, pero será siempre una situación transitoria en la cual se acumularán inevitablemente factores de enfrentamiento, de laceraciones, de crisis y de guerra que el mismo curso del capitalismo porta consigo.

La «nueva Europa» deberá facilitar la circulación de mercancías y de personas.  Las fronteras deberán caer, permitiendo así a los habitantes de los países europeos moverse libremente dentro de los países miembros para trabajar, divertirse, por curiosidad, por intereses culturales.  Y en las aspiraciones de los burgueses iluminados y reformistas, Europa deberá transformarse en la casa común de los pueblos que han fundado las civilizaciones, desde las más antiguas hasta la moderna civilización del capital, naturalmente caracterizadas por los principios de la democracia en la cual los pueblos “escogen” libremente asociarse y tomar una vía común en la historia.  La realidad es muy diferente: la libre circulación codiciada por cada gobierno burgués, y por cada capitalista, en efecto es la libre circulación de los negocios, de los acuerdos entre capitalistas, entre empresarios, entre facciones y lobbies de especuladores actuando de manera sistemática en todos los campos (sea económico, político, sindical, religioso, cultural) con el fin de asegurar para sí cuotas de mercado cada más imponentes, desarrollando relaciones, legales o ilegales, por encima de toda frontera, regla, límite o derecho ajeno.

La «nueva Europa», aun con todos los esfuerzos que realizan sus gobiernos y clases dominantes nacionales, responde a los viejos y usureros principios de la competencia burguesa y capitalista; el poder fuerte, la economía más potente, los imperialismos más estables y agresivos, dictan la prioridad, establecen los parámetros de repartición de las “cuotas”, acentúan la defensa intransigente de sus intereses nacionales más profundos e irrenunciables. Lo hacen en el plano político y diplomático, obviamente económico y financiero, y en el plano militar.  En el cuadro general de la competencia mundial, en particular en la fase imperialista del desarrollo capitalista, las alianzas, inclusive las más estrechas entre Estados, se vuelven una necesidad y, al mismo tiempo, una manera de defender con más eficacia los intereses nacionales específicos que, de otra manera, serían mucho más arduo defender con éxito. Ante todo, las alianzas permiten a los Estados más fuertes, gracias a su capacidad militar de protección de los intereses comunes acordados entre aliados, de utilizar a los otros países como coto privilegiado de caza para sus mercancías y capitales, o, cuando se desatan fuertes oposiciones con otras potencias imperialistas, para utilizarlos como Estados-almohadillas sobre los cuales descargar parte de las tensiones y de los efectos críticos acumulados en el pasado y parte de los ataques a sus fortalezas económicas.

La “nueva Europa” no escapa a las leyes de la concurrencia capitalista, mucho menos a la ley fundamental del desarrollo del capitalismo llamada: la baja tendencial de la taza media de ganancias.  Desde este punto de vista, para tratar de combatir esta baja tendencial de la taza promedial de las ganancias, cada polo capitalista de envergadura busca aumentar sistemáticamente el valor absoluto de sus beneficios.  En este sentido, la explotación de países enteros, de capitalismos más débiles, por parte de Estados imperialistas más fuertes, viene a ser una de las vías a tomar para no caer en el atraso económico y pasar de país colonizador a país colonizado.

Al final del segundo conflicto imperialista mundial, la potencia económica y financiera de los Estados Unidos de América era tal que los mismos llegaron a establecer una doble empresa: desbancar a la Gran Bretaña en tanto que potencia imperialista mundial y someter a las potencias europeas, aliadas o vencidas en la guerra, al capital nacional estadounidense. El condominio inter-imperialista compartido durante cuarenta años, desde 1945, entre Estados Unidos y Rusia, que sometió al mundo entero a una repartición imperialista funcional a la conservación del poder burgués y al desarrollo económico del capitalismo, luego de los desastres de la guerra no podía resistir más allá de las tensiones de la competencia capitalista internacional; ya con la crisis general de 1973-75 las potencias imperialistas debieron afrontar un peligroso declive económico debido al agotamiento de la formidable expansión económica surgida después de la guerra.  La gran alianza democrática que los países imperialistas occidentales idearon tanto con la constitución de la ONU (que venía a reemplazar la desgastada Sociedad de las Naciones) cuanto con la constitución de sub-alianzas en Europa, Asia, América Latina, no podía cambiar el curso histórico del desarrollo del capitalismo; en realidad, con ello las potencias que representaban las llamadas democracias en contraste ideológico con el llamado comunismo, trataban de gobernar al mundo a través del consenso y la participación del proletariado en la defensa del capitalismo, y de los capitalismos nacionales en particular. Las potencias imperialistas mayores temían que la segunda postguerra pudiese presentar de nuevo sobre el escenario mundial a un proletariado pronto a batirse por sus propios intereses de clase, por sus fines, por el derrocamiento del poder burgués y la instauración de su dictadura de clase, y todo cuanto podía ser utilizado para desviar al proletariado en búsqueda de su identidad como clase antagonista e interesada en la lucha sin cuartel contra todo poder burgués, comenzando por el de su propia burguesía dominante, fue utilizado; de la propaganda de la democracia como bien supremo, de contraponerse al fascismo, al falso socialismo en Rusia, de la reanudación de la guerra como método para crear un reparto del mundo definido de antemano entre los grandes bandidos imperialistas vencedores de la guerra mundial y para impedir a las colonias de desembarazarse de la opresión colonial (como en Coréa, Medio Oriente, Vietnam y África) a la aplicación de políticas oportunistas y de amortiguadores sociales, de la dura represión de las huelgas a las masacres. El poder burgués democrático jamás se abstuvo de utilizar los medios más brutales y violentos con tal de defender sus particulares o globales intereses de especulación y de beneficios.  No se los ha ahorrado durante la segunda carnicería imperialista (con los bombardeos sistemáticos a las ciudades por parte de ingleses y norteamericanos, ejemplo Hiroshima y Nagasaki), como tampoco posteriormente cuando el objetivo era explotar al más alto nivel posible a las masas obreras durante la reconstrucción post-bélica de la economía capitalista.

8 años después del fin de la guerra mundial, los acontecimientos de Berlín en 1953, la rebelión armada del proletariado contra todos los burgueses, sin importar si eran ingleses, alemanes, americanos o rusos, helaron la sangre de la burguesía europea de entonces, quien recordó con terror de cuánto era capaz el proletariado cuando toma en mano directamente su propia lucha y usa sus propias fuerzas y determinación para resolver la cuestión “social” en campo abierto.  Desafortunadamente para los proletarios de Berlín, y para el proletariado internacional, el oportunismo estalinista había trabajado con éxito haciendo imposible la ampliación de la lucha, y del conocimiento mismo de los hechos que caracterizaban aquella lucha.  El proletariado canalizado en las falsas alternativas de la democracia, aun explotando su carga de clase y demostrando en más de un episodio (Berlín 1953, Budapest 1956, Torino 1969, Danzig 1970, de nuevo Italia 1978 y todavía Danzig y Torino 1980, los mineros ingleses 1984, los ferroviarios franceses 1985, los mineros rusos 1989, y mil otros episodios mucho más desperdigados en otros países) de ser portadores de métodos y medios de lucha clasista, a pesar de la pluridecenal intoxicación intermediarista y colaboracionista por parte de los sindicatos y partidos que pretenden representarlo en el terreno de la lucha económica inmediata y en el terreno político más general, ha continuado presentando y  presenta hoy aún una notable dificultad para romper con las ilusiones y prácticas del democratismo y reformismo para retomar al fin con fuerza, confianza y determinación el camino de la lucha de clase independiente.  ¿Quiere esto decir que el proletariado europeo no está ya en capacidad de retomar el camino de la lucha clasista, aburguesándose hasta el punto de no poder ya ofrecer al proletariado internacional ninguna perspectiva revolucionaria?

Si los proletarios de los países europeos creen todavía en los parlamentos, en las concertaciones con la empresa y con el Estado central, en la vía democrática, pacífica, legalitaria, burguesa en suma, que en su propia emancipación, ¿se debe excluir en el futuro algún aporte a la lucha clasista y revolucionaria? ¿O, tal vez, se debe concluir que la vía revolucionaria de la emancipación del proletariado, y con él la de toda la humanidad, de la esclavitud salarial y capitalista, deberá ser definitivamente abandonada y sustituida por otras vías a elaborar según los países, tradiciones, costumbres nacionales?

Hay quienes se dicen marxistas que piensan que será así precisamente; son los renovadores del marxismo, aquellos que gastan sus energías e inteligencia para demostrar que el capitalismo es eterno, y que a los hombres no les queda sino adecuar de vez en cuando sus aspiraciones según las mejoras posibles que pueda aportar el gobierno a la economía y a los Estados. Pues bien, la ideología europeista se inserta perfectamente en la visión de los nuevos teóricos de un proletariado que no existe más, de obreros que ya no son obreros, de asalariados que se convierten cada vez más en trabajadores autónomos, en resumen de masas populares que sin diferencias dirigirían sus aspiraciones hacia un capitalismo sustentable, a un capitalismo menos agresivo, menos guerrerista, menos brutalmente explotador del trabajo asalariado.

Desde este punto de vista, el nivel europeo de la política burguesa se presenta como el ennoblecimiento de la política nacional, como el ámbito en el cual es posible dar al pueblo electoral una visión política más amplia de su pequeño huerto. Y si, por un lado, la ideología burguesa tiende a encerrar a cada persona dentro de su individualidad, a ocuparse sólo de sí misma y de su pequeño huerto (su familia, sus negocios, la propiedad privada, la herencia, etc.), por otro busca responder a la necesidad de una socialidad más amplia, creando ilusiones de fronteras que se pueden atravesar sin problemas, de una comunidad feliz de vivir y progresar en el comercio, el mercado, en la actividad que “produce beneficios”, de un futuro que cada persona podrá determinar por sí misma según la “decisión” que tome, primero en la escuela y luego en el “mundo del trabajo”.

Mas los contrastes materiales, en el plano económico y político, entre intereses capitalistas que compiten entre sí, no se pueden resolver con ilusiones ideológicas. El europeismo es la representación demagógica de los contrastes inter-imperialistas, destinada a volverse añicos frente a decisiones que atacarán los más profundos intereses de los capitalismos nacionales respectivos, como muchas veces ha ocurrido sobre las cuestiones de políticas agrícolas, de las fusiones bancarias, sobre los mismos parámetros a respetar en relación con el euro, etc. No es ampliando el huerto burgués, de los confines privados a los nacionales, o europeos, que el huerto se transformará en algo distinto; para que algo fructifique es necesario siempre poseer (o por lo menos alquilar) un pedazo de tierra, comprar semillas, sembrar, fertilizar, cuidar del crecimiento del huerto, impidiendo la invasión de parásitos u otros factores “externos” que puedan destruir la cosecha, para luego cosechar, comer y vender el excedente, volver a comprar semillas, sembrar, etc., etc. En realidad, la transformación ya ocurrió con la revolución industrial y con las continuas innovaciones tecnológicas, por lo cual la actitud burguesa privilegiando su huerto particular, su persona, su interés individual, se enfrenta a la actitud igualmente burguesa que privilegia un mecanismo social que supera al individuo, hasta someterlo a reglas que no controla ya personalmente, como es el mecanismo del mercado, del sistema de la producción y distribución capitalistas.  Es el capital quien controla a la sociedad y no lo contrario; los burgueses, los capitalistas están ellos mismos bajo las órdenes del capitalismo, o sea, de un sistema social que ha puesto en su centro la satisfacción continua e incesante de las necesidades de valorización del capital mismo.

Todo, cada actividad humana, cada segundo de vida sobre este planeta y en esta sociedad, está destinado, dirigido, empujado obligatoriamente a la satisfacción de la ganancia, esto es, a la necesidad del capital de valorizarse continuamente.  Para el capital no existe otra forma de desarrollo que explotando cada vez más extensa e intensamente la fuerza de trabajo asalariada ya que es sólo con esta explotación, típica exclusivamente de la sociedad capitalista, que el capital tiene la posibilidad de aumentar, acumularse y multiplicarse.  La explotación del trabajo asalariado se encuentra en un punto específico del ciclo productivo capitalista: en el plustrabajo, o sea en el tiempo de trabajo no pagado al obrero que el capitalista transforma en plusvalor cuando las mercancías son llevadas al mercado y son vendidas.  La ganancia del capital, y la del capitalista, se encuentra precisamente en la cuota de tiempo de trabajo no pagado a los trabajadores asalariados los cuales, es verdad, perciben un salario por el trabajo que realizan, pero este salario jamás corresponde a todo el valor del trabajo a disposición del empresario capitalista; el salario corresponde –paralelo a cualquier otro precio de las mercancías– al precio del mercado, esto es, al precio que los empresario están dispuestos a pagar por esta hora diaria o aquel tipo de trabajo.  Es, pues, la correlación de fuerza entre burgueses y proletarios quien determina el precio de la mercancía fuerza de trabajo; y esta correlación de fuerzas no ha comenzado “a la par” ya que los burgueses han expropiado violentamente a los campesinos su tierra sobre la cual laboraban y una parte de los artesanos se han transformado en industriales con las primeras fábricas y las primeras manufacturas donde hacían trabajar –al precio-salario que estos decidían– a los campesinos y a los desheredados.

Hoy, el hecho que el mundo gire en torno al capital, al mercado, y que la sociedad esté dividida entre propietarios terratenientes, empresarios capitalistas y trabajadores asalariados, aparece como algo normal, natural; el hecho de “hacer dinero”, de cómo conseguir para comer y vivir dejándose explotar o explotando a otros, parece obvio, y para la gran mayoría de los habitantes de este planeta es difícil imaginarse un mundo en el cual ya no existan mercancías, dinero, capital, bancos, tasas a pagar, más allá del tormento del trabajo en el cual se es explotado cada día de la vida.  Alargar la mira más allá de los confines del huerto, del Estado nacional en el cual se ha nacido y vivido, es seguramente una cosa positiva; pero en la sociedad capitalista pasar por encima de estos confines se puede hacer en condiciones diversas: o bien como los burgueses, o bien como los proletarios. Los burgueses pasan por encima de estos confines en busca de ulteriores ganancias para sus capitales, los proletarios pasan por encima de los mismos confines en busca de un patrón que les dé trabajo, porque sin trabajo no viven.

Emigra desde siempre el capital; emigran desde siempre los proletarios.  Destinos perversamente entrecruzados, pero la emigración de los proletarios siempre está suscrita por la miseria, el hambre, la opresión racista, la guerra.

Los burgueses representan al capital y, por extensión, los capitalistas representan aquellas  fracciones de capital que son de su propiedad.  En la libre circulación de los burgueses entre países y países se expresa la libre circulación de capitales, a la cual hay que agregar una circulación virtual gracias a la tecnología de la red Internet.  De esta manera los capitalistas están en capacidad de seguir las vicisitudes de sus capitales, invertir, retirar sus capitales, adquirir o vender mercancías y capitales, incluso sin moverse de su escritorio; de esta manera es todavía más evidente que el capitalista no es sino la largo mano del capital, cuya voluntad esta determinada por el mercado que dicta leyes más allá de los intereses personales y privados de este o aquel capitalista.

Los proletarios representan el trabajo asalariado, estando obligados a vender a un patrón, a un capitalista, a una empresa, su fuerza de trabajo para comer, y que no determina su precio sino a través de un mecanismo que reproduce continuamente cada día la precariedad del trabajo mismo. Los proletarios emigran de un puesto de trabajo a otro, y de allí al desempleo, de un país a otro, de la vida al infortunio y a la muerte, obligados siempre por las mismas condiciones de vida: deben vender su fuerza de trabajo, no pueden vivir y hacer vivir a su familia sino bajo esta vital condición.  En este sentido los proletarios de todo el mundo están unidos, aunque no se conozcan ni se conocerán jamás, bajo idénticas condiciones de trabajadores asalariados; están unidos por el capital mismo, puestos precisamente bajo las mismas condiciones, tratados como esclavos asalariados en cada rincón de la tierra. Su unión consciente, más allá de las fronteras, más allá de las divisiones nacionales o religiosas o raciales; ella es, por el contrario, una conquista solamente proletaria, dada por la lucha de clase y por la solidaridad clasista que en la lucha se forja.

 

Los burgueses europeos tienen su sueño : los Estados Unidos de Europa.
Los proletarios de Europa tienen también un sueño: la revolución internacional que de Europa se extienda, emigre hacia todo el mundo

 

Los Estados Unidos de Europa no nacerán jamás sino bajo una condición: que un Estado europeo, más fuerte y agresivo que los otros, se arriesgue a someter militarmente a todos los demás Estados. Lo intentó la Alemania superindustrializada y particularmente agresiva bajo Hitler con la guerra de 1939-1945 y cuyo objetivo era de constituir un grande y único Reich; ocupó gran parte de los países europeos, además de los países de las costas del Mediterráneo, pero pierde la guerra contra los angloamericanos, y la Europa unida en un solo Estado se pierde entonces en las nubes de las ilusiones pequeño-burguesas. No está dicho que la Alemania de mañana no pueda volver a intentarlo, aun estando encerrada desde siempre por la Gran Bretaña, Francia y Rusia; pero es poco probable dado el nivel de vigilancia que mantienen contra ella estas tres potencias imperialistas junto a los Estados Unidos de América.  En cierto sentido, por lo menos en lo que respecta a Europa occidental, al fin de la segunda guerra mundial fue Su Majestad el Dólar estadounidense quien en parte unió la Europa.–luego de haber colocado sus bases militares en todo el mundo– en una especie de colonización financiera de la cual hasta hoy día los países europeos no han logrado deshacerse; mientras que al Este, Su Majestad el unida.

La visión marxista ha sido siempre muy precisa y clara sobre este argumento.  Marx y Engels, en 1848, cuando Europa representaba la parte del mundo más avanzada, no hablaban de una Europa unida bajo la banderola burguesa sino de revolución proletaria europea, lo que para aquel entonces significaba la revolución proletaria mundial.  Lenin, en 1915, con la guerra mundial ya en curso, hablando de los “Estados Unidos de Europa” es tajante: «Desde el punto de vista de las condiciones económicas del imperialismo, es decir, de la exportación de capitales y del reparto del mundo por las potencias coloniales “avanzadas” y “civilizadas”, los Estados Unidos de Europa, bajo el capitalismo son imposibles o son reaccionarios» (1). Lenin no es sectario, es marxista por tanto dialéctico, y sabe que entre Estados capitalistas como entre empresarios capitalistas, no obstante la fuerte competencia que los pone antes y después en grave colisión, son posibles los acuerdos, las alianzas. Y, en efecto, sostiene: «Desde luego, son posibles acuerdos temporales entre los capitalistas y entre las potencias. En este sentido son también posibles los Estados Unidos de Europa, como un acuerdo de los capitalistas europeos . . . ¿Sobre qué? Sólo sobre el modo de aplastar en común al socialismo en Europa, de defender juntos las colonias robadas contra el Japón y Estados Unidos, cuyos intereses están muy lesionados por el actual reparto de las colonias, y que durante los últimos cincuenta años se han fortalecido de un modo inconmensurablemente más rápido que la Europa atrasada (...)».

Luego, para Lenin, los Estados Unidos de Europa, en el capitalismo, significa la organización de la reacción, con dos objetivos: contra el proletariado para aplastar las fuerzas del comunismo revolucionario, contra otras potencias competidoras para frenar su desarrollo y reconfigurar el reparto imperialista del mundo.

Para los proletarios, hablar de Europa unida es como hablar de Medio Oriente unido: unido bajo cuál régimen, por cuál finalidad, estas son las preguntas que tienen que hacerse.  El proletariado no tiene interés en adherirse a proyectos de alianzas entre capitalistas y potencias burguesas, por tanto, no tiene interés en una Europa “unida” sino más bien “dividida”, tanto más si la unión de los capitalistas europeos no aporta ninguna ventaja al proletariado europeo y extraeuropeo.  Basta pensar en cómo son recibidos los proletarios emigrantes venidos de otros países.  El objetivo de la lucha política del proletariado en cuanto clase (esto es, desde el punto de vista universal del concepto de clase) no puede depender de los confines que han sido diseñados, construidos, fijados, removidos, desplazados, reconstruidos por las guerras burguesas; depende de la finalidad histórica de la superación definitiva de la sociedad capitalista en todo el mundo y no en una sola parte, de la finalidad histórica de la destrucción de todo una sociedad dividida en clases, para abrir el futuro al género humano en una sociedad sin clases y por ello sin confines, sin opresiones, sin explotación del hombre sobre el hombre.  Por ello el campo de lucha del proletariado es todo el planeta, y no es casual que la consigna con que termina el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels sea: proletarios de todos los países, uníos.  Son los proletarios que deben unirse, contra toda pequeña o grande unión de los capitalistas, de las potencias capitalistas e imperialistas que no tienen otra finalidad que la de mantener en vida una sociedad putrefacta, que basa su supervivencia en la perpetuación de la explotación del trabajo asalariado.

El internacionalismo proletario es un grito de batalla, es el llamado a la lucha de todos los proletarios por los objetivos, por la misma lucha, por la misma revolución bajo cada cielo: la revolución proletaria mundial. Que la lucha de clases sea revolucionaria, y su trancrecencia en revolución proletaria se comience en algunos países más bien que en otros, es un dato innegable: la desigualdad del desarrollo económico y político de los países del mundo es una ley absoluta del capitalismo, y ella provoca una desigual madurez de los factores objetivos (las condiciones económicas, sociales, políticas e históricas) y subjetivas (el partido de clase y la asociación económica inmediata del proletariado) de la revolución proletaria.

Pero estos factores son ellos mismos producidos por el desarrollo del capitalismo y por la lucha de clase entre proletariado y burguesía. Y en la perspectiva de la lucha de clase no hay lugar para las ilusiones pequeño-burguesas sobre una Europa unida bajo el régimen capitalista; la Europa burguesa no será jamás la libre unión de las naciones, sino su coerción bajo el escudo de las potencias más fuertes que, aplastando al proletariado de cada nación aplastan  al mismo tiempo también las naciones más pequeñas y débiles. Si la logran realizar, ella será una organización más de la reacción burguesa que habrá que combatir.

 

 


 

 

(1) Cfr. V. I. Lenin «La consigna de los Estados Unidos de Europa», 1915.

 

 

Partido comunista internacional

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