La guerra imperialista en el ciclo burgués y en el análisis marxista (Fin)

(«El programa comunista»; N° 47; Julio de 2005)

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16. Milagro económico y ley del desarrollo desigual

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La fase de reactivación económica en Europa, que va de 1.948 a 1.952, está marcada por ritmos de crecimiento muy variados según cada país del viejo continente: encontramos en la cabeza a Alemania con una tasa anual de aumento de la producción nacional superior al 8,7%, seguida por Italia con más del 6%, Austria con una tasa ligeramente inferior al 6%, a continuación Francia, los Países Bajos y Noruega con el 4%. Al final, el Reino Unido y Bélgica tienen una tasa de crecimiento económico más débil: para el período 47-50 la tasa británica no es más que del 3,5% (75).

En el siguiente período de expansión económica, el foso entre los países a la cabeza del crecimiento y los de cola se va a profundizar del 54 al 61 el PIB alemán aumenta un promedio del 6,6% anual, mientras que el del Reino Unido no llega más que a un aumento promedio del 2,3% anual. Italia, Suiza y Francia se aproximan a las tasas alemanas mientras que Bélgica sigue el ritmo inglés. Suecia, Noruega y los Países Bajos se encuentran en una posición intermedia (76).

Ya hemos señalado (77) la importancia histórica del ciclo de acumulación capitalista de una duración sin precedentes en relación a este período, apuntaremos aquí que durante los 30 años de post­guerra la acumulación de capital ha alcanzado niveles de aumento récords. Hemos dado ya las cifras sobre el desarrollo económico mundial cuando hemos hablado de los índices de producción de acero, recordaremos simplemente que: «el nivel de 1.964 era más de dos veces y media superior al de 1.938: el índice de la producción industrial (nivel 100 ubicado en 1.958) estaba alrededor de 125 en 1.963 mientras que en 1.948 era de 44 y de 62 en 1.948» (79). En lo que concierne a Europa occidental, su PNB total «medido a precios constantes, superaba en 1.963 más de dos veces y media el nivel de pre-guerra. La producción industrial (1.958=100) había pasado aproximadamente de 50 en 1.938 a cerca de 130 en 1.963» (80).

Productividad: «por eso nuestros datos nos permiten estimar que la producción económica, hombre-año per capita en relación a la población, ha podido ser aumentada en la época heroica de los años de la revolución industrial inglesa a fines del siglo XVIII, bajo un ritmo comparable al de la Europa de postguerra» (81). Los pacifistas burgueses bien pueden contarnos que la guerra es un mal para la economía capitalista... Con cifras en la mano, el economista burgués no puede más que confirmar el diagnóstico marxista según el cual el capitalismo se rejuvenece a través de la guerra y vuelve a encontrar sus ritmos impetuosos de crecimiento de sus años «heroicos».

El estímulo que conduce a la reactivación y después a la expansión estaba constituido por los bajos niveles de arranque en la inmediata postguerra, consecuencia de los daños ocasionados por la guerra al tejido produc­tivo. Más bajos eran los niveles de partida, más graves eran las heridas provocadas por la guerra, y más rápidas, más vigo­rosas, y más «milagrosas» eran la reanimación y la expansión de los años posteriores a 1.948. Alemania, donde «la destrucción de los hombres, la parálisis del sistema de transporte, la división del país en zonas de ocupación, la atrofia del gobierno y la ruina de la circulación monetaria» (82), en una palabra, todo el peso heredado de la guerra, provocaron del 45 al 48 una muy grave depresión económica, fue el país que registró en los años siguientes un impulso «milagroso» de expansión y desarrollo. En el lado opuesto, Gran Bretaña, con destrucciones mucho menores y un aparato industrial más vetusto, se convierte en el farolillo rojo de Europa durante los años de reactivación y de boom económicos.

 A las destrucciones de guerra durante el conflicto se añade el trabajo febril de la economía de guerra que se desarrolla del 43 al 45 en Alemania, mientras que ya estaba en vigor en Gran Bretaña y en los Estados Unidos cuando el estallido del conflicto. ¿Por qué la catástrofe guerrera rejuvenece al capitalismo? Porque, además de un mundo que reconstruir, suministra medios formidables y a bajo costo para realizar esta reconstrucción bajo ritmos frenéticos.

Hemos visto que la economía de guerra se apoya sobre la centra­lización de la producción y la acrecienta aún más (83), ligándola a continuación al desarrollo «pacífico» de la economía en el nuevo ciclo de acumulación que se encuentra acelerado de esta forma. Es necesario tener presente que todo el período de reconstrucción de post­guerra, sobre todo en Europa y en Japón, es decir, allí donde las destrucciones fueron más masivas, ha podido contar con el resultado del desarrollo precedente de la fase imperialista del capitalismo, a saber: la extrema concentración económica, financiera y política alcanzada por los regímenes fascistas. Esta es la razón por la que nuestro partido, desde el inicio de su actividad, ha afirmado justa­mente que las democracias occidentales recibían en herencia de los regímenes fascistas la sustancia del desarrollo imperialista del capitalismo, la tendencia a la concentración y a la centralización, «fascistizándose».

La economía de guerra transmite, además, al capitalismo tanto los progresos tecnológicos y científicos realizados por las industrias militares como los establecimientos industriales creados por la producción de armamentos. En efecto, no fueron todos destruidos por los bombardeos ni, en el caso alemán, por el desmantelamiento reali­zado por los aliados. Pudieron ser puestos en actividad «con gastos de reparación bastante limitados» (84) y ser utilizados para produc­ciones «pacíficas». «Los daños de guerra causados por bombardeos y operaciones militares tuvieron consecuencias mucho más graves en los efectos inmediatos sobre la producción, escribe el mismo autor, que en los efectos duraderos sobre el equipo mismo. Era bastante fácil poner fuera de uso la mayor parte de las estructuras metálicas industriales (establecimientos, instalaciones, máquinas) pero más difícil obtener su destrucción completa» (85).

La destrucción a gran escala de equipos, instalaciones, construcciones, medios de transporte, etc., y la reinstalación de este formidable campo de acumulación de medios de producción de alta composición tecnológica allegados a la industria de guerra, reestructurados a bajo costo, y en condiciones de mayor centralización y control del aparato productivo; todo en conjunto crea el milagro. ¡Bendita sea, pues, la guerra justa y democrática que ha devuelto a «nuestros» capitalistas su Santo Beneficio en toda su potencia, que les ha permitido acumular de nuevo como en los buenos tiempos de la revolu­ción industrial!

El ciclo de reactivación y de tenía necesidad para desplegarse, de capitalistas para explotar. «En la mayor parte de los países de Europa Occidental el creci­miento de la fuerza de trabajo proviene de las mismas fuentes del aumento demográfico de la población local y de la inmigración de trabajo extranjero así como de la evolución de la ‘tasa de actividad’, es decir, del número de personas en edad de trabajar que trabajan verdaderamente y del número de horas durante las cuales trabajan » (86), expansión económica de postguerra como todo ciclo de acumulación invertir y de fuerza de trabajo.

La importancia real del aumento demográfico en la inmediata postguerra para la satisfacción de las necesidades de mano obra fue bastante limitado debido sobre todo a que son los grupos de edad inferiores a 15 años y superiores a 64 los que aumentan. Más importante fue el aumento de la «tasa de actividad» de la población, término neutro que cubre púdicamente tanto el aumento del trabajo de mujeres y menores como el aumento de la jornada de trabajo: el famoso «arreman­guemos nuestros brazos» lanzado a los trabajadores por Thorez y todos sus colegas en los diferentes países.

Pero el papel de la mano de obra extranjera fue todavía más crucial para la acumulación capitalista en la expansión de postguerra: polacos, refugiados del Este europeo, emigrantes del Caribe, de Paquistán y de África para el Reino Unido; portugueses, italianos, españoles, emigrados de las colonias para Francia; italianos y españoles para Suiza, refugiados del Este para la RFA, que serán reemplazados a partir de la mitad de los años 50 por griegos y luego por turcos.

La abundancia de la oferta de fuerza de trabajo se acompaña de una productividad creciente del trabajo que no era simplemente el reflejo del progreso técnico en la producción. En efecto, a una mayor disponibilidad de brazos corresponde una competencia agravada entre los proletarios y, por tanta, una menor fuerza de resistencia a la explotación capitalista. En la RFA, por ejemplo, «los emigrantes de Alemania del Este, extranjeros por completo, trabajaban más inten­samente y eran menos exigentes que los trabajadores locales. Sobre todo se desplazaban con más facilidad hacia los lugares y los empleos donde la necesidad de trabajo era más fuerte» (87). Y en Francia: «la presencia de esta inmigración da a nuestra economía más flexibi­lidad, maniobrando con gentes muy móviles que aceptan cambiar de empresa, de región, y si se presenta el caso, de convertirse en parados indemnizados. La inmigración es siempre fructífera en la medida que permite a nuestro país economizar una parte de los gastos de educación (asumidos por el país de origen) y equilibrar mejor las cargas de la nación: jóvenes, los inmigrados aportan a menudo más cotizaciones de las que reciben como prestaciones» (88). Pompidou, entonces Primer Ministro, señalaba en 1963 el interés por la mano de obra inmigrada como un medio «de tener una cierta tregua sobre el mercado de trabajo y resistir a las presiones sociales».

Trabajar como una bestia de carga, apretarse el cinturón y estar dispuesto a acudir allí donde guste Su Majestad el Capital: ¡he aquí las tres virtudes cardinales pedidas a los obreros y tanto más vigoro­samente si son extranjeros, negros o morenos! Y he aquí también otro ingrediente «milagroso» de donde se nutren los capitalismos europeos rejuvenecidos en su floración de postguerra. Pero ¿habría podido el capitalismo realizar esta orgía de explotación de los proletarios indígenas y extranjeros sin esta docilidad del trabajo organizado (leer: integración creciente de los sindicatos obreros en el Estado burgués) a la cual los economistas burgueses mismos reconocen un factor de primer plano para limitar las demandas salariales y acre­centar al máximo la productividad del trabajo? (89). La referencia habla de los sindicatos alemanes, pero la Suiza de la «Paz del Trabajo», la Francia de la IV República, la Italia de Di Vittorio, etc., disfrutarán de la misma docilidad. Y allí donde el crecimiento fue menos «milagroso», como en Gran Bretaña, no fue ciertamente por causa de falta de docilidad de las Trade Unions sino a causa de esta «enfermedad intrínseca» que se llama degeneración y que es sinónimo de declive irreversible (90). Otra fuente de mano de obra para la reactivación industrial en toda Europa fue suministrada por el mundo rural. Un verdadero abandono por parte de los campesinos se lee a través de las cifras del éxodo rural: en Francia emigraron un promedio de 90.000 personas cada año hacia las ciudades, en Alemania eran 100.000 por año en la década de los 50 y 200.000 en 1.960 y 1.961. En 1.970, en toda Europa Occidental, la mano de obra en la agricultura, según ciertas fuentes, no era más que un tercio del nivel de pre-guerra (91).

El proceso, lento pero inexorable, de encogimiento del mundo rural en marcha desde el siglo XIX, directamente ligado al desarrollo del capitalismo, conoce una brutal aceleración después de la guerra. Es el desarrollo mismo del industrialismo burgués que se reproduce continuamente: la mecanización de la agricultura, la introducción y la generalización de fertilizantes, de pesticidas, de antibióticos, etc., es decir, los frutos del desarrollo de la industria capitalista moderna, produjeron un aumento sensible y rápido de la productividad agrícola en los años 50 y siguientes. Pero como la producción agrícola aumenta más lentamente, el resultado fue «liberar» una gran parte de la mano de obra de los campos y volverla disponible para alimentar el crecimiento de la esfera industrial capitalista en expansión tumultuosa y la concentración urbana.

El resultado, en otras palabras, será volver más obrera la zona europea precisamente en el período durante el cual el ciclo victorioso de las luchas anti-coloniales (1.954-76) abrirá la vía al desarrollo de la industria moderna en vastas zonas de Asia y de África, volviendo más obrero y proletario el mundo entero.

 

17. Del Plan Marshall a la crisis del condominio ruso-americano

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La disponibilidad de fuerza de trabajo, ingrediente sin duda necesario al desarrollo normal del ciclo productivo capitalista –y con mayor razón del ciclo de reactivación y de expansión de las economías burguesas recién salidas del «baño de juventud» de la guerra mundial– no es sin embargo suficiente por sí sola para volver a poner en movimiento el mecanismo de la producción moderna. No lo es por la simple razón de que los brazos obreros pueden ser incorporados al capital-máquina solamente si los estómagos son de un modo u otro saciados.

Lo que significa que sin fuertes adelantos en capital variable las economías nacionales de los principales países de Europa occidente y de Japón no habrían podido conocer una reactivación y una expansión con ritmos comparables a los del «milagro» de postguerra.

Y este adelanto decisivo en capital variable no podía venir más que de Washington: el intacto potencial productivo de América estaba después de 1.946 con problemas de sobreproducción.

En 1.948 «el gobierno americano adopta valientemente (como siempre el capital, que es de naturaleza tímida, se convierte en audaz cuando huele un buen negocio-NdR) la política de considerables ayudas a las naciones del mundo y, ante todo, a las naciones de Europa occidental. Un par de años después de la guerra, el Plan Marshall, con su oferta de ayuda económica a todos los países que tuvieran necesidad, pone en pie una serie de proyectos y de préstamos en capital destinados a sostener la evolución económica en Europa en una época donde la penuria de capital, y más especialmente la penuria de dólares, impedía todavía el desarrollo» (92).

El Plan Marshall era el canal principal por el cual los dólares llegaban a su destino pero no fue el único instrumento de la «beneficencia» americana. El flujo de capital de los USA hacia Europa había comenzado de hecho antes del 48 y continuará con los «desembolsos militares americanos de toda clase (entre ellos el Plan de Ayuda Militar que tanto escandaliza a los estalinistas) y con los fondos de inversión privada americana en Europa» (93).

El Plan Marshall no fue pues más que un momento, sin duda impor­tante, de un plan económico, político y militar más vasto y perfecta­mente coherente: el plan, todo menos filantrópico, de la penetración imperialista americana, era la continuación lógica de su agresión contra Europa victoriosamente concluida sobre los campos de batalla en 1.945.

A diferencia de los falsos comunistas de obediencia estalinista que en Italia como en Francia, «bendicen los ejércitos americanos en el 45, las liras americanas en el 45-46, las ayudas UNRRA y en fin las del Plan Marshall» (94), antes de protestar enseguida, después del estallido de la «guerra fría», contra el envío de armas americanas y la integración del país en el sistema militar de Washington, nuestro movimiento ha demolido desde el principio el mito ridículo de la «filantropía» de la burguesía americana:

El Plan Marshall «tendía a aspirar dólares de los proletarios americanos mediante el clásico sistema de los impuestos indirectos con el fin de invertirlos en la recolección de mano de obra europea y para hacer de la economía europea un apéndice de la economía americana. Los sindicatos del otro lado del Atlántico, los de Murray como los de Lewis, estaban en su puesto: la empresa altamente imperialista de Truman y de Marshall se convertía en una obra grandiosa de solidaridad hacia los ‘hermanos’ que había que levantar de las consecuencias desastrosas de la guerra. Pero una incitación suplementaria era necesaria: el compadre Stalin estaba también en su puesto, los prole­tarios de Europa debían ser salvados no solamente del hambre sino también de sus consecuencias, la perdida de la libertad, la caída en las sugestiones de la dictadura. ¡Proletarios americanos poned la mano en los bolsillos, proletarios europeos poned vuestros músculos en plena acción!» (95).

La deducción no era sobre los beneficios sino exclusivamente sobre los salarios: la «generosidad» de la República de la bandera estrellada es a costa enteramente de los obreros. Como de costumbre los obreros hacen los adelantos y las clases propietarias toman los beneficios. En efecto, los USA no han hecho «donativos» a Europa sino vulgares «préstamos».

«Las ayudas a Europa han sido (para el capitalismo americano -­NdR) un negocio económico, social, político y militar. No es dinero tirado por la ventana, son capitales que fructifican» (96).

Fueron un negocio económico por dos razones: en primer lugar, los dólares prestados contra interés a las burguesías europeas darán a Washington la posibilidad de participar en el gran «negocio» de la reconstrucción europea. A continuación, la clase dominante americana supo encontrar con sus prestamos una salida a la proliferación de sus capitales: las «ayudas» actuaron como un «gran mitigador de la sobreproducción estadounidense» (97), tanto en el caso de las latas de conserva para alimentar a la mano de obra europea como en el de las armas destinadas a reabastecer a los ejércitos. Con la ventaja suplementaria en este último caso de «deshacerse de armamentos obsoletos (gracias a los cuales) en caso de guerra los ejércitos europeos habrían podido continuar destripándose hasta el momento en que la incontestada potencia americana habría decidido intervenir como factor decisivo» (98).

Fueron un negocio social porque las distribuciones de latas de conserva, incluso si alimentaban poco y mal, permitían llenar los estómagos hambrientos de toda Europa y ahogar sus gritos de protesta.

Fueron un negocio político porque, gracias a los dólares de su «caridad» interesada, la burguesía estadounidense «compra» –aunque sea de modo temporal– el resto del mundo no estaliniano y en particular sometiendo a su imperio por un período bastante largo a las clases dominantes de Europa occidental y de Japón. La «beneficencia» ameri­cana –decíamos más arriba– no fue otra cosa que la continuación por otros medios de la guerra imperialista contra Europa: «entre el Marshall padre del plan de reconstrucción europea y el Marshall jefe del Estado Mayor americano no hay solución de continuidad: las ayudas a la reconstrucción eran las armas de expansión imperialista estado­unidense bajo el mismo título que las grandes expediciones militares en plena guerra» (99).

Fueron un negocio militar porque en parte también, gracias a los «donativos de paz» generosamente acordados, los Estados Unidos se aseguraban por un largo período de tiempo, con la sujeción de Europa occidental y de Japón, la completa obediencia de sus ejércitos vasallos y el pleno control de las poblaciones y de los territorios con sus instalaciones y sus bases militares. En 1.952, 7 años después del fin de la guerra mundial, el gobierno japonés fue obligado por los USA a firmar «acuerdos administrativos» que autorizaban a los Estados Unidos a tener en el Japón todas las tropas que juzgaran necesarias, mientras que los japoneses debían no solamente colaborar en el desembarco e instalación de aquellas sino que se comprometían, además, a entregar 155 millones de dólares por año para pagar los gastos de mantenimiento de los soldados americanos sobre su territorio.

«En seguida salta a la vista -comentábamos en la época- que el régimen de ocupación de las islas japonesas, oficialmente declarado caduco por el tratado de paz y el tratado de seguridad bilateral americano-japonés, continúa bajo otro nombre y bajo otra forma jurídica» (100).

Para el imperialismo americano la política de las «ayudas» revela ser un gigantesco negocio al menos en lo inmediato. Pero es necesario señalar que el centro imperialista americano habría debido financiar de todos modos la reconstrucción de Europa y de Japón, aun si en lugar de sacar provecho hubieran debido concluir esta operación con pérdidas. Estados Unidos, al término del segundo conflicto imperialista, debía poner en pie las averiadas economías de Europa y de Japón por la simple razón que habría sido imposible mantener en función la red de relaciones y de intercambios comerciales centrada sobre Washington, sin revitalizar los términos del dialogo mercantil en Berlín, Tokio, París, Londres y Roma.

Los Estados capitalistas están en relación de conflicto perma­nente entre ellos. Este conflicto no excluye sino al contrario implica el tejido de una densa red de relaciones recíprocas, una red que impone a cada centro nacional de acumulación capitalista la nación enemiga, el centro imperialista competidor, como un elemento no eliminable, como un factor indispensable a su propia existencia. Los imperialistas son, por tanto, como los capitalistas individuales, HERMANOS ENEMIGOS, no solamente porque ellos no podrán jamás ser completamente solidarios entre ellos. La aparente armonía y la unión del momento están siempre minadas por los gérmenes de la discordia. Pero también, y sobre todo a la inversa, porque la lucha y la discordia no podrán terminar nunca con la destrucción total del enemigo vencido, que debe ser ayudado y sostenido si su situación es demasiado gravemente comprometida.

En efecto, los que se enfrentan no son dos mundos, dos civiliza­ciones, dos sociedades diferentes, estructuralmente opuestas, por lo que no pueden combatirse a muerte. Son diferentes compartimentos nacionales del capitalismo mundial o, si se quiere, tentáculos dife­rentes de un mismo monstruo. La misma sangre corre por sus venas.

Se lanzan a la batalla cuando todo el sistema, metido en las convul­siones periódicas de la crisis económica, no encuentra otra vía de salud que la sangría de la guerra generalizada, pero no para aniquilar al compañero-competidor, sino para poder, después de la guerra, continuar dialogando con él en condiciones más favorables.

Hemos examinado la cuestión de las ayudas americanas para la reconstrucción de Europa desde el punto de vista americano mostrando las dimensiones del formidable negocio realizado por las clases dominantes del otro lado del Atlántico. En realidad, en toda la «operación ayuda», el negocio ha sido recíproco, porque los imperialismos europeos y japoneses sacaron ventajas no desdeñables, dadas las relaciones de fuerza sancionadas por la guerra mundial.

Gracias a los considerables adelantos en capital variable y gracias también a la defensa asegurada por los Estados Unidos frente a Rusia, estos imperialismos han podido no solamente reconstruir su potencial económico sino igualmente desarrollarse en el curso de los años siguientes con ritmos y potencias que han hecho hablar de «milagro» en los países más duramente dañados por las destrucciones de la guerra, como Alemania y Japón. Sin duda los centros imperialistas europeos y japoneses han debido pagar un precio para asegurar las condiciones de su desarrollo económico en tales proporciones: la ocupación militar prolongada y la sumisión política todavía más grande a Washington. Pero los americanos mismos han debido también aceptar el precio a pagar para poder participar en la lucrativa reconstrucción y asegurarse a golpe de dólares la sumisión temporal de Europa y de Japón, incorporados a las alianzas militares del llamado «mundo libre», han debido aceptar el riesgo de que estos imperialismos resucitados lleguen a amenazar su supremacía económica.

Desde este punto de vista el caso alemán es muy significativo:

«Al fin de la primera guerra mundial, la Alemania capitalista pudo remontar el abismo de la derrota porque, mientras que Francia e Inglaterra la miraban con sospecha o con una hostilidad impotente, América juzga que ella ofrece un campo fructífero de inversiones y un buen punto de apoyo político, y la ayuda a levantarse. A los seis años del fin de la segunda, la Alemania capitalista, ni destruida por la guerra ni amenazada por la revolución, se ha vuelto a poner en pie del mismo y seguro modo: uniéndose directamente a los Estados Unidos. Aquellos han descubierto que un potencial económico como el alemán es mil veces más interesante para sus propios objetivos que los viejos equipos fatigados de otros países europeos, pero también que la integración en la comunidad atlántica, tan penosa para el resto de Europa, podía realizarse con más fuerza y del mejor modo al otro lado del Rhin. Es por lo único que permanecen allí todavía los ejércitos victoriosos y, ‘por la defensa del mundo libre’ (...) allí se quedarán. Dentro de poco -fácil profecía- Alemania será la gran ‘vedette’ de esta comunidad, como lo es el Japón en la comunidad del Pacífico» (101).

No era dificil prever esta tendencia, dado que los indicadores económicos de los años 48-50, y en particular el empuje de inversiones de 11,9 a 18 mil millones de marcos mostraban que «a la sombra de la ocupación militar la gran industria (había) vuelto a florecer, las condiciones sociales (se habían) ‘normalizadas’, las contradicciones de clase (habían sido) contenidas, el capitalismo privado (había) encontrado el medio de invertir en condiciones ventajosas, los salarios (habían sido) dominados, América (había) suministrado las financiaciones necesarias para la reconstrucción, la reforma monetaria había) desengrasado las fortunas pequeñas y medias en beneficio de las más grandes» (102).

Queda establecido que los Estados de Europa occidental, Alemania a la cabeza, no han entrado en el llamado «mundo libre», es decir, militarmente hablando en la OTAN, en el único interés del «patrón» americano (como sostienen, a derecha e izquierda, aquellos que ven en los regímenes de la vieja Europa los «ciegos servidores» de los Estados Unidos y como una especie de gobiernos fantoches implantados por los ocupantes americanos), lo han hecho en función de sus propios intereses imperialistas. No es por azar que nosotros hemos recordado la primera postguerra mundial y el hecho de que el lazo directo entre Alemania vencida y América, asociada a la ayuda financiera USA, había sido la base de la resurrección alemana, es decir, de la resurrección del imperialismo alemán y la resurrección del violento antagonismo con el imperialismo americano que desemboca en la segunda guerra mundial.

Al día siguiente de las dos guerras mundiales, los alemanes vencidos no han podido más que inclinarse ente la aplastante superio­ridad americana. Pero en el cuadro de las relaciones de fuerza exis­tentes se han asegurado las mejores condiciones para poder levantar la cabeza. Han aceptado una dominación política y militar temporal para mejor reconstituir las bases económicas de su renacimiento impe­rialista. El espectro de la resurrección de las potencias imperialistas rivales no podrán más que volver a agitar tanto a Moscú como a Washington, porque ello significará necesariamente la crisis del «condominio ruso-americano» sobre el planeta.

En otros términos, el desarrollo desarmónico, contradictorio, en la economía capitalista no podía más que hacer volar en pedazos los «equilibrios» inter-estatales que se querían intangibles. El capitalismo es por definición el reino de la inestabilidad permanente.

Está condenado por naturaleza a revolucionar permanentemente tanto la producción o las relaciones entre las diferentes ramas productivas como las relaciones entre los Estados, sometidos a la corriente del desarrollo desigual de sus respectivas economías. En efecto, (cual ha sido el resultado de tres decenios de «paz» en las metrópolis y de acumulación ininterrumpida de capital?

«Las economías europeas (y japonesa), en adelante en plena reactivación, favorecidas además por el hecho de no tener que soportar fuertes gastos militares, carcomen, en detrimento de los USA, una parte creciente de la riqueza mundial producida. De 1.950 a hoy (1.982) los Estados Unidos han bajado de más del 40% a alrededor del 20% de esta riqueza, mientras que el Japón ha pasado del 2 al 12% y Europa representa una parte igual a la de Estados Unidos» (103).

El proceso de erosión de la supremacía americana ha sido largo y gradual: es sin embargo posible estimar hacia la mitad de los años 60 el fin del predominio absoluto de los Estados Unidos sobre la economía occidental, y de su predominio relativo a escala mundial.

Es posible calcular que el montante total de préstamos americanos a Europa, capitales privados, ayudas estatales y suministros militares comprendidos de 1.945 a 1.958, «según toda probabilidad alcanza al menos los 25 mil millones de dólares» (104). Esta avalancha de dólares da una idea de la omnipotencia económica del coloso americano. En el curso de los años un flujo inverso de capitales se forma y se acrecienta con el renacimiento europeo que va de Europa hacia los Estados Unidos. Es en 1.963, cuando por primera vez desde el fin de la guerra el flujo de inversiones privadas europeas hacia los Estados Unidos supera la de Estados Unidos hacia Europa. Este hecho era tanto más significativo cuanto que «el movimiento de fondos públicos americanos, bajo forma de prestamos, concesiones y gastos militares hacia los Estados Unidos había disminuido mucho» (105), lo que, no sin razón, hace hablar del «fin de la era del dólar».

Pero lo que la dinámica de desarrollo económico, muy desigual de la segunda postguerra, deja evidente es que la ruptura de las alianzas militares existentes y la constitución de nuevos alineamientos es la premisa indispensable para el estallido de un nuevo conflicto mundial. Algunas cifras que hemos citado más arriba no indican más que la base material de un conflicto ya existente que opone –por el momento de modo latente– a los Estados Unidos con sus principales aliados en el corazón de Europa y en el lejano Oriente, es decir, que opone a centros imperialistas por el momento incorporados en una misma constelación anti-rusa. Los contratos -y no otra cosa son las alianzas mili­tares- reflejan los intereses materiales de todos los contratantes sobre la base de sus relaciones de fuerza global. Una variación de estas últimas debe inevitablemente entrañar la crisis y después la ruptura del contrato mismo y el establecimiento consecutivo de nuevas y diferentes constelaciones relativas a las nuevas relaciones entre los Estados y los ejes de enfrentamiento que desarrollan.

Cuando las tendencias centrífugas que recorren, al Este como al Oeste, los bloques políticos y militares actuales y que han conducido al fin del bipolarismo y a la apertura a escala mundial de una fase de inestabilidad profunda y creciente, lleguen a ser irrepri­mibles al punto de hacer volar en pedazos los equilibrios diplomáticos y las alianzas militares existentes, entonces será posible decir que se han puesto realmente las condiciones que vuelven posible una tercera guerra mundial.

 

18. La crisis del condominio ruso-americano y la tercera pre-guerra

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El cuadro del nacimiento, del desarrollo y de los probables resultados de los conflictos inter-imperialistas que hemos descrito no responde de ningún modo a pruritos de búsqueda de «originalidad»: en efecto, nos hemos limitado a seguir la vía segura indicada por la Izquierda desde 1.946 y a continuación confirmada y precisada por el ulterior trabajo de análisis del Partido.

Si abrimos nuestras «Perspectivas de postguerra» (106) podemos leer a propósito del «gobierno totalitario internacional del capital» ejercido entonces por los dos vencedores de la guerra: «la perspectiva fundamental de los marxistas es que este plan unitario de organización burguesa no conseguirá tener una vida defi­nitiva porque el ritmo vertiginoso que imprimirá ala administración de los recursos y de todas las actividades humanas, con la esclavitud despiadada de las masas productivas, conducirá a nuevos enfrentamientos y a nuevas crisis, a enfrentamientos entre las clases y, en el seno de la esfera dictatorial burguesa, a nuevos enfrentamientos imperialis­tas entre los grandes colosos estatales».

En la Reunión General de 1.977 habíamos reafirmado que: «siempre ha estado claro para nosotros que la clave de la postguerra se encontraba precisa­mente en el condominio ruso-americano sobre Europa y que el status quo no podía impugnarse antes de que el ciclo de acumulación del capital plantee, con la reconstitución de la potencia económica de Europa y de Japón, la necesidad de romper el equilibrio que deja a la zona rusa en un estado de depresión capitalista relativa» (107).

El fin del «bipolarismo» a continuación del renacimiento de los imperialismos de Europa y de Japón debe ser situado, como hemos visto, hacia la mitad de los años 60. La ulterior irrupción de China sobre la escena política mundial no hace sino hacer más evidente el cambio de la faz del mundo, hacia un «multipolarismo» sinónimo de desequilibrios crecientes en las relaciones inter-estatales. No es por azar que se asiste a finales de los años 60 a la ruptura del monopolio nuclear: al multipolarismo económico no puede más que corresponder el multipolarismo militar, y en el caso nuclear, anunciador de desarrollos todos menos pacíficos.

No obstante, al dinamismo imperialista germano-occidental, a la competencia de los productos japoneses sobre el mercado mundial y a los vigorosos empujes de las burguesías del Este europeo, hacíase eco un aparente apaciguamiento de la política internacional. Era la época en que la trinidad Kruschev-Kennedy-Juan XXIII parecía irradiar una esperanza no ilusoria de paz y progreso social. La era de la llamada «distensión» sucederá a la «guerra fría» entre el Este y el Oeste.

En realidad la distensión no fue más que la respuesta de las dos superpotencias a las líneas de fractura que aparecían cada vez más claramente en sus respectivas esferas de influencia. Lo que se traducía en una presión acrecentada de Moscú y Washington sobre sus aliados para contener o frenar sus impulsos centrífugos. Sobre todo significaba un acuerdo implícito entre las partes. La invasión de Checoslovaquia en 1.968 en respuesta a la «primavera de Praga» no suscita en Occidente más que protestas platónicas. Pero el teatro principal donde rusos y americanos aplicarán esta doctrina de la «soberanía limitada» que era lo esencial de la distensión ha sido el llamado Tercer Mundo donde «la distensión ha dejado las manos libres a América para permitirle ocupar su papel de gendarme sobre todos los continentes, en Santo Domingo como en Leopoldville y sobre todo en Indonesia: cuando había alguna batalla en Oriente Medio o en Vietnam, los compromisos rápida­mente concluidos permitían la vuelta forzosa de América» (108).

Si la apariencia en los años de «distensión» es todavía la del «condominio» de las dos superpotencias sobre el mundo, la sustancia, por el contrario, se ha modificado profundamente porque el mundo sobre el cual los dos mayores centros imperialistas ejercen de común acuerdo su voluntad no es el mundo de la «guerra fria». En los años 50, Moscú, y Washington podían tomar aires amenazadoras expresando sus fricciones en las áreas periféricas (guerra de Corea) porque la paz quedaba incontestada en sus zonas recíprocas, o estaba como muy inquieta por los sobresaltos episódicos circunscritos a la zona rusa, como la revuelta obrera de Berlín en 1.953 o la rebelión de la burguesía húngara en 1.956.

Por el contrario, la era de la distensión encuentra su razón de ser en la necesidad de poner orden en estas zonas donde se hacen sentir de modo cada vez más insistente la presión a través de la cual las economías de Japón y Europa occidental tienden a disputar inexorablemente a los Estados Unidos partes crecientes de mercados y de beneficios, y, de otro lado, la presión convergente de los «satélites» de Moscú tendente a revitalizar sus economías por una mayor apertura a los intercambios comerciales con Occidente y un alejamiento de la rapacidad del «gran hermano». Si la «guerra fría» respondía en gran parte a la exigencia de «aterrorizar mejor a los vasallos de la nueva super-dictadura» con la amenaza de un cataclismo mundial (108), y, por tanto, a la necesidad de asegurar la paz social a través de la aceptación servil del status quo por las masas prole­tarias de una Europa vencida, hambrienta y ocupada manu militari; la retórica de la distensión servía a la inversa de camuflaje a la aparición de nuevas oposiciones, servía para ocultar nuevas rivali­dades inter-estatales tanto por la gran propaganda de la posibilidad de paz universal gracias a la buena voluntad de las Super Potencias como por el talón de hierro de la «soberanía limitada».

Las oposiciones nacidas sobre el terreno económico en el interior de ambos bloques apenas tardarán en tener sus consecuencias políticas nada secundarias: al aumento de los intercambios comerciales de la Alemania Federal con el Este -intercambios que privilegian por otra parte a los países satélites más que al Estado ruso, alimentando los impulsos centrífugos existentes en el otro lado de la «cortina de hierro» continuaron a partir de 1.970 las vicisitudes de una «Ostpolitik» que reflejaba de tal modo los intereses nacionales alemanes que era sostenida con igual entusiasmo por el socialdemócrata Willy Brandt como por el ultraconservador Strauss. La Ostpolitik alemana fue seguida por políticas análogas «de apertura al Este» por los otros imperialis­mos europeos –¡y por el Vaticano!– por las mismas razones y suscitando las mismas inquietudes entre los dirigentes americanos.

Pero la aparición en el subsuelo económico de un antagonismo irreprimible entre Europa, Japón y los Estados Unidos tendrá con el curso de los años otras consecuencias, aparentemente muy alejadas del juego diplomático de los gobernantes, y en particular la ola de anti-americanismo que caracteriza toda una serie de movimientos de masa, sobre todo con base estudiantil, antes y aún más luego del «fatídico» mayo del 68. El hecho de que estos movimientos se den una etiqueta de «izquierda» más o menos radical y que saquen su inspiración de las luchas nacionales anti-coloniales de la época, que agitasen la bandera vietnamita o palestinense, enarbolasen retratos del «Che» o el Libro Rojo del Presidente Mao, no debe hacer olvidar el contenido nacionalista y, por tanto, imperialista, de la ola de anti-americanismo que recorre una buena parte de Occidente, hayan tenido o no conciencia sus partidarios. Por otra parte, esta ola se encuentra todavía bastante lejos de haberse agotado, incluso si se mani­fiesta bajo formas en parte diferentes.

En efecto, no es por azar que el grito «¡Yankee go home!» se haya elevado con más fuerza en los centros imperialistas que habían sido vencidos en la última guerra mundial, allí donde los daños de la guerra habían sido más numerosos y allí donde la reanudación económica tras la reconstrucción había sido más vigorosa. Alemania, Japón, Italia, los tres países donde el desarrollo económico se enfrentaba, más que en otras partes, a las prerrogativas de Washington han sido los tres países donde, más que en otras partes, los movimien­tos que expresaban la confusa fermentación de las clases medias alzaron la bandera de la cruzada anti-americana: anticipaban así una futura cruzada de movilización guerrera en el campo imperialista opuesto a los Estados Unidos y, por tanto, la preparaban.

La crisis económica de 1.975 no podía dejar de provocar una brusca profundización de las contradicciones inter-imperialistas y volver visibles las rivalidades y las fracturas hasta entonces latentes añadiendo nuevos conflictos a los ya existentes.

La simultánea crisis mundial hace resurgir la siniestra perspec­tiva de un «mundo demasiado pequeño para apetitos demasiado grandes y demasiado numerosos» (109): todo capitalismo nacional reacciona a la enfermedad buscando hacer recaer los efectos sobre sus competidores. La regla de oro de las relaciones inter-estatales llega a ser el «mors tua, vita mea» que, por otra parte, inspira la conducta practica de los capitalistas individuales cuando se restringen los beneficios y se obstruyen los mercados.

Es evidente que la acción de la crisis ha exacerbado todos los conflictos inter-imperialistas y, por tanto, también aquellos que oponen entre si a los imperialismos europeos y a estas con el imperia­lismo japonés. Decir que la crisis ha desencadenado la «guerra de todos contra todos» es una cosa que es necesario no confundir con una noche donde todos los gatos son pardos.

La crisis económica mundial no ha dado a cada molécula imperialista una aceleración desordenada de su movimiento que provocaría una confusión de choques caóticos entre todas las moléculas. Por el contra­rio, acelerando el movimiento de las partículas ha multiplicado los choques sobre trayectorias de colisión ya trazadas, exasperando los antagonismos existentes entre los Estados, y particularmente aquellos que eran ya más agudos y más virulentos. Ha añadido a estos conflictos y a estas luchas económicas nuevas causas de oposición futura, volviendo irreversibles las fracturas que ya minaban la cohesión de ambos bloques. La conclusión es que la crisis, lejos de destruir los frentes de lucha ya constituidos y, por tanto, la posibilidad de prever sobre la base de aquellos los probables alineamientos guerreros, por el contrario, ha vuelto más evidentes los ejes del enfrentamiento econó­mico y menos aleatorias las previsiones que se pueden sacar. Ante todo, después de 1.975 la presión de Japón y de los imperialismos europeos para constituir su propia zona de influencia se opone a la resistencia de USA y de URSS en la defensa de sus zonas: «ya se puede observar la dependencia creciente, aunque no sea más que en el plano comercial, de ciertos pequeños países: Turquía, Grecia, Yugoslavia, Rumania, etc., de cara a Alemania, de Malasia, Birmania, Indonesia, Taiwan, Corea, etc., de cara a Japón» (110), o la tendencia a defender su presencia mientras que exista una zona de influencia, como en el caso de Francia que no ha cesado de acentuar su presencia imperialista en Africa desde 1.975, las intervenciones como en Chad solamente son la parte más visible.

Es necesario no desdeñar la penetración de los imperialismos europeos en la zona medio oriental, en competencia abierta entre ellos y con USA en el terreno de los acuerdos comerciales, grandes obras o trafico de armas. En el momento de la intervención de la pretendida «fuerza de paz multinacional» en el Líbano, habíamos denunciado claramente los objetivos nada filantrópicos de esta operación y también habíamos puesto de relieve las divergencias entre los participantes en lo que no podía ser un cuerpo expedicionario homogéneo por razón de los diferentes intereses entre los diversos imperialismos integrantes.

En la misma época se desencadena entre los USA y sus aliados europeos una guerra comercial abierta en toda una serie de frentes: siderúrgico, nuclear, textil, aeronáutico, informático, etc. Guerra económica que no ha cesado después, y que la evolución de la crisis, con sus aparentes convalecencias y violentas recaídas, no hace más que volver más áspera.

La «guerra de las tasas de interés» ha añadido entre tanto nuevos materiales inflamables en las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y los centros imperialistas de Europa y de Japón: gracias al incremento de las tasas americanas en 1.979 –incremento histórico ya que es la primera vez que las tasas de interés alcanza­ban cifras tan elevadas– la Casa Blanca obtiene una espectacular inversión de los flujos de capitales hasta ese momento dirigidos hacia la Alemania Federal. La política del dólar fuerte, impuesto a los aliados por el «big stick» (gran garrote) americano produce así un vasto movimiento de capitales atraídos por los bancos america­nos. De este modo, los Estados Unidos pueden financiar a expensas de los hermanos enemigos de Europa y de Japón la recuperación momentánea de su economía, mediante una operación de reestructuración industrial de gran estilo. En suma, los Estados Unidos han reaccio­nado a los efectos de la crisis económica multiplicando los factores de conflicto económico, financiero y político con sus aliados tradicionales (111).

Ello significa que los imperialismos de Bonn, de París, de Londres, de Roma y de Tokio, bien que en permanente lucha entre ellos, están dirigidos objetivamente por la dinámica del mercado mundial a buscar una entente sobre el terreno para oponerse al «diktat» americano y resistir a las formidables presiones que tienden a descargar la crisis ultra-atlántica agravando las dificultades económicas y financieras de los otros aliados del «mundo libre».

Si consideramos las vicisitudes del campo ruso, hace falta remarcar que no es por azar si en 1.975 las divergencias sino­-soviéticas se transforman en abierta ruptura con la constitución de una alianza entre China y los Estados Unidos. La primera y especta­cular inversión de alianzas se sitúa por tanto al inicio del ciclo de pre-guerra. Este ciclo no podrá completarse sin que otros trastor­nos y cambios de frente tengan lugar en cada uno de los dos «campos» existentes en la actualidad (112).

El hecho es que la «media vuelta» china no se limita a preanunciar la impugnación de los equilibrios inter-imperialistas existentes se inscribe en el juego internacional ejerciendo a su vez un papel desestabilizador de primer orden, ante todo en la región del Pacífico: la alianza chino-americana refuerza las tendencias de una entente entre Japón y Rusia alimentando en estos dos potentes países reflejos defensivos. Igualmente en la región Atlántica: la amenaza china empuja a la URSS a volver más seguras sus fronteras occidentales desarrollando relaciones más estrechas y «amistosas» con Europa occidental, guste o no guste a los Estados Unidos de América.

Pero desde 1.975 otras sacudidas, sin duda menos espectaculares, han comenzado a enturbiar la «paz» existente más allá de la «cortina de hierro»: el alejamiento de la Rumania de Ceaucéscu y sobre todo los acontecimientos de Polonia, que han visto coexistir en una misma crisis dos aspectos diferentes: la rebelión obrera sin duda, pero también la de la burguesía polaca que, con fondo nacionalista y religioso en un cierto momento, ha podido absorber ideológica y organizacionalmente al movimiento obrero. Es significativo que la crisis de 1.980-81 sea resuelta en un decenio por la intensifica­ción de las relaciones económicas y financieras con las burguesías de Europa occidental y por una intensificación de las relaciones de colaboración con la Iglesia católica. Esta solución, que anticipaba con 10 años de antelación la vía tomada en el inicio de los años 90 por los países del antiguo bloque oriental, sin duda no había si do muy apreciada por los dirigentes del Kremlin pero es probable que haya suscitado igual inquietud al otro lado del Atlántico. Basta recordar la diferencia entre el activismo anti-soviético de la admi­nistración Reagan y la comprensión testimoniada por los banqueros del oeste europeo al régimen polaco. Hay un lazo directo entre esta «comprensión» y las aperturas europeas en dirección al Irán jomeinista al menos en sus primeros años, o a la Nicaragua sandinista, (ver la actitud a este respecta de la Internacional socialista): manifestación de la función desestabilizadora cumplida por los Estados europeos frente a los intereses americanos.

La apertura de un período de pre-guerra está marcada por modi­ficaciones profundas y crecientes del horizonte diplomático interna­cional y por cambios drásticos en el plano militar. La violenta aceleración imprimida por la crisis mundial a los impulsos centrífugos en el interior de ambos bloques pone fin al período de la gran distensión. La presión conjunta de Moscú y de Washington no es lo bastante fuerte como para garantizar a las dos superpotencias el control de la situación en sus esferas respectivas.

La invasión de Afganistán por las tropas del ejército ruso debe ser comprendida como una reacción del imperialismo a la desestabili­zación engendrada por la victoria jomeinista en Irán y a los impulsos centrífugos en el interior de su zona y de sus fronteras. Pero el atascamiento en la guerra afgana provocara ala inversa una agravación de las tendencias a la disgregación del consenso social en la URSS y una aceleración de las tendencias nacionalistas en las repúblicas alógenas, que la retirada sin gloria de Afganistán no podrá más que alimentar.

Pero si Moscú tenia todas las razones para llorar, Washington no tenía ninguna para reir. Del lado del «mundo libre» tenemos en 1.981 el escándalo de la guerra de las Malvinas (Falkland-Malvinas), el escándalo de una guerra llevada por Gran Bretaña con el mayor desprecio del las «recomendaciones» y de los «consejos» americanos.

Veinticinco años después de la expedición anglo-francesa de Suez, interrumpida con el primer alzamiento de cejas americano; la Casa Blanca no consigue hacerse escuchar por su más fiel aliado: digan lo que digan los Estados Unidos la flota británica irá a establecer la soberanía de la Reina sobre estas islas. La lección administrada a Argentina es también una advertencia para USA: Washington no debe disponer a su antojo de los intereses británicos. La invasión de las islas Malvinas ha tenido lugar con el consentimiento tácito de los Estados Unidos, ansiosos de recompensar al vacilante régimen de Buenos Aires por su envío de tropas a América central? Entonces Gran Bretaña rompe en pedazos el cheque en blanco concedido a USA por los países europeos tras la guerra mundial para garantizar el orden mundial. En adelante cada gran Estado defenderá sus propios intereses imperialistas independientemente de todo dictado americano.

La víctima de la guerra de las Malvinas es el mito de la solida­ridad del «mundo libre» y el mito de la omnipotencia americana (que recibirá otros golpes en Granada y en el Líbano).

En el período que sigue a la crisis de 1.974-75, la agravación de las tensiones internas de los bloques conduce al abandono de la «distensión». El conflicto Este-Oeste se reactualiza brutalmente, la tensión entre Moscú y Washington comienza a aumentar: es el regreso a un clima de «guerra fria».

En realidad, la «guerra fría» de los años 50 expresaba la insolente seguridad de los dos vencedores del conflicto y la estabilidad de los equilibrios mundiales sancionados en Yalta, respondiendo en este cuadro a las exigencias de movilización ideológica de dominio de las tensiones sociales existentes en el interior de los bloques. La nueva «guerra fría» que toma el lugar de la «distensión» en la segunda mitad de los años 70 responde a una exigencia de dominio de los antagonismos, no ya (o no todavía) entre las clases, sino entre los Estados que cada vez soportan peor los viejos sistemas de alianza. La respuesta rusa y americana a las crecientes presiones consiste en buscar orientar hacia el campo opuesto la agresividad imperialista de sus aliados. Evidentemente, se trata de una solución provisional, como es provisional toda solución que el imperialismo saca de su sombrero, pero también de una solución a corto plazo. Esta solución revela con adelanto el inevitable desenlace futuro de la agravación de las tensiones imperialistas si la revolución proletaria no estalla antes, es decir, una tercera carnicería mundial. Pero el corto plazo que marcaba la «nueva guerra fría» era el reflejo del carácter arti­ficial de los frentes estatales sobre los cuales las dos super­potencias habían buscado analizar el dinamismo de las potencias imperialistas menores. Este carácter artificial ha saltado en pedazos cuando el estallido de improvisto de la «nueva distensión» a fin de los años 80. Esta distensión ha sido saludada del mismo modo que la distensión anterior, como el inicio de una era tan esperada de paz y de concordia, de libertad, de democracia y de progreso ininterrumpido.

Pocos meses bastarán para que esta «nueva» era muestre su verdadero rostro. En Irak, el imperialismo americano ha querido no solamente detener a una dinámica potencia que había escapado completa­mente del control de su padrino soviético, ha querido también, y quizás sobre todo, demostrar al mundo y a sus aliados que estaba dispuesto a tomar el relevo de su «partenaire» desfalleciente y a asegurar –o intentar asegurar– bajo su responsabilidad el papel de gendarme mundial tenido antiguamente por el condominio. Esta alternancia febril de maniobras diplomáticas, de rupturas de alianza, de modificaciones de frontera o amenazas a las fronteras declaradas «intangibles» al final de la última guerra o en el momento de la descolonización, es la demostración del fin irreversible del equilibrio mundial existente desde hace una cuarentena de años y la agravación de la crisis que llevará a un tercer conflicto mundial. La crisis económica, que ha terminado por minar a la potencia soviética, ha conducido a Moscú a sacrificar su «glacis» este-europeo para intentar encontrar cerca de las burguesías occidentales las inversiones en capitales necesarias a la recuperación de su economía. La modificación de las relaciones inter-estatales provocada por la desaparición del Pacto de Varsovia, la reunificación alemana y el apaleamiento del Este por los capitalismos occidentales no ha mostrado todavía sus consecuencias más importantes. Puede parecer que los Estados Unidos han conseguido detener las tendencias centrífugas en su bloque gracias a la guerra del Golfo. Las tentativas europeas de creación de una fuerza militar autónoma de «mantenimiento del orden» han sido por el momento vencidas por los americanos que no intentan, sin embargo, imponer un fortalecimiento de la OTAN. Los alemanes, en particular, que saben que el tiempo trabaja para ellos, han juzgado más prudente no enfrentarse de frente con los americanos sobre la cuestión militar y han aceptado pagar sin rechistar los gastos de guerra americanos, igual que los japoneses. Sin embargo, queda que todas las tentativas de construcción de un «nuevo orden mundial» basado sobre la potencia declinante de los Estados Unidos, o sobre la constitución de una suerte de gobierno imperialista del planeta integrando a la URSS, no pueden esconder los crecientes con­flictos de interés entre estos imperialismos y el hecho de que estos conflictos no tienen lugar según un eje Este-Oeste, sino entre Europa y los Estados Unidos, entre Estados Unidos y Japón, entre Europa y Japón.

Con la crisis de 1.975, la pre-guerra comienza igualmente en el plano de los armamentos con una modificación cualitativa de la «carrera armamentista»:

«En efecto, el armamento que correspondía al «equilibrio del terror’ no es el que puede permitir obtener la victoria en un conflicto imperialista. No es que las armas del terror no puedan ser utilizadas mañana sea para obtener la decisión en el momento crucial, sea para intimidar al proletariado. Si ayer se ha recurrido al bombardeo masivo de Dresde y de Hamburgo o se han lanzado bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, los Estados imperialistas son capaces de hacer mucho más con sus stocks de bombas H y de misiles balísticos inter­continentales con ojivas múltiples y, más recientes, de misiles de crucero y bombas de neutrones.

Pero hoy se ha pasado de la ‘disuasión’ pura y simple a las estrategias de ‘respuesta flexible’. Ahora toda la búsqueda tiende hacia el desarrollo de armas nucleares tácticas, hacia una precisión de tiro mayor antes que hacia una mayor potencia de fuego, hacia sistemas de protección contra los disparos enemigos pero también hacia los progresos y el desarrollo de los armamentos convencionales».

 Desde que estas líneas fueron escritas la evolución se ha acele­rado. La aceleración de la carrera armamentista decidida por la admi­nistración Carter y continuada por la administración Reagan bajo la forma de la «guerra de las galaxias» ha jugado un gran papel en los cambios de la política soviética, la URSS se ha encontrado incapaz de suministrar un esfuerzo suficiente en el dominio de las tecnologías más modernas para no arriesgarse a quedar distanciados. La instalación de los famosos misiles SS-20 ha implicado la aparición y un inicio de despliegue de materiales americanos netamente más amenazadores, obli­gando a la Unión Soviética a retroceder y a buscar un acuerdo con los Estados Unidos. La desaparición del Pacto de Varsovia que ha coronado todos los trastornos del Este, ha modificado profundamente el teatro militar europeo e impuesto una redefinición de estrategias de planes de batalla y de armamentos: los llamados acuerdos START de «desarme» responden a la necesidad de eliminación de armamentos obsoletos al mismo tiempo que un cambio de la relación de fuerza inter-imperialista en detrimento de Moscú. Los generales rusos escriben ya que es necesa­rio preparar la defensa de la Unión sobre la base de las fronteras de 1.939 porque no solamente los países antiguamente llamados «hermanos» no lo son ya sino que las regiones anexadas al día siguiente de la guerra, y especialmente los países bálticos, no son seguros. Y se habla mucho de la repatriación de las armas nucleares sobre regiones de mayoría rusa.

 

19. La tendencia objetiva a la entente entre el capitalismo ruso y los capitalismos de Europa y de Japón

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Desde 1.975 se ha asistido a la intensificación de relaciones económicas entre el Este y el Oeste, cuyo símbolo ha sido el gaseo­ducto para suministrar a Europa occidental de gas llegado de la URSS, y después en el umbral de los años 80, a una disminución del comercio Este-Oeste bajo la presión americana cuyo símbolo no eran, evidente­mente, los boicoteos cruzados de los Juegos Olímpicos de Moscú y Los Angeles, sino las presiones americanas para disuadir a los Estados de Europa occidental de llevar a cabo estas entregas de gas. En este momento era claro que la crisis económica mundial empujaba, sin embargo, a la apertura de las fronteras del «campo» oriental: «hay en un sentido la enorme corriente económica con la cual el Oeste, zona de alta presión capitalista, pesa sobre el Este, siempre zona de depresión capitalista relativa. Hay en el otro sentido la corriente irreprimible que provoca la llamada de las enormes necesidades tecnológicas del Este» (115).

Hemos señalado ya el aumento de los intercambios comerciales entre Alemania Federal y el bloque del Este (en paralelo con la Ostpolitik) antes de 1.975: el aumento en el período 75-76 es neto, pero queda todavía en los limites de sumas modestas todavía puesto que la parte de porcentaje en el conjunto del comercio de la RFA pasa solamente del 3,5 al 10%. Después de 1.975 hemos escrito que las bases puestas por el Tratado Fundamental de 1.972 entre Bonn y Pankow y por la aproximación ruso-alemana dieron «su fruto acrecen­tando el peso económico del este alemán en el Este, el papel de Bonn como interlocutor privilegiado de Moscú y en las fuerzas centrípetas que existen desde siempre entre las dos Alemanias» (116).

No es por azar si, en el lanzamiento de las potentes relaciones comerciales tejidas bajo el aguijón de la crisis, se volvía a hablar en 1.979 de la posibilidad de la reunificación alemana de aquí a «una veintena de años», de una «neutralización de Alemania» y de un reparto de esferas de influencia ruso-alemanas en los Balcanes y en Europa central. «He aquí, comentábamos en la época, el escenario inquietante de la Ostpolitik en 1.979» señalando que la reconquista de su independencia política «sellaba definitivamente el renacimiento de un potente imperialismo alemán» (117), dispuesto a vender su amistad al mejor postor.

El movimiento pendular de la burguesía alemana retomaba vigor: ¿si los USA consideraban sacrificar para sus intereses nacionales a Alemania, en el caso de una futura guerra contra la URSS (dejándola destruir por los ejércitos del Este para intervenir en una segunda fase con todo el peso de su arsenal y de sus industrias intactas segun su vieja costumbre de salvadores), entonces no estaría conforme al interés nacional alemán objetar la alianza con los Estados Unidos? ¿No sería necesario tomar en consideración la eventualidad de una inversión de alianza? Estas consideraciones debían agitar a la burguesía alemana tanto como obsesionar a la burguesía americana de que la RDA era el precio implícito de tal inversión y «sin el peso de la RDA, la RFA no se dará nunca la base económica necesaria para transformar su superioridad relativa en Europa en una posición de fuerza absoluta», un acuerdo ruso-alemán habría significado que la amenaza de aniquilación era «de un solo golpe atenuada y (que) la agresividad de Rusia se volvería hacia China y Japón» (118).

No han pasado más de 10 años para que se realice la unidad alemana y sin que la RFA tenga que tomar la iniciativa azarosa de un cambio de alianza que la habría colocado en confrontación directa con los USA y que habría hecho pedazos los acuerdos de «construc­ción europea». En definitiva, no es Bonn sino Moscú quien ha cambiado, poniendo su veto a la represión de los manifestantes este-alemanes, retirando su apoyo al gobierno de Hornecker, para dar luz verde a la reunificación. Pero Moscú se ha puesto en movimiento siguiendo la misma tendencia a una alianza con el capitalismo alemán, intentando jugar la carta ya enarbolada por Stalin del abandono de la RDA a cambio de la «neutralización» de Alemania, es decir, su salida de la coalición atlántica anti-rusa.

El rápido debilitamiento de la economía soviética, que ha modi­ficado profundamente las relaciones de fuerza internacionales, no ha permitido que esta carta dé a Moscú, en lo inmediato, más que ventajas económicas limitadas y el «reparto de influencias ruso-alemanas» en los antiguos países satélites se realiza en beneficio casi-exclusivo de Alemania y de los países occidentales, y, en todo caso, bajo el signo de la debacle politico-económica de una Unión Soviética en crisis.

Sin embargo, estos trastornos no pueden ocultar la persistencia de una tendencia objetiva a la entente entre los capitalismos europeos y el capitalismo de la URSS, a la que responde, por otra parte, una tendencia similar entre Rusia y Japón. La base económica hay que buscarla en los violentos antagonismos que oponen a los centros impe­rialistas europeos y japoneses a los Estados Unidos así como en la complementariedad de intereses que existe entre el capitalismo de Rusia y los de Japón y Europa.

Si del lado de Moscú existe la necesidad acuciante de productos con fuerte contenido tecnológico y, más generalmente, de capitales, que los europeos y especialmente los alemanes parecen más dispuestos a suministrar que los americanos, del otro lado existe una necesidad igual de vital de materias primas para los imperialismos europeos y japoneses. En efecto, a pesar de las enérgicas presiones que estos ejercen para labrarse «zonas de influencia» en Asia o en África, los Estados Unidos continúan monopolizando o controlando las fuentes y los mercados de materias primas. Cuando la guerra del Golfo los ameri­canos han querido demostrar no solamente a los países productores, sino también y puede que sobre todo a los europeos y a los japoneses, quienes deseaban quedar como los amos del petróleo y los «protectores» de las fuentes de aprovisionamiento indispensables para la vida económica de estos países.

Esta situación de dependencia frente a los Estados Unidos no puede volverse sino cada vez más intolerable, y a empujar a países como la RFA (que no posee como Francia «cotos de caza» en África) a buscar en el imperio moscovita los recursos naturales a los que no tiene acceso directo en el resto del mundo. Estas corrientes económicas están destinadas a tomar una amplitud sin precedentes después de la caída de la «cortina de hierro» que aislaba al mercado sovié­tico del mercado mundial al, incluso si las dificultades económicas y políticas actuales de la «Unión» Soviética son un obstáculo en lo inmediato, constituyen y constituirán las premisas de un futuro eje Berlin-Moscú-Tokio que quebrará los equilibrios cada vez más inestables de la «paz» entre bandidos imperialistas.

Es por lo que reafirmamos nuestra tesis de la «necesidad de romper el equilibrio que dejaba a la zona rusa en un estado de depresión capitalista relativa y, por tanto, la puerta en cuestión del statu-quo mundial» para la reconstitución de los imperialismos vencidos en 1.945. Es por el establecimiento de relaciones económicas privilegiadas con Europa occidental y con el Japón como Rusia podrá intentar, gracias a una profunda renovación de su aparato industrial y a la valorización de sus recursos naturales, salir de esta «zona de baja presión capitalista». Desde hoy, es fácil constatar que la «avalancha hacia el Este» de capital es obra mucho más de los europeos que de los americanos, incluso si estos últimos buscan también colo­carse en los buenos negocios.

 

20. La guerra como embrión de desarrollo capitalista en el entorno de la Edad Media servil y de la Antigüedad clásica.

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La ineficacia de los ejércitos feudales es bien conocida: si el caballero era un guerrero de nacimiento y, por tanto, un experto en artes marciales, la indisciplina, la arbitrariedad y el individualismo hacían del ejército feudal el peor de los ejércitos, tanto en la guerra ofensiva, a la cual los vasallos eran llevados para participar siguiendo a su señor contra un enemigo bien precisa y por un número determinado de semanas, como en la guerra defensiva, en la cual debían tomar parte de modo incondicional.

En efecto, el individualismo de los caballeros «se manifestaba incluso durante el combate. El caballero no era como un soldado romano miembro de una centuria, o como el soldado moderno de una compañía, de un batallón o de un regimiento, colaborando con otros en una obra común quedaba un individuo singular. Cien caballeros no formaban un escuadrón, quedaban siempre cien caballeros. Ya estaba bien si al principio de la batalla se conseguía, con dificultad, enviarlos en conjunto al ataque. Cada uno combatía para si, buscaba un adversario con el que pelearse y si conseguía desembarazarse de él, puede que entonces fuese a echar mano de algún otro. La batalla se desarrollaba siempre como una serie de duelos, y a veces ocurría que algunos se batían entre ellos una vez que la suerte de la batalla estaba decidida» (119).

En este sentido hemos escrito que si el ejército moderno es «una máquina compuesta de engranajes a los que se ha prohibido pedir privi­legios, que deben someterse a la ley común y a los que se puede reem­plazar por otros elementos idénticos, el ejército feudal era, por el contrario, un revoltijo de hombres armados» (Véase la parte II).

Esta situación condujo en la Edad Media a utilizar tropas merce­narias para integrar o reemplazar los abigarrados ejércitos de los señores. Recordemos que fue precisamente gracias a un ejército de mercenarios (el primera de la Edad Media germánica) como Charles Martel venció a los sarracenos. Veamos ahora cómo germinan las formas capitalistas en las guerras de la Edad Media y en qué sentido los ejércitos de mercenarios que en ellos participaban representaban tendencialmente, aunque fuese de manera muy rudimentaria, a las empresas capitalistas,

Los orígenes del capitalismo en el seno del mundo feudal se encuentran en la guerra, en el comercio, en la usura. En efecto, en estas tres actividades se forman ante todo masas de dinero, incluso en la guerra que es «en todos los pueblos la más antigua actividad lucrativa» (120) porque permite a los vencedores amasar el botín. César y Tácito, por ejemplo, a propósito de los germanos libres, «nos hablan de la guerra y del saqueo como su principal actividad lucrativa» (121).

Sin embargo, la concentración de masas de dinero es una condición necesaria pero no suficiente para que exista el capitalismo. «Cuando Marx explica que no podía haber capitalismo en el mundo antiguo, recuerda que no es porque faltaran masas monetarias sino porque faltaban masas de trabajadores libres» (122).

Las masas monetarias derivadas del comercio, de la usura o de la guerra no pueden funcionar como capital-valor que se autovaloriza, que engendra plusvalía más que con la condición de poder cambiarse en el mercado en tanto que salario, contra la fuerza de trabajo, única mercancía que puede añadir valor al capital adelantado. Y esto presupone que existe una masa de trabajadores no serviles ni esclavos, desposeídos de medios para vivir, por tanto, libres de ceder día tras día el único media de producción a su alcance, es decir, su fuerza de trabajo. Y es por esto precisamente por lo que no es en el comercio ni en la usura, sino en la construcción de navíos y de máquinas mili­tares, con la organización militar correspondiente, donde aparecen las primeras actividades de empresas embrionariamente capitalistas.

Se llega así, a partir del siglo XI, en un ambiente feudal, al momento en que al lado de los caballeros, se comienza a utilizar tropas «armadas de arcos y ballestas. Estas debían aplastar bajo una lluvia de flechas a los caballeros lanzados al ataque y así desmoralizarlos. Desde el principio estaban constituidas por trabajadores libres asalariados» (123). Sobre estas bases fueron organizadas, por ejemplo, las expediciones de las Cruzadas, las guerras marítimas llevadas por las ciudades comerciales italianas. Es de este modo que «por la guerra y en los ejércitos, etc., algunas relaciones económicas como el trabajo asalariado, el maquinismo, etc., se han desarrollado antes de penetrar en la sociedad burguesa» (124). En el caso de las repúblicas marítimas italianas «las expediciones militares presentaban a veces el carácter de actividades de sociedades por acciones. Al que participaba se le prometía una parte del botín de acuerdo a la importancia de su participación. Aquel que tomaba parte como combatiente recibía menos que aquél que prestaba un capital» (125).

A diferencia de las masas monetarias invertidas en el comercio o prestadas contra interés, las invertidas en las empresas militares se comportaban, por tanto, como capital en la medida en que ellas eran en parte utilizadas como sueldo por las prestaciones de los «libres trabajadores», de los soldados. A diferencia del comercio y de la usura, la empresa militar reclama la utilización de máquinas: la artillería, los navíos de guerra, productos no del artesanado sino de la industria del Estado, abrieron la vía del desarrollo ulterior de la industria de «paz».

Si bien es cierto que «el arsenal fue el primer tipo de industria, y, por tanto, la primera industria fue una industria de Estado» (126) no menos cierto es que la primera industria fue militar. En efecto, antes de armar a los mercantes, el arsenal arma los navíos de guerra. No es por azar que todavía hoy se habla de armamento (equipo y provisión) para los navíos comerciales y civiles. «Es bien conocido que desde los tiempos más antiguos el mercader sigue al hombre de armas para adquirir el botín a bajo precio para revenderlo a un precio mayor» (127).

«Durante las Cruzadas, los ejércitos occidentales, bajo los muros de Antioquia, de Jerusalén o de San Juan de Acre, a despecho de sus éxitos militares, habrían sido vencidos por falta de organiza­ción y de logística sin las flotas de Venecia y Génova que llegaban cargadas no solamente de armas sino de víveres, de medios para la artillería de la época, de constructores experimentados y de artifi­cieros de máquinas de guerra»: navíos, por tanto, militares bajo todos sus aspectos. No es sino después de las Cruzadas cuando «las potentes repúblicas marítimas conseguirán Tratados comerciales de monopolio sobre determinadas zonas de Oriente» saliendo flotas de mercancías de los puertos de Génova y Venecia (128).

Veamos ahora lo que pasaba en la Roma antigua. Según Brentano, «es quizá en Roma donde el ejército nacional fue reemplazado por la organización capitalista de la guerra» (129): cuando la segunda guerra púnica (contra Cartago) aparecen, en efecto, ejércitos de mercenarios y la confrontación con la potencia naval cartaginesa obligó al Estado a convertirse en armador de flotas de guerra, pagando con dinero a los trabajadores de los arsenales y adelantando, por intermedio de una «sociedad de suministradores» a la que se habían dado en adjudicación los trabajos, los capitales necesarios para esta empresa gigantesca. Pasaba lo mismo con la construcción de rutas militares, en este caso, sin embargo, con un recurso mucho mayor del trabajo de esclavos.

Los primeros embriones de capitalismo funcionando en el Mundo Antiguo o en la Edad Media son, pues, al mismo tiempo embriones de capitalismo de Estado y ejemplo de empresas económicas de carácter militar.

Fuerza y violencia son las comadronas de la historia y es a través de las guerras como las relaciones sociales y de producción de las sociedades precedentes se han impuesto y después han sido rebasadas por nuevas relaciones más adecuadas al desarrollo de las fuerzas productivas. Es gracias a este motor histórico de las socie­dades humanas que en un cierto nivel de desarrollo del modo de producción esclavista se abre una ruptura irreversible, abriendo la vía al modo de producción feudal que sustituye, mediante el trabajo servil y artesanal, las relaciones esclavistas. Y es sólo tras un largo período de desarrollo de este modo de producción y de las fuerzas productivas correspondientes que se presentara la necesidad histórica de una ruptura definitiva con estas relaciones sociales y de producción, convertidas en demasiado estrechas para el desarrollo de las fuerzas productivas. Los siervos de la gleba serán transformados en libres trabajadores asalariados cuya disponibilidad de fuerza de trabajo no está sometida (salvo las conscripciones militares y el trabajo forzado en tiempo de guerra) a la obligación de estar todos los días a disposición de un patrón determinado. Generalizándose a todas las activi­dades económicas fundamentales, el modo de producción capitalista libera de los hierros feudales a los siervos de la gleba para trans­formarlos en trabajadores asalariados de la industria. En los orígenes los ritmos y los tiempos de trabajo de las primeras industrias, reclu­tando trabajo servil y esclavo, son dictados por las exigencias de la guerra, cuya duración a su vez depende del desarrollo de las fuerzas productivas en esta época. Estas exigencias «asociaban» la fuerza productiva en las primeras industrias guerreras y empujaban a la creación de ejércitos de mercenarios para utilizar las máquinas y los navíos construidos en los arsenales y canteras del Estado. La disciplina del trabajo, necesaria para la obtención del resultado productivo, buscado, deriva directamente de la disciplina militar. Y la productividad de la industria de guerra se obtiene y se acrecienta por esta disciplina cuya aplicación es confiada a la jerarquía militar. Pero hará falta la victoria de la revolución política burguesa y, por tanto, la victoria de las relaciones económicas, políticas y sociales del modo de producción capitalista, para que la organización capita­lista de la producción aparecida embrionariamente en la sociedad lejana antiguo-esclavista y en los limites de la industria de guerra, se generalice a todas las actividades humanas.

La importancia de la guerra en tanto que matriz de las primeras formas capitalistas es tanto mayor cuanto que en la Edad Media el comercio y el préstamo con interés son factores marginales en relación al circuito cerrado de la producción consumo de los feudos y no juegan un papel más que frente a agentes económicos exteriores a la comunidad natural. Los mercaderes son extranjeros y el préstamo con interés no está permitido más que a los extranjeros. Por tanto, es justo concluir que la actividad económica nacional, endógena, que ha engendrado las primeras formas capitalistas «en los pueblos germánicos como en los romanos ha sido la guerra» (130) y que «sólo el Estado con la posibilidad de construcción y de conscripción de tipo militar, podía dar, en un ambiente antiguo-esclavista medieval servil, los primeros ejemplos de organización productiva capitalista, dar los primeros lejanos golpes de acumulación capitalista» (131). Lo que está prohibido al mercader y al banquero -el enrolamiento de trabajadores asalariados­ y lo que a su vez está prohibido por la amplitud de capitales que adelantar -la realización de empresas colosales como el equipamiento de un ejército o de una flota de guerra- es posible y es realizado con fines guerreros por el Estado, esa organización centralizada de poder militar y de impuestos, representada por una monarquía o una oligarquía y para la guerra, el Estado transige los lazos feudales y corporativos decreta leyes especiales y recluta mano de obra asalariada. En los arsenales y en las fábricas de máquinas de guerra, donde el trabajo asociado y organizado en sus múltiples facetas representa el fundamento del trabajo asalariado típico del capitalismo, aparecen las primeras formas de división del trabajo asociado y los primeros obreros. A su vez, en el ejército por razones de numero y de eficacia 18 aparición de destacamentos mercenarios, es decir, de especialistas de la guerra, tiende a trastornar la homogeneidad de la organización militar origina: (constituida en Roma por ciudadanos y en la Edad Media por los señores feudales y sus caballeros). Los mercenarios constituyen figuras socia­les inestables, incapaces de hacer otra cosa que la guerra, se alquilan al mejor postor, siempre dispuestos a batirse para otros a cambio de mujeres, caballos, oro, banquetes y un lugar donde dormir. Si el obrero de los arsenales de las repúblicas marítimas o de la Roma y la Atenas antiguas anunciaba al moderno proletario asalariado, el mercenario de las Cruzadas o de las largas guerras púnicas anunciaba a esos sectores de las clases medias modernas que oscilan continuamente entre la condición burguesa y la condición proletaria de sin reservas y donde la tendencia al privilegio y al parasitismo social es tanto más fuerte cuanto que su «actividad» está más desligada de la producción.

 

21. Las leyes de la economía marxista demuelen de arriba a abajo las triviales afirmaciones de la propaganda burguesa

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Contratesis n° 1 o «doctrina del energúmeno»: la guerra es el producto de la locura o la mendacidad de individuos o de grupos que es necesario eliminar para hacer reinar la paz. Es la tesis que inspira la propaganda abiertamente belicista no solamente durante el desenca­denamiento de la guerra, sino también antes, durante la gestación del conflicto. Como ayer, la guerra será utilizada mañana por todas las partes en lucha.

Ayer la responsabilidad de la masacre imperialista era atribuida por unos a la mendacidad de dictadores locos y sanguinarios (el Kaiser, Hitler, el Mikado...) y por otros a la sed de poder y de dinero de grupos o bandas conspirando por el dominio del planeta (el judaismo internacional, las «plutocracias» de Londres y de Washington, etc.).

Mañana, tanto los campeones de la futura cruzada anti-totalitaria como sus adversarios de la sedicente cruzada anti-capitalista y anti­imperialista, sabrán encontrar los equivalentes del Dictador loco sediento de sangre o la conspiración judeo-plutocrática. Por la figura espantosa del criminal de la Historia se encuentra en los países periféricos, llevando los rasgos de un Jomeini o de un Gadhafi.

Mañana, cuando la tercera guerra mundial sea verdaderamente inmi­nente, será tanto más fácil de atribuir a un Gadhafi europeo o japonés, o a un lobby americano, la responsabilidad de la catástrofe.

Esta es la razón por la cual es esencial denunciar, desde hoy, a los ojos de los proletarios, la vulgaridad de una prensa sobornada para hacer la campaña sobre los riesgos corridos por la paz a causa del «loco de Trípoli» o del «fanatismo integrista», y denunciar que no es otra cosa que propaganda de guerra. Es por esto por lo que es esencial repetir la límpida explicación marxista que hace derivar la guerra de la necesidad económica de hacer repartir la producción asfixiada bajo su plétora en un mercado mundial demasiado estrecho, por la «destruc­ción masiva de instalaciones, de medios de producción y de productos» y remediar por «la destrucción masiva de hombres la ’superpoblación’ periódica que acompaña a la superproducción» (132).

La verdadera causa de la guerra del Golfo, por ejemplo, no reside en la «locura» de Saddan Hussein, ese «nuevo Hitler», sino en la lucha por la renta petrolera, vital para un capitalismo iraquí agotado por una guerra interminable, y de una importancia no desdeñable para un capitalismo mundial inmerso en una nueva recesión, interesado más que nunca en hacer que el precio de las materias primas no suba: «Si todos los demás elementos permanecen invariables, la tasa de ganancia varía, entonces, en sentido inverso al precio de la materia prima. Ello muestra, entre otras cosas, cuánta importancia tiene el bajo precio de las materias primas para los países industriales, aunque las fluctuaciones de su precio no vayan acompañadas por variaciones en la esfera de las ventas del producto, y por lo tanto sean independientes de la relación entre la oferta y la demanda»(133).

Contra tesis n° 2: la guerra es el producto de la política impe­rialista y agresiva de algunos Estados que buscan aplastar a otras naciones arrebatándoles sus derechos.

Es la trasposición de la «doctrina del energúmeno» al terreno de las relaciones entre Estados. Constituye la justificación del «defen­sismo» que llama al proletariado a adherir a la guerra cuando la patria está amenazada.

El marxismo opone a esta posición la constatación de que cada Estado capitalista, bajo la presión inexorable de la superproducción, es a la vez- agresor y agredido en la lucha universal por los mercados. Todos los Estados tienden a agrandar su parte del mercado a expensas de otros, y todos buscan defender, incluso por las armas, las posicio­nes adquiridas, amenazadas permanentemente por la competencia. Esto vale tanto para los Estados más potentes como para los más débiles, para los colosos detentadores de «reservas de caza» como para los enanos aspirantes a ensanchar su minúsculo «espacio vital».

¿Qué sentido tiene saber quién ha pegado el primer tiro? Todos los Estados metidos en el seno imperialista de la superproducción y de la lucha por el reparto de mercados están obligados a atacar y a defenderse. No es verdad que los Estados más potentes, que dominan el mercado mundial, sean política y militarmente más agresivos, como quisieran hacer creer los campeones del anti-americanismo en Europa y en Japón. Al contrario, son los Estados desfavorecidos en el reparto, del mundo los que manifiestan la mayor agresividad cuando cambian las; relaciones de fuerza y este reparto es puesto en cuestión. Es el pequeño Irak es que ha hecho prueba de agresividad apoderándose de Kuwait, mientras que el déspota del mercado mundial los Estados Unidos de América ha podido movilizar su formidable potencia militar y encadenar detrás de él a todos sus aliados en nombre de la «defensa de la paz» y para «hacer razonar» a un Estado que trastornaba «el orden mundial».

Es probable que sea totovía así en el futuro; de un lado, los Estados Unidos desarrollan su propaganda en favor de la defensa de su dominación mundial bajo la forma de una Cruzada «pacifista» contra los agresores «promotores de la guerra», mientras que, del otro lado, por ejemplo en Alemania, la propaganda toma el aspecto de una cruzada «anti-imperia­lista» contra el estrangulamiento económico impuesto por los USA.

¿Qué debe responder el partido proletario? Al defensismo de tipo americano debe reaccionar mostrando que la agresividad militar es la otra causa del estado de sujeción económica de los países llamados autores de la guerra. Al defensismo de tipo «alemán» no puede reaccio­nar más que mostrando que, como el David alemán, el Goliat americano está obligado a combatir para SOBREVIVIR, que no es la codicia de aquel que ya tiene mucho contra la defensa de un «espacio vital» de aquel que tiene demasiado poco. Las dos máquinas productivas enfermas de superproducción se lanzan la una contra la otra. Ambas encontrarán en las benefactoras sangrías de la guerra la posibilidad de volverse a poner en pie.

Hace falta mostrar, tanto al proletariado intoxicado por el defen­sismo del «pueblo amoroso de la paz» como a aquel embriagado de defen­sismo «anti-imperialista», que la guerra es el acto supremo de soli­daridad entre las burguesías imperialistas, es decir, que lanzando a sus proletarios en las masacres y las inmensas destrucciones de la guerra, encuentran todas en conjunto una salida a la asfixiante obs­trucción de mercancías, de capitales, de hombres, que arriesga con precipitarlas a todas en una crisis irremediable.

¡Muerte a los Estados promotores de guerra! Bajo esta consigna, proletarios de América, habéis sido conducidos dos veces a la masacre mundial. Tomemos ahora la palabra a la burguesía más democrática del mundo y preguntémosle ¿Porqué, mientras ella pudo hacerlo, no ha aniquilado a la economía alemana tras la primera guerra mundial y a las economías alemanas y japonesas tras la segunda? ¿Porqué ella misma ha ayudado a estos Estados militaristas por «vocación histórica» a levantarse tras la guerra, porqué, más recientemente, ha detenido su ejército ante Bagdad, dejando intactos no solamente al Estado irakí sino también sustanciales fuerzas militares? ¿Es que realmente será que los capitalistas americanos son «demasiado bestias»?

El misterio del comportamiento «absurdo» de los Estados Unidos se disipa rápidamente si allí se ve no solamente la participación en el negocio muy lucrativo de la futura reconstrucción sino también una inversión a largo plazo para asegurar la posibilidad de un futuro «very exciting» baño de juventud en la sangre. ¿Lucha a muerte, pues, contra el militarismo o suprema mentira para hacer adherir a la masacre?

¡Muerte a la plutocracia americana! En nombre de la patria agredida por el vampirismo americano las burguesías alemana, italiana, japonesa han movilizado a sus proletarios en la última guerra mundial. Y antes de que suenen de nuevo los tambores es necesario pedir a los proleta­rios que saquen las lecciones de los acontecimientos de post-guerra. A los proletarios de Europa y de Japón debemos mostrar que la futura cruzada anti-americana de mañana será otro engaño como lo fue la de ayer.

Tras la guerra, proletarios, vuestras clases dominantes que os habían llamado a una lucha a muerte contra el «american way of life», han saludado a sus vencedores como «liberadores» a fin de conservar el derecho de explotarles y de oprimirles. No han vacilado en servir de criados a los vencedores para recibir los adelantos necesarios para la reconstrucción en un nuevo ciclo de acumulación de beneficio. ¿Qué es lo que esto significa sino que vosotros habéis sido engañados? Que no es verdad que «el fin de la guerra es la victoria, y la destrucción de hombres y de instalaciones es el medio para alcanzar este fin» (134), sino que al contrario la guerra es esencialmente un medio para desembarazarse de una parte de vosotros, de sobra en relación a las necesidades de la economía mundial, y para poder enseguida, tras la gran mortandad, explotar a aquellos que queden en las galeras y los presi­dios de la reconstrucción económica. Muy diferente a la «victoria o la muerte»: su verdadera victoria, los burgueses la consiguen contra el proletariado, no depende de la suerte de las batallas sino del enrolamiento de los obreros en la guerra imperialista, sea cual sea el lado que obtenga la victoria militar.

Contratesis n° 3: la guerra es evitable haciendo llamadas a la «buena voluntad» de los gobiernos, o ejerciendo sobre ellos par la base un presión cívica y no-violenta. Es la posición característica de todas las variantes del pacifismo.

La demostración de las razones económicas fundamentales que empu­jan a todos los Estados a la guerra, el hecho de que una «destrucción periódica de capital ha llegado a ser una condición necesaria a la existencia de alguna tasa de interés corriente» basta para demoler completamente esta posición, «considerado desde este punto de vista, estas horribles calamidades que estamos acostumbrados a esperar con tanta inquietud y aprehensión, y que estamos tan ansiosos de evitar, no son probablemente más que el correctivo natural y necesario de una opulencia excesiva y exagerada, la vis medicatrix gracias a la cual nuestro sistema social tal como está configurado actualmente, tiene la posibilidad de liberarse de un tiempo a otro de una plétora siempre renaciente que amenaza la existencia, y de volver a un estado sano y sólido» (135).

Solo la guerra civil y la revolución proletaria pueden detener o prevenir la guerra imperialista. El pacifismo representa la forma más disimulada y más hipócrita de enrolamiento ideológico para la guerra del proletariado por la burguesía: apoyándose sobre la repulsión instintiva de los proletarios hacia una carnicería en la que no tienen nada que ganar y todo que perder, el pacifismo mece la dulce ilusión de que es posible detener el curso hacia la carnicería -y perpetuar sus condiciones de explotación de tiempos de paz- sin los traumatismos, la sangre y los inevitables sufrimientos de la guerra civil, por una vía menos penosa, más tranquila y más segura. Es la vieja mascarada del reformismo aplicado al caso de la guerra. Nosotros la denunciamos a los proletarios como la peor de las imposturas porque sabemos que la prolongación de la paz burguesa más allá de los limites definidos por un ciclo económico que reclama la guerra, incluso si fuese posible no podría desembocar más que en situaciones aun peores que la de la guerra.

«Supongamos por un momento que en lugar de las dos guerras que han impuesto estas sacudidas a la curva del fenómeno estudiado (la producción de acero -NdR) hubiéramos tenido la paz burguesa, la paz industrial. En poco más de 35 años la producción habría aumentado en 20 veces, seria 20 veces mayor que los 70 millones de 1.915, llegando hoy (1.950-NdR) a 1.400 millones. Pero todo este acero no se come, no se consume, no se destruye sino masacrando a los pueblos. Los dos mil millones de hombres pesando poco más de 140 millones de toneladas producirían en un sólo año diez veces más su propio peso en acero. Los dioses castigaron a Midas transformándolo en una masa de oro, el capital transformaría a los hombres en una masa de acero, la tierra, el agua, el aire, en las que viven en una prisión de metal. La paz burguesa tiene perspectivas más bestiales todavía que la guerra» (136), sobre todo si se considera que la tierra: transformada en un ara de acero, no seria más que un lugar en putre­facción donde las mercancías y los hombres en exceso se descompondrían pacíficamente.

¡He aquí, Señores pacifistas, cual podría ser el fruto del «retor­no a la razón» de los gobiernos, su conversión a una «cultura de paz»! Por eso es que, precisamente, no es la locura sino la Razón, bien seguro que la Razón burguesa, la que empuja a todos los gobiernos hacia la guerra, hacia la saludable e higiénica guerra.

Pero nosotros no denunciamos en el pacifismo solamente una propaganda mentirosa, nosotros afirmamos que el pacifismo prepara la guerra. Toda la hipocresía del pacifismo consiste, en efecto, en desarmar al proletariado predicando el desarme de los Estados, al desviarle de la necesidad de preparar la guerra de clase para oponerse a la guerra burguesa con la ilusión de que la protesta cívica y no violenta de los ciudadanos y de los hombres de buena voluntad puede bastar para detener el curso a la guerra. Peor: haciendo creer a los proletarios que la paz es un «bien» común a todas las clases, transforma desde hoy toda reivindicación de contenido clasista en un crimen contra la paz, una ruptura de la concordia entre las clases, tal como reina en las grandes procesiones actuales en favor de este objetivo supuestamente más importante que los objetivos «egoístamente» de clase

Pero esto es precisamente la ruptura de la solidaridad interclasista, aquí y ahora, en el terreno del salario, del tiempo de trabajo, de la lucha contra las cadencias infernales, por indemnizaciones de para más consecuentes, un alojamiento más aceptable, es, pues, la ruptura del frente social en tiempos de paz que puede llegar, en el momento de aproximación del conflicto o en el curso de aquel, a la acción derrotista del proletariado, la ruptura de la solidaridad con la burguesía hasta la guerra civil. El sabotaje de la solidaridad nacional sobre el terreno económico en tiempos de paz es la premisa indispensable para que pueda tener lugar el sabotaje de la solidaridad nacional en tiempos de guerra, tarea bien ardua que tiene necesidad de una larga y ardua escuela de lucha por parte de los proletarios y de sus organizaciones de defensa.

Los desfiles «por la paz» abrazados con los curas, los comercian­tes y los intelectuales, las boberías sobre la no-violencia, no se limitan a desviar a los proletarios del deseo de armarse, su fin es también prevenir hoy la lucha por los intereses inmediatos de los proletarios a fin de entregarlos mañana atados de pies y manos al entusiasmo inconsciente de la solidaridad nacional frente a la guerra.

Tanto más cuanto que en ese momento no habrá «marchas por la paz». Las «buenas almas», los intelectuales y las estrellas de la canción abandonaran la calle suspirando que el «sueno de la razón engendra monstruos». Y aquellos que se despierten brutalmente de sus ilusiones de impedir la guerra despertando la razón de los gobiernos se pregun­taran que es lo que no ha funcionado. Entonces será fácil persuadirles que si aquí estaba todo hecho, allá abajo, en una región lejana y bárbara, el Enemigo ha quedado sordo a las llamadas pacifistas. No queda más, en el interés mismo de la paz, que combatir a ese fanático.

Es así como igualmente el pacifismo prepara y justifica la movilización guerrera: toda la historia de las campañas pacifistas contra la guerra del Golfo, con sus imponentes cortejos ante la guerra, desembocando finalmente en la resignación al conflicto, ha dado, si hacia falta, una nueva y dura confirmación.

Lo fundamental de la propaganda pacifista es la convicción de que la guerra no es más que una opción reprensible e irracional. Es por esto por lo que afirma que puede ser evitada confiando a las negociaciones o arbitrajes la resolución de los conflictos de interés entre los diversos Estados. Como si en la base de la guerra estuvieran los apetitos excesivos de tal o cual imperialismo y el problema se redujera a la reglamentación de la avidez patológica de tal o cual por la intervención mediadora de las organizaciones internacionales o de las «fuerzas de la paz».

Por ello nosotros hemos insistido en la noción de que en los períodos de crisis económica que preludian a la guerra el problema determinante, común a todos, más allá del interés individual de cada Estado a engrandecer su propia parte del mercado, es el problema de hacer volver a ernpezar el proceso de acumulación liquidando las fuerzas productivas (hombres y máquinas) y los productos en exceso. Si es verdad que «las rivalidades imperialistas que son la causa inmediata de la guerra no son ellas mismas más que la consecuencia de la superproducción» (137) al punto de que las guerras se hacen incluso cuando no puede haber duda sobre la salida del conflicto. Qué consecuencias se derivan en el plan político?

A) Se deriva que «la lucha entre bandidos imperialistas» (Lenin) no puede ser reglamentada y moderada por algún arbitraje internacional: la fórmula de propaganda no significa, en efecto, que los imperialistas se hacen la guerra parque sean presa de un delirio de posesión, (sine que son todos bandidos, o que no existen imperialismos «menos impe­rialistas» que otros. Se trata siempre de bandidaje, más o menos grande –término empleado sin ninguna connotación moral que pudiera hacer creer que sería posible otro comportamiento. Ninguna ilusión pacifista, pues, sobre la posibilidad de que los bandidos puedan a continuación de un giro de la situación mundial, transformarse en corderos y que la «cueva de bandidos» -la ONU- se transforme en un templo de la paz.

B) Se deriva también que la lucha inter-imperialista y el enfren­tamiento entre potencias rivales no podrá nunca conducir a la destruc­ción del planeta, porque se trata justamente no de avideces excesivas sino de la necesidad de escapar a la superproducción. Cuando el excedente es destruido la máquina de guerra se detiene, sea cual sea el potencial destructivo de las armas puestas en juego, porque desa­parecen del mismo golpe las causas de la guerra. Refutación total, pues, incluso del terrorismo psicológico nuclear, bueno únicamente para alimentar los gemidos pacifistas sobre los peligros de destrucción del planeta y paralizar las reacciones proletarias y la reanuda­ción de la lucha de clase.

 

22. Contra las posiciones abstractas e indiferentistas , extremistas de palabra pero pacifistas

en los hechos

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En el párrafo 6 hemos señalado el hecho de que, si bien es verdad que la guerra mundial es la hija legítima de la superproducción general y constituye, por tanto, la forma más elevada de solidaridad entre los Estados imperialistas todos interesados en rendirse el servicio de la gran sangría recíproca, ello no impide que la manifestación concreta de esta superproducción resida en la agravación de las rivalidades inter-imperialistas, que del terreno económico acaben en el terreno político. Y la forma necesaria de esta solidaridad suprema entre los Estados capitalistas engullidos en la plétora de riquezas burguesas, la cooperación fraternal en la Gran Destrucción de hombres y bienes, está constituida por la colisión sangrante entre constela­ciones imperialistas rivales.

Que la más alta forma de solidaridad entre burguesías consista en el destripamiento recíproco puede asombrar a las Hermanas de la Caridad, pero no sorprenderá a los marxistas dignos de este nombre, avezados en el manejo de la dialéctica.

No serán sorprendidos por el hecho de que cada gran potencia aproveche la masacre para establecer su propia supremacía a expensas de sus colegas más débiles. Amigos, si, pero solamente en tanto que es necesario, después cada uno para si y para la mayor gloria del ídolo común, el Beneficio. En la realidad de las relaciones mercan­tiles, repetimos una vez más, no existe amistad sin segundas inten­ciones y sin cuchillos escondidos, ni «odios eternos» heredados del pasado.

Ello significa que no puede sacarse de la premisa justa segun la cual las rivalidades inter-imperialistas no son la causa última de la guerra, la conclusión falsa de que estas rivalidades acabaran por atenuarse para después desaparecer, fagocitadas por la ascensión en potencia de un imperialismo mundial, visto como una unidad indiferen­ciada. Es verdad que el curso del imperialismo mundial conduce a la máxima solidaridad de los grandes monstruos estatales contra el pro­letariado, pero la noción a grabar en el cerebro es que el clima de «fraternidad» desemboca en una explosión más virulenta que nunca de los conflictos inter-estatales.

Los gobiernos y los Estados Mayores no conciertan armoniosamente entre ellos la Masacre de la que todos sacarán beneficios y de la que todos salen vencedores frente al proletariado. Al contrario, la mano de la Providencia burguesa es invisible. La fraternidad y la armonía no están envueltas en el algo don de las matanzas teleguiadas por un centro mundial único, están escondidas en el cascarón de acero de la discordia, de la lucha más encarnizada, de emboscadas y violaciones de los acuerdos para poder poner de rodillas al adversario de turno. Sólo así, a través de la furia y el tumulto, es como se realiza el deseo escondido de la Providencia, la Supervivencia del capitalismo y del imperialismo mundial.

La diferencia es grande entre las verdaderas posiciones de la Izquierda Comunista que están en la base de la sana tradición del derrotismo revolucionario y el pacifismo que se cubre con una ideología de ultra-izquierda. Aquel defiende el concepto de un «imperialismo mundial» (incluso de un «Estado mundial») en el cual desaparecen las diferencias entre las constelaciones imperialistas rivales. El resul­tado es que, a fin de cuentas, la guerra es analizada como la conse­cuencia de un entendimiento entre centros estatales solidarios o incluso como organizada por un único centro mundial.

Por ejemplo, los academicistas de la revista «Fil du Temps» habían hablado de la guerra de las Malvinas como una guerra estado­unidense. Esta posición traicionaba su pacifismo fundamental en la medida en que no ve más que una guerra fingida, trucada, allí donde diversos imperialismos se hacen una guerra verdadera, en la medida que no quiere ver la guerra más que como una guerra contra el prole­tariado. Peor: cae en la apología vulgar del régimen capitalista tomando como buena la suprema imbecilidad de la fraternidad, olvidando que la armonía burguesa no puede triunfar más que en la discordia y en la lucha de todos contra todos. La estafa política reside en el «olvido» del hecho de que al principio nosotros llamaremos a los proletarios a insurreccionarse contra el imperialismo mundial pero que, por el desarrollo de los acontecimientos, nosotros estaremos obligados a dirigir la insurrección de los proletarios contra sus capitalismos nacionales respectivos. Nuestro deber de comunistas revolucionarios consistirá, en otros términos, en exhortar a los proletarios de tal o cual país a aprovechar las derrotas mili­tares de «su» imperialismo para asestar el golpe de gracia de la guerra civil, sin preocuparse para nada de que los imperialismos rivales puedan sacar un beneficio momentáneo, lo que es inevitable sin movimientos análogos en ellos. En efecto, este beneficio es desde­ñable con relación al efecto de contagio que tendrá una victoria proletaria contra la guerra, incluso en un sólo Estado.

La revolución victoriosa en el país enemigo es un enemigo mucho más peligroso para la burguesía que el adversario militar del momento. La derrota militar significa para la burguesía, es cierto, condiciones menos favorables de vida, pero la victoria proletaria, que no puede dejar de propagar la revolución en otros países, es sinónimo de peligro mortal para todas las burguesías.

Este es el sentido de nuestra afirmación según la cual la lucha contra el capitalismo mundial y la guerra desencadenada por aquel, comienza y se desarrolla como una lucha formalmente nacional, pero, en esencia anti-nacional, y en perspectiva internacional. A la inversa, partir de la lucha internacional y simultánea de los traba­jadores asalariados contra la entidad abstracta del «capitalismo mundial» significa en realidad castrar la lucha obrera contra la guerra exigiendo que comience a un nivel más elevado que por el cual debe necesariamente pasar en un principio. Es así como estos Señores conde­nan el derrotismo revolucionario como oportunismo, bajo el bello pretexto de que el proletariado de un país no debe luchar solamente contra su propia burguesía sino contra todas las burguesías, que no debe oponerse al esfuerzo de guerra y sabotear el de su país sino el de todos los países.

Estas orientaciones pseudo-radicales significan el sabotaje de la lucha obrera contra la guerra y son una ayuda para el capitalismo, ante todo para el capitalismo nacional que sacudido por los golpes de la guerra provoca la fermentación de las masas, y al conjunto del capitalismo mundial, oponiéndose a que las primeras brechas abiertas en tal o cual sector nacional se extiendan, se ensanchen, para minar al final la estabilidad de todo el edificio.

Así el indiferentismo, el doctrinarismo abstracto, el revolucio­narismo verbal de tantos pretendidos revolucionarios preocupados de no mancharse las manos con reivindicaciones anti-guerra demasiado limitadas, o susceptibles de favorecer al imperialismo enemigo, acaban por ayudar al imperialismo mundial contra el cual querrían, de palabra, provocar una lucha a muerte. Es por ello que estas posiciones deben ser denunciadas como lo que son: una nueva edición del kautskismo de izquierda, con toda su pretensión «revolucionaria» y toda su cobardía fundamentalmente pacifista.

Típico de esta posición (y emblemática de la impotencia política del pequeño-burgués encolerizado) es la orientación general de la Corriente Comunista Internacional, que proclama desde hace años la oposición abstracta y absoluta: «guerra o revolución» (o curso hacia la guerra o curso hacia la revolución), como su posición distintiva. La CCI sostiene -con razón- que sólo el proletariado puede impedir el estallido de la guerra, pero concluye que -si el proletariado no ha podido impedir la última catástrofe, el conflicto militar, entonces todo está perdido, la suerte del proletariado y de la humanidad está echada. A pesar de las frases revolucionarias y las condenas ardientes del pacifismo, esta orientación no puede desembocar más que en el pacifismo. En efecto, si el estallido de la guerra excluye definitiva­mente a la revolución, entonces la paz, esta paz burguesa, llega a ser a pesar de todo un «bien» que el proletariado, en tanto que no tiene todavía la fuerza de hacer la revolución, debe proteger como la pupila de sus ojos. Y aquí apunta en el horizonte la vieja «lucha por la paz» en nombre de la revolución.

¿El eje fundamental de la propaganda de la CCI durante la última guerra del Golfo no era la denuncia del «vayamos a la guerra» y los lamentos del «caos», la sangre y los horrores de la guerra? La guerra es horrible, cierto, pero la paz burguesa lo es otro tanto, y los «vayamos a la paz» deben ser denunciados tan severamente como los «vayamos a la guerra». En cuanto al «caos» creciente del mundo burgués no puede ser recibido más que favorablemente por los comunistas verdaderos porque significa que se aproxima la hora en que la violen­cia revolucionaria deberá oponerse a la violencia burguesa. ¿Pero si el desencadenamiento de la guerra significa que la revolución está perdida, qué sentido podría tener el derrotismo revolucionario? La COI lo abandona sin remordimientos. Del mismo modo que la incapacidad del proletariado para impedir la guerra del Golfo le dicta el constante dolor de un «retroceso del proletariado mundial», o que la debilidad de las luchas proletarias a pesar de la fuerte degradación de las condiciones de vida y de trabajo en toda una serie de países le arranca juicios desengañados sobre el proletariado de los países «periféricos». Del revolucionarismo extremista verbal al derrotismo en relación a la lucha obrera el camino no es tan largo como parece...

 

23. Alternativas de pre y de post-guerra

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A diferencia de la CCI y de sus émulos, nosotros afirmamos que, bajo ciertas condiciones, el estallido de la guerra mundial y sus vicisitudes pueden allanar el camino de la revolución, que la perspec­tiva puede ser guerra y revolución, injertándose esta sobre el terreno sangrante y ardiente de aquella. Podemos precisar nuestras hipótesis:

1) Reanudación de la lucha de clase revolucionaria a gran escala en el período de inmediata pre-guerra con movimientos insurreccionales victoriosos al menos en uno de los principales países imperialistas. Sólo con esta condición es posible concebir que la revolución inter­nacional destruya el camino del tercer conflicto mundial, que la llamada a la movilización de los ejércitos se transforme para el movi­miento obrero internacional en una señal de movilización anti-guerra y anti-patriótica y, por tanto, en una señal de guerra civil.

Esta situación, que todavía no es posible excluir, incluso si la juzgamos como la menos posible dada la amplitud y profundidad del ciclo contrarrevolucionario del que no hemos salido aún después de 15 años del inicio de la crisis económica mundial, nos da en términos reales las condiciones sine qua non de una situación favorable al dilema: guerra o revolución. Nosotros no negamos que haya una brizna de verdad en este dilema, a saber, que sólo la revolución proletaria puede impedir la guerra mundial (o que sin revolución el conflicto es inevitable). Sin embargo, negamos la inversión del dilema bajo la forma: si la guerra estalla, la revolución es imposible.

2) Reanudación general de la lucha de clase en el período de pre-guerra, reconquista por el movimiento obrero del nivel trade-unionista es decir, renacimiento de organismos sindicales independientes, pero sin que la clase obrera intente reconquistar el nivel de la independencia política, es decir, el establecimiento de un solido lazo entre el Partido Comunista y la clase.

La lucha de clase resurge en el corazón del imperialismo en ásperas batallas sobre el terreno económico pero no es todavía bastante fuerte para lanzarse en un asalto revolucionario contra la burguesía, no es capaz todavía de luchar por el poder en ninguno de los grandes países imperialistas. La guerra imperialista estalla a pesar de las protestas y las tentativas de oposición de la clase obrera, la movilización guerrera no puede dar la señal de la lucha revolucionaria. Pero las condiciones objetivas y subjetivas (costumbre de lucha independiente, lazo todavía débil pero real entre la clase y el Partido marxista), dejan abierta la posibilidad de la transformación de la guerra impe­rialista en guerra civil y, por tanto, del estallido de la revolución en el curso de la guerra entre los Estados. Esta posibilidad está a su vez condicionada por la capacidad del Partido de quedar sobre posiciones auténticamente marxistas, de no vacilar en la orgía de pacifismo en primer lugar, del patriotismo a continuación, y desde allí oponer, en la propaganda y en los hechos, las sanas tradiciones del derrotismo revolucionario.

Sólo en este caso los tormentos de la carnicería imperialista podrán alimentar el derrotismo revolucionario y el estallido de la guerra civil.

Esta segunda alternativa, de guerra y revolución, es tan poco fantástica que, de hecho, ha sido la única en ser plenamente realizada, en Octubre del 17 en Rusia.

3) Paso de la crisis económica a la guerra sin revolución ni reanudación de la lucha de clase en la pre-guerra.

Es la repetición histórica de la fase que ha precedido a la segunda guerra mundial y que ha determinado el curso marcado por la ausencia casi total de reacciones proletarias. En tal situación no es posible prever los episodios, más o menos aislados, de derrotismo y de fraternización en el curso del conflicto sin posibilidades de desenlace revolucionario, como por ejemplo el caso de la Comuna de Varsovia en la última guerra.

La tarea principal del partido entonces es difundir por la propa­ganda la orientación anti-militarista de clase y el derrotismo revolu­cionario, llamando a los obreros al rechazo de los frentes nacionales y de la lucha de partisanos, incluso bajo la etiqueta pretendidamente «socialista». La tarea del partido no consiste en absoluto en lanzarse a una actividad práctica «en contacto con las masas» a toda costa, con la ilusión voluntarista de forzar el curso revolucionario inten­tando, por ejemplo, transformar la lucha de los partisanos en lucha revolucionaria.

La actividad práctica de organización y la participación en la lucha armada no será posible más que en presencia de movimientos pro­letarios no encuadrados militarmente por ningún imperialismo, por ejemplo, las Comunas de Varsovia de mañana, incluso si no hay posibi­lidades de victoria inmediata. En efecto, incluso destinados a la derrota, como en su tiempo la Comuna de París, estas luchas son ines­timables adquisiciones para la lucha y la victoria futuras, y el Partido que se retirará de la batalla porque las posibilidades de éxito sean mínimas, abdicaría simplemente de su papel revolucionario.

En efecto, incluso si la guerra se desencadena sin una reanudación previa de la lucha de clase, lo que excluye una victoria de la revolu­ción en el curso del conflicto, la posibilidad de una movilización obrera en el curso de la guerra y de rupturas no episódicas de los frentes de guerra, no puede ser descartada. Ello depende de la capa­cidad de las diferentes burguesías para mantener el control social, de sus capacidades para resistir los choques militares y para imponer sacrificios a los proletarios.

Esta tercera hipótesis admite una variante que forma una cuarta hipótesis:

4) Reanudación de la lucha de clase en el curso de la guerra, con huelgas y sabotajes de la industria militar y episodios no esporá­dicos de rebeliones de soldados.

Incluso en este caso la posibilidad de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil queda cerrada, hace falta no hacerse ilusiones: sin reanudación clasista antes de la guerra, sin implantación real del Partido en la clase antes del conflicto, no puede haber posibilidad revolucionaria durante la guerra. Para afrontar victoriosamente al enemigo de clase en el momento del despliegue máximo de su potencia represiva y de sus recursos de movilización ideológica para cimentar la unidad nacional, el proletariado debe estar preparado, debe estar habituado a la lucha independiente de clase, debe estar dotado en el terreno ideológico de una autonomía real que sólo un sólido lazo con el Partido de clase puede garantizar, de igual modo la lucha de clase no puede obtener la victoria si emite sus primeros sonidos en la víspera de la batalla decisiva.

La hipótesis de la emergencia de un antagonismo de clase significativo durante la guerra imperialista no modifica las perspectivas gene­rales para el movimiento obrero, que quedan desfavorables para la revolución durante el conflicto. Pero lo que cambia son las perspec­tivas de post-guerra.

Si en el curso del conflicto, capítulos no episódicos de lucha clasista se abren a la acción directa del Partido, y si este actúa en plena coherencia con las líneas tácticas y programáticas marxistas, uniéndose a los obreros y a los soldados que luchan por sus propios intereses con las armas en la mano, si sabe imprimir a estas reacciones inmediatas a los sufrimientos de la guerra una orientación abiertamente derrotista y anti-nacional, entonces es posible que estalle la lucha revolucionaria después del fin de la guerra.

Es por esta razón, y no por razones morales, o, peor todavía, de prestigio, por lo que el Partido debe estar al lado de los obreros incluso en la más modesta de sus luchas, incluso si la derrota es probable, incluso si se trata de una llamarada aislada. De otra parte, sería completamente erróneo jugar al éxito del movimiento revoluciona­rio sobre una o sobre algunas llamaradas aisladas de lucha, la victoria final no puede ser obtenida más que después de numerosas pruebas.

No es posible determinar con adelanto si nos encontraremos en la hipótesis 3 o en la hipótesis 4.

Si se tratara de la hipótesis 3, la acción del Partido se revelará estéril por lo que respecta a una reanudación clasista inmediata, pero será fecunda para el porvenir. Es verdad que no reforzará a la clase ni influirá en las luchas futuras, pero reforzará la perspectiva del Partido llamado a dirigirlas, el Partido que deberá ser reconstituido, reorganizado sobre bases teóricas y programáticas sólidas, en una situación a contracorriente y, por tanto, inevitablemente alrededor de un puñado de militantes.

Al contrario, si nos encontráramos en la cuarta hipótesis, la acción de orientación y de batalla revolucionaria llevada por el Partido en lo vivo de la lucha proletaria será fecunda para la reanu­dación revolucionaria de post-guerra. En efecto, estas luchas sociales surgidas del infierno de la guerra dejaran un signo indeleble en la conciencia y en la memoria de millones de proletarios si han sido orientados verdaderamente en un sentido de clase y anti-nacional. Esta experiencia, la lección de estas luchas, se revelará preciosa después de la guerra, cuando la burguesía, en lugar de realizar las promesas hechas antes y durante el conflicto, demande a los proletarios nuevos sacrificios para la «reconstrucción de la Patria». Entonces podrá responder la voz de la revolución, a la inversa de lo que pasó durante la segunda post-guerra, donde las luchas sociales y las agita­ciones proletarias no faltaron, pero todas fueron encuadradas y orien­tadas en un sentido no revolucionario por las fuerzas de la colabora­ción de clases, por los partidos de Thorez y cia.

 

24. Las bases que permiten prever las diferentes eventualidades del desarrollo de la crisis guerrera

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La tercera hipótesis encierra la solución más desfavorable del dilema «guerra o revolución» porque abre la perspectiva de un ciclo contrarrevolucionario peor todavía que aquel que ha seguido a la victoria del stalinismo en Rusia y que ha sido consolidado por los frentes de partisanos durante la segunda guerra mundial: un nuevo descanso para el imperialismo mundial de al menos medio siglo.

Sería incluso más correcto hablar en este caso de contrarrevolu­ción ininterrumpida, con una nueva fase de profundización, dado que no hemos salido todavía realmente de la situación desfavorable iniciada en 1.926.

Por eso es aquí donde se encuentra una de las razones de la improbabilidad de tal perspectiva. El enrolamiento del proletariado en la segunda guerra mundial ha sido realizado en gran parte gracias a la fuerza del mito del socialismo ruso. Hoy este mito se ha derrum­bado. Desde lo alto del Kremlin, de la boca de la mayor parte de los partidos afiliados a Moscú, ha caído la confesión de la naturaleza capitalista del régimen y del carácter no comunista de lo que queda del movimiento pro-soviético. Era una confesión que nosotros esperábamos desde hace mucho tiempo y de la que no hacemos más que tornar nota. Nosotros no esperábamos de este «giro» un retorno automático de la clase hacia el marxismo no falsificado. Los estragos realizados en nombre de este falso socialismo y comunismo son de tal profundidad que vuelven posible el paso de la clase de un encuadramiento oportunista sedicentemente comunista a un encuadramiento explícitamente burgués con la enseña del nacionalismo, de la democracia o incluso de la religión, con quizás un vago toque «socializante».

Así es posible que el ciclo contrarrevolucionario se prosiga, utilizando otras banderas ideológicas y otros instrumentos de organi­zación del consenso, gracias a la profunda frustración del proletariado mundial, y ante todo en los países más potentes, provocados por el stalinismo y el post-stalinismo. Y así es posible que lleguemos al umbral de la tercera guerra mundial en una situación de profunda y persistente parálisis del movimiento obrero en los países imperialista. No obstante, el dique contrarrevolucionario del Nacionalismo, del Fanatismo religioso, de la Democracia en expansión hacia no se sabe qué, no posee la fuerza potente del dique contrarrevolucionario de ayer, construido sobre las sugestiones y los recuerdos todavía vivos de una revolución proletaria desfigurada.

Es posible que estos diques puedan contener a una clase obrera paralizada y desmoralizada como la de hoy, pero ello no bastará para enfrentar las reacciones futuras de la clase obrera contra la agravación de los ataques patronales. Por otra parte, la línea de tendencia que es posible entrever hoy es la de una transmisión de fuerza, a partir de violentas explosiones sociales en los países de la gran periferia del imperialismo, hacia la lucha proletaria que retornará al corazón de las metrópolis imperialistas. Esta tendencia se constata en el movimiento centrípeto de las explosiones de las luchas obreras de estos últimos años, desde los países que los burgue­ses gustan en llamar «Tercer Mundo» hacia los eslabones débiles de la cadena imperialista (Filipinas, Corea, Argentina, Brasil, Argelia, Rusia, etc.) en las vicisitudes de la perestroika soviética que, haciendo desplomarse el Muro y la Cortina de Hierro ha dado las condi­ciones para que sople mañana por este pasaje el viento ardiente de la revolución en lugar de la actual brisa tibia de la democracia: París, Berlín y Londres vibrarán al mismo ritmo que Moscú y Leningrado.

Esta tendencia se constata también en el curso mismo de la crisis económica mundial de la que las burguesías de las ciudadelas imperia­listas han querido arrojar las consecuencias más brutales sobre los proletarios y las masas de los países periféricos. Pero esta orienta­ción en un cierto punto acaba por hacer correr graves riesgos, al «orden mundial», obligando a los imperialistas dominantes a «salva­mentos» cada vez más difíciles de países o grupos enteros países en quiebra.

Por estas razones -hundimiento de los bastiones ideológicos contrarrevolucionarios más coriáceos, tendencia objetiva de la lucha de clases a aproximarse a las metrópolis hasta aquí apartadas de los efectos más destructores de la crisis económica, probabilidad de que después de la perestroika las luchas obreras se difundan por toda Europa- nosotros estimamos improbable la hipótesis de que la guerra mundial estalle antes de una reanudación de la lucha de clase en las ciudadelas imperialistas, casi tan improbable como la hipótesis opuesta y optimista de una victoria revolucionaria quebrando al capi­talismo antes de que la humanidad conozca un tercer conflicto generalizado (138).

Si no obstante la guerra estalla antes de la reanudación clasista (hipótesis 3 y 4), lo que juzgamos poco probable, el Partido, sin cesar nunca un sólo instante la propaganda del derrotismo frente a todos los beligerantes, no sería indiferente a la salida de la guerra, porque ella estaría preñada de consecuencias en cuanto a la reanuda­ción de la lucha de clase tras la guerra. En consecuencia del lazo entre derrotas militares y tensiones sociales, la eventualidad más favorable para el proletariado reside en la derrota del imperialismo más capaz, en razón de su fuerza económica y de sus tradiciones de dominación política, de controlar a la clase obrera a escala mundial, es decir, en las condiciones actuales en la derrota del imperialismo americano, sea cual sea la configuración imperialista adversa.

 

25. Contra el activismo inmediatista , fuera de toda ilusión de poder transformar el pacifismo en trampolín para el movimiento revolu­cionario , y de toda veneración por la paz burguesa pretendidamente obligatoria para la marcha al socialismo del proletariado

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En los parágrafos 7, 8 y 9 de este trabajo, hemos puesto en evi­dencia que el inicio de la crisis económica mundial de 1.974-75 abría una nueva fase en el curso del capitalismo, cerrando el período de post-guerra para abrir el de pre-guerra, es decir, de preparación sistemática de un nuevo conflicto de parte de todos los centros impe­rialistas, que implica también a los pequeños Estados de joven capi­talismo, por inmadura que sea su estructura económica. Es en esta fase en la que nos encontramos actualmente.

Hemos señalado, sin embargo, que este análisis, fundado sobre todo el trabajo anterior del Partido y publicado en nuestro «Manifiesto del PC Internacional» en 1.981, no autoriza a concluir que el estallido de la tercera guerra mundial sea inminente.

Por el contrario, hemos afirmado que los ritmos lentos que han caracterizado la evolución de la crisis económica mundial desde 1.974, unidos ellos mismos a la duración extremadamente larga del ciclo de expansión económica de esta post-guerra, determinan una gestación aún más larga y tormentosa de la guerra mundial, que se debe estimar no en años sino en decenios.

En particular hemos sostenido que no puede haber guerra mundial antes de que la crisis económica ataque al corazón de las ciudadelas imperialistas y haga vacilar a las colonias del capitalismo mundial, haciendo explotar en su seno violentos conflictos sociales provocados por estos bruscos desequilibrios sólo después asistiremos a la «reactivación drogada» que conducirá a la guerra, Sólo después, como dicen nuestros textos de partido, «la fuerza de la revolución será nuevamente puesta a prueba» (139) como alternativa histórica a la guerra imperialista para impedir el estallido o, más probablemente, para ponerle fin derribando los poderes burgueses.

La guerra sólo tendrá lugar cuando sus causas económicas hayan llegado a la maduración, es decir, cuando la crisis económica haya ido hasta sus últimas consecuencias, hasta una orgía de superproducción que se revele tal por relación a las capacidades de absorción de los mercados, que provoque una caída tan pronunciada de los beneficios que el remedio más drástico, la guerra, se imponga como el único capaz de regenerar todo el sistema a través de los horrores de la destrucción periódica de capitales, de mercancías y de seres humanos, en número sobrante.

Los capitalistas no van a la guerra con el corazón alegre, no van por capricho o por codicia, como lo querría la propaganda banal y demagógica del social-pacifismo de falsa izquierda. No van con alegría de corazón porque ven en la guerra remedio extremo a las contradicciones del capitalismo- con sus terribles consecuencias sobre toda la sociedad, el riesgo de que ella provoque el temblor de tierra social de la revolución. Es lo que no ven los social-pacifistas de «extrema izquierda», estilo trotskistas o CCI.

Pero del mismo modo que no puede haber guerra mundial sin que la crisis económica haga sentir todas sus consecuencias catastróficas en el corazón de las metrópolis imperialistas, no puede haber reanudación mundial del movimiento obrero, ni con mayor razón renacimiento del anti-militarismo de clase, antes de que la crisis económica mundial se haya hundido en el vientre de Nueva York, París, Londres, Berlín, Tokio, etc. Pre-condición de la guerra, la crisis económica es al mismo tiempo pre-condición de la reanudación general de la lucha de clase y, por tanto, del renacimiento de una auténtica oposición prole­taria a la guerra y a sus preparativos.

Lo que en claro significa que sin violentas sacudidas económicas, capaces de hacer hundirse en grandes fracasos a los orgullosos santua­rios del capitalismo mundial, no hay inminencia de guerra mundial, pero dialécticamente no existe tampoco la posibilidad de una reanuda­ción general del movimiento obrero revolucionario capaz, por su acción anti-militarista y derrotista, de impedir la guerra o detenerla insu­rreccionalmente en uno o varios países. Es por esto por lo que la Izquierda Comunista ha afirmado que no es más que «después de una gran crisis entre dos guerras del tamaño de aquella de 1.929-32» y «durante la reactivación que la seguirá (cuando) la fuerza de la revo­lución proletaria será una vez más puesta a prueba». Hasta ese momento las bases materiales para hacer revivir las tradiciones del anti-mili­tarismo de clase en la acción práctica en contacto con grandes masas no existen, simplemente porque la evolución histórica, que es indepen­diente de nuestra voluntad, no las ha suministrado todavía. La persis­tencia de una situación, que nosotros definimos como desfavorable, nos prohibe hacernos ilusiones. Ello condena a toda tentativa de acción práctica sobre el terreno de la oposición al militarismo y a los preparativos de guerra a degenerar en puro veleitarismo, y a toda intervención en los movimientos anti-guerra -con carácter inevitable­mente pacifista- a no ser más que una parodia de lo que fue y lo que será mañana el verdadero anti-militarismo de clase y a concluir en los hechos en un simple y puro alineamiento de los «revolucionarios» sobre las grandes movilizaciones de masas por la paz dirigidas por los curas, los nacional-comunistas y cia.

Las conclusiones políticas y las orientaciones a las que debemos atenernos hoy son, por tanto, límpidas:

1) El Partido y sus militantes se abstienen de toda participación en los movimientos anti-guerra y anti-militaristas actuales, expresión de una reacción de capas burguesas y pequeño-burguesas a la guerra futura, y orientadas ideológicamente y dirigidas políticamente por el pacifismo y el social-pacifismo, en perfecta coherencia con su compo­sición social.

2) En relación a los «movimientos por la paz» actuales, nuestra consigna «positiva» es la de una intervención desde el exterior con carácter de propaganda y de proselitismo en dirección a los elementos proletarios capturados por el pacifismo y englobados en las moviliza­ciones pequeño-burguesas con el fin de arrancarlos de este género de encuadramiento y de acción política. En particular, a estos elementos nosotros les decimos que no es en las paradas pacifistas de hoy donde se prepara el anti-militarismo de mañana, sino en la lucha intransi­gente de defensa de las condiciones de vida y de trabajo de los prole­tarios en ruptura con los intereses de la empresa y de la economía nacional. Como la disciplina del trabajo y la defensa de la economía nacional preparan la disciplina de las trincheras y la defensa de la patria, el rechazo a defender y respetar hoy los intereses de la empresa y de la economía nacional preparan el anti-militarismo y el derrotismo de mañana.

3) Va de suyo que la presencia de proletarios en medio de las procesiones pacifistas no puede justificar de ningún modo la teoriza­ción de una «componente proletaria» del «movimiento por la paz» actual o, peor, de un «antimilitarismo de clase» del hecho de que grupos pretendidamente «revolucionarios» se encuentren en medio de curas y de estafadores pacifistas. Si se tratara verdaderamente de comunistas no estarían animados a rozarse con sus semejantes en estos movimientos.

El ala izquierda del pacifismo no debe ser tomada por una primera aparición del anti-militarismo de clase, que no nacerá nunca por partenogénesis de cualquier «izquierda pacifista» ni de cualquier coordinación de grupos pequeño-burgueses cuya memoria histórica no va más allá del mayo del 68.

4) En los casos de una reacción proletaria contra la guerra y sus preparativos, destinados hoya ser esporádicos a causa de la ausencia de reanudación general de la lucha obrera, el Partido debe aprovechar esta brecha, aún modesta, que se abre a su actividad, para contribuir a orientar y si es posible a dirigir por la propaganda y por la acción práctica las iniciativas de lucha. Este género de situaciones se cons­tata sobre todo cuando son los proletarios los que descienden a la calle, a continuación cuando el movimiento de lucha es abandonado y traicionado por los pacifistas, en tercer lugar cuando son aconteci­mientos concretos que tocan directamente a los proletarios los que están en la base de la protesta. Esta protesta no será nunca una reivindicación general «por la Paz» sino una protesta contra inicia­tivas bien precisas del militarismo burgués: tal intervención militar (140), en eventual envio de contingentes o una llamada a los reservis­tas (141), una agravación de la disciplina en los cuarteles, etc.

Se trata pues de reacciones bien distintas de la movilizaciones paci­fistas, fácilmente reconocibles como manifestaciones de la vida de la clase obrera sobre la base de las características que hemos defi­nido anteriormente.

5) Es necesario rechazar, por tanto, la tesis inmediatista según la cual la reanudación clasista revolucionaria podría derivar del nacimiento de un anti-militarismo de clase nacido del pacifismo de izquierda (142). En primer lugar, porque el anti-militarismo prole­tario no puede nacer de la movilización de las clases contrarias, sino exclusivamente de la reacción inmediata de los proletarios contra los efectos de los preparativos de guerra sobre sus condiciones de vida, de trabajo, de acuartelamiento. De seguido, porque sin respuesta obrera a los ataques cotidianos de los patronos sobre los salarios, los tiempos y las condiciones de trabajo, es imposible esperar reac­ciones contra el militarismo y sus consecuencias. En efecto, el impacto de éstas sobre las condiciones de vida de la clase es muy a menudo demasiado indirecto y alejado de la presión ejercida cotidia­namente por la burguesía sobre el puesto de trabajo. En fin, porque la presencia de la agitación pequeño-burguesa por la defensa de la paz no significa que los proletarios deban creer en una amenaza real de guerra inminente, que significaría el fin de todas las certezas que les habían hecho soportar sin rechistar los sacrificios infligidos por la crisis económica.

En efecto, es una característica de las clases medias presentir con adelanto los futuros cataclismos y, de otro lado, la experiencia histórica demuestra que la agitación pacifista desaparece precisamente cuando el conflicto se convierte en inminente. Por otra parte, ¿por qué la percepción de la inminencia de la guerra y el hundimiento de la creencia en un futuro que fuese al menos un futuro de paz, entrañaría forzosamente la revuelta de los obreros? Es mucho más lógico que entrañen miedo y parálisis y, por tanto, una resignación aún mayor. Toda esta laboriosa construcción que podríamos llamar intelectualismo movimentista, no es más que una tentativa de encontrar en el movimiento pacifista y en sus gigantescas manifestaciones un sustituto a la reanudación de la lucha de clase -tentativa fracasada desde el prin­cipio porque obliga a inventar todas las piezas de una «componente proletaria» que nunca ha existido en estos movimientos- y una justi­ficación teórica a la rabia activista de correr detras de todo lo que se mueva. Los errores teóricos siguen a los errores prácticos.

6) Hace falta rechazar sobre el plano teórico y práctico la posi­ción que podemos llamar intermedista, que llama a los proletarios a defender la paz porque sería una situación más favorable que la guerra para el desarrollo revolucionario. Según sus partidarios, la tarea de los revolucionarios consistiría en «orientar a los trabajadores más conscientes y más radicales hacia las soluciones juzgadas más favora­bles al momento dado, con el fin de influir sobre los acontecimientos para que vayan, paso a paso, en la dirección más favorable al movi­miento revolucionario» puesto que «entonces los objetivos intermedios, es decir, los objetivos para el presente y el futuro previsible favo­recen un mayor grado de conciencia en los militantes revolucionarios (...), por el contrario la huida hacia adelante, la incapacidad de tomar posiciones políticas, las perpetuas repeticiones de ‘principios’ (...), embotan el espíritu de los militantes revolucionarios y de las vanguardias obreras» (143).

Entonces, en ausencia de la revolución (...) ¿cuáles son las condiciones que favorecen el movimiento revolucionario, la paz o la guerra? La respuesta es, bien seguro, la paz, púdicamente llamada «no guerra entre las principales potencias» porque «la guerra en si representa una derrota muy dura para la clase obrera».

La absurdidad no está tanto en la respuesta como en la pregunta. «La incapacidad de la clase obrera, antes de empezar la lucha por el poder, de impedir al capitalismo desencadenar la guerra», de lo cual se hace tanto ruido, es un dato establecido por el marxismo. Sólo la revolución proletaria puede impedir la guerra: no es propaganda en el sentido trivial del término, es decir, engañosa. Nosotros no quere­mos espantar a los proletarios, forzándoles a hacer la revolución agitando el espectro de la guerra, que podría ser evitada por una simple lucha defensiva de una clase obrera todavía demasiado débil para lanzarse al asalto del poder, por algo apenas más difícil que una batalla sindical valiente, si, en tanto que marxistas, afirmamos que la guerra es inevitable si la revolución no tiene lugar es porque sabemos, sobre la base de un análisis científico de las contradicciones del capitalismo, que los poderes burgueses deben, en un cierto momento, desencadenar la guerra so pena de caer en un precipicio todavía más peligroso, el del hundimiento económico sin esperanza.

Quién se dice marxista y acepta esta premisa debe entonces com­prender que ninguna clase amenazada de muerte puede renunciar a recurrir al remedio que puede salvarla, a menos que la clase históricamente revolucionaria le dispute el poder político con las armas en la mano. La clase dominante puede ser entonces obligada a renunciar a la guerra -o a interrumpir temporalmente su participación en ella- para consa­grarse completamente a la guerra de clase impuesta por el proletariado revolucionario. En una situación de este tipo, que podríamos llamar de doble poder, según la expresión utilizada por Lenin para la situa­ción rusa de febrero a Octubre de 1.917, sólo traidores harían de la «defensa de la paz» la consigna central. De igual modo que sólo trai­dores, ante la segunda guerra mundial, han podido hacer de la lucha por la democracia contra el fascismo un objetivo intermedio, dada la imposibilidad de hacer de la revolución un objetivo inmediato.

Es evidente que, desde el punto de vista de las condiciones de vida de los trabajadores, el fascismo y la guerra son peores que la democracia y la paz. La zanahoria reformista es menos mala que la cachiporra fascista, las víctimas de la «Paz» burguesa son menos nume­rosas que las de la guerra. Pero lo que los «intermedistas» no quieren ver es que las acciones de la clase dominante no derivan de la volun­tad subjetiva de individuos o de grupos sino que son la consecuencia de determinaciones más fuertes que toda «voluntad política».

En ciertos momentos el fascismo es un recurso obligatorio. ¿Qué burgués no desearía que las charlas y las seducciones democráticas fuesen suficientes para normalizar a la clase obrera? ¿Qué burgués no preferiría que la situación económica permitiese pagar la paz socia con concesiones de tipo reformista? El hecho es que existen situa­ciones históricas en que la burguesía no puede pagarse el lujo de obtener de este modo la sumisión de los esclavos asalariados: entonces es necesario recurrir a la manera fuerte, al fascismo.

Pequeña cuestión para los intermedistas de ayer, de hoy y de mañana, ¿en qué condiciones puede la clase obrera «influir sobre las elecciones políticas de la clase dominante» cuando estas son elecciones obligatorias, por ejemplo optar por la democracia cuando la situación económica no lo permite más? Respuesta: con la única condición de atemorizar a la clase dominante, es decir, de tener la fuerza de insu­rreccionarse victoriosamente contra el orden burgués. Pero entonces la consigna de los intermedistas, que puede ser inmediatamente alcanzada, se convierte en una consigna de traidores.

Fuera de esta situación es una consigna veleidosa, un lloriqueo imbécil e impotente.

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(75) Ibid.

(76) Ibid.

(77) Parágrafo 8.

(78) Parágrafo 9.

(79) Postan. Citado.

(80) Ibid.

(81) Ibid.

(82) Ibid.

(83) Parágrafo 11.

(84) Postan. Citado.

(85) Ibid.

(86) Ibid.

(87) Ibid.

(88) «L’usine nouvelle» 26/3/70, citada como la declaración de Pompidou en el folleto de «Le Prolétaire» n° 12, «Solidarité prolétarienne contre le contrôle de l’immigration».

(89) Postan. Citado.

(90) Ver los artículos «La decadenza della potenza imperiale britannica» y «Albione e la vendetta dei numi» en «B.C.» n° 2-3

(91) Postan. Citado.

(92) Ibid.

(93) Ibid.

(94) «Arrivano in buon punto par destra e sinistra le armi del PAM» en «B.C.» n° 5/1.952.

(95) «L’obiettivo sindacale del Piano di Aiuto Militare» en «B.C.» n° 4/1.950.

(96) «Il bilancio della beneficienza americana» en «B.C.» n° 23/1. 951.

(97) «Arrivano in buon punto...» cit.

(98) «Armi americane e interessi di classe» en «B.C.» n° 8/1. 950.

(99) «Marshall: uno e trino» en «B.C.» n° 18/1.950.

(100) «Il Leviatano USA pasteggia» en «B.C.» n° 5/1.952.

(101) «Germania integrata» en «B.C.» n°23/52.

(102) «Bonn, paese di cuccagna dell’accumulazione capitalista» en «B.C.» n° 23/1.951.

(103) El folleto «Non pacifismo, Antimiliatarismo di classe»

(104) Postan. Citado

(105) Ibid

(106) «Las perspectivas de post-guerra» fueron publicadas en el n° 3 (oct. 46) de nuestra revista de entonces «Prometeo». Se pueden encon­trar en castellano en el n° 38 de «EL PROGRAMA COMUNISTA».

(107) Acta de la Reunión General del Partido de 1.977 en «Le Prolétaire» n° 236.

(108) «Las perspectivas...».

(109) «Le Prolétaire» n° 236 Ibid.

(110) Ibid.

(111) A propósito de la guerra de las tasas de interés, véase la nota aparecida en «Il programma comunista» n° 17 / 1.979 y el artículo «ogni giorno una novità nel sistema monetario internazionale» en «Il P.C.» n° 11 / 1.982.

(112) Este trabajo ha sido acabado antes de los últimos acontecimiento: del Este europeo: disolución del Pacto de Varsovia y exasperación de la crisis económico-social de la URSS- NdR.

(113) «Dans le golfe, l’imperialisme défend son Ordre mondia1» en «Le Prolétaire» n° 408.

(114) «Le Prolétaire» n° 256. (115) Ibid.

(116) «Il problema de la riunificazione tedesca» en «Il P.C.» n° 22­ 1.979.

(117) Ibid.

(118) «La Germania nella morsa del conflitto Est-Ouest» en «Il P.C.» n° 14/1.978.

(119) «Le origini del capitalismo».L. Brentano. Ed. Sansoni.

(120) Ibid.

(121) Ibid.

(122) A. Bordiga: «Armamento e investimento», «Hilo del Tiempo» publicado en «B.C.» ni 17/1.951.

(123) Brentano. Citado.

(124) Marx. «Grundrisse».

(125) Brentano. Citado.

(126) «Armamento...» citado.

(127) Brentano. Citado.

(128) «Armamento...» citado.

(129) Brentano. Citado.

(130) Ibid.

(131) «Armamento...»

(132) «Auschwitz ou le grand alibi» (folleto n° 11 de «Le Prolétaire» y en esp. en «EL P.C.» («Auschwitz o la gran coartada») n°45.

(133) Marx. El Capital T. III, §VI, p.130, Ed. Cartago.

(134) «Auschwitz...»

(135) Marx. Grundrisse.

(136) A. Bordiga. «Sua Maestà l’Acciao», «Hilo del Tiempo» publicado en «B.C.» n° 18/1.950.

(137) «Auschwitz...».

(138) Por orden de creciente improbabilidad tenemos en primer lugar la hipótesis n° 2 (reanudación de clase sin victoria de la revolución antes de la guerra), después la n° 4 (reacciones clasistas durante la guerra). Más tarde las hipótesis que juz­gamos más improbables: la n° 3 (total parálisis del proletariado antes y durante la guerra) y, al final, la más improbable de todas, el estallido de la revolución antes del desencadenamiento de la guerra.

(139) «Il corso del capitalismo mondiale nella esperienza storica e nella dottrina di Marx» en «Il P.C.» n° 17/ 1.957.

(140) Podemos citar como ejemplo, las reacciones de tipo clasista en la región de Venecia en Italia en el momento de la expedición militar occidental al Líbano en 1.984, ver a este respecto la correspondencia aparecida en «Le Prolétaire» n° 378 (julio 84).

(141) En el momento de la guerra de Argelia, es contra la llamada y el envío de los reservistas que han tenido lugar las reacciones más violentas y más proletarias. Cuando la guerra del Golfo, es igualmente la llamada y el envio de reservistas, especialmente de la Guardia Nacional, lo que ha suscitado las reacciones más hostiles de parte de los proletarios.

(142) Esta tesis fue enunciada durante la crisis de nuestro Partido por una tendencia «movimentista» que iba a dar nacimiento a la revista italiana «Combat», véase «La prospettiva dell’antimili­tarismo proletario e la tattica verso il pacifismo attuale» en «Il P.C.» n° 10 / 1.983.

(143) «Linea politica o declamazioni?» en «L’internazionalista» n° 12.

 

 

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