El partido comunista de Italia frente a la ofensiva fascista (1921-1924)

Que los jóvenes militantes saquen de los hechos del pasado y del presente no sólo la confirmación de la doctrina marxista, sino la llama que deberá transformar el arma luminosa de la crítica en la filosa crítica de las armas.

(Informe a la Reunión General del Partido en Florencia – del 30 de abril al 1° de mayo de 1967)

(«El programa comunista»; N° 49; Septiembre de 2011)

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SUMARIO:

 

Un excelente comunista que jamás se dejó llevar por las fatales sugestiones del oportunismo anti-fascista, y que estuvo en primera línea en la lucha del proletariado italiano contra las bandas de Mussolini de la época «romántica» y pseudo-revolucionaria del movimiento fascista de Italia, solía bromear diciendo que «el peor producto del fascismo ha sido el anti-fascismo»; chiste irónico que no entienden los que promulgan una democracia reformadora, pacifista y progresista que, pese a los constantes golpes que les asesta la realidad capitalista, viven todo el tiempo en una nube de insípidas ensoñaciones. Pero esta broma encierra una profunda verdad. Para quien comprende al menos un poquito el marxismo, su significado no es difícil de entender. Significa en pocas palabras que la importancia histórica del fascismo ha sido mucho menor de lo que se piensa comúnmente; contraria a la del antifascismo que ha sido mucho más duradera y más funesta desde el punto de vista de los intereses del proletariado revolucionario y del comunismo. Aquellos que hoy no son capaces de comprender esta verdad, nada han comprendido del marxismo revolucionario; incluso, sin ser tan ambiciosos, ni siquiera de lo que pasa en su propia época.

En efecto, el movimiento fascista como tal, no cumplió más que una función limitada: salvar a las burguesías europeas de una espantosa bancarrota económica y política, primero la de Italia y luego la de Alemania, y la de otras naciones de menor importancia mundial como España, en una época y bajo circunstancias bien precisas, esto es, dentro de la crisis general que sufrieron estos países durante la primera postguerra. Con esto no queremos decir que estas victorias burguesas, ese triunfo abrumador de las fuerzas de la conservación capitalista, no influyeron en la derrota de la Internacional de 1919 y de la revolución europea y mundial, deseada no sólo por Lenin, sino por todos los comunistas; o que luego nada tuvieron que ver con el estallido de una segunda guerra imperialista, eso sería negar las evidencias. Solamente hay que hacerse dos preguntas: ¿cómo ocurrió entonces la victoria burguesa, representada por la llegada al poder de los partidos nazis y fascistas? y, más importante aún, ¿cómo es que un cuarto de siglo después de la caída de los poderes fascistas, que siempre han intentado hacer pasar como un obstáculo al triunfo del proletariado, el Capital sigue detentando el poder en forma totalitaria, a favor de los intereses exclusivos de la burguesía? Basta con hacerse estas dos preguntas para percibir el sentido del chiste arriba citado: la burguesía italiana, y luego la burguesía alemana y un cierto número de burguesías menores han podido convencer al proletariado y arrastrar también a las clases medias que el capitalismo oprime también; y en lugar de tener frente a ellas a un proletariado comunista experimentado, han encontrado a un proletariado mayoritariamente «anti-fascista» que no supo replicar con su violencia de clase a la violencia capitalista, y de paso tomar el poder.

No es el proletariado italiano o alemán, etc. los únicos que deben ser cuestionados – de todas maneras ellos solos no podían hacer la historia del siglo Veinte –, sino a todo el proletariado europeo y mundial por estas derrotas. Pero más allá de esto, si el capitalismo domina todavía es porque aún este proletariado no logra reivindicar su propia dictadura revolucionaria frente a él, y sufre la misma influencia política que ya lo llevó al precipicio en los años 21-33, como consecuencia de su obstinada adhesión a las aparentes concesiones económico-sociales que esperaba de la forma democrática, y que se imaginaba que estas podrían ser abolidas por un poder fascista declarado. En otros términos, veinticinco años después de la caída de los regímenes de Hitler y Mussolini, los proletarios del mundo son mucho más «anti-fascistas» (anti-franquistas, anti-gaullistas, anti-... la lista es grande de políticos burgueses que pueden ser repertoriados) que comunistas revolucionarios. A esto se resume la situación. A pesar de la ridícula jactancia de la democracia socializante, hasta tanto el proletariado no sufra una profunda transformación de esta mentalidad política, la lucha anti-capitalista se mantendrá estancada.

No las vamos a examinar en detalle, pero es evidente que hay razones profundas para que este estado de ánimo del proletariado – igualmente cargado de prejuicios – persista. Nos toca pues derrumbar estos prejuicios y estas razones, dando a conocer las grandes luchas proletarias del pasado, algo que los partidos oportunistas, a punta de demagogia y realizando esfuerzos colosales, buscan sepultar bajo el silencio o hacer simplemente inaccesible a la masa obrera. Es por esta razón que el informe que vamos a ofrecer sobre el Partido Comunista de Italia frente a la ofensiva fascista (informe presentado en una reunión general de partido), tiene un gran interés político – y no solamente «cultural», para utilizar la insoportable jerga burguesa moderna. Este informe demuestra palmariamente, sobre la base de hechos y textos escritos, algunas viejas verdades que hoy han sido abandonadas: el verdadero zacatecas del proletariado italiano no ha sido tanto el movimiento fascista, sino la socialdemocracia que frente a la violencia de los «camisas negras» no supo hacer otra cosa que reclamar respeto por la legalidad. El fascismo mismo no triunfó únicamente por medio de la violencia, sino también gracias a una demagogia reformista a la cual los socialistas de la II Internacional habían acostumbrado demasiado al proletariado. En fin, al contrario de los oportunistas que mentían descaradamente sobre su supuesta lucha, la única fuerza en el mundo que puede reclamar haberse enfrentado al fascismo, armas en la mano y bajo una férrea dirección política, guiando una lucha exclusivamente proletaria, liberada de toda influencia burguesa y oportunista, ha sido el Partido Comunista de Italia, que en ese momento se encontraba en manos de nuestra corriente. Fue, para decirlo brevemente, la única sección que se rebeló contra las excesivas concesiones que la dirigencia de la Internacional comunista daba al anti-fascismo de tipo democrático (concesiones que desgraciadamente llevarán para siempre la firma del malogrado Zinoviev), y, que haya denunciado el peligro oportunista que estas significaban para el movimiento comunista; la única que condujo también una lucha coherente, perseverante, llena de abnegación, incluso contra los miserables «camisas negras» del fascismo italiano. Si fue vencida, esto no dependió de un partido revolucionario cumpliendo todas sus tareas, sino de circunstancias mucho más poderosas que no dependían de su voluntad. Pero al menos nuestra corriente no fue liquidada políticamente, contrario a todos los demás partidos comunistas del mundo que desgraciadamente cayeron al final en una defensa simple y pura de la democracia.

Esto no es casual. Ya que sólo su forma marxista y revolucionaria de dirigir y conducir una lucha de vida o muerte contra el movimiento fascista le evitó, entre 1939-45, sucumbir a la guerra imperialista, es decir, traicionar de manera irreparable al internacionalismo proletario; traición que durante décadas influyó negativamente en las tentativas del proletariado europeo y mundial de organizarse en partido comunista internacional, condición indispensable para la victoria contra el Capital, al cual el anti-fascismo le ha asegurado una larga supervivencia.

 

Naturaleza del fascismo

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Según nuestras tesis de partido, el fascismo constituye un método de gobierno al que apela la burguesía cada vez que las masas, radicalizadas por la crisis del capitalismo, no se dejan ya engañar por las fórmulas mentirosas de libertad, igualdad, democracia, y se muestran decididas a tomar el poder. Por tanto, el fascismo no es un tumor patológico, un germen extraño al régimen burgués, o peor, un retorno al régimen que precedió el triunfo de los «principios sagrados» de la revolución francesa. Es uno de los métodos de gobierno que puede utilizar la burguesía cada vez que el método democrático no logra asegurar ya su dominación de clase, a pesar de su influencia corruptora en las capas superiores del proletariado y de todas sus campañas por la igualdad. Cualesquiera sean las formas – provincialistas o atrasadas como las falanges españolas, paternalistas como el corporativismo de Salazar, o la forma primitiva y grosera de golpe de Estado militar como en Grecia en 1967 –, sustancialmente no son diferentes.

Quiere decir que lo que perseguimos con el presente informe (1) es, primero, mostrar que los hechos históricos de aquellos lejanos años han probado la perfecta confluencia de todas las fuerzas políticas burguesas, tanto democráticas como fascistas, en la defensa de su dictadura de clase, y, segundo, de hacer transparente la oposición existente entre la actitud del joven Partido Comunista de Italia de la época y el sabotaje reformista de las luchas, frecuentemente heroicas, del proletariado, los gemidos de preocupación de los maximalistas llamando a la «pacificación», al «retorno al orden y al derecho» y otras infamias parecidas. El Partido Comunista fue efectivamente la única fuerza que planteó audazmente la cuestión del fascismo en su verdadera significación, llamando a los proletarios revolucionarios a aceptar el desafío lanzado por los burgueses y a responder a la violencia con la violencia, a la lucha armada con la lucha armada, a defenderse preparando la ofensiva tan pronto las condiciones se tornaran favorables. En la situación de 1920-22, a pesar de que nada estaba a su favor, la clase obrera de Italia bajó a la calle a pelear con entusiasmo renovado, y a cada demostración de fuerza, fue el Partido Comunista quien la acompañó, señalando claramente que el enemigo a derrotar era el conjunto de fuerzas burguesas concentradas en el aparato de represión y de explotación y sus tres pilares fundamentales, a saber, la democracia, el fascismo y el reformismo.

 

Madura, la «contrarrevolución preventiva», a la sombra de la democracia

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 Después de la primera gran guerra, la burguesía italiana tuvo que enfrentar a la gran ola de huelgas y de agitaciones que sacudieron a Italia. Pero superar este obstáculo no se debió a la aparición de los camisas negras de Mussolini, sino al Estado democrático apoyado por la burguesía internacional. Si luego de esta amenaza procede una desmovilización de la clase obrera, en nada tuvieron que ver las fuerzas «ilegales» del fascismo, los motivos hay que buscarlos en los métodos perfectamente legales con los cuales la burguesía italiana, desde la constitución del Reino, siempre había obtenido óptimos resultados; además, en caso de necesidad sus fuerzas estatales estaban admirablemente entrenadas para cambiar hacia métodos violentos, y que no hacían ningún esfuerzo por ocultarlos.

Durante los años 1919-20, los proletarios lucharán en las calles, dentro de las fábricas y hasta en los campos, chocando primero con la fuerzas armadas regulares de la democracia que responderán con plomo fundido. El Estado disponía ya de una fuerza compuesta por carabineros, policías y soldados (¡hasta la marina y la aviación intervendrán en ciertos casos!), pero, aún con refuerzos, demostró ser insuficiente en la posguerra. Por eso Nitti creó una fuerza especial que permitió no sólo reforzar todavía más al Estado, sino encuadrar toda aquella masa de desechos que deja toda guerra, armándolas para vomitar todo su odio y frustración de fracasados sobre los obreros y los campesinos. Es bajo las balas de las democratísimas fuerzas del orden, a comienzos de 1919, que caerán los obreros, y esta es la prueba que la primera ola de represión anti-proletaria la cual fue decisiva, vino de un gobierno (mejor dicho, una serie de gobiernos) de obediencia estrictamente democrático-liberal o, como se diría hoy en día, «progresistas». Ese gobierno preveía el apoyo que plenamente y sin fallas le iban a dar los jefes sindicales y los reformistas del Partido Socialista de Italia, contando de paso con la mansedad de los maximalistas; es en perfecta lógica burguesa que la represión democrática estuviese combinada con toda una demagogia de «medidas de prevención social» (precio político del pan, planes de reforma agraria y control sobre la industria), incluyendo por encima de todo el llamado habitual a votar, siempre tan eficaz para adormecer a las masas; así, vemos sucederse elecciones generales en 1919, elecciones municipales y regionales un año más tarde, y nuevamente elecciones generales de 1921. Nitti y Giolitti se alternarían en el poder, esperando cederlo al ex-socialista Bonomi, tal como se produjo luego de las elecciones de mayo de 1921. Un documento de Partido, en 1923, nos recuerda que el primero había llevado a 65 mil el contingente de carabineros o guardias civiles, a 35 mil los agentes aduaneros, y a 45 mil las fuerzas especiales o guardias reales, reforzando la red de espionaje interior. El segundo había puesto en primera línea al ejército durante los eventos de Ancona. Sus papeles estaban perfectamente en regla con la democracia, y a mucha razón hoy se les consideran los padres de la República italiana. ¿No está el escudo de la democracia ornamentado a la vez con la tarjeta del voto y el fusil?

El proletariado se batió con una energía infinita. Pero, mientras que las fuerzas represivas del Estado restablecían poco a poco el orden, recuperando el control de una situación que en momentos parecía desesperada para la burguesía, los «éxitos» (se podría decir incluso los triunfos) electorales obtenidos por el proletariado, desviaban las preciosas energías de la lucha armada para dispersarlas en las batallas legales, despertando en los obreros la ilusión que luego de haber sufrido tan terrible hemorragia, la victoria de su clase estaba cercana y el poder al alcance de su mano. En realidad, es precisamente respondiendo al llamado del electoralismo parlamentario que la clase obrera de Italia, material y moralmente desarmada, se expuso a los golpes de su adversario.

En 1920, el proletariado se encontraba a la defensiva frente a un enemigo consciente de haberle arrancado de las manos las armas de la victoria. En septiembre de ese mismo año, cuando las fábricas fueron ocupadas, Giolitti no tuvo necesidad de recurrir a la fuerza, método que no le repugnaba para nada, ya que en el curso de su larga carrera lo había utilizado con el más perfecto cinismo. Sabía, en efecto, que ni la CGT ni el PS iban a correr el peligro de llevar el movimiento hasta las trincheras, y que lo más probable es que buscarían lanzarse el uno al otro la responsabilidad para no dirigirlo.

Un comunicado firmado por estas dos organizaciones, publicado a comienzos de septiembre, amenazaba con «el control de las empresas, para llegar a la gestión colectiva y a la socialización de toda forma de producción»; pero esta amenaza sometida a una condición no perseguía otro fin que el de tranquilizar a la burguesía: «si los patronos se obstinan o el gobierno viola su neutralidad, seguro que no llegaremos a una solución satisfactoria para ambas partes». El gobierno agarra el ramo de oliva que tan oportunamente le habían tendido y se decide por la «neutralidad»; en lugar de lanzar las fuerzas del orden al asalto de las fábricas ocupadas, promete ejercer él mismo por medio del Estado el «control de la producción», previendo sin mucho esfuerzo que la clase obrera, cederá por asfixia; ya estaba extenuada por dos años de sangrientas luchas, privada de dirección y orientación que la llevara hacia la toma del poder, encerrada en los estrechos límites de la empresa, e impedida de salir de estas por su misma dirigencia política y sindical. Incluso sus dirigentes, deseosos de lograr un acuerdo tendiente a mejorar las relaciones obrero-patronales, ya se frotaban las manos ante las perspectivas de elecciones administrativas...

La batalla final no tendrá lugar (tampoco el... control de la producción, promesa lanzada sólo para calmar los ánimos) ya que los que debían atacar fueron impedidos por los malos pastores y por el Estado, que desde la torre de su «neutralidad» esperó con toda tranquilidad a que los trabajadores depusieran las armas. No hubo ni siquiera una de esas derrotas en el terreno de la lucha de clase franca y directa, que dejan profundas huellas en el proletariado y producen los gérmenes de la siguiente insurrección y victoria revolucionarias. No pudo haber peor demostración de impotencia que esta derrota sin combate, la más humillante de todas.

Es durante la terrible ola de reflujo, que vino luego del movimiento de ocupación de las fábricas, que, entonces y sólo entonces, las bandas fascistas entrarán en escena. Obviamente que frente a un proletariado vencido que no iba a volver a luchar inmediatamente, estas no buscaron sino impedir que volviera a alzarse. Pero comprendieron muy bien que el proletariado no iba a perder inmediatamente su combatividad y espíritu de sacrificio (y el desarrollo de los acontecimientos lo confirmará) y que los problemas a los que la clase dominante era incapaz de darles solución, volverán a plantearse con mucha más fuerza y urgencia que nunca.

Luego de la muy eficaz represión democrática «ordinaria», era necesario lo que se llama una «contrarrevolución preventiva». Esta acontecerá y será favorecida, respaldada y legalizada por los autores de la «estabilización» del régimen en 1921-22, es decir, el Estado, los partidos de la democracia burguesa y el reformismo.

 

Comienzo de la ofensiva fascista Dos falsas tesis sobre el fascismo

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Precediendo a las elecciones administrativas de octubre, la ocupación de las fábricas cesa en la segunda quincena de septiembre de 1920. Los dos años de ofensiva de las escuadras fascistas comenzarán, en realidad, en noviembre en Boloña: el 4, los escuadrones de Mussolini lanzan el asalto a la Bolsa de Trabajo; el 21, ocurren los eventos del palacio de Accursio en esa misma ciudad (4). Con esto se confirma que el movimiento nace en una zona agrícola y, desde sus comienzos, presentará la fisionomía y la composición social que lo distinguirá durante toda su «escalada» contra las fortalezas proletarias: escuadrones volantes reclutados en pequeñas ciudades de provincia y dentro de las franjas de una pequeña burguesía famélica y desequilibrada o, mejor todavía, en capas sociales situadas por debajo de la pequeña burguesía: mercenarios, antiguos miembros de la expedición del Fiume y ex-representantes del arditismo (5) de guerra, elementos depauperados de la clase media, pequeños intelectuales en búsqueda de gloria y de prebendas, etc... Desplazándose de una localidad a otra con gran «habilidad de maniobra», facilitada no por la genial táctica y estrategia de sus jefes, sino por la solidaridad automática del Estado, este movimiento siempre tuvo por objetivo las ciudadelas obreras (Bolsas del Trabajo, sedes de partidos y sindicatos, círculos proletarios, cooperativas, etc...) y chocaba con un solo enemigo: los obreros organizados de las ciudades y campos; pero siempre pudo contar con la benevolente neutralidad del Estado, y muchas veces hasta con su apoyo total.

El hecho de que la ofensiva anti-proletaria armada e «ilegal» haya partido de una zona agrícola, y que sus promotores hayan salido esencialmente de las clases medias, ha llevado en apariencia (pero solo en apariencia) a dos interpretaciones, ora distintas, ora entremezcladas, pero igual de falsas la una como la otra. Según la primera, el fascismo significaba un retorno a los métodos clásicos de la reacción pre-capitalista impuesta por los propietarios terratenientes de tipo feudal a la fracción «progresista» de la burguesía encarnada por los industriales; para la segunda, el fascismo era una tentativa tan acertada como extrema de las capas medias organizando una revolución según su ideología particular y con fines de independencia.

En el campo proletario, estas dos interpretaciones han hecho estragos cuyas consecuencias hemos venido arrastrando hasta hoy. En aquella época no sólo se podía leer en la prensa burguesa «de izquierda» o en la prensa reformista, sino también en las páginas de Ordine Nuovo (6), especialmente bajo la pluma de Gramsci que ya incluso dentro del joven Partido Comunista de 1921 tenía dificultades para comprender que el poder de Estado es siempre, cualquiera sea la forma que este tome, un órgano de la dictadura de clase de la burguesía (7).

Dos citas de Gramsci bastarán para ilustrar los dos aspectos arriba mencionados de la interpretación no marxista del fascismo. La primera afirma que:

 

«Gracias al declive del Partido Socialista luego de la ocupación de las fábricas, y bajo el empuje del Estado Mayor que ya la había utilizado durante la guerra, la pequeña burguesía ha reconstituido militarmente sus cuadros y se ha organizado a escala nacional con la rapidez del rayo. Simple juguete en manos de este Estado Mayor y de las fuerzas más retrógradas del gobierno, la pequeña burguesía urbana se alió a los propietarios terratenientes y, mandada por estos, destruyó las organizaciones campesinas»

(Ordine Nuovo, 2 de Octubre de 1921).

 

La segunda, dice lo siguiente:

 

«La burguesía industrial ha sido incapaz de frenar al movimiento obrero, tan incapaz de controlar a este movimiento como al movimiento revolucionario en los campos. Es por ello por lo que la consigna del fascismo luego de la ocupación de las fábricas ha sido la siguiente: los rurales deben controlar a la burguesía urbana que no ha mostrado mano dura con los obreros... Anti-capitalistas en su origen, luego ligadas al capital, aunque no completamente absorbidas por éste, las clases rurales son aquellas que han organizado el Estado en los diferentes países poniendo en su actividad reaccionaria toda la ferocidad y el despiadado espíritu de decisión que siempre las ha caracterizado». Termina Gramsci diciendo que «Con el fascismo, asistimos a un fenómeno de regresión histórica» (Discurso del 16/05/1925 ante la Cámara de Diputados).

 

La Izquierda marxista refutó teóricamente esta doble tesis exponiendo que hablar de «gordos agraristas» significaba dar una noción metafísica y que esta pretendida «categoría» estaba compuesta por propietarios de grandes empresas agrícolas capitalistas por una parte, y por la otra, por propietarios terratenientes absentistas que sólo una sociología híbrida podía considerar como «barones feudales». Mostró también que los primeros pertenecen por derecho a la clase burguesa dominante y que, desde entonces, los segundos se han integrado cual furgón de cola al mecanismo capitalista, ambos viviendo en perfecta simbiosis. Igualmente desestimó toda existencia autónoma y toda capacidad de iniciativa política y social de la pequeña y mediana burguesía: ¿es necesario recordar lo que dice Marx en «Las luchas de clases en Francia» y en el «Dieciocho Brumario»?

Fuera de toda consideración teórica, las dos tesis en cuestión han sido desmentidas tanto por los hechos de 1919-24 como por sus precedentes históricos. En lo que atañe a los precedentes, la gran burguesía «progresista» (tanto agraria como industrial), desde comienzos de siglo se ha mostrado «abierta con respecto a las organizaciones obreras dirigidas por los reformistas». Halagando al «pueblo», reformadora, giolittiana en suma, se ha mantenido firme en el timón del Estado democrático-burgués, combinando halagos y violencia. Durante los años cruciales inmediatamente después de la guerra, no hizo más que llevar a la perfección el arte sutil del mando. En lo que concierne a descifrar los hechos, los de los años de la ofensiva fascista (1919-24), son tan fáciles como un diagrama, pero tendremos que resumirlos antes de entrar de lleno al tema de la lucha del joven Partido Comunista de aquellos duros años, motivo principal de este largo tema.

 

Curso real de la «escalada fascista»

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Si bien, como ya hemos visto, la ofensiva fascista comenzó a finales de 1920 en las zonas rurales del Norte, el fascismo como movimiento organizado data de 1919 y nace en las ciudades, o mejor dicho, en la metrópolis lombarda, corazón de las altas finanzas, de la gran industria y del gran comercio, y no en lo profundo de la labranza todavía bárbara, u otras nuevas Vandeas. Es en Turín que se encuentra el centro que, en 1915, movilizó la joven pequeña burguesía intervencionista en favor y al servicio del gran Capital, y es también en Turín donde nace el reformismo obrero.

El fascismo no sólo fue parido, sino amamantado por el gran capital; pero, aprovechando la experiencia política de los que lo apadrinaron, nace con un programa que no prevé únicamente el uso de la violencia (esta violencia tardará en manifestarse y no lo hará sino de manera esporádica y bajo formas «no autorizadas»), sino también y sobre todo de reformas. Si para ser «progresista» fuera suficiente reclamar reformas anti-clericales, abogar por la abolición del Senado o declararse contra la realeza para ser «progresista», entonces desde su nacimiento el fascismo estuvo a la vanguardia de todo progresismo, incluso mucho más avanzado que el de los «comunistas» italianos de hoy, pues bien sabía que este era el medio para atraer no sólo a una fracción de la aristocracia obrera, sino a los pequeños burgueses insatisfechos y a los «intelectuales» que sepan expresar sus aspiraciones de estos últimos quienes, lejos de movilizarse y organizarse por «sí mismos», siempre se ven movilizados y organizados por otros.

El fascismo nace, pues, en las ciudades, pero rápidamente se extiende a la provincia y conquista a los «rurales». ¿En qué zonas? Precisamente en las zonas de agricultura capitalista bien definida tales como el valle bajo del Pô, la Emilia y la Romaña, que durante más de cincuenta años fueron el teatro de luchas de obreros agrícolas, es decir, de asalariados puros, por consiguiente reprimidos en forma feroz por parte de un patronato plenamente burgués completamente limpio de toda huella «feudal». En sus orígenes, el fascismo no existe en las pretendidas tierras de elección de los «barones feudales», como la Italia meridional, y si bien es allí que nace y se esparce rápidamente, es sólo en las zonas como en Apulia, donde las relaciones de producción ya eran relaciones modernas y antagónicas entre capital y trabajo asalariado, y donde las relaciones sociales se basaban en este antagonismo. La gran burguesía industrial y la gran burguesía terrateniente se apoyan mutuamente a la hora de organizarse; preparadas, tanto una como la otra, para utilizar la violencia o jugar la carta del «progresismo», e igualmente prontas a dividirse hábilmente el trabajo para mejor defender el patrimonio común. ¡Así que por ninguna parte aparecen los famosos «agraristas» controlando industriales urbanos!

De las zonas capitalistas del Norte, la ofensiva fascista (que hay que diferenciarla del movimiento en sí) se determina por razones puramente tácticas; su verdadero objetivo estratégico son las grandes aglomeraciones proletarias, particularmente las del triángulo industrial Lombardía-Liguria-Piamonte, y naturalmente la capital del Reino. La «escalada» hacia estos objetivos no parte solamente de las zonas obreras menos defendidas, campos donde el proletariado se encuentra disperso, pequeñas aldeas de provincia donde es más fácil movilizar la chusma pequeño-burguesa para realizar operaciones-relámpago arriesgadas, o en zonas donde es relativamente fácil poner a las diferentes categorías que componen el campesinado unas contra otras. Es así como en la región de Ferrara, los fascistas comenzaron desde 1920 a ocupar y repartir las tierras, buena táctica para romper la peligrosa alianza entre pequeños labradores o aparceros y obreros agrícolas; las zonas en que las concentraciones obreras no estaban defendidas y donde los asalariados, reyes cuando salen en tropel, vulnerables cuando se convierten en ciudadanos diseminados y aislados; y, por último en zonas donde el freno del reformismo a la Prampolini, «milanés» para más señas, hace contrapeso al vigoroso empuje de los obreros agrícolas. En todas estas regiones, la burguesía cuenta matar dos pájaros de un tiro; tiene una memoria de elefante; sabe lo peligroso que puede ser el proletariado agrícola como enemigo y sabe cómo inquieta a los grandes terratenientes su espíritu de rebelión. Es por ello que ataca sin piedad a su adversario de clase en campo raso para regresar cargado de laureles y barrer en las ciudades a su enemigo implantado en las fábricas y barrios obreros.

Cobarde como siempre, la burguesía italiana no se atreve a atacar prematuramente los fortines proletarios como son los barrios obreros de las grandes metrópolis industriales, ni siquiera los barrios populares (pero de fuerte población obrera) de la burguesísima ciudad de Roma. Esto le tomará dos años para lograrlo, no sin antes haber organizado la retirada, vendar las tremendas heridas y comenzar a contar sus muertos. Desde Emilia y Romaña, así como de la Baja Lombardía, le costará mucho ganar el Sur, el Norte y el Noroeste. Si puede desatarse en la Toscana, provincia combativa incluso en el campo, es porque esta región representa también una reserva casi inagotable de pequeños burgueses desclasados y carreristas. Penetrará en La Marca, en Umbría, en Lacio, siempre con el mismo objetivo: los círculos obreros, las Bolsas del Trabajo, las sedes del Partido Comunista, e incluso, aunque en menor medida, el Partido Socialista, la redacción de periódicos proletarios, los militantes aislados. Y es a la caída de las principales plazas fuertes del proletariado que Mussolini recibirá como regalo su «Marcha sobre Roma»... en coche-cama; y es entonces que todas las fracciones de la burguesía lo proveerán de sub-secretarios de Estado y de ministros.

Detrás de todas estas maniobras envolventes, es la contra-revolución gran-capitalista la que avanza; haciendo de los pequeños burgueses su escudo, arremete contra su único enemigo: las organizaciones obreras.

Las ciudades y localidades son invadidas o tomadas por asalto unas tras otras: Ferrara cae el 20 de diciembre de 1920, Modena el 24 de enero de 1921, Trieste el 8 de Febrero (el periódico «Laboratore» es destruido); al final de febrero, le toca a Minervino, Murga y Bari; el 27-29, Florencia, donde Espartaco Lavagnini, militante comunista y dirigente sindical es asesinado; el 1° de Marzo, en Empoli; el 4, Siena; el 22-26, Perusa y Terni; el 31, Lucca; el 2 de Abril, Reggio; el 12, Prato, Foiano del Quinia y Arezzo; el 19, Parma; el 20, Mantua; el 22-23, Placencia; el 2 de mayo, Pisa; el 5, Nápoles. Mientras arden las Bolsas del Trabajo, las sedes de los sindicatos, las redacciones de periódicos y las sedes de los partidos obreros, y que los obreros y los campesinos se baten como leones, infligiendo al enemigo pérdidas superiores a las suyas, en otras palabras, mientras que toda la península es puesta a sangre y fuego y que las clases se enfrentan en un duelo a muerte, se escucha una vez más el pregón: ¡a las urnas! Del arsenal de la democracia, Giolitti viene de sacar el as de la manga: las elecciones políticas.

Luego de esto, ¿se podrá seguir sosteniendo que la «reacción agraria» forzó la mano al «progresismo democrático» de los industriales, apoyándose en los «elementos más retrógrados, puestos a la cabeza del Estado? En realidad, a la cabeza del Estado encontramos a la democracia reformista de Giolitti; es ella, la que durante las elecciones administrativas de 1920, hizo bloque con los fascistas; es ella la que, en los conflictos entre camisas negras y obreros, interviene siempre para que los primeros triunfen. Luego de la masacre de Ferrara, es Giolitti el que ordena «desarmar» a la provincia de Emilia; policías y carabinieri recogen una gran cosecha de armas escondidas en las casas donde viven obreros y campesinos, sin jamás allanar alguna casa de los fascistas. En Florencia, durante tres días de batallas bastante violentas, no serán los camisas negras, sino las divisiones blindadas del ejército y la gendarmería los que destrozan la resistencia heroica de los proletarios del barrio de los Scandicci. En Empoli, en Signa y en Prato, ciudades resueltas a batirse hasta lo último, cómodamente los fascistas consiguen asilo en los cuarteles. En Pisa, es el comandante de la división el que ordena derribar el portal de la Bolsa del Trabajo que lo obreros se negaban a abrir. Por su parte, la magistratura no pronuncia otra condena más que contra la Izquierda.

Agotados después de dos años de tempestad, dejados sin defensa por el Partido Socialista, solos contra la coalición burrguesa, los obreros se baten con una audacia increíble. Tomados de sorpresa en Boloña, contraatacan en Ferrara, en Modena, en Florencia. En Apulia, los obreros agrícolas levantan cordones y barricadas contra los viejos policías de Giolitti e hijos y nietos transformados en camisas negras. Luego de la fundación del Partido Comunista en Liorna en enero de 1921, las organizaciones militares de las juventudes comunistas no se conforman ya con acciones defensivas; ahora atacan. Los obreros no cuentan ya la cantidad de muertos en sus filas, pero los burgueses al hacer sus cálculos constatan que, contrario a lo que esperaban, la situación se presenta muy mal. Es ahora o nunca el momento de hacer una pausa, para adormecer al adversario y reorganizar sus fuerzas; las elecciones vienen como anillo al dedo.

Más claro ni el agua; se trata de algo muy diferente a un «retorno al régimen anterior a la revolución burguesa y sus sagrados principios». Y el significado de los acontecimientos que venimos de reconstituir desde el comienzo, su desenvolvimiento real se encuentra no en la oposición entre la «democracia industrial progresista» y la «reacción agraria feudal», mucho menos de la «revolución de la pequeña burguesía», sino en la oposición entre dictadura de la burguesía y dictadura del proletariado, dilema planteado internacionalmente por el fin de la guerra y escrito en letras de fuego en la realidad histórica.

 

Fundación del Partido Comunista en Liorna Necesidad histórica de la escisión

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Los acontecimientos arriba evocados forman el telón de foro de la escisión que se produjo en enero de 1921, en el seno del viejo Partido Socialista. De esta operación quirúrgica reclamada desde hace tiempo por la Izquierda, surge el joven Partido Comunista armado de un programa, convergiendo en todas las cuestiones fundamentales con el de los bolcheviques.

Este joven partido no tiene duda alguna acerca de la naturaleza de la democracia: «Las relaciones de producción actuales, proclama, son protegidas por el poder burgués cuyo sistema representativo se fundamenta en la democracia, constituye un órgano de defensa de los intereses de la clase capitalista» (Programa de Liorna, punto 2)

Menos dudas aún tiene de que la ofensiva armada del fascismo constituye simplemente la manifestación más evidente del «dilema insuperable» planteado por la guerra y la paz burguesas a los «proletarios de Italia y del mundo entero: o dictadura de la burguesía, o dictadura del proletariado». Inmediatamente después de su fundación proclama:

 

«Trabajadores, quien busca convencerlos de tomar otras vías y hacerles ver que la destrucción del Estado burgués no es el único camino para salvar a tantas víctimas del capitalismo, quien quiere desarmarlos moral y materialmente proponiéndoles acciones pacíficas, mientras que manifiestamente la burguesía se prepara para la lucha armada y la ofensiva contra vosotros; quien les habla así traiciona consciente o inconscientemente la causa proletaria y no es más que un lacayo de la contrarrevolución» (Mensaje a la manifestación del 20 de febrero de 1921).

 

La Izquierda marxista italiana de hecho no había sufrido, sino buscado la escisión por razones tanto teóricas como prácticas. En efecto, en el período en el cual se desata la reacción burguesa, estaba más claro que nunca que la unidad del Partido Socialista, defendida a capa y espada por los maximalistas (Serrati), significaba en los hechos una capitulación frente a la derecha de Turati. Semejante unidad no podía sino privar a los proletarios que combatían ferozmente en las calles de toda dirección consciente, enérgica y centralizada. Esta farsa de unidad abierta o encubierta con los reformistas, representaba el grillete atado a los pies de un proletariado indómito, arriesgando su vida en una lucha desigual, no sólo contra las fuerzas «irregulares» del fascismo, sino contra las fuerzas regulares del Estado democrático. Había que romper esa unidad, para que esta resistencia proletaria desesperada continuara y, llegado el momento, su contra-ofensiva triunfase.

En esta operación, la Izquierda no veía interés alguno en pelear por esta o aquella municipalidad (incluso la de Boloña, tradicionalmente «roja»), puesto que a todas la luces allí no estaba puesta en juego la gran batalla de clase que había comenzado. Al contrario, luego de los eventos del Palacio de Accursio en Boloña, el órgano de la fracción comunista del PSI, Il Comunista, en su número del 5 de diciembre de 1920, sacaba la lección de los hechos:

 

«Los sucesos de Boloña en que la burguesía adoptó una actitud resueltamente agresiva tanto de la parte de sus organizaciones legales como ilegales... pueden ser explotados (y lo son sin duda alguna) en favor de la tesis unitaria: ‘estamos siendo atacados, cerremos filas para defendernos’. Semejante interpretación cual más elocuente de la lección que vienen de darnos es completamente errónea, incluso absurda. La unidad del partido existe aún; esta ha sido total durante la campaña electoral, y sin embargo la clase obrera no ha logrado defenderse. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la unidad formal puede ser un frente único de conquistas electorales; no lo es para la acción defensiva y menos aún para la ofensiva. El partido constituido y arrastrado a acciones pacíficas tradicionales se muestra entonces completamente inepto cuando este estadio es superado y la situación lo pone frente a otras necesidades. Otras son las enseñanzas, ya que el hecho de que coexistan en un mismo partido una tendencia de izquierda y otra de derecha significa la muerte de este partido. Cuando tengamos un Partido compacto y homogéneo, capaz de acciones violentas tanto defensivas como defensivas; capaz de preparar moral y materialmente estas acciones, todos plenamente de acuerdo y bien conscientes para evitar las sorpresas o las retiradas a destiempo; bajo esas circunstancias puede que perdamos algunas municipalidades (por ejemplo, la de Boloña) porque allí eramos pocos, o, si no las perdemos, podríamos conservarlas por la fuerza, y si no las obtenemos por vía electoral, entonces vendrá el día en que las recuperaremos con los mismos medios que han utilizado los fascistas para arrancárnoslas, dándonos una lección que no deberemos desaprovechar».

 

La brutal evidencia de los hechos, así como las razones de principio, precipitaba la escisión que la Izquierda reclamaba desde 1919 y se retardó por la lentitud de los otros grupos que adhieren al Partido Comunista en tomar consciencia de esta necesidad. Bajo el manto de la unidad que defendía el maximalismo (partidarios de las barricadas, pero sólo en palabras), el reformismo estaba libre para atar de manos y pies a la clase obrera para luego apuñalarla en tierno acuerdo con la policía y los fascistas. Luego de haber desarrollado las razones de principio, que estaban al origen de la constitución del Partido Comunista de Italia, el informe de la fracción comunista en el Congreso de Liorna pasaba a los argumentos prácticos sobre la base de la sangrienta experiencia de los dos años precedentes:

 

«Los comunistas tienen por función mostrar a las masas que la revolución es inevitable. Es con esta base y por medio de una preparación moral y material, que pueden y deben acumular condiciones que aumenten las posibilidades de victoria del proletariado, puesto que con un partido de clase listo para dirigir y técnicamente preparado a todas las exigencias de la lucha revolucionaria, este último adquirirá el temple necesario. Al contrario, los reformistas y social-demócratas dicen a las masas que la revolución se puede evitar, que, incluso, la revolución es imposible. Los dejan sin preparación ante la crisis que ellos han sido incapaces de evitar; y cuando esta estalle, por su culpa el proletariado no sólo se encontrará inerme ante la burguesía, sino que ellos mismos aportarán su apoyo a las fuerzas burguesas.

¿Cuál es la función de un partido en cuyo seno los revolucionarios están mezclados con los reformistas? La función de retardar toda preparación revolucionaria seria y paralizar la acción de la Izquierda mientras que la derecha se desarrolla en óptimas condiciones, condiciones que no consistían en elaborar reformas que la historia circunstancial hacían imposibles de conquistar, sino de oponer a las tendencias revolucionarias una resistencia pasiva que pasará a ser activa cuando sea necesario».

 

Mientras que el fascismo se desataba contra los obreros, gozando de la complicidad de la democracia y del reformismo, los social-demócratas y maximalistas se lamentaban de la «violación de la legalidad» y la «perturbación del orden», implorando al Estado tutelar defender la primera y restablecer el segundo. Pero el Partido Comunista que llevaba a cabo con energía su dura tarea de auto-organización, mientras recibía sin cesar los golpes del adversario, por el contrario, aceptaba el desafío de la coalición burguesa: en febrero, la sede de su periódico «Il Lavoratore» era atacada y destruida, y los comunistas de la ciudad caían prisioneros uno a uno. Edmondo Peloso era deportado «sin motivo» al islote de Santo Estefano. Ersilio Ambrogi era citado a los tribunales de derecho común por homicida a causa de los eventos de Cecina. Espartaco Lavagnini caía en Florencia bajo las balas de fascistas. Centenas de oscuros proletarios caían golpeados por la muerte en las calles o atrapados por las garras de la «equitativa» justicia monárquica. El 2 de marzo, el Partido Comunista lanza a la clase obrera un llamado a la lucha. Podía hacerlo, luego de la ruptura con los reformistas, ya que en la acción de partido nada se oponía a su doctrina. Hacerlo era su deber, para sostener y echar adelante la voluntad de lucha del proletariado, y este deber lo llevaba a cabo contra todos:

 

«-Llamado contra la reacción fascista

 

¡Camaradas!

En la trágica situación actual, el Partido Comunista tiene el deber de dirigirse a vosotros.

En numerosas regiones y ciudades de Italia, los sangrientos choques entre el proletariado y las fuerzas regulares e irregulares de la burguesía se suceden y multiplican. Entre tantas víctimas conocidas o anónimas, el Partido Comunista nota la pérdida de uno de sus mejores militantes, Espartaco Lavagnini, caído en Florencia cumpliendo tareas de responsabilidad frente a la clase obrera y su partido. A su memoria, y a la de todos los proletarios caídos en la lucha, los comunistas saludan a los hombres cuya fe y acción han estado más que comprobadas.

Lo acontecimientos que se precipitan muestran que el proletariado revolucionario no cede a los golpes de la reacción desencadenada por la burguesía y su gobierno desde hace algunos meses con sus bandas armadas que atacan a los trabajadores que aspiran a su emancipación como clase. Desde la Apulia roja, desde la Florencia proletaria, desde tantos otros centros nos llegan noticias que muestran que, pese a la inferioridad en cuanto a medios y organización, el proletariado ha sabido responder a los ataques, a defenderse y golpear a los que lo golpean.

La inferioridad del proletariado – de qué vale disimularla – se debe a la insuficiencia organizativa; sólo el método comunista puede aportarla, pero esta organización no debe pasar alto la lucha contra los antiguos jefes y sus métodos ya superados de acción pacífica. Los golpes que la burguesía le propina deben convencer a las masas de que es necesario abandonar las peligrosas ilusiones reformistas y desembarazarse de aquellos que predican una paz social que históricamente ya no es posible.

Fiel a la doctrina y a la táctica de la Internacional de Moscú, el Partido Comunista ha llamado a las fuerzas conscientes del proletariado de Italia a unirse y darse la preparación y la organización que hasta ahora les ha faltado y que no ha existido más que en la demagogia reformista. No predica apaciguar los ánimos ni a la renuncia a la violencia, y dice claramente a los obreros que no pueden contentarse con las armas de la propaganda, la persuasión o la legalidad democrática, sino que también debe utilizar armas reales y no metafísicas. Proclama con entusiasmo su solidaridad con los obreros que han respondido a la ofensiva de los blancos devolviendo los golpes, y los pone en guardia contra los jefes que reculan frente a sus responsabilidades y que propagan la estúpida utopía de una lucha social civilizada y caballeresca, sembrando el derrotismo en las masas y alentando a la reacción: son los peores enemigos del proletariado, y no le falta razón al adversario cuando se ríe de sus idioteces.

La consigna del Partido Comunista es la de aceptar la lucha en el terreno que la burguesía ha escogido y al cual ha sido arrastrado por la crisis económica que la consume. Es responder a la preparación con la preparación, a la organización con la organización, a la disciplina con la disciplina, a la fuerza con la fuerza y a las armas con las armas. No puede haber mejor preparación que esta para la ofensiva que un día, como epílogo de las luchas actuales, el proletariado deberá sin fallas lanzar contra el poder burgués».

 

Es sobre estas bases que se constituirá la organización militar del Partido cuyas directivas, al menos por ahora, estimulan y refuerzan la lucha de los oscuros militantes de la clase obrera. Debido a la persistente influencia del socialismo legalitario y pacifista en las masas,?el partido no ignora, ni esconde a los obreros, las dificultades que quedan por superar para dar una dirección política y una organización unitaria a la acción espontánea y vigorosa de las masas. No encontramos un átomo de demagogia en su llamado, mas una severa exhortación – que ya los comunistas se disponían a poner en marcha – a responder a una reacción burguesa, implacable y sin clemencia, legal e ilegal a la vez, por medios opuestos a los de la época reformista del Partido. El manifiesto continúa así:

 

«La acción y preparación deben ser cada vez más efectivas y sistemáticas, y la demagogia debe cesar. En la situación actual, para que la respuesta proletaria a los ataques adversos tome el carácter de una acción general y coordinada, la única capaz de asegurarnos la victoria, hay que reconocer que todavía queda mucho por hacer. Para esta acción general, el proletariado no tendrá más remedio que recurrir a las mismas formas de acción que las que frecuentemente se adoptan, pero que en el estado actual de las cosas, quedarían total o parcialmente en manos de organismos políticos y económicos cuyos métodos y estructura no pueden conducir sino a nuevas decepciones, no dejando otra alternativa que la de detenerlas o abandonarlas en su acción (esta previsión se cumplirá muchas veces, ndr). Y así será, hasta tanto los reformistas sigan usurpando los puestos de dirección en las organizaciones que encuadran a las masas.

En una perspectiva semejante, a menos que la situación no deje otra posibilidad, el Partido Comunista no emprenderá ningún movimiento general que exija ponerse en contacto con semejantes elementos. Al estado actual, el Partido Comunista afirma que no se debe aceptar a escala nacional ninguna acción común con aquellos cuyos métodos no pueden sino conducir al desastre. Si es necesario que esta acción se haga conjuntamente, el Partido Comunista hará lo que tenga a su alcance para que el proletariado no sea traicionado en los momentos cruciales de la lucha, vigilando estrictamente a los adversarios de la revolución.

Por tanto, hoy, el Partido Comunista da a sus militantes la consigna de resistir localmente en todos los frentes a los ataques fascistas, de reivindicar los métodos revolucionarios, de denunciar el derrotismo de los social-demócratas que los proletarios menos conscientes, por debilidad o por error, y frente al peligro, pueden considerar como posibles aliados.

Que la línea de conducta a seguir sea la misma o que se vuelva más radical, el centro del partido sabe que esta será respetada por lo comunistas, del primero al último, fieles a sus mártires y conscientes de su responsabilidad ante la Internacional revolucionaria de Moscú en Italia.

¡Viva el comunismo! ¡Viva la revolución mundial!

El Partido Comunista de Italia

La Federación de Juventudes comunistas de Italia»

 

Condiciones de la acción defensiva y ofensiva del proletariado

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Era la primera vez que durante esta atormentada posguerra los proletarios italianos oían un lenguaje tan directo, tan abierto, tan estimulante y valiente. En el manifiesto arriba citado aparecen dos temas que en los meses siguientes serán recordados constantemente. 1) El Partido dice a los proletarios y a sí mismo: estamos a la defensiva desgraciadamente no porque lo hemos querido así, sino porque las circunstancias, que son siempre independientes de nuestra voluntad, nos lo ha impuesto. Debemos defendernos por nosotros mismos, ya que, salvo nosotros mismos, nadie vendrá en nuestra ayuda. Sí podemos defendernos nosotros mismos, a condición de bajar al terreno escogido por la burguesía, el único donde puede decidirse la suerte de la revolución, en fin, a condición también de estar listos desde ahora (y lo más pronto posible) a pasar nosotros mismos a la ofensiva, a condición de batirnos a fondo. 2) Tenemos contra nosotros, además de las bandas irregulares del fascismo, a las fuerzas regulares represivas del Estado. Ni unas ni otras serían suficientes contra el formidable impulso del proletariado, incluso mal armado como lo está hoy en día, si este impulso no estuviese precisamente frenado por el cobarde apego de los reformistas a la legalidad y la estúpida ilusión de los maximalistas con la pretendida «unidad». Jamás venceremos, ni siquiera en el terreno puramente defensivo, si no nos desembarazamos de esta doble influencia nefasta que paraliza todos nuestros esfuerzos prácticos. Estos son los temas centrales que el Partido trata sin descanso de hace entrar en la cabeza de los magníficos obreros agrícolas e industriales de la Italia de 1921; muy combativos al ataque como a la defensa, pero, desgraciadamente, demasiado habituados a oír a los reformistas desdes hace mucho tiempo, cantarles la canción de la legalidad y la paz social, y a representarse la democracia como una institución situada por encima de los conflictos de clase. Para evitar el desastre, y organizar a los cuadros militares necesarios, era necesario que estos temas fueran continuamente recordados en el seno del joven Partido Comunista.

El Partido Comunista de Italia ya tenía sus perseguidos y mártires, así como a los que todos olvidan, a los anarquistas cuya combatividad el Partido rendía siempre homenaje, pero condenaba su ideología. En menor medida lo hizo igualmente con los otros partidos de composición obrera, pero el Partido de Liorna sabía que la lucha comportaba riesgos (la de perder militantes, pero también la de perder la... brújula) y no sólo se abstuvo de unirse al coro de lloronas del reformismo, sino que puso en guardia contra ellas a proletarios y militantes. No menos se abstuvo de esperar del Estado ayuda alguna contra el fascismo; no iba a mendigar piedad alguna a su «justicia», justicia burguesa que los comunistas se proponen destruir y no restablecer. Es así como en un artículo intitulado «Contra la reacción», aparecido tanto en el Ordine Nuovo (26/3/1921) como en los demás órganos del Partido, la central escribía:

 

«Movámonos, sí; trabajemos, sí, para hacer llegar a los camaradas nuestros que más se han sacrificado, la ayuda por todo lo que sus dirigentes han aportado al movimiento de masas. Pero evitemos el error de considerar la acción que busca este objetivo como si estuviera alejada del resto de nuestra acción tal como lo exige la situación actual, y que las causas profundas lo quieren así. Es una ilusión creer que se pueda empujar a la clase dominante y su gobierno a regresar a un régimen normal donde se respeten las libertades individuales y colectivas. No está en nuestros planes empujar al adversario al respeto de la ley, de su ley. Ello significaría reforzar la ilusión contra-revolucionaria según la cual la legalidad burguesa favorece la lucha de emancipación de las masas. Si aceptamos por poco que sea la unión en la acción con estos movimientos en que su teoría y táctica están fundadas en este error central, arruinaremos todo el efecto de nuestra propaganda entre las masas y caeremos en un fatal equívoco: creer que si la burguesía permaneciera en los límites de su propia legalidad, nosotros deberíamo hacer lo mismo. Esto querría decir que consideramos la perpetuación constitucional actual como envidiable, lo que significa ignorar que, según la crítica marxista, la libertad que este régimen pretende conceder no es más que una impostura y un subterfugio de la conservación social.

En la boca de los comunistas, no se deben escuchar ninguna de las estereotipadas y ridículas frases sobre la opinión, los derechos del individuo y otras sandeces propias de la democracia burguesa y al oportunismo supuestamente socialista. Igualmente se debe evitar estimular en los elementos influenciados por nuestros primos-hermanos sindicalistas y anarquistas la tendencia a abusar del lenguaje pequeño-burgués, pensando que son unos verdaderos extremistas. Los comunistas se sitúan en un terreno completamente diferente. Saben perfectamente que un retorno a la legalidad burguesa tradicional es imposible. Afirman que la historia ha planteado un dilema universal: o la dictadura abierta de la contra-revolución, o la victoria de la dictadura revolucionaria del proletariado. No se fija como finalidad la tarea de abrir una nueva época de relaciones políticas y jurídicas «normales» (absurdidad que sólo significa el restablecimiento pacífico de la dominación y los privilegios capitalistas), sino la de favorecer el pasaje a la época del poder revolucionario del proletariado. Los comunistas no dicen a la burguesía: ¡cuidado, si no regresas a la legalidad, haremos la revolución para restablecerla! Al contrario, proponen destruir el poder burgués por medio de la acción revolucionaria. Aquel que espera permanecer en el terreno de la lucha pacífica, tal como los social-demócratas, jamás será nuestro aliado.

Para luchar contra la reacción, no tenemos más remedio que organizarnos para vencerla, luchando contra ella sin excluir ningún medio. A fin de que golpee en forma más certera y profunda el corazón del enemigo, hay que hacer que nuestra acción sea independiente de la aprobación o no del poder burgués. Toda la cuestión del método revolucionario está allí. No estamos de acuerdo con los social-demócratas que creen poder evitar violar la legalidad burguesa, tampoco con los libertarios quienes se imaginan que luego de la destrucción del antiguo sistema, ya no es necesario organizar un nuevo poder, una nueva organización disciplinada, un nuevo ejército e incluso una nueva policía contra la clase burguesa.

El problema de las víctimas políticas y de la lucha contra la reacción no tiene un carácter accidental y negativo; este se relaciona con el problema general y positivo de la acción contra el estado actual de cosas. Aquellos que piensa que podemos un día marchar agarrados de la mano con los social-demócratas, lo plantean de manera contra-revolucionaria, y el hecho de creerse en el extremo opuesto de esta, en política eso no cambiará nada.

El Partido Comunista lucha contra la reacción por que lucha contra el poder burgués, aun cuando este último no salga de sus funciones legales. Dirige esta lucha orientando en ese sentido la consciencia y las fuerzas del proletariado. Si acepta situarse en el terreno de la ilegalidad y la violencia, no es porque la burguesía lo ha planteado, sino porque es el único terreno que le interesa escoger el proletariado para acelerar la disolución de toda legalidad burguesa, y para no atarse las manos, de hecho».

 

Ha sido de esta manera como el Partido desarrolló el primero de los dos temas de los cuales hablamos más arriba. El segundo, lo desarrollará fundando su organización ilegal contra todos aquellos, reformistas o maximalistas, que debía varios meses después firmar el innoble pacto de pacificación con el Estado y las bandas fascistas, alianza que algunos lamentaban porque no comprendían que la misma debilitaba la fortaleza al proletariado, y que por el contrario habría inoculado el veneno del derrotismo.

Los actuales historiadores (¡tan buenos que son!) han terminado por reconocer la obra realizada desde su nacimiento por el Partido bajo la dirección de la Izquierda en el dominio de la organización y la disciplina, pero continúan lamentando que haya rechazado como la peste la alianza con el reformismo, el maximalismo y la democracia. Es natural de su parte, ya que para ellos lo que había que salvar no era la posibilidad de la reanudación revolucionaria del proletariado, sino al contrario la democracia. Son los descendientes de aquellos mismos que firmaron los pactos de pacificación y, en consecuencia, la desmovilización del proletariado; son incapaces de comprender que la tarea del partido era precisamente la de enterrar a la democracia así como a su hijo legítimo, el fascismo, en lugar de darles oxígeno, y si comprendieran, retrocederían con horror delante de semejantes intenciones.

 

El derrotismo socialista

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Mientras que el Partido Comunista daba las directivas arriba recordadas, el Partido Socialista se desenmascaraba y se mostraba tal como siempre hemos afirmado: un factor de derrotismo en el seno de la clase obrera.

La derecha de Turati, de la cual la mayoría maximalista no hubiera querido separarse y que ahora más que nunca piensa que debe hacerlo, fiel a su tradición, promovía la paz social, el retorno a los métodos «civilizados» de lucha, es decir la coexistencia pacífica entre partidos políticos, y la renuncia por parte del proletariado a la violencia aunque fuese puramente defensiva: el reformismo siempre ha dicho lo mismo, aun separándose de Turati no iba a actuar de manera diferente. No porque hubiera condenado teóricamente la violencia a la manera de Tolstoi; como dirá el Partido:

 

«El socialdemócrata, el socialpacifista no está en contra de la violencia en general. Al contrario reconoce en ella una función histórica y social; sólo que para él es legítima, si es el poder de Estado quien la utiliza, pero cuando es el proletariado que se sirve de ella para defenderse, cesa de serlo puesto que ya no es una iniciativa legal, una iniciativa de Estado». Luego, para la socialdemocracia «la formación del Estado democrático y parlamentario ha cerrado la época de luchas violentas entre particulares, entre grupos y entre clases, el Estado está precisamente allí para reprimir estas iniciativas violentas como acciones anti-sociales. No le toca a los proletarios defenderse, sino a... Giolitti. La derecha es, pues, coherente consigo misma cuando invita a los proletarios a renunciar a la lucha y al Estado a utilizar la fuerza contra los fascistas... que igual financia, apoya o deja hacer. Es coherente consigo misma cuando insiste a sus adversarios de que firmen los pactos de pacificación, presta a actuar si estuviera en el poder (¡y por poco lo consigue!) como lo han hecho los Noske y los Scheidemann en Alemania, es decir, desatar la violencia legal del Estado contra los únicos que han reivindicado el empleo de la violencia de clase para derribar la dominación burguesía, los comunistas, en suma».

 

Pero los maximalistas que detentaban la dirección del Partido Socialista ¿no habían ellos proclamado en Boloña que «el proletariado deberá recurrir a la violencia», no sólo para «conquistar el poder», su fin supremo, y para «consolidar las conquistas de la revolución», sino también «para defenderse de la violencia burguesa», su fin inmediato? ¿No habían declarado adherir a la III Internacional sobre la base de las tesis de su Primer Congreso que anteponían sin embargo la solución revolucionaria a la solución socialdemócrata, reformista y parlamentaria? ¿En Moscú, después de Liorna, no insistían constantemente para que se rectificara la escisión sobrevenida y les abriesen las puertas del Komintern? Sin duda, pero es allí precisamente donde reside la función específica del centrismo:

 

«Acercarse al programa de la Izquierda, hacerlo suyo bajo las formas más estruendosas y demagógicas con el fin de encerrar al movimiento de masas, para entregarlo un día (y ese día llegó) a las garras de la derecha, del reformismo declarado que, entre sus virtudes tiene al menos la de la coherencia y la de saber esperar su momento dejando actuar a sus aliados centristas, incluso cuando los toman por cabeza de turco para agitar a la galería ».

 

Hipocresía del maximalismo

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La ofensiva fascista puso a prueba la sinceridad del lenguaje «barricadista» de los maximalistas y confirmó la exactitud de la apreciación de los comunistas que los acusaban de servir de cabeza de playa y cobertura de la derecha socialista. En efecto, apenas comienzan las violencias «ilegales», enseguida el Partido Socialista (no sólo la derecha, sino todo el partido, comenzando por la dirección maximalista) se puso a proclamar en las columnas de su órgano Avanti!, el retorno al orden, a la «normalización» de la vida política y social, y, por supuesto, la renuncia de los proletarios a la lucha violenta. En agosto, firmará el pacto de pacificación con los fascistas, en perfecta coherencia con toda esta propaganda... maltusiana. Ya en otras circunstancias, ahora que el conflicto social evolucionaba hacia un enfrentamiento abierto, el maximalismo había defendido argumentos, aparentemente válidos, disimulando en forma jesuítica su cobarde voluntad de ceder a los primeros signos de tempestad; ¡era necesario una preparación adecuada! ¡No había que caer en la trampa, emprendiendo acciones generales sin estar preparados! La acción individual debía ceder el paso a la acción general y colectiva, etc., etc... A partir de entonces, incluso ese tipo de argumentos había sido dejado de lado; el maximalismo declaraba ahora sin ambigüedades que no habrá que hacer uso de la violencia, ni siquiera para defenderse, y lo proclamaba en momentos en que los jóvenes proletarios sacrificaban su vida por las Bolsas del Trabajo, las redacciones de los periódicos y las sedes de sus partidos. No es por azar que en las elecciones de mayo de 1921, el PSI agregó la hoz y el martillo a su emblema: en las calles, disparábamos, mientras que «el partido de los trabajadores» ¡invitaba a sus militantes a sentarse en las mesas de las bibliotecas populares! Mientras que en las calles nos defendíamos, e incluso atacábamos cuando era posible, el partido que pretendía encarnar los intereses del proletariado, sembraba la desconfianza hacia esta combatividad espontánea e inflexible, ¡a la que condena y se desolidariza!

Poniendo en evidencia la «contradicción» (puramente aparente, además) entre las proclamaciones oficiales del maximalismo y las invitaciones indignas para que el proletariado, luego de haber sido golpeado en la mejilla derecha, tienda la izquierda a sus enemigos, el partido fustiga lo que en los hechos aparece claramente como un verdadero derrotismo:

 

«¿No estamos ya, pues, en un período de revolución mundial que será testigo del estallido de la lucha suprema entre proletariado y burguesía por el poder? ¿Ha dejado de ser verdad que la burguesía sólo saldrá del poder mediante la lucha armada, y que sin esta jamás renunciará por sí misma a la violencia organizada? ¿Todo esto ha dejado de ser cierto, justamente cuando el fascismo ha demostrado claramente lo contrario? ¿Ya no estamos situados delante del dilema: dictadura de la burguesía o dictadura del proletariado, justamente cuando la burguesía proclama audazmente su cínica voluntad de dominación y anula todas las concesiones, todos los acuerdos políticos y económicos establecidos entre los poderes constituidos y la clase trabajadora?

Observemos que los maximalistas no plantean una cuestión contingente de cuál es la táctica a seguir. Por ejemplo, no dicen que en este momento el proletariado debe limitarse a una preparación prudente, evitando usar sus fuerzas en acciones inmediatas. En la situación actual, tales argumentos ya pueden ser vistos como signos de derrotismo, puesto que los hechos de los últimos meses han demostrado que más el proletariado evita los choques, más la reacción burguesa se enardece. Pero los renegados maximalistas hacen y dicen peor aún, puesto que dan como directiva definitiva a las masas la de renunciar a la violencia tanto hoy como mañana, haciendo además todo el esfuerzo por arrastrarlas al terreno de la lucha pacífica...

Se podría objetar que el momento de la violencia revolucionaria llegará, pero teorizando este argumento del «momento decisivo», el defensor de la unidad entre socialismo y comunismo no haría sino confirmar una cosa: nuestros pseudo-revolucionarios son peores todavía que los reformistas auténticos quienes al menos son sinceros condenando los métodos violentos y proponiendo claramente a las masas otros medios de acción. La explosión de violencia revolucionaria viene precedida necesariamente de una serie de choques episódicos. La tarea del Partido revolucionario durante este período es la de preparar y organizar las fuerzas proletarias, cosa que es imposible si llamamos a renunciar a la violencia, fundamental medio de acción que exige prepararse técnicamente, razón por la cual no basta proclamar la necesidad final, como lo hacen en este momento los jefes del Partido Socialista que parecen retroceder en la medida que su programa anterior se realiza en los hechos.

¿Ha dejado entonces de ser cierto que la guerra imperialista debe transformarse en guerra revolucionaria de clase? En la época en que sí lo proclamaban, de hecho no lo pensaban, puesto que ahora descubren que hay que hacer la guerra de clase no con las armas con las cuales, durante cuatro años, los proletarios se mataron entre sí, sino con armas «civilizadas»!

¡Mientras que la burguesía utiliza en la lucha interior las mismas armas de la guerra contra el extranjero, los maximalistas llaman al desarme, aun cuando este hecho confirma la doctrina que hasta ayer defendían! Frente a esta situación, nuestro primer deber es atacar a fondo a los saboteadores de la revolución: la preparación revolucionaria que incumbe a nuestro partido va a la par con la liquidación de las últimas huellas de su influencia. La rápida disgregación del Partido social-demócrata será el mejor índice del aumento de la energía revolucionaria del proletariado italiano» (Un partido en descomposición, Il Comunista 10/03/1921).

 

La derecha es contrarrevolucionaria y no vacila en decirlo. El centro también es contrarrevolucionario, lo que lo diferencia de la derecha es la hipocresía, y el fenómeno no sólo se verifica en Italia, sino en todos los países; no es algo subjetivo sino objetivo, es decir, que no depende de las intenciones de los individuos. En respuesta al artículo arriba citado, Serrati respondió en el Avanti! oponiendo «la acción preparada metódicamente» preconizada por los comunistas y por el mismo Serrati que la defendía, a las reacciones desordenadas «a cada tiro de revolver» que según él preconizaban los comunistas. Y para disimular la partida precipitada de su partido frente al ataque enemigo, denunciaba estas acciones como «voluntaristas». El argumento era insidioso y la respuesta del Partido Comunista fue rápidamente publicada bajo el título de Serenidad mixtificadora del 16/3/21:

 

«Serrati acusa a los demás de voluntarismo, pero el más voluntarista de todos es él sin darse cuenta. Si existe alguna afirmación que no sea determinista ni marxista esta sería la de atribuir, como lo hace Serrati, la falta de preparación revolucionaria a los defectos particulares del pueblo italiano: ¡menuda manera humorística de comprender la preparación revolucionaria!

El Partido debería suspender el empleo de la violencia proletaria hasta tanto no se sienta en capacidad de desencadenar una acción general y coordinada; mientras tanto, debería oponerse a todo conflicto entre las fuerzas proletarias y las fuerzas burguesa, desautorizarlas y condenarlas, por la simple razón de que sólo se trata de violencia «individual». ¿Por qué no impedir incluso que semejantes conflictos se produzcan?

Nuestra concepción es completamente opuesta: el partido comunista basa toda su acción en el hecho de que las condiciones para el choque final entre las clases existen ya en el período histórico actual y que éste ya ha comenzado. La finalidad del partido es de ejercer su propia influencia en esta lucha, que está determinada por las condiciones históricas, para organizarla, es decir, para dar más eficacia a la rebelión proletaria. No utiliza su capacidad de iniciativa para lanzar asaltos aislados, hasta tanto no le sea posible coordinarlos en un movimiento general con esperanzas de éxito. En los conflictos locales y ocasionales que se producen, cuida de no dejarse arrastrar a volcar todas sus fuerzas en situaciones desfavorables, pero también se preocupa de no perder terreno en el trabajo de preparación ya efectuado, tomando en cuenta igualmente el coeficiente de la psicología colectiva. Se esfuerza por dar la impresión a las masas de que su renuncia a iniciativas revolucionarias es un elemento de fuerza y no de debilidad, reforzando en ellas la convicción de que, llegado el momento, se apelará a los medios revolucionarios, ¡sin tener que descalificarlas! Esta es la diferencia entre nuestra concepción y la de los socialistas, incluyendo la teorización jesuítica de Serrati.

En la situación de estos últimos días, los socialistas no han dicho a las masas, como Serrati: «Preparémonos, pero evitemos los choques en este momento». Renegando de todas sus declaraciones precedentes, ha dicho claramente: «Vean lo terrible que es el uso de la violencia, la guerrilla civil. El avance del proletariado debe seguir otras vías». No son los socialistas que han desencadenado la ofensiva fascista, por supuesto; pero su crimen reside en desarmar a las masas, pensando que así van a impedir el ataque, precisamente porque ellos mismos creen tontamente que lo habían provocado. La insidiosa fórmula de Serrati no es menos derrotista. Equivale a una retirada ilimitada que no puede sino hacer perder toda fuerza moral y material a los revolucionarios, arriesgar e incluso hacer imposible esta preparación revolucionaria que Serrati pretendía garantizar; «preparación» significa en los hechos entrenamiento y hábito para interpretar correctamente los hechos, y no por negación pasiva de la realidad ni espera fatalista, cosa o bien imposible o bien exclusivamente favorable al enemigo. Aquí es cuestión de voluntarismo negativo, pero no de la negación del voluntarismo. Eso sería utilizar la influencia positiva que se dispone en favor del adversario.

En los hechos, nuestra actitud es netamente diferente a la que Serrati y los suyos defienden y han adoptado. Aun cuando nuestra única superioridad sobre los socialistas se limitaba al hecho de habernos abstenido del vil lenguaje que han tenido ellos; basta con eso para probar la superioridad de nuestro método sobre el suyo. Pero ha habido también una diferencia en los actos. Hemos dicho claramente que era indispensable responder a la violencia conservadora con los mismos medios, aun si la poca preparación material y moral del proletariado nos impedía tomar iniciativas mayores con el fin de no caer en la aventura o más bien para no sucumbir a la inevitable traición de los reformistas. Aun cuando nos habíamos limitado a proclamar nuestra solidaridad con las respuestas espontáneas del proletariado a las violencias del adversario, ello bastaría para probar la seria diferencia que existe entre nosotros y los socialistas que han cobardemente desaprobado estas reacciones. Además, hemos dado a los comunistas la consigna de estar preparados de antemano a replicar en el caso probable de que los fascistas ataquen en ciertas zonas.

Permanecemos fieles a esta línea de acción. En lo que concierne al mantenimiento de la moral de las masas y su encuadramiento por parte del partido, son los hechos que demostrarán su eficacia. Pero este encuadramiento implica que ellas tengan confianza en el mismo, y esta confianza es por lo tanto el primer aspecto de la «preparación revolucionaria».

Hoy más que nunca, está comprobado que los socialistas del viejo partido se han prestado, como buenos socialdemócratas, al juego de la burguesía repitiendo a las masas que había que repudiar los medios violentos. Y está probado lo grotesco que significa pretender justificar tal actitud pretextando que sólo se trata de aplazar la acción revolucionaria para el momento oportuno. Todos los contrarrevolucionarios hacen siempre estas declaraciones; llevan el sello característico del centrismo que en todos los países se hace cómplice del reformismo, cómplice a su vez de la burguesía, ya que una política de esta índole es excelente para desarmar a las masas, para al final abandonarlas desorientadas e impotentes a los golpes de la contra-revolución».

 

De esta vieja polémica emerge claramente el hecho de que en el desarrollo de la lucha, los maximalistas se han situado deliberadamente del otro lado de la barricada, tal como el centrismo ha hecho y hará siempre. Los bolcheviques tenían razón al considerar que en todos los países este último era el enemigo n° 1, por ser el más insidioso y encarnizado. Por tanto, jamás hemos debido admitir – como ellos desgraciadamente lo harán más tarde – que hasta un acuerdo objetivo con los maximalistas fuera viable, o, peor todavía, que fuera posible admitirlos en la sección italiana de la I.C. Fuera de toda consideración teórica, los hechos gritaban exactamente lo contrario.

 

De las elecciones al cambio de gobierno

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Paralelamente a la ofensiva fascista que continúa durante el mes de abril, se desarrolla la ofensiva patronal contra las condiciones de vida de la clase obrera, y no es por azar.

Mientras que en febrero Giolitti suprimía el precio político del pan, el patronato atacaba despidiendo y reduciendo los salarios. En marzo, algunas «conquistas» obreras que para algunos estaban consolidadas, fueron anuladas, sobre todo en Turín: en Michelin, luego de un mes de negociaciones, no sólo los primeros despidos son ratificados, sino que en este lote iban los miembros de las comisiones internas y los representantes de talleres, supuestamente protegidos. En la Fiat, luego de un mes de lucha, la reanudación del trabajo se efectúa bajo la amenaza «de la disciplina y la autoridad dentro de la fábrica» cuya dirección exige que sean «exclusivamente ejercidas por ella, sin intervenciones extranjeras arbitrarias». Durante un año, la C.G.T perderá su tiempo esperando en vano que, primero Giolitti y luego Bonomi, instauraran el famoso «control de la Industria», conforme a sus promesas de septiembre de 1920.

El veinticinco de abril, en Turín, los fascistas tratan de tomar por asalto la Casa del Pueblo, centro de la Bolsa del Trabajo de la F.I.O.M (8) y sede de diversos partidos y círculos obreros. Los fascistas no «logran sus propósitos» de romper la resistencia encarnizada de los obreros, sino sólo después que abandonan el terreno a la policía regular que desarma a los últimos, detiene los «agitadores», y devuelve a los primeros la cortesía dejándoles el campo libre para ocupar e incendiar el edificio. ¡A pesar de esta amarga experiencia, juzgando más prudente asegurar primero la retaguardia, los camisas negras esperarán un año para renovar la tentativa!

Con respecto a la lucha proletaria contra los camisas negras, el derrotismo de los socialistas se combinaba con el derrotismo en las luchas económicas. Al contrario, el esfuerzo hecho por el Partido Comunista para arrancar a las masas de esta influencia funesta, para unirlas en sus acciones defensivas y ofensivas, bajo una misma bandera, con una consigna clara y bajo la dirección centralizada, es inseparable de su esfuerzo para dar a todas las luchas sindicales una estrategia única que los grupos sindicales de comunistas trataban de hacer triunfar en toda la C.G.T. Eran en los hechos los dos aspectos de la lucha de clase: la Izquierda, templada durante más de diez años en el fuego de la guerra que hacía a las mil encarnaciones del reformismo, libra las dos batallas con una energía que sólo él poseía y pudo comunicar al proletariado del campo y la ciudad (9).

En mayo de 1921 tienen lugar las elecciones. ¿Qué mejor medio para agotar las energías revolucionarias, para adormecer a los militantes socialistas con la esperanza de un retorno a la normalidad, y para abrir la vía de honorabilidad parlamentaria y democrática a los fascistas, que hasta ese momento no eran sino un atajo de pandilleros? En efecto, es Giolitti en persona que lanzando el llamado a un «bloque nacional», tiende a los fascistas el puente que les permitirá jugar en el más puro estilo giolittiano sobre los dos tableros, por un lado, el de la «legalidad constitucional» y, por el otro, el de la «ilegalidad de hecho». Los reformistas de hoy, es decir, el Partido Comunista italiano oficial, comentan el hecho de la siguiente manera:

 

«La integración de los candidatos fascistas en las listas del bloque nacional sin duda ha destapado la operación política más grave y desconsiderada del viejo hombre de Estado piamontés. En los hechos, constituyó?una legalización de la violencia de los camisas negras que había ensangrentado el país, y ha sido la primera abdicación oficial del Estado frente a la subversión de derecha» (Cf. «I comunisti nella storia d’Italia», fasc. n° 4, Ed «Calendario dei Popolo», publicado bajo los auspicios del PC italiano oficial).

 

Vemos que los reformistas de hoy valen tanto como los de ayer, ¡poco capaces de comprender que la «subversión de derecha» no era sino la otra cara de la violencia conservadora del Estado, que la una no hubiese sido posible sin la existencia de la otra, y que ambas eran inseparables!

No vamos a entrar en detalle sobre las elecciones de mayo, las segundas realizadas luego de la guerra. Pese a la resistencia de muchos de sus miembros, e incluso de secciones enteras no necesariamente provenientes de la fracción abstencionista, usando todos sus recursos en esta batalla electoral que hubiesen sido más útiles empleándolos en proseguir su trabajo de encuadramiento político, sindical y militar, el Partido Comunista de Italia participó en ellas por la disciplina debida a la Internacional (10). En cambio es interesante notar que el fascismo aprovechó el período electoral para vendar sus heridas, preparándose para reanudar en julio la ofensiva armada comenzando con algunos ejercicios de entrenamiento: 5 de mayo, asalto a la redacción del «Soviet»; manifestación en Emilia contra la detención de Italo Balbo, puesto rápidamente en libertad; el 13 de junio, agresión contra Francesco Misiano, e incendio de la Bolsa del Trabajo de Grosseto, el 28 de junio. En este nuevo «clima democrático», los socialistas habían encontrado razones suplementarias para practicar el derrotismo con respecto a las luchas obreras. El 27 de junio, cuando Giolitti renuncia, la dirección del grupo parlamentario vota, aprobado por el centro maximalista, el siguiente orden del día:

 

«La dirección del grupo parlamentario socialista, respetando totalmente las directivas tácticas y programáticas, fijadas por este último luego de su constitución, ha decidido proponerle de no abandonar su interés por el desarrollo de la crisis y su solución. Juzgando unánimemente que por razones, teóricas según algunos, prácticas según otros, no es oportuno hablar de una participación de los socialistas al gobierno, el grupo parlamentario socialista retiene sin embargo que los diputados socialistas no deben rechazar a priori las eventuales tentativas de otros partidos presentes, de terminar durable y verdaderamente con la política de violencia contra el movimiento proletario. Los representantes de la dirección del partido aprueban esta resolución».

 

He aquí, pues, la gran receta maximalista: tan pronto se asome la posibilidad de un gobierno «verdadera y duraderamente» dispuesto a hacer lo que no hacemos nosotros mismos, es decir, defender al movimiento proletario contra las violencias «ilegales», nosotros, «los intransigentes parlamentarios», estamos dispuestos a cualquier transacción. ¡Si semejante gobierno no se llega a formar, volveremos a nuestra intransigencia parlamentaria, pero, lejos de llamar a los proletarios a defenderse por sí mismos y de dirigirlos en sus luchas, nosotros mismos tomaremos la iniciativa de hacer pactos sinceros y durables con los partidos burgueses para que cese la violencia!

Cuando la montaña de la crisis ministerial pare al ratón Bonomi, la dirección maximalista recupera su virginidad momentáneamente perdida, declarando no estar satisfecha con las «promesas» y «garantías» dadas por el nuevo gobierno en lo que concierne al «restablecimiento de la legalidad» (¡la legalidad, alfa y omega del breviario socialista!) y por consiguiente no tener ninguna razón para renunciar a la oposición parlamentaria formal, decidida por los Congresos. Poco más de un mes después, gracias a los buenos oficios del presidente de la Cámara, Enrico de Nicola, futuro presidente de la República, pero siempre en el cuadro de la «intransigente oposición parlamentaria», la virginidad será de nuevo sacrificada alegremente bajo un nuevo altar: el pacto de pacificación.

 

Lucha del Partido Comunista por el encuadramiento militar de las masas

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Antes de pasar al pacto de pacificación, hecho central del período que se inicia con las elecciones de mayo y la formación del nuevo gobierno, es necesario volver atrás y examinar la acción llevada a cabo por el Partido Comunista de Italia en el período precedente. A través del llamado del 4 de marzo, el Partido Comunista había mostrado al proletariado que para responder a la violencia burguesa, la única vía era la violencia proletaria, y había sido el único en hacerlo. Denunciando el fatal derrotismo de los reformistas y maximalistas, estaba naturalmente obligado a aceptar que la suerte de la contra-ofensiva obrera estaba ligada a su propia capacidad como partido de apoyarla, sostenerla, animarla y, sobre todo, dirigirla. Había aprovechado la campaña electoral y la fiesta del 1° de mayo para recordar estas directivas, denunciando con constancia y tenacidad a los partidos políticos con base obrera, pero con ideología pacifista y democrática y con táctica parlamentaria y legalitaria que, preservando la dominación burguesa, desviaban a la clase obrera todavía combativa pese a dos años de derrotas de sus luchas sin cuartel contra todas las instituciones, legales e ilegales.

Sin embargo, no era suficiente con limpiar el terreno de las ideologías pacifistas, plañideras y capitulacionistas del reformismo y el maximalismo. No bastaba con inculcar a las masas y a los militantes comunistas el sentimiento de la necesidad de defenderse en el mismo terreno que propone el adversario e incluso, de que la situación se torne favorable, o cada vez que la ocasión se presentase en el curso de la misma lucha «defensiva», pasar a la contra-ofensiva.

No bastaba con penetrar en el espíritu de los jóvenes militantes de la clase obrera la convicción de que sólo el Partido Comunista podía dar a la defensa y al ataque el encuadramiento necesario, fuera de todas las combinaciones electorales equívocas y de la falsa «unidad» con el reformismo. Todo esto no era sino una premisa (indispensable, además) a la preparación de un enfrentamiento general y disciplinado de las fuerzas obreras y de la contrarrevolución burguesa. A tal efecto, no era suficiente la creación de una red de organización ilegal del Partido, exigida en las 21 condiciones para la admisión en la Internacional, no menos que la propaganda derrotista de las juventudes comunistas en el seno del ejército burgués, ni el reforzamiento de los grupos comunistas en las ligas proletarias de veteranos de la guerra. Tampoco era suficiente, como siempre lo fue, ligar la acción económica y reivindicativa a las exigencias primordiales de la resistencia proletaria: era necesario construir metódicamente un «aparato» (ese fue el término empleado) militar que obedezca a una estricta disciplina de partido y se inspire, en todas sus acciones, de una directiva de partido único.

El problema militar del ataque y la defensa es inseparable del problema político del cual depende: es la política la que determina las vías y los fines de la lucha militar. No se defiende (y con mucha más razón, no se ataca) de la misma manera, cuando se defiende a la democracia violada que cuando se busca eliminarla para instaurar la dictadura del proletariado. Es imposible oponer a las fuerzas enemigas una fuerza disciplinada y eficaz sin saber de antemano cuál de los dos objetivos hay que atacar y si en el curso de la lucha se manifiestan indecisiones, dudas y prejuicios que limiten sus posibilidades de desarrollo. ?La claridad política o, para emplear un término adaptado a este caso, la estrategia, es una condición de la potencia, continuidad y homogeneidad de la acción práctica, o, si se prefiere, de la táctica, y esta potencia, continuidad y homogeneidad son a su vez la condición de la eficacia y solidez de la organización.

En este campo también, el Partido Comunista debía ir a contra-corriente y construir ex novo la centralización, la disciplina y la organicidad del movimiento, barriendo con las tradiciones más negativas del viejo Partido Socialista, que no podían sino perjudicarlas. Al comienzo, sobre todo, no se podía ni se debía desalentar las iniciativas individuales, incluso periféricas, puesto que eran las sanas manifestaciones de combatividad de los militantes y simples obreros, cuyo encuadramiento en una organización unitaria, disciplinada y, por lo tanto, centralizada había que preparar.

Dado que apremiaba la acción defensiva, la Federación de Juventudes comunistas había sido encargada de organizar localmente los primeros núcleos de la organización militar del Partido y de llamar a los proletarios que deseaban dar sus fuerzas, capacidades técnicas y su espíritu de lucha al servicio de la guerra santa de la clase obrera contra los burgueses y pequeños burgueses desatados contra ella. El viejo Partido Socialista era orgánicamente incapaz de darse ese mínimo de organización; por naturaleza, no podía hacerlo, ni había que esperar a que algún día lo hiciese. La joven sección de la Internacional Comunista debía por tanto mostrar a los proletarios que, incluso en este campo, era la única verdadera organización de lucha de clase.

Cuando ojeamos la prensa provincial del partido en esta época, caemos continuamente en las manifestaciones públicas de esta voluntad de cristalizar alrededor del partido las mejores energías de la juventud obrera; voluntad que respondía a una evidente necesidad objetiva. Daremos como ejemplo el llamado de la Federación de las Juventudes de la sección de Milán que, como todas las otras, fue lanzado siguiendo las directivas del centro del partido, y que fueron difundidas en miles de ejemplares bajo la responsabilidad del Comité Central de las Juventudes. Este llamado lo encontramos publicado en el órgano de la Federación comunista de Como, «La Comuna» del 17/6/21:

 

«¡Jóvenes obreros, participen en los grupos de acción de la Juventud Comunista!

Jóvenes trabajadores,

Mientras que la reacción burguesa desencadenada contra vosotros parece aflojarse, imaginándose haber repelido los ataques de los mercenarios del capitalismo mediante la victoria electoral del 15 de mayo, la Juventud Comunista siente una vez más la necesidad de hablarles francamente.

Siente la necesidad de recordarles que todas las victorias proletarias obtenidas pacíficamente y sobre el terreno legal han sido efímeras; el triunfo electoral de noviembre de 1919 no ha significado en absoluto el preludio de la toma del poder por parte del proletariado, pero sí de la contra-ofensiva burguesa en un terreno mucho más realista y eficaz: el de la violencia de clase.

No pueden haber olvidado ya que un mes de violencia capitalista ha bastado para arrancar al proletariado posiciones que este creía definitivamente conquistadas a través de largos años de lucha legal. Podría ser fatal para la clase trabajadora seguir alimentando hoy ilusiones semejantes.

La clase obrera debe comprender que, si hoy la reacción fascista da la impresión de haber disminuido, es porque piensa haber debilitado lo suficiente a las organizaciones obreras como para que no puedan desarrollar la verdadera y única lucha, la lucha revolucionaria. ¡De ningún modo hay que pensar que las bandas armadas de la reacción temerían no poder tratar a estacazos a los 123 diputados de la presente legislatura, como ya lo han hecho con los 156 diputados de la legislación anterior!

¡Jóvenes obreros!

¡Deben convencerse de que la avalancha de votos que entusiasma tanto al Partido «socialista» no es más que una avalancha de papel! No es ella quien aplastará la fuerza armada organizada de la clase dominante. Esta no puede ser aplastada más que por la fuerza armada y organizada del proletariado, infinitamente más numerosa y, por consiguiente, más fuerte.

¡Jóvenes obreros!

¡La Federación de las juventudes comunistas los llama a reunirse en torno a su bandera, que es la de la juventud obrera del mundo entero, la de la Internacional Comunista!

¡Los llama a concentrarse para organizar la vanguardia de la ofensiva revolucionaria del proletariado que comenzará con una contra-ofensiva contra el fascismo!

¡Con nosotros, joven guardia del Comunismo y la Revolución mundial!»

 

Pero el partido estaba lejos de limitar su ambición a estas acciones forzosamente intermitentes de defensa inmediata y local. Los meses que siguieron después de la escisión de Liorna fueron empleados en un trabajo febril de encuadramiento político que la intervención en la batalla electoral no había interrumpido; sobre todo que este inmenso esfuerzo que no logró desviar a los comunistas.

Es precisamente gracias a la solidez de su encuadramiento político y de su centralización que el Partido había logrado desarrollar exteriormente toda la gama de actividades que le corresponden como partido, sin que jamás ninguna, a los ojos de los proletarios, estuviese desprovista de relaciones con el programa de la Internacional de Moscú y del Congreso de Liorna; la muy intensa actividad sindical es un ejemplo típico (11). El carácter unitario o, como decimos, orgánico del partido se expresaba en forma neta y directa en el hecho de que cada una de sus manifestaciones particulares reflejaba el programa de conjunto, y se relacionaba rigurosamente con todas las otras, como un simple engranaje de un instrumento político que obedece a una sola directiva y tiende hacia un solo objetivo. Además, estas actividades se realizaban todas en perfecta armonía con la central del partido; de esta manera, las directivas sindicales (u otras) no perdían la ocasión de colocar en primer plano las tareas y objetivos políticos del partido y las necesidades de la acción directa violenta.

El Partido había llegado a esa conclusión de importancia capital gracias a su lucha contra todos las prácticas de «autonomía» heredadas del viejo Partido Socialista, difíciles de extirpar de la cabeza de los militantes de esa organización que habían pasado al Partido Comunista en Liorna, pero también contra las impaciencias generosas, pero negativas, provocadas por la dura ofensiva del enemigo y por la seducción de los llamados interesados en la «unidad» lanzados por organizaciones de origen y tradición proletarias. Al respecto, basta recordar la forma en que fueron arreglados los casos, raros por cierto, de indisciplina en la campaña electoral y el rigor con el cual, desde el 20 de marzo, el C.E. del partido prohibe a sus federaciones y secciones locales de: «cerrar acuerdos con otros partidos o corrientes políticas (republicanos, socialistas, sindicalistas, anarquistas) con el fin de realizar acciones permanentes o momentáneas», no porque los acuerdos de este género sean inadmisibles, sino por que el partido debía asegurarse que «para evitar acciones incoherentes y dispersas, estos acuerdos no se debían firmar fuera de ciertos límites, y sólo bajo las modalidades definidas por el centro del partido y que serían comunicadas en cada caso»

Conforme a las 21 condiciones de admisión [a la Internacional Comunista; ndr], ninguna autonomía fue acordada al grupo parlamentario del partido; los grupos sindicales emanaban directamente del partido y funcionaban como sus instrumentos dentro de los sindicatos y fábricas; por el mismo hecho de su carácter y sus finalidades, la organización militar debía con más razón aún constituir una red de partido; debía actuar como polo de atracción de todos los obreros decididos a batirse, y dirigirlos precisamente por el hecho de que sus fines no podían ser confundidos con los de ningún otro partido, que su acción práctica era unitaria, y que su organización era disciplinada y, por lo tanto, eficaz. Podemos encontrar estos criterios de encuadramiento del partido perfectamente establecidos en Il Comunista del 14 de julio, que evidentemente toma en cuenta las iniciativas de los otros partidos o grupos de los que hablaremos en la segunda parte (12):

 

«Por el encuadramiento del partido

 

Sobre la base del trabajo ya cumplido en numerosas localidades para encuadrar militarmente a los miembros y simpatizantes del Partido Comunista y de la Federación de las Juventudes, y tomando en cuenta las lecciones que hemos aprendido, el Centro del Partido y el de la Federación de las Juventudes preparan un comunicado que establecerá las reglas a seguir en este trabajo indispensable de organización y preparación revolucionarias.

Dado que los elementos exteriores al Partido Comunista toman iniciativas del mismo género en los diversos centros de Italia, fuera de la participación y responsabilidad oficiales de este último, los camaradas deben esperar este comunicado antes de actuar, de manera que las directivas generales adoptadas por el Partido no se encontrasen delante del hecho consumado.

Esto significa que el trabajo de entrenamiento de los grupos comunistas de acción debe continuar allí donde exista y de organizarlo allí donde no exista, obedeciendo estrictamente al siguiente criterio: el encuadramiento militar del proletariado debe hacerse dentro de una organización de partido estrechamente ligada a sus organizaciones políticas. Por lo tanto, los comunistas no pueden ni deben participar en ninguna iniciativa militar que provenga de otros partidos o tomadas fuera de su partido.

La preparación y la acción militares exigen una disciplina idéntica a la disciplina política del Partido Comunista. No se pueden seguir dos disciplinas a la vez. Por consiguiente el comunista o simpatizante que se sienta realmente ligado al Partido (y no merecería ya este título, si tiene reservas en cuanto a la disciplina) no pueden ni deben pertenecer a ninguna otra organización militar que no sea la del partido.

Esperando las directivas más precisas que la experiencia práctica permitirá dar, la consigna del partido a sus adherentes y a los obreros que lo siguen es la siguiente: formación de grupos de acción dirigidos por el Partido Comunista, con el fin de preparar y entrenar al proletariado a la acción militar revolucionaria defensiva y ofensiva».

 

En el mismo órgano, en su número de julio, vemos el mismo esfuerzo, colmado plenamente de éxitos, que se manifiesta y que aspira a dar disciplina y unidad a las energías proletarias sanas y a impedir que estas se diluyan en iniciativas desordenadas e intempestivas como casi siempre ha ocurrido en la historia del movimiento obrero italiano:

 

« Encuadramiento

 

(En respuesta a una abundante correspondencia), recordamos a los camaradas que se encuentran en la directiva de Federaciones y secciones que... los comunistas no pueden participar en iniciativas extrañas al partido. Recordando en esta ocasión los criterios de disciplina a los que todo adherente de un partido comunista debe obedecer, recordamos a los camaradas que el partido no puede disponer de un encuadramiento militar que responda a sus fines si los miembros del partido no renuncian a sus propios puntos de vista tácticos, los cuales no pueden ser defendidos sino en asambleas y congresos.

La orden al partido de dotarse de una organización militar ha sido dada por el Comité Ejecutivo, en acuerdo con el de la Federación de Juventudes y no únicamente por esta última, como algunos han creído equivocadamente.

El encuadramiento militar no ha sido «inventado» por nosotros con el fin de imitar a las otras organizaciones similares que existen hoy en día. Este responde a los criterios de organización revolucionaria de todos los partidos comunistas que han adherido a la Tercera Internacional. Si en ello no hemos tomado más temprano la iniciativa, es porque la organización militar debe ser precedida por la organización política, siendo esta última a la que hemos consagrado toda nuestra atención desde el Congreso de Liorna. Las dos formas de encuadramiento no se pueden remplazar une por otra, la una no impide a la otra; ambas se complementan».

 

Ese comunicado anunciaba decisiones que aparecerán públicamente en Il comunista bajo el título «Encuadramiento de las fuerzas comunistas» y que encajaban en la clarificación y delimitación general de las tareas ejecutivas del Partido y en el trabajo de reforzamiento de la organización destinada a facilitar su cumplimiento. El artículo recordaba:

 

«Por el mismo desarrollo de la lucha proletaria, cuando se pasa de la época de la crítica teórica a la propaganda y proselitismo, y luego a la acción y el combate, los criterios organizativos de disciplina y jerarquía deben reiterarse mucho más»

 

El artículo subraya igualmente que:

 

«la concepción burguesa según la cual el militante de un partido se limita a su adhesión ideológica, a votar por su partido y a pagar regularmente su cotización» es incompatible con la concepción comunista, a saber que «aquel que adhiere al Partido está obligado a realizar una actividad práctica continua según las exigencias de este».

 

En el dominio específicamente militar anunciaba la decisión de formar grupos de acción en todas las secciones:

 

«compuestos por todos los camaradas, adultos y jóvenes, físicamente aptos a cumplir con esta función, tanto candidatos como militantes inscritos, así como los simpatizantes no inscritos a otros partidos políticos, habiendo probado su fidelidad al Partido Comunista y habiéndose comprometido formalmente a respetar la disciplina más estricta».

 

Posteriormente, mediante una red de responsables provinciales, estos grupos de acción debían unirse en compañías ligadas directamente al centro del partido. ?Aquí no nos interesan las particularidades técnicas de esta organización, sin embargo hay que notar la insistencia con la cual el Partido recordaba el hecho de que:

 

«ningún miembro del Partido o de la Federación de Juventudes puede formar parte de otra organización militar que no sea la que el Partido haya constituido y dirigido».

 

Desde entonces, algunos verán en estas disposiciones rígidas, paralelas a las directivas sobre la actividad sindical igualmente rígidas (que no demuestran sino el carácter orgánico de toda la actividad del joven partido), una demostración de «esquematismo», «sectarismo» y «dogmatismo», sobre todo en lo que concierne a las relaciones políticas con los otros partidos y corrientes y la actitud a tomar delante de sus filiales militares «anti-fascistas». Con esto no hacía más que prevenir los pataleos y alaridos de los futuros teóricos del «partido de nuevo tipo» del oportunismo estaliniano, contra la Izquierda. Sin embargo, no menos cierto era que el Partido (que en ese tiempo marchaba integralmente bajo la dirección de la Izquierda) defendía una posición de principio absolutamente vital, la de la autonomía del Partido. Pero una autonomía puramente ideológica no es ninguna autonomía; la autonomía es teórica y práctica a la vez, o no es. En la situación de entonces, las consideraciones teóricas coincidían como nunca con las consideraciones prácticas, ambas excluyendo cualquier alianza con fuerzas que con toda la razón el realismo marxista veía como cómplices de la conservación capitalista.

Haciendo alusión a «otras organizaciones militares, el texto apuntaba ante todo a los Arditi dei Popolo, de los que hablaremos más adelante. Pero precisamente en ese mismo momento (entre el 22 de junio y el 12 de julio) se tiene en Moscú el III Congreso de la Internacional Comunista, quien recibió la visita de una delegación del P.S.I (se trataba de los tres «peregrinos» Lazzari, Maffi y Riboldi) que, pese a la escisión de Liorna, defendían en vano su admisión a la Internacional. Estos delegados serán mal recibidos, pero, en el curso del próximo año, la Internacional da marcha atrás, admitiendo, pese a la resistencia del Partido Comunista de Italia, la posibilidad, una vez que el viejo partido se haya zafado de la derecha, de una futura fusión entre los comunistas y los socialistas (o al menos una parte de ellos). Hasta qué punto era falsa y peligrosa una posición semejante, es lo que muestra el pacto de pacificación que, bajo el nuevo gobierno, los socialistas van a concluir con el fascismo, justo en el momento en que el proletariado y sus organizaciones sufrían una ofensiva más furiosa que nunca por parte de los camisas negras.

 

Reanudación de la ofensiva fascista y pacto de pacificación

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Dentro de su incurable ceguera (¡que es lo menos que se puede decir!) los socialistas se habían imaginado que las elecciones de mayo de 1921 provocarían un retroceso de la violencia fascista. Del «bloque nacional» imaginado por Giolitti, salieron elegidos treinta y cinco candidatos fascistas, incluyendo al Duce; los socialistas, tan optimistas como siempre (¡!), creen que Mussolini va a enmendarse y que, bajo la égida del Estado paternal, con el ex-socialista Bonomi a la cabeza del gobierno, se produciría una pacificación general. En realidad, desde el mes de julio una nueva ofensiva fascista habrá de desencadenarse contra el proletariado, de esta citaremos los hechos más resaltantes: el 9 de julio, ocupación de Viterbo perpetrada por los fascistas; el 13, ataque contra Treviso, cinco asesinatos en Fossola di Carrara, y tres en Liorna; el 21, refriegas sangrientas en Sarzana; el 25, una masacre en Roccastrada que deja 13 muertos. Según un balance optimista, 17 periódicos obreros habrían sido destruidos durante el primer semestre del año, 59 Casas del Pueblo, 110 Bolsas del Trabajo, 83 sedes de Ligas campesinas y 151 círculos o sedes de partidos proletarios fueron asaltados y quemados.

¿Y qué hacen los socialistas entre tanto? Negocian con los fascistas, y mientras los ataques de las bandas negras se vuelvan más feroces, más prisa tendrán en hacerlo. El hecho puede parecer inaudito, pero su explicación es simple: los socialistas son parlamentarios, y, puesto que a partir de allí el fascismo también estará representado en la Cámara, ellos se imaginan que mediante conversaciones «de diputado a diputado», se les puede llevar a la razón. En resumen, los socialistas se imaginan que entre dos cafés, mediante maniobras en los pasillos de Montecitorio, podrán lograr parar a la contra-revolución burguesa preventiva y hacer que entre en el cuadro de «peleas entre caballeros»! En cuanto al fascismo, si este se preparaba para realizar una metamorfosis, esta no fue la que los socialistas esperaban. Formando hasta hace poco una red bastante blanda de grupos armados mal organizados y disciplinados que operan a escala local y regional, frecuentemente imbuidos por pretensiones innovadoras o incluso «revolucionarias», hoy está a punto de transformarse en un partido centralizado, tal como lo mostrará la constitución del Partido Nacional fascista (PNF) en noviembre de 192; este partido no sólo es parlamentario y legalitario como todos los otros, sino también ilegal y pendenciera. Compuesto a la vez por diputados y hombres de armas tomar, de caballeros de sombrero alto y de granujas en camisa negra, presenta un doble aspecto que corresponde al doble aspecto del Estado burgués mismo, con su fachada de democracia política y su real función de represión de clase. Como tal, constituye el partido unitario de la burguesía, y, siendo el único partido capaz de proveer al Estado un aparato represivo y burocrático suplementario, ahora propone su propia candidatura al gobierno. Para llegar a conquistarlo, tal como lo demostrará su marcha completamente legal sobre Roma en 1922, no tiene necesidad de «una revolución», y sabe que, una vez en el poder, podrá contar con el apoyo de la aplastante mayoría de los partidos democráticos tradicionales, gubernamentales o extra-gubernamentales.

Esta metamorfosis hubo de provocar algunas resistencias de las bases que soñaban con preservar en el fascismo su «pureza» original, pero esto no era un real obstáculo para frenar su ineluctable evolución. Tampoco significaba en absoluto que el fascismo iba a renunciar a la violencia contra el proletariado; este simplemente había encontrado en el Parlamento una «cobertura» ideal para su acción armada, y una coartada para su respetabilidad democrática.

Aceptando «negociar» con los socialistas, no pretendía sino desarmar y desorientar a los proletarios, a sabiendas que en nombre del respeto por el pacto sellado, el PSI?y la CGT iba a atarles las manos. Enceguecido por su pacifismo social, el PSI no ve nada, no prevé nada; y si frente al proletariado el rol que juega es innoble y criminal debido a sus efectos paralizantes, frente al fascismo es deplorable, tanto así que en el terreno de la negociación, es el fascismo quien sale ganando necesariamente.

A comienzos de julio, luego de un intercambio oratorio para sondear la atmósfera, en vistas a una conciliación, entre los muy «honorables» (13) Mussolini, Baldei y Turati, dos parejas de parlamentarios representando a los dos partidos en presencia (Acerbo y Giurati por los fascistas, Ellero y Aniboni por los socialistas) inician en Montecitorio otras negociaciones con vistas a un «desarme recíproco» (¡!). Del lado de los socialistas, estas son llevadas en el estilo típico del viejo partido: sólo los iniciados saben que la dirección está plenamente de acuerdo; para el público, la iniciativa es puramente oficiosa, pero la dirección no se priva de publicar «desmentidos» hasta de la existencia misma de conversaciones, no importa si después hubiese que «confirmar» o «rectificar». Esta hace incluso peor: propaga un rumor según el cual el Partido Comunista de Italia habría aprobado las negociaciones, y que los fascistas amenazaban con romper las negociaciones si este último era admitido en las discusiones. Es por esto por lo que Il Comunista publica las siguientes declaraciones del Ejecutivo del P.C.:

 

«Contra la paz fascista

 

Coherente con los principios y la táctica comunistas, el Partido Comunista de Italia no necesita declarar que nada tiene en común con la concordia entre socialistas y fascistas, cuestión que los primeros han reconocido y desmentido sólo en lo que concierne a los términos del acuerdo. Denuncia delante del proletariado la actitud de los socialistas cuya vergonzosa significación se reserva de ilustrar.

Puesto que, según rumores no desmentidos, la CGT se encargaría de representar a todos los sindicados, incluyendo a los comunistas organizados en sus filas, en las negociaciones y los compromisos que estas significarán, el PC de Italia declara absurda la pretensión de los dirigentes confederales de representar a la minoría comunista que milita en el seno de los sindicatos y cuyo objetivo es destrozar, por medio de una acción clara y estrictamente política, su orientación oportunista y contra-revolucionaria.

 

Contra la pacificación

 

Aun cuando parezca insignificante para cualquiera que conozca, al menos un poco, las directivas y el programa comunistas, el Partido Comunista cumple con el deber de dar las siguientes breves declaraciones sobre la pretendida pacificación entre los partidos de los cuales habla la prensa.

Ni nacional ni localmente, los comunistas participan ni participarán en las iniciativas de «pacificación» y de «desarme», provengan de las autoridades gubernamentales o del partido que sea. Rechazamos sin comentarios las infamantes afirmaciones del PSI. Es completamente ridículo lanzar el rumor de que una corriente política haya rechazado tratar con el Partido Comunista, puesto que los comunistas jamás han manifestado la absurda intención de entrar en conversaciones con ninguna de ellas.

En caso de necesidad, esta circular servirá como norma a las organizaciones locales del Partido».

 

Sin embargo, la rueda torna en Montecitorio y el 3 de agosto los representantes de la dirección del PSI (con el secretario Giovanni Bacci a la cabeza), del grupo parlamentario y de la CGT firmaban con los representantes del Consejo Nacional de los fascia de combate y del grupo parlamentario fascista agrupados en torno a Mussolini, el célebre Pacto de Pacificación del que basta recordar que el presidente de la Cámara, de Nicola, encabezó y refrendó su redacción. Sus puntos principales eran los siguientes:

 

«Los representantes arriba mencionados se comprometen a obrar para que, desde ya, cesen las amenazas, vías de hecho, represalias, puniciones, venganzas, violencias personales de toda índole.

Ambas partes se comprometen a respetar sus organizaciones económicas respectivas (¡por lo tanto, la CGT y el PSI reconocían a los nacientes sindicatos fascistas!

Las dos representaciones deploran y desaprueban de antemano toda acción o comportamiento que implique una violación del presente acuerdo y compromiso».

 

El mismo día, un comunicado hipócrita de la dirección del PSI hacía saber a los obreros desorientados que:

«de ninguna manera se trataba de desaprobar la propaganda y la acción emprendidas por el Partido desde hace años, en forma pública y abierta en una amable polémica (¡¡¡!!!) de ideas y posiciones, mucho menos aún de renunciar en lo más mínimo a la libertad de propaganda y organización, así como de ninguna manifestación escrita u oral, positiva o simbólica, de nuestros propios ideales».

 

¿Como sería posible renunciar a esta forma suprema de propaganda que es la lucha, sin renunciar a la «libertad de propaganda»? Pero para limar las asperezas, la dirección se comprometía a:

 

«obrar según los principios y tradiciones del PSI, incluso en este momento, a fin de favorecer el retorno a una vida normal que garantice el libre desarrollo de las luchas civiles».

 

Avalando el pacto de pacificación, la dirección maximalista del PSI explícitamente hacia suya la ideología del pacifismo social aceptando la violencia «pública» del Estado, pero condenando la violencia «privada» de los partidos y clases. Ya nada distinguía el maximalismo del reformismo, para el que desde siempre el Estado no es un órgano de represión de clase, sino una especie de identidad metafísica por encima de las clases, una autoridad social imparcial y paternal. Esta es la razón por la que Moscú jamás debió permitir la entrada del PSI a la Internacional, tal como se hizo en su III Congreso, que se tuvo justo en el momento en que se desarrollaban los bochornosos acuerdos socialo-fascistas (22 de junio - 12 de julio de 1921). Es por esto por lo que Moscú jamás ha debido aceptar (como lo hizo después del Congreso) la admisión del PSI a la I.C. a condición de que «expulse los adherentes a la conferencia reformista de Reggio Emilia y los que la apoyan». ¡La traición en la lucha abierta valían mucho más que las peores declaraciones de conferencias, y jamás partido alguno tuvo tanta razón como el Partido Comunista de Italia en su resistencia contra la perspectiva de una fusión con los maximalistas!

 

Los «Arditi dei Popolo»

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En la polémica de entonces, y sobre todo en la literatura ultra-democrática de los «comunistas» de hoy en día, la cuestión de los Arditi dei Popolo ha sido tan machacada que es conveniente precisar a grandes rasgos los orígenes, el programa y el desarrollo de este heteróclito reagrupamiento, similar en esto a la mayor parte de los que florecieron dentro de la confusión italiana e internacional de la época.

Este movimiento nace en el período del «interregno parlamentario» de finales de junio de 1921, luego de la caída de Giolitti, en momentos en que la burguesía vacilaba todavía entre una nueva versión de la política pro-fascista, disimulada detrás de un programa de reabsorción del fascismo en la legalidad democrática (14), y una maniobra política que hoy en día se podría catalogar como de centro-izquierda, consistente en otorgar a Su Majestad el Estado la responsabilidad exclusiva de defender las sacrosantas instituciones democráticas y, por tanto, de quitar este monopolio a los camisas negras.

Pese a su pomposo nombre, los arditi nacen no obstante como un movimiento popular: surge de una simple escisión de la dirección de los Arditi d’Italia (15), asociación que constituía una especie de conservatorio de «valores» del individualismo heroico y del patriotismo belicoso cuya perfecta encarnación era d’Annunzio. Como en aquellos bellos tiempos de la expedición del Fiume (16), los Arditi reunían interventistas de diversos matices, pequeños burgueses desarraigados, mazzinianos y sindicalistas, capitanes de aventura y sin duda policías, o sea, toda una gama de hombres, jóvenes o no, que vivieron en el clima de exaltación de la guerra y de decepción de la posguerra.

Un grupo de derecha, luego un grupo de fascistas (con los cuales el primero dice no tener nada en común, a partir del momento en que comenzaron a destruir las Bolsas del Trabajo y otras asociaciones obreras) se alejarán de lo que podemos llamar convencionalmente el grupo de izquierda, los Arditi dei Popolo, que se forman el 2 de julio bajo la dirección del ex-lugarteniente Argo Secondari. Un detalle interesante es que su sede provisional se establece en un pequeño apartamento de dos piezas, cedido por esta perla de progresismo que representa... la Asociación Nacional de Veteranos. Su primera manifestación pública tiene lugar el 10 de julio con un mitin y un desfile militar.

En una entrevista para el Ordine Nuovo (17) el 12 de julio de 1921, el principal interesado, Argo Secondari, cuenta cómo los Arditi dei Popolo se habían constituido en asociación inmediatamente después del armisticio, en reacción al decreto de disolución de los batallones de asalto (¡de los que los proletarios no guardaban precisamente buenos recuerdos!). Durante la guerra los Arditi habían dado:

 

«la más grande contribución a las operaciones militares» e «impedido gracias a su heroísmo un segundo Caporetto» (¡vaya diploma para un movimiento «popular»!); además, es a ellos a quienes corresponde el mérito de haber dado «el empuje inicial al ejército italiano que forzó a los austriacos a batirse en retirada, y la de ganar una gran batalla (la del Piave) donde se jugó la suerte de Italia». Argo Secundari prosigue diciendo que reivindicaba la expedición del Fiume en la que los Arditi d’Italia habían participado y de la que los Arditi dei Popolo se reclamaban, en parte, por principio revolucionario, [¡sic!] y por que además tenían fe en Gabriel d’Annunzio, al que consideraban como su jefe espiritual».

 

Invitado a definir el programa de los Arditi, Argo Secondari forjará enseguida y repetirá varias veces la fórmula de la «defensa de los trabajadores manuales e intelectuales», tan vacía y pomposa como los artículos de la Carta danunzziana de Carnaro. Lo mejor de la entrevista viene después, cuando el verdadero propósito de la nueva organización antifascista aparece claramente:

 

«Los Arditi no podían permanecer indiferentes y pasivos ante la guerra civil desatada por los fascistas. Habiendo estado a la vanguardia del ejército italiano, esperaban serlo también del pueblo trabajador. Al inicio, el fascismo daba la impresión, al menos en su forma exterior, de estar inspirado por el patriotismo, teniendo como objetivo el de impedir la violencia roja. Quienes buscamos esencialmente la paz en el país, dando la libertad a los trabajadores, no podríamos permanecer indiferentes a la lucha entre fascistas y subversivos. Pero hoy los fascistas detentan el triste monopolio del bandolerismo político».

 

Es por ello que los Arditi dei Popolo se lanzan a combatir a los camisas negras. Secondari dirá luego que los objetivos de su movimiento eran «el restablecimiento del orden y de la vida social normal», lo que confirman sus declaraciones anteriores. Para ellos se trataba, pues, de combatir a todo aquel que utilizara la violencia: tanto a los proletarios, si llegaran a detentar «el monopolio del bandidaje político», como a los fascistas, si este monopolio pasara a sus manos. Y no hay que sorprenderse si para el jefe de los Arditi la cuestión esencial era la de restituir su fuerza al Estado, a la Nación. Lo que desea es el «civismo» en las relaciones entre los hombres y las clases, igual como pensaba una fracción de la burguesía, así como también los socialistas de derecha y del centro y, por supuesto, los enemigos acerbos de la clase obrera, los republicanos. En la concepción de Secondari, la violencia de los «héroes de Piave, Monte San Miquel y la Bainsizza» era necesaria para terminar con la violencia «privada» de clases y partidos; del mismo modo en que estos «héroes» montaron guardia contra la violencia roja de los proletarios, y volverían a hacerlo contra la violencia de los fascistas, si estos llegaran a imponerse. Así, mientras que el PSI buscaba la paz social por la vía de acuerdos negociados, los Arditi dei Popolo ponían su experiencia de héroes de la primera guerra mundial al servicio del mismo fin: el retorno a la legalidad.

¿Cuales eran las relaciones que los Arditi esperaban establecer con los partidos, obreros en particular? En la entrevista ya citada, Secondari explica que:

 

«para formar parte de nuestros grupos armados, es necesario haber pertenecido a los batallones de asalto o de ser veterano de guerra. Estos últimos junto con aquellos que no han ido a la guerra son considerados como voluntarios».

 

Por el contrario, los antiguos miembros de los batallones de asalto, cuyas bayonetas habían destripado a más de un soldado indisciplinado y a más de un desertor durante la guerra sobre el Carso o los Altipiani, debían proveer los jefes e integrar las formaciones regulares; ¡es decir que los voluntarios debían servir de carne de cañón a los técnicos en «arditismo»! Poco después, el Directorio redactará un comunicado donde no sólo alaba la independencia del movimiento de los Arditi frente a todos los partidos políticos sin excepción, sino que tratará de disuadirlos de ocuparse «del encuadramiento militar técnico del pueblo trabajador», pretendiendo que debido a sus méritos de guerra, esto sólo les incumbía a ellos. Es sobre esta base patriótica que Secondari espera instaurar una organización con una disciplina extremadamente rígida, comprometida formalmente a no salir de su apolitismo.

El 27 de julio, en otro comunicado ya no se limita sólo a excluir a los partidos como órganos oficiales, sino que precisa:

 

«El Directorio de los Arditi dei Popolo hace un llamado a todos los partidos para que contribuyan material y moralmente al desarrollo de la asociación de los Arditi dei Popolo. Igualmente, desaconseja a todos sus miembros de crear grupos políticos en el seno de los Arditi, ya que debilitarían su disciplina militar».

 

Estamos completamente de acuerdo en que una organización militar no puede tolerar la heterogeneidad política; y es por esto por lo que había que rechazar la adhesión del Partido Comunista de Italia a los Arditi y, con mucha más razón, el sometimiento de su organización al Directorio de los Arditi.

Pocos meses después de su fundación, los Arditi se rebelarán contra la centralización que deseaba el autoritario Secondari; cosa que fue fatal, dada su heterogeneidad política y social y su individualismo heroico. La dirección del movimiento nacional pasó entonces a manos de un republicano y de un miembro del PSI, el diputado Migrino, quien firmó el pacto de pacificación en agosto de 1921. Eso fue el comienzo de su fin como movimiento centralizado. Lo que quedó fue una red invertebrada de grupos locales, heterogéneos en todos sus aspectos, sobre todo desde el punto de vista político. A menudo los grupos de raiz proletaria, pese a su etiqueta de Arditi, se mostrarán bastante combativos e incluso heroicos, como en Parma. Casi siempre prestarán mano a los comunistas, llegando a veces a engrosar sus filas. Pero, ya en estos casos no obedecían a otra disciplina que la del Partido, mientras que en cambio por razones políticas inversas, el encuadramiento político de este último se consolidaba y se volvía más homogéneo y centralizado y, pese a su carácter forzosamente embrionario, mostraba una extraordinaria capacidad de resistencia; raras eran las deserciones, la infiltración de agentes provocadores era casi inexistente, las detenciones locales no hacían mella para nada en la red clandestina central, y los grupos armados comunistas eran de extrema movilidad. Si todavía es necesario, esto prueba una vez más la precisión del método del partido o, para emplear una expresión provocadora utilizada en una serie de artículos publicados por este, «el valor del aislamiento», que era el aislamiento de los elementos negativos y patógenos del sano organismo del partido proletario.

Sin duda que al comienzo, mientras que la ofensiva fascista se amplificaba y que el Partido Socialista caía en la falsa maniobra del pacto de pacificación, el movimiento de los Arditi despertaba simpatías hasta en el medio obrero; igualmente en el Partido Comunuista, en que las secciones sugestionadas por este primer ejemplo de «defensa armada» y de organización militar abierta y pública pensaron que era bueno acercarse a los Arditi, y las ofertas de asistencia y solidaridad no faltaban. Los comunicados que arriba transcribimos hacían ya una alusión velada a este hecho, pero, el 7 de agosto, la Central del Partido publica un nuevo artículo en la primera página de Il Comunista, mucho más explícito:

 

« La política del Partido Comunista tiene un fin preciso : la Revolución

 

Las disposiciones claras y precisas que el Partido ha tomado en torno al encuadramiento militar no han sido el producto de una improvisación deportiva: corresponden más bien a un trabajado comenzado hace muchos meses en las filas de la juventud comunista. Pese a estas disposiciones, varios camaradas y algunas organizaciones del Partido insisten en proponer (y algunas veces llevar a la práctica) la participación de los comunistas, jóvenes o adultos, en otras formaciones militares ajenas a nuestro Partido, como los Arditi dei Popolo; en lugar de desarrollar su trabajo en el sentido indicado, toman la iniciativa de constituir grupos locales de Arditi dei Popolo.

Llamamos a todos estos camaradas a mantener la disciplina y deploramos que militantes comunistas, que en todo momento deben mantener la sangre fría y la firmeza, así como el espíritu de decisión revolucionaria, se dejen llevar por consideraciones románticas y sentimentales que no pueden sino conducir a errores graves y a peligrosas consecuencias.

Y, para acentuar este urgente llamado, recordamos una vez más a estos camaradas las evidentes razones de las directivas adoptadas por los órganos centrales, responsables de la línea de conducta a adoptar en situaciones que tengan una importancia nacional, independientemente de hechos particulares.

Siendo la forma más extrema y sensible de la organización proletaria, la organización militar debe ser extremadamente disciplinada y reposar sobre la base del Partido. Su organización debe depender estrictamente de la organización política del Partido de clase. La organización de los Arditi dei Popolo, en cambio ella depende de órganos directivos mal definidos. Hace poco en un comunicado, su central nacional, cuyos orígenes son difíciles de ubicar, pretendía estar por encima de los partidos, pidiéndoles no intervenir en el «encuadramiento militar del pueblo trabajador en el plan técnico». El control y la dirección de este quedaría en manos de poderes mal definidos y sustraídos de la influencia de nuestro Partido. Pero el Partido Comunista por definición se propone encuadrar y dirigir la acción revolucionaria de las masas: aquí hay, pues, una clara y patente incompatibilidad.

Además de la cuestión organizativa y disciplinaria, hay una cuestión de programa. Los Arditi dei Popolo insisten mucho más sobre la necesidad de constituir una organización que sobre los objetivos y las finalidades de sus ambiciones, y esto implica riesgos fáciles de comprender. Por otra parte, ayudando a la reacción proletaria contra los excesos del fascismo, al parecer lo que buscan es restablecer «el orden y la vida social normal». El objetivo de los comunistas es muy diferente: se plantean llevar la lucha proletaria hacia la victoria revolucionaria; niegan que pueda existir una vida normal y pacífica antes que el conflicto de clase, que hoy ha llegado a su fase extrema y decisiva, llegue a su desenlace revolucionario. En fin, apuestan a la antítesis irreductible entre dictadura de la reacción burguesa y dictadura de la revolución proletaria. Ello excluye toda distinción entre defensiva y ofensiva de los trabajadores y muestra el carácter insidioso y derrotista de esta distinción. Efectivamente, los trabajadores son golpeados no solamente por la violencia material del fascismo, sino también por las consecuencias de la exasperación extrema del régimen de explotación y opresión, en la que la brutalidad de los camisas negras no es más que una manifestación inseparable de las otras.

Es inútil recordarle estas consideraciones a un comunista, ya que la práctica confirma y confirmará cada vez más su exactitud. Es sobre estas bases que los órganos del Partido Comunista han tomado la iniciativa de constituir una organización militar proletaria y comunista independiente, para evitar dejarse llevar por otras iniciativas que no podrán ser consideradas como hostiles hasta tanto no choquen con las nuestras, y que por mucha popularidad que ellas gocen no podrán desviarnos de las tareas específicas que debemos asumir contra una serie de enemigos – y de falsos amigos de hoy y de mañana. No podemos más que deplorar que algunos camaradas se hayan puesto en contacto con los organizadores de los Arditi dei Popolo en Roma, para ofrecerles su ayuda y pedirles instrucciones. Si esto volviera a suceder, las medidas más severas serán tomadas.

El Comité Ejecutivo del Partido Comunista de Italia y el de la Federación de Juventudes Comunistas de Italia advierten a todos los camaradas y organizaciones comunistas que no se debe tener ninguna confianza en todo aquel que proponga directa o indirectamente la constitución de grupos de Arditi dei Popolo, o que todavía preconice las iniciativas militares de esta organización, pretendiendo haber sido enviado por los órganos del PC, o invocando supuestos acuerdos en contradicción con las disposiciones precisas ya publicadas. Los camaradas y las organizaciones no reciben directivas sino por vía interna; toda otra vía será rechazada y eliminada.»

Comités Ejecutivos del Partido y de la Federación de las Juventudes Comunistas.

 

Problema práctico o lujo teórico

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En este comunicado aparecen claramente los criterios a los que obedecía la central en la delicada cuestión de la táctica del Partido, en el que las relaciones con otras formaciones políticas (y más si son de carácter militar), no es más que un aspecto.

El Partido había nacido en Liorna con una doctrina definida claramente sobre las bases marxistas y revolucionarias que la revolución rusa y la constitución de la Tercera Internacional restauraron. Su organización de lucha, que se distinguía por sus sólidos lazos con la Internacional, sentía confianza al cumplir con su tarea de ampliar la influencia del Partido en las masas. A los ojos de ésta, su seriedad, su fría ponderación y la infinita abnegación de todos sus militantes por la causa común, la distinguirán netamente del viejo partido tradicional en el que reinaban la superficialidad, el desorden y el carrerismo. En una situación a la que precisamente estas peligrosas taras habían comprometido, a corto plazo una ofensiva revolucionaria no parecía posible, pero, como la Izquierda lo escribirá en 1924 en las «Notas» sobres sus tesis:

 

«La acción del Partido podía y debía fijarse como fin, dar a la resistencia del proletariado contra la ofensiva desencadenada de la burguesía la eficacia más grande posible y, gracias a esta resistencia, concentrar la fuerza de la clase obrera en torno al Partido, el único que con su método permite preparar la respuesta proletaria. Los comunistas italianos han visto el problema de la siguiente manera: asegurar el máximo de unidad en la defensa del proletariado contra la ofensiva patronal, evitando que las masas vuelvan a caer en el error de creer que esta unidad podría asegurarse con una mezcla de orientaciones opuestas, ilusión que ya una dolorosa experiencia nos permite hoy denunciar como fuente de impotencia».

 

Los dos aspectos del problema se condicionaban recíprocamente y eran de orden netamente práctico, aun cuando coincidieran (y debían coincidir) con la teoría marxista. En efecto, ¿qué es lo que después de la guerra había paralizado la indudable acción combativa de las masas proletarias, si no la coexistencia de tendencias opuestas en el seno mismo del partido que debía dirigirla? ¿Qué es lo que había paralizado a la Izquierda del viejo Partido, si no el tener que dirigir a los movimientos del proletariado en común con la derecha y el centro? Así pues, la escisión internacional entre comunistas y socialistas no fue el fruto de una «capricho» sino de una experiencia internacional mil veces invocada por Lenin cuando instaba a los revolucionarios a romper no sólo con sus enemigos frontales – los reformistas – sino sobre todo con las múltiples corrientes del centro confusionista, supuestamente «cercano» al comunismo. Esta escisión era irrevocable y debía seguir siéndolo, puesto que la sola vía por la que el proletariado podía (y podrá) ver triunfar su causa, pasaba por la destrucción violenta del aparato del Estado burgués y la instauración de su propia dictadura. Pero esta constatación no hubiese tenido más que un valor abstracto si la misma no hubiese significado que:

 

«para que el proletariado triunfe es necesario que, incluso en los períodos que preceden a la lucha suprema en que esta necesidad se volverá tangible, exista un Partido que fundamente su programa y su organización sobre esta victoria, y que este partido se convierta en la fuerza primordial... y pueda garantizar la preparación del proletariado para las exigencias que esta conlleva» (La tarea de nuestro partido, Il Comunista, 21/3/1922).

 

Puesto que los dos fundamentos de la autonomía del partido son su conciencia programática y su disciplina organizativa, toda solución que, por un lado, hubiese pretendido mantener y asegurar la existencia independiente del Partido, pero que del otro comprometiese esta independencia, proponiendo a las masas una vía no violenta al socialismo, y olvidando que esta independencia está garantizada sólo por la oposición práctica al gobierno burgués y a los partidos gubernamentales, estaría condenada a restablecer el dilema del cual sólo la escisión hubiese permitido salir. De esta manera, mérito es constatar que esta era una solución prácticamente derrotista, y por lo tanto perniciosa, aun cuando la misma estuviese defendida de buena fe y con las mejores intenciones del mundo.

Son estas consideraciones – que por ser prácticas no eran menos coherentes con la integralidad de nuestra doctrina – las que guiarán la actitud del Partido frente a los Arditi dei Popolo, enésima encarnación de la falsa y engañosa «unidad» por la que tantas veces el generoso proletariado italiano (y no sólo italiano) había tenido que pagar los vidrios rotos. Los Arditi tenían un dudoso carácter no sólo a causa de sus orígenes, sino de sus fines, de su composición, como de sus múltiples lazos con la sociedad burguesa y democrática; lo que bastaba para suscitar las peores sospechas y la más grande prudencia contra ellos, tanto más si se trataba de una organización militar, ilegal, centralizada y secreta. Habían nacido con un programa de restablecimiento del orden, opuesto en todos sus puntos al que regía toda la acción del Partido Comunista y del partido mismo, aunque su realización no fuese posible en lo inmediato; y pretendían, como es normal en una organización militar, imponer una disciplina a sus miembros sin otra influencia que no fuese la del Directorio. Pero entrar y someterse a esa disciplina hubiese sido de hecho renunciar a los fines no sólo de largo alcance, sino inmediatos del comunismo. En cuanto a conformar una dirección mixta, compuesta por comunistas y Arditi, ello estaba excluido, no sólo por las mismas declaraciones de estos últimos, sino porque hubiera significado exactamente la misma parálisis que condujo a la inevitable escisión entre comunistas y socialistas. Ello hubiese significado renunciar a la «independencia» no sólo organizativa sino programática, presentándose entonces ya no como el partido de la revolución, sino como un partido revolucionario más, o más bien como tantos otros partidos: revolucionarios de palabra, pero gradualistas, reformistas, democráticos de hecho y, por encima de todo, defensores del orden. En pocas palabras, ello hubiese significado arrojar a la basura todo el trabajo hecho, antes y después de Liorna, para sacar a las masas del equívoco, la confusión y el marasmo.

No obstante, hoy todavía mucha gente lamenta que el Partido Comunista no haya fusionado con los Arditi, olvidando que en la época bastaron unos meses para que los Arditi cayeran en la parálisis y la desorganización. Es lógico que las personas que no se orienten hacia la Revolución sino hacia la democracia, lamenten retrospectivamente que no se haya formado un Comité de Liberación por adelantado, al cual el partido se subyugaría, dejando de ser el partido de la revolución. ¡Pero es igualmente lógico que el Partido, que había declarado una guerra a muerte a todos los defensores de posiciones semejantes, no haya querido rodar por semejante pendiente!

Nada nos impedía – y de hecho, nada nos impidió – coincidir en la calle combatiendo con los Arditi, pero todo nos prohibía subordinar nuestra disciplinada organización, prenda de nuestra independencia programática y táctica, a las órdenes de una organización no sólo ajena sino opuesta a la nuestra. Una vez alcanzado su objetivo, el «restablecimiento del orden» (programa de Nitti y los socialistas), ¿qué otra cosa podían hacer los Arditi que no fuera retornar sus armas contra nosotros, enemigos jurados del orden? E incluso antes de llegar a ello, ¿qué hubiesen podido hacer de nosotros, a partir del momento en que, no reconociendo fronteras entre defensiva y ofensiva, legalidad e ilegalidad, medios lícitos e ilícitos, bandas fascistas extra-legales y órganos estatales super-legales, desbordáramos el cuadro de su acción y, a cada retroceso frente a una fuerza adversa superior, anunciáramos que volveríamos al ataque en la primera ocasión?

Más aún, ¿qué sería de nosotros, si hubiésemos tomado por desgracia esta vía de la unidad con los Arditi? Esta es la primera pregunta que hay que hacerse, ya que el partido no es «una simple máquina, sino factor y producto a la vez del proceso histórico», de modo que una táctica errónea puede ejercer una influencia desfavorable sobre su contenido y su orientación programática. Los Señores del Partido Comunista oficial actual, elevando la vista al cielo responderán Dios lo quiera nos hubiésemos ya convertido en lo que ellos son hoy en día: ¡demócratas curtidos, patriotas de tomo y lomo, variedad de cristianos que lloran de emoción delante de la imagen de Juan Veintitrés! ¡Pero esta respuesta es la mejor prueba de que hemos tenido razón!

La lucha de la Izquierda contra la «unidad a cualquier precio» había comenzado en 1913, prosigue en 1919 y 1920, llega a 1921, y todavía es actual. Analizando para entonces una por una las mil corrientes que se agitaban en la escena con consignas más o menos «de izquierda», escribíamos en el artículo citado más arriba:

 

« El valor del aislamiento

 

Creemos que a la raíz debe haber el criterio siguiente: ningún acuerdo de organización, ningún frente único con los elementos que no tengan por meta la lucha revolucionaria armada del proletariado contra el Estado constituido, es decir la lucha comprendida como una ofensiva, una iniciativa revolucionaria – la lucha que apunta hacia la abolición de la democracia parlamentaria y el aparato ejecutivo del Estado actual y la instauración de la dictadura política del proletariado que ponga fuera de la ley a todos los adversarios de la revolución.

Si consideramos que estos principios son la base de toda nueva alianza táctica, no es por vano placer que decimos: no colaboraremos sino con aquellos que comparten nuestras concepciones teóricas comunistas con respecto a la preparación práctica de la revolución. No, no se trata de un lujo doctrinal, aun cuando las consideraciones que nos guían confirmen que nuestra doctrina marxista es una magnífica guía para la acción. Se trata más bien de utilizar racionalmente las enseñanzas prácticas de la experiencia.

Pero, ¿qué pasaría, si los comunistas llegan a paralizar al fascismo por medio de una acción de «defensa proletaria» llevada a cabo en acuerdo con otros movimientos políticos? Pues, una vez coronada la acción, aprovecharíamos el debilitamiento del enemigo para poner a la orden del día nuestros propios objetivos: el derrocamiento del poder burgués. Nuestros aliados, promotores del restablecimiento de la vida normal, naturalmente nos acusarían de perturbadores y se convertirían en nuestros peores enemigos. Se puede objetar que si, hasta ahora, hemos podido utilizar sus fuerzas sin renunciar a nuestra propia propaganda, nos da la capacidad para saltar por encima, tomar solos las riendas del movimiento de masas y continuar nuestra acción comunista. Quien razone de esta manera no traiciona sino la versión literaria y teatral que él se hace de la revolución. Demuestra que no comprende que las condiciones de éxito residen ante todo en la preparación organizativa de las fuerzas que luchan por ella. So pena de desastre, esta preparación debe, en su última fase, tomar el carácter técnico de una organización militar disciplinada. Ahora bien, aunque sea fácil cambiar de táctica mientras se luche a golpe de discursos, agendas y declaraciones políticas, un brusco cambio de frente es imposible desde el punto de vista organizativo. La escisión política es una realidad y una exigencia histórica, pero la escisión de un ejército en medio de la lucha conduce inevitablemente a la ruina ya que no desemboca en la formación de dos ejércitos sino en la ausencia de todo ejército. En realidad, la organización militar está fundada sobre la unidad de mando y la indisolubilidad de los servicios anexos. La parte del ejército que pase al enemigo, incluso derrotado, encontrará en ella un punto de apoyo seguro y una posibilidad de acción. Pero, la otra parte, que ahora pretendiera actuar sola, ya no tendrá ninguna consistencia, ninguna red de organización capaz de funcionar, privada pues de toda capacidad de lucha.

Esta es la razón por la que estamos contra toda alianza defensiva, puesto que es cuestión de oponerse a la reacción mediante la violencia – real – y no mediante jeremiadas liberales, que deforman la finalidad verdadera; ya que si las jeremiadas son inútiles, las alianzas defensivas deforman el verdadero objetivo, que es la preparación revolucionaria.

Estas consideraciones meramente tácticas nos conducen al criterio arriba mencionado: no concluir acuerdos con aquellos que nieguen por principio la acción proletaria en tanto que ofensiva contra el régimen y contra el Estado, pero que están dispuestos a admitirla cuando se esgrime en defensa de lo que ellos llaman erróneamente los «excesos» de la burguesía. Hoy en día, el único exceso que comete la burguesía es el de estar en el poder. Y lo estará hasta que deje de existir el sistema democrático parlamentario. Un ejemplo de estos aliados falsamente revolucionarios que ya hemos mencionado nos lo dan el teniente Secondari o el diputado Mingrino que desean una organización armada para restablecer el orden, y con ello se termina el problema. Para nosotros, esto es un derrotismo tal vez todavía peor que el de los socialdemócratas cuya consigna es: pacificación y renunciación, desaprobando tanto la defensa como el asalto violento de las masas. Efectivamente, en la terrible situación actual no hay ninguna diferencia entre la defensiva y la ofensiva de clase ; es por esto por lo que precisamente (y el fascismo es un excelente maestro, fue quien nos lo enseñó) la lucha de clase se ha transformado en una guerra en sentido estricto; ahora bien, como todo especialista en cuestiones militares puede corroborarlo, la defensa es el ataque, y el ataque es la defensa. El general o el soldado que pretendiera que el ejército debe sólo defenderse y jamás tomar la ofensiva, sería fusilado por derrotista respecto a la defensiva misma.

En conclusión, decimos: mil experiencias de la fase política compleja que estamos viviendo nos confirman que es justo plantear el problema de la preparación revolucionaria sobre esta base: agrupar, encuadrar, organizar no sólo políticamente, sino militarmente a las fuerzas que aspiran a poner al Estado sobre nuevas bases, siempre y cuando entiendan que ello significa instaurar la dictadura del proletariado.

Las otras soluciones agitadas por mil pequeños grupos que alimentan peligrosamente el confusionismo revolucionario de hoy, pueden ser clasificados en dos grandes categorías: la del engaño y la del error. Pero los organismos políticos que se sitúan en uno u otro lado no deben, bajo ninguna circunstancia, ser apoyados por nosotros planteándoles acuerdos organizativos, aunque los segundos nos parezcan más simpáticos y cercanos que los primeros.

En conclusión, en nuestra opinión, la tarea específica del Partido Comunista sigue siendo, hoy como ayer, la de actuar como factor de orientación, rectificación, continuidad tanto teóricas como prácticas en el caos de las mil corrientes «revolucionarias», tarea cual más necesaria cuando algunos grupos de la clase obrera aceptan sus programas y métodos, o de productos curiosos de cruces que surgen de estas mezclas, o incluso de resultados de fórmulas universales, tipo «frente único».

Otros podrán imaginarse que la vía que siguen es la más rápida. ¡Pero la vía que parece más fácil no es siempre la más rápida, y para bien merecer la revolución, no hay nada más miserable que darse prisa para «hacerla»!

 

El mes de la vergüenza

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Agosto de 1921 fue para el Partido Socialista el mes de la vergüenza. En 1912, Bonomi, el precursor de todos los que preconizan «nuevas vías al socialismo», fue expulsado por la fracción revolucionaria intransigente de Mussolini y Bacci, debido a su adhesión a la guerra de Libia. En 1914, Mussolini a su vez era expulsado por Bacci, quien le reprocha haber repetido a una escala mayor la traición de Bonomi. En 1921, por evolución lógica, los dos primeros se encuentran a la cabeza de las fuerzas legales y extralegales de la conservación burguesa; en cuanto a Bacci, este estrechaba la mano a Mussolini en nombre del desarme de la lucha de clase y llamaba a ejercer el rol de árbitro imparcial de la pacificación (¡verdadero pacto de Judas) a... Bonomi en persona. ¡Pareciera mentira que tarde o temprano los renegados terminan por reunirse! Veinticuatro años más tarde, en 1945, vamos a descubrir en el vértice de la «democracia renovada» a dos de los protagonistas directos de la pacificación, Bonomi y De Nicola; Nenni tomará la plaza de Bacci y, vergüenza suprema, ¡el trío se convertirá en cuarteto, cuando se suma Togliatti! ¿Accidente fortuito e imprevisible? No, determinación objetiva. Haciendo uso de la dialéctica marxista, la Izquierda había harto prevenido que a fuerza de «suavizar la táctica», con el pretexto de recuperar para la causa revolucionaria a los socialistas que le habían dado la espalda definitivamente, ¡terminaríamos por caer mucho más bajo que ellos!

¿Que significaba en realidad la firma del pacto de pacificación con respecto a la naturaleza del Partido Socialista? Significaba que a pesar de todas sus declaraciones programáticas, ese partido rechazaba las tesis fundamentales de esta Internacional Comunista en el seno de la cual contaban ganar un escaño, aunque fuese de barrenderos, después de haber sido expulsados por la escisión de Liorna. Demostraba que, para este, la violencia desatada no era la expresión física del conflicto de clases que la guerra y la crisis consecuente había llevado a la exasperación, sino un hecho «accidental» imputable sólo a personas privadas; que entre capital y trabajo una tregua no sólo era posible, sino deseable y que el instrumento para lograrla era el Estado, ¡entidad que flota por encima de las clases y árbitro neutro en los conflictos que estallan entre los partidos! En resúmen, el Bacci de 1921 se situaba en el mismo terreno que el Bonomi de 1912 en adelante. Cierto es (¡y en esto reside el gran equívoco!) que Bacci seguía practicando la «intransigencia parlamentaria», votando (mientras le duraba) contra el gobierno, máxime si en este gobierno participaban los socialistas, pero hacía suya y practicaba la tolerancia hacia el Estado, bastante peor que la tolerancia de un Turati o de un D’Aragona hacia tal o cual gobierno. Pedir a un partido semejante que expulsara a la derecha, como lo exigió precisamente en ese mismo período la Internacional Comunista en Moscú, de «depurarse» pues, para poder ser admitido en la organización internacional y fusionar con el Partido Comunista, era admitir que bajo el pretexto de cumplir con una condición puramente formal, era posible violar todas las condiciones substanciales de admisión a la I.C., algo que la Izquierda recusaba. En Liorna, la ruptura con la derecha podía aún servir, como se decía, de «termómetro» para la adhesión efectiva a la I.C.; seis meses más tarde, ya no había dudas: el pacto de pacificación demostraba definitivamente la incompatibilidad entre maximalismo y comunismo.

 

Ninguna tregua

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Este pacto implicaba algo más siniestro todavía que un compromiso para desarmar a las fuerzas proletarias: ¡el compromiso de abandonarlos a la violencia represiva del Estado, considerada «legítima»! Esto no significaba solamente: ¡arrojemos las armas! sino: ¡Estado, impide con las armas toda lucha armada! Puesto que un solo partido, el Partido Comunista, rechaza la invitación a la tregua, tu deber, Estado bien amado, es obligarlo a respetarla. Bonomi atrapa al vuelo esta invitación e inmediatamente después del pacto envía a los prefectos la siguiente circular:

«No debéis olvidar que el hecho de no haber participado al pacto, o de no haber querido hacerlo localmente, no os exime de nada, por el contrario os obliga como ciudadanos a obedecer a la ley sin rechistar».

 

Si el PSI, Mussolini y Bonomi o los Arditi dei Popolo, deseosos de restablecer a través de la violencia un régimen de no-violencia, esperaban no obstante que el Partido Comunista de Italia abandonara las armas o implorara el derecho a no ser puesto fuera de la ley, ¡estaban tremendamente equivocados! El Partido Comunista había previsto esta confluencia de fuerzas adversas, y hasta la había deseado, porque constituía un factor de clarificación para las masas, así como también su propia consolidación en tanto que partido. Jamás consideró que la vía que había tomado sería «fácil», al contrario. Y?no esperó el 7 de agosto de 1921 para arrojar a la cara de los socialistas: «la lección verdaderamente gloriosa de los últimos años de lucha social en Italia: no harás distinción entre tus adversarios, no perdonarás a los renegados».

Sabía de antemano que, en el terreno de la lucha revolucionaria, se volvería a encontrar solo, con todos los riesgos, pero también con todas las posibilidades que se abrían ente el hecho de mantenerse a distancia del oportunismo, por la disciplina de su organización, la claridad de sus directivas y la valiente franqueza de su propaganda; ¡medios más idóneos para ganar a su causa a los obreros inscritos en el PSI, no podían haber! Del Estado jamás reclamó impunidad alguna que, por definición, este no podía acordarle; sólo se limitó a aceptar el desafío de la reacción burguesa. De la misma manera, el 14 de agosto de 1921, Il Comunista publicaba una respuesta a la circular de Bonomi a los prefectos:

 

« La circular Bonomi: ¡los socialistas satisfechos!

 

Un partido revolucionario que sabe lo que quiere, que sabe cuál es su objetivo y está dispuesto a alcanzarlo, centralizado y disciplinado, que no actúa según el principio de la libertad de sus miembros, pero asume la responsabilidad de sus actos que el organismo central acata o manda a acatar, es un partido que hay que temer, que los revolucionarios de palabra deben abandonar, que sus adversarios deben odiar y que debe ser puesto fuera de la ley.

Todo esto es natural. El proletariado observa que los mismos que, ayer todavía, afirmaban que la revolución era inevitable, que la violencia era necesaria para derrocar al Estado, hablan hoy en día de la revolución como un «sueño de locos» y se llenan de sutilidades sobre el problema de la violencia, por miedo a que la violencia proletaria llame a la violencia burguesa: en la medida en que se vuelve sinceramente revolucionario, consciente y preparado, el proletariado no puede no menos que maldecir y abandonar a estos malos pastores. Este proceso de clarificación, en las masas no se realiza sino lentamente, no se improvisa, pero es inevitable. Debemos favorecerlo y acelerarlo pues demuestra con claridad meridiana la verdad de nuestra crítica a la socialdemocracia, y no por especulación política sino porque queremos integrar a amplias capas del proletariado. Dicho proceso se cumplirá cualquiera sea la suerte que las acciones del gobierno y la reacción de los órganos del Estado nos reserve. Los daños infligidos a nuestros militantes y a nuestras organizaciones no harán más que sacar inevitablemente al proletariado atormentado por el capitalismo y desorientado por la estúpida política de emancipación «gradual» de su medrosa mentalidad.

Si los socialistas han querido dirigir contra nosotros la autoridad estatal y la guardia real, lo han magníficamente logrado. Pero si pensaban y piensan aplastarnos con tiros de escopeta o metiéndonos en prisión, se han equivocado burdamente.

No se aplasta al Partido Comunista. Que el gobierno y los socialistas lo sepan: toda represión contra nuestro partido provocará una resistencia sin precedentes en los últimos cincuenta años de vida política en Italia»

 

Si el Partido Comunista no participó en el innoble pacto de pacificación entre los partidos, es porque abstenerse era una cuestión de vida o muerte, sin importarle las consecuencias prácticas de esta abstención a mediano plazo, o la pérdida de popularidad que esto haya significado en lo inmediato. Este rechazo no representaba un factor de debilidad, sino de fuerza, un adelanto en la afirmación de Partido como único guía del proletariado revolucionario tanto en la defensiva como en la ofensiva. ¿Acaso la gran fuerza de los bolcheviques no era la de saber estar solos para no dejarse paralizar por los falsos amigos al servicio del enemigo? Orgullosamente, el 14 de agosto, Il Comunista comentaba los llamados a la tregua de los partidos que apoyaban el pacto de pacificación:

 

« El ausente

 

La idea de la que se inspira el llamado a las masas o a las autoridades políticas es la siguiente: el pacto firmado en Roma exhorta a los partidos a comprometerse en la pacificación y el desarme. Allí está... el error. Lo lamentamos por el señor Bonomi y sus prefectos, pero nosotros, comunistas, no hemos acudido a Roma, no por evitar los inconvenientes o los gastos del viaje, sino porque sabemos suficientemente que ni hoy, ni mañana, las clases podrán conciliarse y pacificarse y que la ilusión de una tregua en la guerra de clase, despoja al partido político del proletariado del derecho a conducirlo hacia la revolución.

Nos hemos abstenidos porque los principios y la táctica comunistas no toleran ni tregua ni acomodos en la lucha de clase, porque debemos interpretar históricamente el conjunto de las aspiraciones políticas y económicas de las clases trabajadoras, aunque ello implique una pérdida momentánea de popularidad. Es natural que el Estado vea con simpatía una campaña como la de los socialistas en pro del retorno a la legalidad y al respeto de la ley. Pero quienes estamos contra la ley sabemos que en régimen burgués, la normalidad equivale a la reafirmación de la autoridad de la clase dominante por encima de las conquistas obreras y de la preparación revolucionaria del proletariado, debemos ser desterrados de la sociedad burguesa como enemigos de sus instituciones y de todos aquellos que son sus có.

Con su reciente circular, el presidente del Consejo nos ha rendido un excelente servicio, puesto que nos ha indicado en forma precisa la manera en que hay que golpear, luego de la firma del acuerdo entre «pacificadores», al partido ausente de las tratativas por el retorno a la paz social.

Pero el ausente dice a los socialistas y a los fascistas, al gobierno y a todos los partidos de la burguesía, lo siguiente:

El programa comunista y la táctica de los comunistas, frente a la burguesía y frente a los social-traidores sigue siendo la misma.

El Partido Comunista continúa legal e ilegalmente su propaganda por la preparación revolucionaria y la organización del proletariado.

La acción del Partido Comunista aspira al derrocamiento del Estado burgués a través de la insurrección de la clase obrera.

Nada prueba que la supresión de los jefes comunistas perjudique gravemente al porvenir de la revolución.

Que hagan lo que quieran los socialistas y el gobierno, los fascistas y la policía por despojarnos de nuestra libertad de propaganda y acción. Tienen el derecho, y, desde su punto de vista, tienen el deber de hacerlo. Sería curioso que dejen a un partido la libertad de atentar impunemente contra la vida del Estado burgués. Pero advertimos claramente a aquellos que, ayer y hoy, han traicionado y siguen traicionando a la clase obrera, a los Bonomi, a los Mussolini y a los Bacci, que nos burlamos superlativamente de sus sanciones y puniciones imbéciles.

Nos burlamos de las leyes que ellos respeten o dicten. Estamos contra sus leyes. Es por ello que hemos permanecido ausentes de su vergonzoso convenio. Por eso estamos solos y somos poco numerosos, pero fuertes, muy fuertes, invencibles: porque no queremos una tregua de vencidos, ni pedimos tregua a los cobardes.

Así habla el ausente. Que espera tranquilamente a que los espías socialdemócratas lo denuncien a los mercenarios y a los policías».

 

Lucha en todos los frentes

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No eran palabras dichas a la ligera, simples frases efectistas. Si para los socialistas, o para los fascistas, el mes de agosto fue el mes de la renuncia; para el Partido Comunista de Italia, por el contrario, marcó no el comienzo, sino el desarrollo acelerado de una intensa actividad, una verdadera ofensiva contra el pacifismo cobarde de los conciliadores y de una organización política y militar de fuerzas proletarias.

En el campo burgués, la ofensiva armada contra el proletariado fue acompañada de una ofensiva patronal contra los salarios y los contratos de trabajo, y contra las organizaciones de defensa económica de los trabajadores. De la misma manera, la actividad militar del Partido Comunista acompañó una vigorosa campaña de frente único sindical con el que los proletarios de diversos orígenes políticos debían contrarrestar al frente patronal para defender su pan y resistir a la prolongación de la jornada de trabajo. Era necesario que los «jefes obreros», les gustara o no, permitieran que las Bolsas del Trabajo se transformen en centros de resistencia, y de contra-ataque proletario si fuese posible. Era preciso que todos los obreros estuvieran unidos en la defensa de sus condiciones de vida presentes para que pudieran estar unidos en el asalto futuro al régimen capitalista mismo (18). Estas dos acciones, una de ataque militar, y otra de defensa y contra-ataque en el campo reivindicativo, se completaban uniendo dos aspectos en una sola y misma acción que se desprende de la iniciativa revolucionaria del Partido, y apuntando hacia la preparación revolucionaria de la clase. Si la independencia política era necesaria para el Partido, la unidad en la lucha era necesaria para la clase; no había contradicción, sino condicionamiento recíproco. Negándose a participar en ententes políticas y menos todavía en ententes militares bastardas, los comunistas de Italia no esperaban en absoluto encerrarse en un «espléndido aislamiento» y en un arrogante desdén por las vicisitudes de la guerra social abierta y sus protagonistas. Explicaban claramente que era imposible ignorar la independencia política como medio, si el fin era la unión de toda la clase obrera en la acción. Las razones organizativas y de dirección política del Partido, así como las posibilidades de encuentro en la acción eran claras y no disimuladas.

 

« El valor del aislamiento

 

Afirmamos que, en general, el movimiento comunista debe rechazar toda entente organizacional con los elementos que no estén dispuestos a afrontar las exigencias de la lucha decisiva... Explicamos muy claramente lo que entendemos por «entente organizacional». Toda acción debe prepararse, debe tener organización y, por lo tanto, disciplina. Declaramos que los comunistas no pueden respetar la disciplina de su partido y comprometerse a la vez en ejecutar las directivas de un «comando único» constituido por delegados de diferentes partidos.

 Sin embargo hay que notar que el hecho de excluir las ententes organizativas no significa excluir también toda acción paralela de los comunistas y de otras fuerzas políticas en la misma dirección; lo que sí tenemos que hacer es conservar el control integral de nuestras fuerzas, para el momento en que las alianzas transitorias puedan y deban ser denunciadas, es decir, cuando el problema revolucionario se plantee en toda su profundidad. No vamos a discutir aquí la hipótesis según la cual, nosotros, comunistas, podríamos concluir acuerdos organizativos con la intención de traicionarlos posteriormente o explotarlos a nuestro favor en la primera oportunidad que se presente. No es por escrúpulos morales que recusamos esta táctica, sino porque debido precisamente al «confusionismo revolucionario» que reina incluso en el seno de las masas que siguen a nuestro partido, semejante juego sería demasiado peligroso y porque la maniobra de ruptura no podría sino retornarse contra nosotros. Para preparar a las masas a la severa disciplina de la acción es preciso una extrema claridad en las actitudes y movimientos y es por lo tanto necesario situarnos desde el inicio sobre una plataforma segura: la nuestra. Si no, estaríamos fabricando plataformas para los demás, es decir, o bien para movimientos conscientemente reaccionarios pese a sus posiciones «innovadoras», o bien para movimientos revolucionarios, pero privados de la exacta visión del proceso real de la Revolución».

 

Hubiese sido nefasto tratar de alcanzar por la vía de «ententes organizativas» con otros partidos (aunque muchas veces estas se hayan realizado de hecho, bajo el fuego de la acción) esta unidad y dirección de la lucha que avanzaba de manera natural y fecunda en el seno de las organizaciones económicas; en ellas, el Partido promovía la reunión de todos los conflictos parciales y la unificación de todos los sindicatos. Allí, donde los obreros con diferentes opiniones políticas se reunían en la misma mesa, unidos por su condición común de proletarios, el Partido podía ejercer una función unificadora; y es allí que el partido, lejos del confusionismo venenoso de los «¡abracémonos!» y del efecto corruptor de las maniobras y acuerdos entre bastidores, podía lógicamente ejercer una influencia creciente. En la candente atmósfera de la época, los sindicatos, sobre todo periféricos y bajo la influencia de grupos revolucionarios, habrían podido recobrar su función de «escuelas de guerra» del proletariado, como decía Engels. En cuanto al Partido, este habría aparecido como el verdadero centro motor de la lucha proletaria, mientras que los otros partidos se habrían descompuesto y demostrado su dificultad de ponerse a la cabeza de la clase obrera. Para que esto sucediera, había que seguir la ruta hasta el final, sin titubear ni dar marcha atrás, había que comprender que aunque fuera posible la eventual recuperación de sus fragmentos, o en el peor de los casos, de sus «personalidades», el antiguo partido pesaba muy poco al lado de la conquista de obreros anónimos, pero combativos y políticamente sanos, y que bajo ningún aspecto hubiese compensado el desconcierto y desagrado de los proletarios quienes, al acercarse al Partido Comunista con la esperanza de deshacerse para siempre de los social-traidores (¡vestigios redorados de un pasado sin gloria!), los encontraran de nuevo en sus filas. No se debía seguir puliendo el blasón del maximalismo, al contrario, había que favorecer su pasaje hacia la derecha, descartando que terminara con menos vergüenza que esta. Esto está claramente indicado en el siguiente comunicado del Ejecutivo del Partido Comunista:

 

« Relación con los otros partidos y organizaciones sindicales

 

Ante las situaciones locales diversas que surgen del agitado período que atravesamos, los camaradas no aplican siempre correctamente las directivas tácticas del Ejecutivo. Consideramos, pues, necesario dar las siguientes explicaciones:

No se debe, sin previa autorización del Ejecutivo, participar en comités ni sostener iniciativas en las que participen diversos partidos políticos, como aquellas que aparecen con frecuencia en manifiestos firmados en común con la lista de participantes.

Para ciertas iniciativas que no tienen un carácter estricto desde el punto de vista partidista, el Ejecutivo comunicó y comunicará eventualmente llamados a la acción, dirigidos a los sindicatos frecuentados por obreros de todas las tendencias. En tal caso, los Comités deben estar integrados por representantes sea por la CGT, sea, en ciertos casos, por la Unión sindical (centro anarquista) y donde el Partido no debe figurar, ni enviar representantes políticos, participando sólo de manera indirecta, a través de sus miembros militantes en los sindicatos. En consecuencia, las secciones comunistas no enviarán representantes a tales comités, ni firmarán manifiestos, ni aparecerán como organizadoras de comités, dejando todo esto a las organizaciones sindicales, sean o no dirigidos por nuestro Partido. Esto lo hacemos con el mismo criterio que ha sido adoptado, por ejemplo, para las víctimas políticas y la ayuda a la Rusia comunista.

En los ámbitos donde se ejerce la función directamente política del Partido, no se deben ni constituir comités mixtos, ni llamar a las organizaciones sindicales a la acción; esto vale, por ejemplo, para el encuadramiento militar.

Toda derogación a estas normas (que no tienen para nosotros un carácter de principio absoluto) pertenecen exclusivamente al Ejecutivo. Esperamos que de ahora en adelante los camaradas se sujeten estrictamente a lo precedente».

(Il Comunista, 21 de agosto de 1921)

 

En los meses que siguen, veremos al Partido ponerse constante y enérgicamente a la cabeza, no sólo de la resistencia armada de los obreros contra los ataques de los camisas negras, sino de las descomunales huelgas que vendrán. Sus directivas penetraban ampliamente en las organizaciones económicas, recogiendo en su seno la plena adhesión de las masas. Para no citar más que dos ejemplos, la CGT no respondió a la invitación hecha por el Partido a conformar un frente único sindical, pero la base la obligó a convocar al Consejo Nacional de Verona; igualmente el Sindicato de Ferroviarios fue forzado a tomar la iniciativa de la «Alianza del Trabajo» (19). Es lícito preguntarse si los frutos de la enérgica intervención del Partido en todos los frentes de la lucha proletaria no hubieran sido aún mayores, si la Internacional no hubiese escogido la vía aparentemente más rápida del frente único político con el viejo Partido Socialista, cuyo fin era conquistar a las capas cada vez más amplias de la clase obrera, y si tampoco hubiera seguido al PSI en su precipicio, con el pretexto de impedir que cayera en él.

Creer que era útil expulsar del PSI a la derecha reformista, imaginarse que si él se zafara de su reformismo así como de los reformistas declarados, eso era ilusionarse, y, por el efecto que iba a tener en las masas, esta ilusión era altamente perniciosa. Diariamente les enardecía la cobardía y la duplicidad de los maximalistas, tanto jefes sindicales como políticos. A cada hora la experiencia las obligaba a identificarlos con los fascistas, si no a considerarlos como agentes conscientes o inconscientes de la reacción patronal. Fue con estupor que estas mismas masas vieron, en los vomitivos Congresos del viejo PSI, arribar las... ¡delegaciones de la Internacional Comunista! Todo ocurría como si, a los ojos de Moscú, no había un solo y único partido de la clase obrera, sino un abanico de partidos candidatos propuestos para ese rol, ¡como si se tratara de negociar por vía diplomática el pasaje de la candidatura a la investidura oficial! Por las intenciones del Komintern, sin duda sinceras, se trataba de una gran maniobra política, pero, para los proletarios que diariamente arriesgaban el pellejo en todos los frentes, eso fue una trágica burla al Partido Comunista de Italia, en fin, un sabotaje puro y simple de los resultados conquistados a un precio exorbitante y al calor de la lucha de clase.

 

La segunda ola

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Como ya hemos visto más arriba, en su incurable estupidez los maximalistas juzgaban que el tratado de pacificación, firmado por Bacci... «con el corazón encogido» (¡sic!), marcaría «el comienzo de la disolución de las fuerzas fascistas (Avanti!, 9/8/1921). No pasó un mes cuando los camisas negras volvían a tomar la ofensiva, apoyados ahora más que nunca por el Estado y aprovechando el desconcierto de una parte de la clase obrera.

En agosto, los pequeños episodios de violencia se multiplicarán y no terminarán enseguida sino para dar paso, a comienzos de septiembre, a una ofensiva brillante. El 10 de septiembre, durante la «Marcha sobre Ravena», tres mil camisas negras perfectamente equipados, armados y encuadrados ponen a fuego y a sangre los campos de Romaña; el gobierno dejó hacer, y es solo el 27, luego de la muerte de siete fascistas en Modena durante un enfrentamiento con la guardia real, cuando lanza un decreto prohibiendo el porte de armas y las idas y venidas en autobus de provincia a provincia, cuyo único efecto fue el de desarmar a los obreros y campesinos. Curioso, pero lo cierto es que los héroes de la cachiporra tardarán 10 meses en conquistar a Ravena, y bajo circunstancias que pondrán una vez más a la luz el rol derrotista del PSI y de la CGT. El 26 de septiembre, en Mola di Pari, muere abaleado el diputado Giuseppe di Vagno. El inefable grupo parlamentario socialista se opondrá:

 

«a la proposición emanada de diversas organizaciones para desencadenar una protesta nacional, permaneciendo fiel a su intención de hacer todo sin omitir nada que sea susceptible de detener la orgía de violencia que enluta al país, es decir, no una protesta que abra las puertas a nuevas violencias, sino una acción consciente y tenaz, a fin de preparar la movilización civil de los trabajadores».

Probablemente, la intención del PSI era enviar una enésima petición al gobierno Bonomi. El 20 de octubre, el gobierno que los socialistas juzgaban no muy «fuerte», lanzaba una circular ordenando el envío de unos 60 mil oficiales desmovilizados a los centros de entrenamiento más importantes, con una paga equivalente a 4/5 partes de la que percibían hasta ese momento, y bajo la obligación de inscribirse en los grupos de asalto fascistas cuyo mando ellos debían garantizar. ¡No hacía falta mucha plata para favorecer y acelerar el proceso de centralización y formación disciplinada ya iniciado por los grupos fascistas de asalto! Con sus diputados en frac, sus oficiales regulares al mando de grupos de asalto irregulares y, dentro de poco, su organización de Partido, el fascismo presenta todas las características de la honorabilidad, ya no es un movimiento ilegal, sino un instrumento de la ley, paralelo al Estado mismo. ¡A esto es lo que llevan las «nuevas vías al socialismo» beatificadas por Ivanoé Bonomi!

Pero esto es sólo el comienzo. Mientras que el fascismo se afianza, que los grupos de asalto esperan que la putrefacción del PSI y la CGT haya destruido toda capacidad de resistencia de los centros obreros o incluso les haya abierto la puerta (para esto, habrá que esperar un año más), el ataque patronal se propaga de manera sistemática. Los cuatro últimos meses de 1921 estarán marcados por una multitud de agitaciones que el oportunismo de la CGT se las arregló para encerrar en el cuadro regional (¡no se había llegado todavía a la ignominia actual de declarar huelgas por empresas o incluso por talleres!). En agosto y septiembre, los obreros del textil y de la madera se declaran en huelga a nivel nacional, a estos le siguen los metalúrgicos de la región lombarda. Cuando estas huelgas terminan, les toca el turno a los metalúrgicos de Liguria y Venecia juliana. La huelga de categoría de los primeros coincide con una huelga general, pero allí también la agitación es suspendida, mientras que en Venecia juliana, se reaviva y generaliza. La huelga metalúrgica en esta última provincia apenas termina cuando un tipógrafo es asesinado en Trieste, provocando un huelga general de esta categoría que, por lo demás, los esquiroles logran liquidar en el intervalo de 24 horas; paralelo a estos movimientos potentes pero desarticulados, los ferroviarios del Midi italiano continúan en lo suyo, mientras que, en Roma, la CGT pone fin a la huelga general anti-fascista desatada en noviembre. Se pueden también citar la huelga de Turín contra las condenas por hechos ocurridos durante la ocupación de las fábricas en 1920, la huelga general de Nápoles en solidaridad con los estibadores y metalúrgicos de la ciudad, en fin, el grave conflicto de los trabajadores del mar y muchas otras más. Son estos episodios que otorgan todo su valor a la campaña por el frente único sindical conducida por el Partido Comunista de Italia, paralela a su tarea de encuadramiento militar de los obreros. El PSI que ha firmado el pacto de pacificación acepta sin aspaviento que su apéndice confederal no responda a los vigorosos llamados de los comunistas a la unidad sindical y a la reunión de todos los conflictos sobre una plataforma reivindicativa única elevando a nivel de principio la defensa del salario, la jornada de ocho horas, los contratos y acuerdos en vigor, la organización económica y los parados. Contra los ataques de la patronal, la CGT no se le ocurre otra idea que la de hacer un... estudio sobre el estado de la industria, ¡origen de mil reivindicaciones bastardas del oportunismo actual!

Según los criterios arriba señalados, el vínculo entre la lucha económica y la lucha militar conducidas por el partido, aparecen luminosamente en el manifiesto que sigue:

 

« Contra la ofensiva de la reacción

 

¡Trabajadores, camaradas!

La persistencia de graves incidentes demuestra que la ofensiva de la bandas armadas reaccionarias de la burguesía está lejos de terminar. La violencia del fascismo, la reacción disimulada o abierta de la autoridad estatal no son más que un aspecto del movimiento anti-proletario general que, en el campo económico, se manifiesta por la tentativa de reducir los salarios a los obreros y de agravar las condiciones de trabajo a través de despidos y sanciones, acompañada de toda una campaña de mentiras y violencias contra las organizaciones laborales.

Más de una vez, nuestro partido ha declarado que todo esto confirma la profundidad de la crisis de la sociedad actual, crisis que empuja a la misma clase dominante a provocar al proletariado y conminarlo a lanzarse a la lucha final.

Ante la multiplicación de episodios de agresión burguesa, el Partido Comunista reafirma esta visión general de la situación, así como la táctica aplicada por sus militantes. La orden es de responder golpe por golpe, con los mismos medios que utiliza el adversario, de combatir la funesta ilusión según la cual sería imposible retornar a la paz social en el cuadro de las instituciones actuales y denunciar los supuestos esfuerzos de pacificación como actos de complicidad con el agresor y la clase dominante. Asimismo, el Partido Comunista indica al proletariado la sola vía a seguir para salir de una situación que se agrava cada día en detrimento suyo, debiendo ser afrontada en su conjunto, a su vez en el plano social, político y económico, es decir, a través de una acción del proletariado en su totalidad, que culmine con la creación del frente único de todas las categorías y de todos los organismos locales de clases trabajadoras.

Con este fin, hemos definido en términos precisos, por intermedio del Comité sindical comunista, los objetivos que deberá plantearse una movilización de todo el proletariado italiano, con la proclamación de una huelga general común a todos los grandes sindicatos nacionales, remitiéndonos totalmente a nuestro programa (el derrocamiento del Estado burgués y la instauración de la dictadura del proletariado). La precisa invitación que hemos enviado a la CGT, a la Unión sindical y al sindicato ferroviario, a que convoquen a sus Consejos nacionales con el fin de discutir la posición comunista y organizar de común acuerdo la acción general del proletariado, ha suscitado gran entusiasmo en las masas, pero los dirigentes todavía no se deciden a actuar.

Nuestro partido concretiza en esta proposición el programa de acción inmediata del proletariado. Los acontecimientos que se precipitan demuestran su rigor y su eficacia. Los otros partidos que se reclaman del proletariado, en especial el Partido Socialista que, pese a sus peticiones de desarme moral y material, hoy ha sido golpeado de manera atroz en la persona de uno de sus diputados, hace silencio sobre nuestra posición, y no hace nada por proponer otros programas de acción proletaria.

¡Trabajadores!

Las sangrientas hazañas de las bandas fascistas que sublevan olas de indignación en vosotros, más la amenaza del hambre que pende sobre ustedes y vuestras familias, deben incitarlos a mirar la situación cara a cara.

Reúnanse con sus organizaciones para discutir y aceptar la proposición del Comité sindical comunista.

Reclamen a los grandes sindicatos la convocación de Consejos nacionales para discutir su aplicación.

Exijan a los partidos y hombres políticos que les hablen de los intereses de los trabajadores explotados, vejados y reprimidos, que se pronuncien claramente en torno a este encendido problema, que digan lo que piensan de la acción a tomar por parte de los obreros.

No hay salvación sin la acción general y directa de las masas, sin la lucha a fondo contra la burguesía, lucha que debe remplazar los absurdos esfuerzos por conciliar sus intereses y los vuestros. En lugar de restaurarlo, hay que derribarlo, el orden burgués.

Sólo de esta manera es que podrán salvarse del hambre, la reacción, la agresión que hoy se desencadena sobre vuestras vidas.

¡Viva la acción general de todo el proletariado contra la ofensiva capitalista, hacia la victoria revolucionaria final!

El comité ejecutivo»

 

Durante la segunda mitad de 1921, pese al derrotismo del PSI?y la CGT, asistimos a un endurecimiento y reorganización de la defensa obrera en todos los frentes. La acción del joven Partido Comunista de Italia no sólo reanima y enciende la combatividad proletaria, sino que además le da una sólida armazón. Es el vigor de la respuesta obrera, mucho más fuerte de lo que se esperaba, y que era incluso invencible en los grandes centros urbanos, lo que obliga al enemigo a concentrar y disciplinar sus propias fuerzas. Sin embargo, como ya hemos visto, hasta agosto de 1922 y después, este último quedará confinado a la provincia y a las zonas agrarias, y no logrará salir de allí que a precio de oro, y con la ayuda del Estado y los reformistas y maximalistas traidores.

En fin que mientras los Bacci & Cia esperaban una descomposición de la organización militar fascista como consecuencia del pacto de pacificación, vemos de un lado, a los «descompuestos» recuperar fuerzas gracias a este pacto y, del otro, al proletariado no sólo apoderarse de las armas – en vez de abandonarlas –, sino también de pasar a la ofensiva muy a menudo, gracias a la tonificante influencia de la acción anti-pacifista de los comunistas. Por ejemplo, en Roma, a comienzos de noviembre de 1921, el mismo día en que se tiene el Congreso del PNF, los proletarios, apoyados y dirigidos por el Partido, asestaban un golpe sublime a los insolentes pandilleros fascistas cuya contrarrevolución aprenderá... «valientemente» la lección, evitando de ahora en adelante atacar de frente a los centros obreros.

 

¿Qué es pues el fascismo?

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El episodio de Roma tiene gran importancia, ya que la agitación contra los camisas negras, que con motivo del Congreso habían acudido a Roma, bien decididos a «dejar un recuerdo de ellos», comienza en el tono popular y pequeño burgués característico de la capital (legalidad contra ilegalidad, orden y civilización contra desorden y barbarie, etc.) para ir tomando lentamente un carácter virilmente proletario. El nueve de noviembre, tan pronto llega a la estación de trenes, un grupo de asalto fascista abre fuego contra los ferroviarios, con el pretexto de haber hecho silbar la locomotora, el Comité de defensa proletaria formado por las dos Bolsas del Trabajo decide llamar finalmente a la huelga general tanto en Roma como en la provincia, dándole el carácter de protesta contra ese exabrupto. Por ejemplo, los Arditi dei Popolo declaran «estar desgraciadamente obligados a declinar toda responsabilidad, porque no pueden frenar la protesta justa y sagrada de la masa proletaria de Roma». Es sólo bajo la presión exterior, y muy vigorosa, de los comunistas que el Comité de defensa se decide a declarar la huelga indefinida hasta tanto los camisas negras no hayan abandonado la ciudad. Esta huelga continúa sin interrupción ni deserción durante cinco días. En vano, el gobierno amenaza a los ferroviarios con sanciones draconianas. Esto más bien provocó que el personal de ferrocarriles de todo el Midi y del sector de Ancona paralizaran el trabajo en solidaridad con sus camaradas romanos. La guardia real tratará inútilmente de poner a funcionar algunos trenes, así como inútil fue el ultimátum de los congresistas fascistas (que jamás ejecutaron) lanzado a los huelguistas. La capital estuvo completamente paralizada, y los fascistas pronto debieron renunciar a sus primeras tentativas de invadir los barrios obreros, a causa de las plumas que habían dejado intentándolo. Finalmente, el 14 de noviembre, casi en estampida tuvieron que dejar la ciudad convertida en campo atrincherado. Cuatro obreros muertos y 115 heridos, 44 comunistas entre ellos, fue el precio de la victoria, obtenida gracias a la enérgica batalla ofrecida contra las fuerzas legales e ilegales del orden. Al año siguiente, el 24 de mayo de 1922, cuando los pandilleros tratan de hacerse dueños de Roma, y es nuevamente del barrio proletario de San Lorenzo que partirá la chispa de una contra-ofensiva que los arrojará de la ciudad, oprobiosamente apaleados, en medio de la furia popular. Esta es la mejor prueba de lo que pueden llegar a hacer los proletarios, cuando la lucha es seguida hasta el final, sin límites ni vacilaciones, como lo preconizaba el Partido Comunista.

Nada mejor para hacer el balance teórico de un año de lucha encarnizada y sangrientos enfrentamientos de clase del año 1921, que citar una serie de artículos aparecidos en la prensa del Partido durante la tenida del congreso mussoliniano, dando nuestra interpretación de Partido acerca de los orígenes del fascismo en el marco de la evolución del régimen burgués:

 

« El fascismo

 

El movimiento fascista ha traído a su Congreso (20) el bagaje de una potente organización, y, proponiéndose un espectacular despliegue de sus fuerzas en la capital, ha querido igualmente sentar las bases de su ideología y de su programa en presencia de la gente; sus dirigentes se imaginaron que tenían el deber de dar a una organización tan desarrollada la justificación de una doctrina y de una política «nuevas». El fracaso que el fascismo ha sufrido con la huelga romana no es nada comparado con la bancarrota que ha surgido de los resultados del Congreso en lo que concierne a esta última pretensión. Es evidente que la explicación y, si se quiere, la justificación del fascismo no se encuentran en esas construcciones programáticas que pretenden ser nuevas, sino que se reduce a cero, tanto como obra colectiva que como tentativa personal de un jefe que se siente destinado infaliblemente a la carrera de «hombre político», en el sentido tan tristemente conocido del término, pero que jamás será un «maestro». Futurismo de la política, el fascismo no se ha elevado un milímetro por encima de la mediocridad política burguesa. ¿Por qué?

Se ha dicho que el Congreso se redujo a un discurso de Mussolini. Y ese discurso es un engendro. Comenzando por el análisis de los otros partidos, este no llegó a una síntesis que hubiese hecho aparecer la originalidad del partido fascista con respecto a los otros. Si ha conseguido destacarse por su violenta hostilidad contra el socialismo y el movimiento obrero, no se observa por ninguna parte lo que tiene de novedosa su posición con respecto a las ideologías políticas de los partidos burgueses tradicionales.

La tentativa de exponer la ideología fascista aplicando una crítica destructiva a los viejos esquemas, bajo la forma de brillantes paradojas, se redujo a una serie de afirmaciones que ni eran nuevas, ni tenían relación unas con otras en la nueva síntesis que se hizo, ya que se examinaron sin ninguna eficacia los argumentos fuera de lugar de una polémica política, y puestos a la orden del día por el afán de novedad que atormenta a los políticos de la decadente burguesía. Hemos podido asistir no sólo a la solemne revelación de una nueva verdad (lo que vale para el discurso de Mussolini, vale igualmente para toda la literatura fascista), sino también a un desfile de toda la flora intestinal que prospera sobre la cultura y la ideología burguesa en una época de crisis suprema, y a las variaciones sobre fórmulas arrancadas al sindicalismo, al anarquismo, a los residuos de la metafísica espiritual y religiosa, con la excepción afortunadamente, de nuestro horrible y brutal marxismo bolchevique.

¿Qué conclusión se puede sacar de esta mezcla informe de anticlericalismo franc-masón y de religiosidad militante, de liberalismo económico y antiliberalismo político, merced al cual el fascismo pretende distinguirse a la vez del partido popular y del colectivismo comunista? ¿Qué sentido tiene el afirmar que comparte con el comunismo la noción antidemocrática de dictadura, cuando esta dictadura no se concibe más que como la composición de la «libre» economía sobre el proletariado, y que se declare que esta economía «libre» es hoy más necesaria que nunca? ¿Qué sentido tiene alabar la república en un momento en que se vislumbra la perspectiva de un régimen pre-parlamentario y dictatorial, y en consecuencia ultra-dinástico? ¿Qué sentido tiene oponer a la doctrina del partido liberal la de la derecha histórica que ha sido seria e íntimamente más liberal que la de dicho partido, tanto teórica como prácticamente? Si el orador hubiese extraído de todas estas enunciaciones una conclusión que las ordenase armoniosamente, sus contradicciones no habrían desaparecido, pero por lo menos hubiesen prestado al conjunto esa fuerza propia de las paradojas, de la cual hace gala cualquier nueva ideología. Pero como en este caso la síntesis final falta, no queda más que un amasijo de viejas historias, por lo que el balance es un balance de quiebra.

El punto sensible era el de definir la posición del fascismo de cara a los partidos burgueses del centro. Bien que mal se podía presentar como adversario del Partido Socialista y del partido popular; pero la negación del partido liberal y la necesidad de librarse y, en cierto modo, de sustituirle, no han sido teorizados en forma al menos un poco decente ni traducidos en programa político. No queremos afirmar, precisémoslo de una vez, que el fascismo no puede ser un partido, pero entonces será un partido que concilie perfectamente sus extravagantes aversiones contra la monarquía, contra la democracia parlamentaria y contra el... socialismo de Estado. Constatamos simplemente que el movimiento fascista dispone de una organización real y sólida que puede ser tanto política y electoral como militar, pero que carece de una ideología y de un programa propios. El Congreso y el discurso de Mussolini, que ha hecho todo lo posible para definir su movimiento, prueban que el fascismo es impotente para definirse a sí mismo. Este es un hecho sobre el cual volveremos en nuestro análisis crítico y que prueba la superioridad del marxismo, que sí es perfectamente capaz de definir el fascismo.

 

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El término «ideología» tiene cierto sabor metafísico, no obstante lo emplearemos para denominar el bagaje programático de un movimiento, la conciencia que tiene de los fines que debe necesariamente alcanzar mediante su acción. Esto implica naturalmente un método de interpretación y una concepción de los hechos a nivel social e histórico. En la época actual, precisamente porque se trata de una clase en su ocaso, la burguesía posee una ideología desdoblada. Los programas que pregona exteriormente no corresponden a la conciencia interior que se tiene de sus intereses y de la acción necesaria para protegerlos. Cuando la burguesía era todavía una clase revolucionaria, la ideología social y política que le es propia, ese liberalismo que el fascismo se cree llamado a suplantar, estaba en su máximo apogeo. La burguesía «creía» y «quería» según los postulados del programa liberal o democrático: su interés vital consistía en liberar su sistema económico de las trabas que el antiguo régimen oponía a su desarrollo. Estaba convencida de que la realización de un máximo de libertad política y la concesión de todos los derechos posibles e imaginables a todos los ciudadanos sin excepción, coincidían no solamente con la universalidad humanitaria de su filosofía, sino con el máximo desarrollo de la vida económica.

De hecho, el liberalismo burgués no fue sólo una excelente arma política mediante la cual el Estado abolió la economía feudal y los privilegios de los dos primeros «estados», el clero y la nobleza. Fue también un medio nada desdeñable para que el Estado parlamentario pudiese cumplir su función de clase no solamente contra las fuerzas del pasado y su restauración, sino también contra el «cuarto estado» y los ataques del movimiento proletario. En la primera fase de su historia, la burguesía no tenía todavía conciencia de esta segunda función de la democracia, es decir, del hecho de que estaba condenada a transformarse de factor revolucionario en factor conservador, a medida que el enemigo principal dejase de ser el antiguo régimen para convertirse en el proletariado. La derecha histórica italiana, por ejemplo, no tuvo conciencia de esto. Los ideólogos liberales no se contentaban con decir que el método democrático de formación del aparato de Estado se hacía en interés de todo «el pueblo» y aseguraba una igualdad de derechos a todos los miembros de la sociedad: también se lo «creían». No comprendían todavía que, para salvar las instituciones burguesas que ellos representaban, pudiese ser necesario abolir las garantías liberales inscritas en la doctrina política y en la Constitución de la burguesía. Para ellos, el enemigo del Estado tenía que ser el enemigo de todos, un delincuente culpable de violar el contrato social.

Por consiguiente, para la clase dominante resultó evidente que el régimen democrático podía servir igualmente contra el proletariado y que era una excelente válvula de seguridad contra el descontento económico de este último; la convicción de que el mecanismo liberal servía estupendamente a sus intereses se aferra cada vez más en la conciencia de la burguesía. Lo considera ya como un medio y no como un fin abstracto, dándose cuenta de que el uso de estos medios no es incompatible con la función integradora del Estado burgués, ni con su función de represión, incluso violenta contra el movimiento proletario. Pero un Estado liberal que para defenderse debe abolir las garantías de la libertad, aporta la prueba histórica de la falsedad de la doctrina liberal como interpretación de la misión histórica de la burguesía y de la naturaleza de su aparato de gobierno. Sus verdaderos fines son absolutamente todo lo contrario: defender a toda costa los intereses del capitalismo, es decir, utilizando por un lado, la democracia con todo tipo de maniobra política distraccionista, y por el otro, las represiones armadas, cuando la primera ha fracasado tratando de contener los movimientos que amenazan al Estado.

Sin embargo, esta doctrina no es una doctrina «revolucionaria» de la función del Estado burgués y liberal. Mejor dicho, lo revolucionario de ella es su formulación, y es por este motivo que en la fase histórica actual, la burguesía debe realizarla en la práctica y negarla en la teoría. Para que el Estado burgués cumpla la función represiva que es naturalmente la suya, es preciso que las presuntas verdades de la doctrina liberal hayan sido reconocidas implícitamente como falsas, pero sin ser del todo necesario volver atrás y revisar la constitución del aparato de Estado. Así la burguesía no tiene por qué arrepentirse de haber sido liberal, ni tampoco abjurar del liberalismo: es por un desarrollo «biológico» por así decir, que su órgano de dominación ha sido armado y preparado para defender la causa de la «libertad» mediante prisiones y ametralladoras.

 

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Mientras que formule programas y permanezca dentro del terreno político, un movimiento burgués no puede reconocer claramente esta necesidad de la clase dominante de defenderse por todos los medios, comprendidos los que están excluidos teóricamente por la Constitución. Esto sería una falsa maniobra desde el punto de vista de la conservación burguesa. Por otra parte es indiscutible que el 99% de la clase dominante presiente cuan falso sería, desde ese mismo punto de vista, repudiar hasta la forma de la democracia parlamentaria y reclamar una modificación en el aparato de Estado, tanto en sentido aristocrático como autocrático. Así como ningún Estado pre-napoleónico estaría mejor preparado que los Estados democráticos modernos para los horrores de la guerra (y no solamente desde el punto de vista de los medios técnicos), tampoco ninguno le llegaría a los tobillos en materia de represión interna y de defensa de su existencia. Por lo tanto, es lógico que en el período actual de represión contra el movimiento revolucionario del proletariado, la participación de los ciudadanos pertenecientes a la clase burguesa (o a su clientela) en la vida política revista nuevos aspectos. Los partidos constitucionales organizados de forma que hagan salir de las consultas electorales al pueblo una respuesta favorable al régimen capitalista sancionada por la mayoría no son suficientes. Es necesario que la clase sobre la cual reposa el Estado los asista en sus funciones según las nuevas exigencias. El movimiento político conservador y contrarrevolucionario debe organizarse militarmente y llevar a cabo una función militar en previsión de la guerra civil.

Conviene al Estado que esta organización se constituya «en el país», en la masa de los ciudadanos, porque de esta forma la función de represión se puede combinar mejor con la defensa desesperada de la ilusión que pretende que el Estado sea el padre de todos los ciudadanos, de todos los partidos, y de todas las clases. A medida que el método revolucionario gana terreno dentro de la clase obrera, y que la prepara para la lucha encuadrándola militarmente, y que la esperanza de una emancipación por las vías legales, es decir, permitida por el Estado, disminuye en las masas, el Partido del orden está obligado a organizarse y a armarse para defenderse. Paralelo al Estado, pero expuesto a sus protestas totalmente lógicas, este partido logra armarse «más rápido» que el proletariado, y se arma mejor, y toma la ofensiva contra ciertas posiciones ocupadas por su enemigo y que el régimen liberal había consentido; ¡pero no hay que tomar este fenómeno como el nacimiento de un partido adversario que quiere apoderarse del Estado para llevarlo a formas pre-liberales!

Tal es para nosotros la explicación del nacimiento del fascismo. El fascismo integra el liberalismo burgués en lugar de destruirlo. Gracias a la organización con la cual rodea la máquina de Estado, realiza la doble función defensiva que necesita la burguesía. Si la presión revolucionaria del proletariado se acentúa, la burguesía tendrá probablemente que intensificar al máximo estas dos funciones defensivas que no son incompatibles, sino paralelas. Hará alarde de una política democrática e incluso social-demócrata bastante audaz, mientras suelta a los grupos de asalto de la contrarrevolución contra el proletariado para aterrorizarlo. Pero este es otro aspecto de la cuestión que únicamente sirve para demostrar cómo la antítesis entre fascismo y democracia parlamentaria está desprovista de todo sentido, tal como la actividad electoral del fascismo lo ha podido demostrar.

No es necesario ser un lince para convertirse en partido electoral y parlamentario. Tampoco es necesario resolver el difícil problema de cómo elaborar un programa «nuevo». Jamás el fascismo podrá justificar su razón de ser en tablas programáticas, ni tomar consciencia de ello, puesto que él es a su vez el producto del desdoblamiento del programa y de la consciencia de toda una clase y puesto que, si le tocara hablar en nombre de una doctrina, debería regresar el cuadro histórico del liberalismo tradicional que hoy le confía la carga de violar su doctrina «para uso externo», a la vez que se reserva la de predicarla como en el pasado.

El fascismo no ha sabido, pues, definirse en el Congreso de Roma y jamás lo logrará (sin que por esto tenga que renunciar a vivir y cumplir su misión) ya que el secreto de su constitución se resume en la fórmula: la organización lo es todo, la ideología no es nada, la cual responde dialécticamente a la fórmula liberal: la ideología lo es todo, la organización no es nada.

Después de haber demostrado en forma somera que la separación entre doctrina y organización caracteriza a los partidos de una clase decadente, sería muy interesante probar que la síntesis de la teoría y de la acción es propia de los movimientos revolucionarios ascendentes, proposición que se desprende de un criterio rigurosamente realista e histórico. Porque si hacemos acto de fe, esto nos conduce a la conclusión de que cuando se conoce al adversario y las razones de su fuerza, más de lo que él conoce de sí mismo, y que saque su propia fuerza de una conciencia clara de los fines que se esperan,¡no se puede fracasar!»

(Ordine nuovo, 17/11/1921)

 

Más sobre el «programa fascista»

 

Los argumentos arriba desarrollados son tomados de nuevo en un artículo del 27 de noviembre de 1921 en la prensa del partido y que merece ser citado integralmente, igual que el precedente :

 

« El programa fascista

 

Aparte del manifiesto, el periódico fascista ha publicado también un artículo dedicado (al igual que toda una serie) a defender el movimiento contra la acusación venida de todas partes de que este no tiene ni programa, ni ideología, ni doctrina. El líder fascista responde a este coro de reproches con cierta irritación: ¿Nos reclamais un programa? ¿Me lo reclamais a mí? ¿No os parece que he logrado formularlo en mi discurso de Roma? ... y encuentra una salida no desprovista de valor polémico: los movimientos políticos que dicen haber sido defraudados tras la espera, ¿cómo es que no tenían ellos un programa? A partir de allí deduce dos cosas: primero, precisamente porque los partidos burgueses y pequeño-burgueses no tienen un programa, esperaban que el fascismo se los aportara; segundo, su falta de programa no debe achacársele al fascismo, pues este más bien constituye un elemento importante para comprender y definir la naturaleza de este programa.

El director del diario fascista pretende demostrar que si el fascismo no tiene tablas programáticas ni cánones doctrinales, es debido a que revela la tendencia más moderna del pensamiento filosófico, las teorías de la relatividad que, según él, habrían hecho tabla rasa del historicismo (9) para afirmar el valor del activismo absoluto. Este descubrimiento del Duce se presta de sobra para la burla: después de numerosos años, él no ha hecho otra cosa que relativismo por intuición, pero, preguntémonos ¿cuál es el político que no dice lo mismo y no se reivindica del «relativismo práctico»? Hay que señalar más bien que esta aplicación del relativismo, del escepticismo y del activismo en la política no es nada nueva. Es por el contrario un repliegue ideológico muy corriente, el cual se explica objetivamente por las exigencias de la defensa de la clase dominante como nos lo enseña el materialismo histórico. En la época de su decadencia, la burguesía es incapaz de trazarse una vía (es decir, no sólo un esquema de la historia, sino también un conjunto de fórmulas de acción); es por esto por lo que, para cerrar la vía que otras clases se aprestan a tomar, en su agresividad revolucionaria no encuentran nada mejor que recurrir al escepticismo universal, filosofía característica de épocas de decadencia. Dejemos de lado la doctrina de la relatividad de Einstein, que concierne a la física... Su aplicación a la política y a la historia de nuestro malogrado planeta no podría tener efecto sensible alguno: si se piensa que esta doctrina corrige la evaluación del tiempo en función de la velocidad de la luz y que el tiempo empleado por un rayo luminoso en recorrer las distancias más largas en nuestro globo es inferior a la vigésima parte de un segundo, se comprende que la cronología de los sucesos terrestres no se vería afectada de ninguna manera. Entonces ¿qué nos importa saber si Mussolini hace relativismo hace diez años, o bien desde hace diez años más la vigésima parte de un segundo?

Pero las aplicaciones del relativismo y del activismo filosófico a la política y a la praxis social son una vieja historia, y constituyen un síntoma de impotencia funcional, simplemente. La sola aplicación lógica de estas doctrinas reside en el indiferentismo de los individuos; sin programas de reforma y de revolución de la sociedad es imposible la existencia de grandes organizaciones colectivas; no queda más que la acción de particulares y, a lo sumo, de pequeños grupos independientes y dotados de una máximo de iniciativa.

Dos de las formas más conocidas de revisión del marxismo, el reformismo y el sindicalismo, han sido escépticas y relativistas, en perfecta lógica consigo mismas. Bernstein dijo ya mucho antes que Mussolini, que el fin no es nada y que la acción, el movimiento, lo es todo. Se intentaba despojar al proletariado la visión de un objetivo final, quitándole a la vez la concepción unitaria de la clase que implica la lucha en función de una sola orientación. Se reducía así el socialismo a la lucha de grupos discordantes, por fines contingentes, con un abanico infinito de métodos, es decir, a ese «movilismo» que el Duce invoca hoy. Es la misma actitud que dio nacimiento al sindicalismo. La crítica relativista parece considerar que el sistema que habla a la clase obrera de la unidad de su movimiento en el tiempo y en el espacio, no es más que una antigualla mil veces refutada y enterrada. Pero esta crítica que se presenta día tras día como «nueva» no es más que una repetición machacona y pesada de pequeños burgueses; se asemeja al elegante escepticismo religioso de los últimos aristócratas, los cuales, en la víspera de la gran revolución burguesa, no tenían ya la fuerza necesaria para luchar por la conservación de su propia clase; tanto en un caso como en otro, estos son síntomas de la agonía.

Por su naturaleza, el fascismo no tiene ningún derecho a reclamarse del relativismo. Todo lo contrario, se podría decir que él representa los últimos esfuerzos de la clase dominante actual para darse líneas de defensa seguras y para sostener su derecho a la vida frente a los ataques revolucionarios. Es un historicismo negativo, pero historicismo a fin de cuentas. El fascismo posee una organización unitaria de indiscutible solidez, la organización de todas las fuerzas decididas a defender desesperadamente en la práctica un conjunto de posiciones teorizadas desde hace mucho tiempo; y esta es la razón por la cual aparece no como un partido que aporta un programa nuevo, sino como una organización que lucha por un programa establecido desde hace lustros, el programa del liberalismo burgués.

El agnosticismo en lo que atañe al Estado burgués, del cual el manifiesto del partido fascista parece dar fe, no debe ni puede inducir al error. Deducir de esto que para el pensamiento y el método fascista, la noción de Estado misma no es una «categoría fija» sería un juego de palabras sin sentido. De hecho el fascismo coloca al Estado y su función en relación con una nueva categoría rica de un absolutismo tan dogmático como no hay otro: la Nación. La mayúscula que le quita a la palabra Estado, el fascismo se la pone a la palabra nación. Cómo es que ahora la voluntad y la solidaridad nacionales no podrían ser expresiones «historicistas» y «democráticas», ¡he aquí la cuestión que los filósofos del fascismo deberían explicarnos!

En realidad el término «Nación» equivale simplemente a la expresión burguesa y democrática de soberanía popular, soberanía que el liberalismo pretende que se manifieste en el Estado. El fascismo, en fin, no ha hecho sino heredar las nociones liberales, y su recurso al imperativo categóricamente nacional no es más que otra manifestación del embuste clásico que consiste en disimular la coincidencia entre Estado y clase capitalista dominante. Basta una crítica superficial para demostrar, primero, que la Nación del manifiesto fascista es indiscutiblemente una «categoría» que tiene ideológicamente un valor tan absoluto que quien se atreva a blasfemar contra ella es condenado al sacrificio expiatorio... de una tunda de palos; y segundo, que esta Nación no es otra cosa que la burguesía y el régimen que ella defiende, es decir, la anti-categoría de la revolución proletaria. Muchos movimientos pequeño-burgueses que toman actitudes pseudo-revolucionarias – y que hoy, por muy paradójico que pueda parecer, convergen todos hacia el fascismo – se valen también del epíteto «nacional». Sería imposible comprender cómo la Nación reside en el movimiento de los voluntarios fascistas más que en la masa desorganizada (u organizada en otras minorías) que es su enemigo natural, si el concepto de Nación no estuviese disimulado por los mismos elementos que nos conducen a nosotros marxistas, a establecer que el Estado burgués que dice hablar en nombre de todos, es una organización minoritaria para la acción de una minoría: la burguesía. La indecisión de la potente organización de los voluntarios fascistas frente a la organización estatal no denota una independencia de movimiento por su parte, sino únicamente la existencia de una división conforme a las exigencias de la conservación burguesa. Es precisamente por la necesidad de que el Estado guarde el derecho de presentarse como la expresión democrática de los intereses de todos, por lo que esta milicia de clase debe necesariamente formarse fuera de él; pero demuestra ser tan poco coherente con las filosofías de las que hace gala que, en lugar de presentarse como la expresión de una elite, reduce su programa a un vago «nominalismo», el cual tiene entre otras la propiedad de ser democrático en el sentido tradicional y vulgar: la Nación.

El relativismo domina en todas las capas burguesas debilitadas y resignadas a la derrota, cuya propia desorganización prueba que el pensamiento y la dominación burguesa han naufragado. Pero la organización que agrupa y encuadra las últimas capacidades de lucha de la burguesía muestra que las fuerzas del pasado capaces aún de unirse no lo hacen sobre la base de un programa que ofrecer a la historia del mañana (ninguna corriente burguesa, ni siquiera el fascismo, puede elaborar nada semejante) y que sólo obedecen a la decisión instintiva de impedir la victoria del programa revolucionario. Si este hubiese sido batido en el campo teórico, si no hubiese podido refutar las nuevas y atrayentes tesis que brillan en los artículos del líder fascista, y si la burguesía no presintiera en él un peligro, es decir, la realidad del mañana, ¡bien podría el Duce despedir a sus camisas negras y, en nombre de la filosofía relativista y activista, abolir la disciplina inmovilista a la cual pretende someterlas cada vez más!

 

¡Viva el «gobierno fuerte» de la Revolución!

 

Frente a la amenaza de un nuevo y potente rival parlamentario, los partidos de la democracia, socialistas a la cabeza, reanimarán la campaña por un «bloque de izquierda» apuntando a... reforzar al Estado y su autoridad contra los pérfidos ataques del «ilegalismo» fascista. El Partido Comunista, para proclamar con más vigor la posición comunista clásica contra tales maniobras de diversión, contraponiendo la vía única e inamovible del comunismo, publicó el siguiente artículo:

 

« Sobre el gobierno

 

En lo que toca a la cantidad de idioteces que sueltan en la Cámara los demócratas, social-demócratas y socialistas que piensan volver a la vieja farsa del bloque de izquierda, la posición de los comunistas es muy simple.

Es completamente falso que el fascismo existe porque no hay un gobierno capaz de reprimirlo. Es engañarse a sí mismo pensar que la formación de un gobierno de esta naturaleza y, más allá, el contrapeso entre la acción del Estado y la acción del fascismo pueda depender de las decisiones que se tomen en el Parlamento. Si un gobierno fuerte – es decir, un gobierno capaz de imponer la ley actual – se llegara a crear, el fascismo puede muy bien irse a dormir, ya que ha perdido su razón de ser que es la de hacer respetar de manera efectiva la ley burguesa, ley que el proletariado tiende a demoler y que seguirá demoliendo si las resistencias conservadoras no se lo impidieren. Para el proletariado, los efectos de un gobierno así son iguales a los del fascismo: un montón de engaños. Hagamos algunas aclaraciones sobre estas tres afirmaciones que contraponemos al nauseabundo juego de esta «izquierda» política que se forma durante los contactos y regateos obscenos en el Parlamento, aprovechando la ocasión para renovar la expresión de asco que sinceramente nos inspira y que es mil veces superior a la que merecen todos los reaccionarios, clericalismos y nacional-fascismos de ayer y de hoy.

El Estado burgués, cuya potencia efectiva no reside en el parlamento, sino en la burocracia, la policía, el ejército, la magistratura, en nada le mortifica ser suplantado por la acción salvaje de las bandas fascistas. No se puede estar contra algo que uno mismo ha preparado y ahora defiende. No importa el grupo de payasos instalado en el poder; pues, la burocracia, la policía, el ejército y la magistratura están con el fascismo que es su aliado natural. Para eliminar el fascismo no hace falta un gobierno más fuerte, bastaría con que el gobierno actual cesara de apoyarlo con su fuerza. Son razones más profundas las que llevan al Estado a emplear contra el proletariado no la fuerza directa, sino la del fascismo que él sostiene indirectamente.

Nosotros, comunistas, no somos tan estúpidos como para reclamar un «gobierno fuerte». Si creyésemos que es suficiente pedir para obtener, reclamaríamos por el contrario un gobierno verdaderamente débil, que nos garantice la ausencia del Estado y su formidable organización en el duelo entre blancos y rojos. Entonces se le demostraría a los demócratas tipo Labriola que se trata de una guerra civil, y al Duce del fascismo que no es verdad que sus victorias vienen del «bajo materialismo» de los trabajadores. Somos nosotros quienes les daremos, tanto a unos como al otro, el «gobierno fuerte». Pero la hipótesis es absurda.»

El fascismo nació de la situación de revolucionaria. Revolucionaria porque la barraca burguesa no funcionaba más, revolucionaria porque el proletariado le ha comenzado a dar los primeros golpes. La demagogia vulgar y la bajeza sin nombre de los falsos jefes proletarios de diversos matices que hospedan en el partido socialista han saboteado el avance del proletariado. Pero esto no cambia nada al hecho de que la clase obrera revolucionaria de Italia con orgullo haya tomado la iniciativa del ataque contra el Estado burgués, el gobierno, el orden capitalista, el imperio cuya ley es el baluarte de la explotación de los trabajadores.

La situación puede cambiar, la crisis capitalista puede empeorar o aliviarse momentáneamente, el proletariado puede volverse más agresivo o sucumbir a los golpes de la contra-ofensiva y dispersarse por las infames maniobras de los socialistas, en fin, tantas hipótesis que aquí no vamos a decir cuál es la más probable. En todo caso, el cambio de función del fascismo con respecto a la organización estatal dependerá de la variación de la situación. Si el proletariado es derrotado, cualquier gobierno hará las veces de «gobierno fuerte», y los escuadrones fascistas podrán dedicarse a jugar al futbol o al homenaje de los codigos secretos del derecho en vigor. Si el proletariado vuelve al ataque, puede ser que el jueguecito de la alianza secreta entre liberales del gobierno y las formaciones fascistas, con un ministerio Nitti o Modigliani, siga tal vez durante un tiempo; pero no tardará en llegar el momento en que fascistas y demócratas del bloque de izquierda se pongan de acuerdo sobre el hecho – perfectamente cierto – que el único enemigo actual es el proletariado revolucionario, y entonces actuarán concertadamente y sin máscaras para hacer triunfar la contra-revolución.

La evolución de estos fenómenos sociales e históricos no tiene nada que ver con el desfile actual de idiotas y bribones en el Parlamento. La constitución de la «izquierda burguesa» que sobre 150 diputados cuenta con 145 candidatos a puestos ministeriales, no tendrá ninguna influencia sobre esta evolución; es ella, por el contrario, quien podría conducir al poder a cualquier Dugoni, Vavirca o otros personajes de la misma calaña, y que los trabajadores cometen el error de elegir y tomar en serio cuando lloriquean contra las violencias fascistas.

Para pretender, como lo hace el inefable Labriola, que se puede llegar a un gobierno capaz de desarmar al fascismo y devolver al Estado su función de único defensor del orden, por medio de simples maniobras parlamentarias, hay que estar bien excitado por el carrerismo político más vulgar para hacer una afirmación tan estúpida. Admitamos, aunque sea un instante, que sea cierto, ¿que significado tendría para el proletariado? Repitámoslo: una mentira. La más solemne de las mentiras.

Hubo un tiempo en el que el juego de la izquierda se oponía al de la derecha burguesa porque esta última utilizaba métodos coercitivos para mantener el orden, mientras que la primera se valía de medios liberales para hacer lo mismo. Hoy, la época de los medios liberales ha llegado a su fin y el programa de la izquierda consiste en mantener el orden con más «energía» que la derecha. Se quiere hacer tragar esta píldora a los trabajadores con el pretexto que son los «reaccionarios» quienes perturban el orden y que son las bandas armadas de Mussolini las que sufren la «energía» del gobierno.

Pero, como el proletariado tiene por misión de destruir vuestro maldito orden para instaurar el suyo, no hay peor enemigo que aquellos que se proponen defenderlo con extrema energía.

Si se pudiese creer en lo que dice el liberalismo, el proletariado bien pudiera exigir de la burguesía un gobierno liberal que le permita instaurar tranquilamente su dictadura. Pero sería culpable de ofrecer a las masas tal ilusión. Los comunistas denuncian el programa de la «izquierda» como un fraude, igual cuando gimen por las violación de las libertades públicas o se lamentan que el gobierno no es suficientemente enérgico. Lo único que pudiera alegrarnos es que a medida que este fraude descorre su velo, el liberal aparecerá claramente como un gendarme; aunque se ponga el uniforme para arrestar a Mussolini, siempre será un gendarme. Es verdad que no detendrá a Mussolini, pero montará guardia para proteger al enemigo de la clase obrera: el Estado actual.

Por lo tanto, no estamos ni por un gobierno débil, ni por un gobierno fuerte; ni de derecha, ni de izquierda. No nos van a hacer tragar esas distinciones a efecto puramente parlamentario. Sabemos que la fuerza del Estado burgués no depende de maniobras de corrillo entre «honorables». Estamos por un único gobierno: el gobierno revolucionario del proletariado. Y no se lo exigimos a nadie, lo preparamos contra todos, en las filas del proletariado.

¡Viva el gobierno fuerte del proletariado!»

Es con estas vigorosas palabras que se cierra el estudio de los acontecimientos de 1921, y en las cuales se condensa nuestra «alternativa» al esfuerzo desesperado de la sociedad burguesa por organizarse centralmente para resistir al ataque proletario. En los próximos artículos de esta serie, volveremos a detallar los principales episodios de los años 1922, 1923 y 1924, y de la lucha que, hasta el final, el Partido Comunista de Italia siguió llevando a contra-corriente.

 

(Al seguir al número próximo de la revista)

 


 

(1)--Este informe fue presentado en la reunión general del Partido realizada en Florencia del 20 de abril al 1° de mayo de 1967. Publicado en «Il Programma comunista», n° 16.

(2)--El historiador Gaetano Savemini, socialista para entonces, había llamado a Giolitti «ministro de la mafia» por su habilidad para aprovechar los recursos de la democracia reformista y socializante, mientras que utilizaba a las mafias locales – especialmente en el Sur – para controlar administraciones comunales dóciles y falsificar las elecciones a su favor, sin excluir la violencia abierta de los «mazzieri» (alguaciles) con el fin de intimidar a los obreros agrícolas.

(3)--Es esto lo que explicará el representante del P.C. de Italia que defendía entonces las posiciones de la Izquierda, en el IV Congreso de la I.C.

(4)--El veintiuno de noviembre de 1920, los fascistas tomarán por asalto al Palacio de la Municipalidad en el cual venía de instalarse la nueva administración socialista triunfalmente elegida. En la refriega que siguió hubo 9 muertos y 100 heridos. Estos incidentes marcan el comienzo de las expediciones punitivas contra las... plazas fuertes del proletariado, es decir, según la estúpida concepción de los reformistas... las municipalidades locales (¡!).

(5)--Los «arditi» (trad.: «valientes, intrépidos») eran grupos de asalto del ejército regular apertrechados con puñales y granadas de mano.

(6)--L’Ordine Nuovo, fracción del Partido Socialista con una concepción idealista y obrerista que seguirá a la fracción abstencionista en el nuevo partido luego de la escisión de Liorna. Implantada en Turín, y dirigida por Gramsci y Togliatti que más tarde se convertirán en los espantapájaros de Moscú contra la Izquierda que había fundado el partido.

(7)--Esta incomprensión de Gramsci, de un enunciado fundamental del marxismo aparece netamente en sus escritos en el siguiente pasaje: «Desde un punto de vista constitucional, ¿que queremos decir cuando afirmamos que los poderes públicos ejecutivo, legislativo y judicial no están separados ni son independientes unos de otros, sino reunidos en un solo poder, el poder ejecutivo». ¡Como si la noción de «dictadura de una clase» era de orden... constitucional, y no social e histórica!

(8)--F.I.O.M.: Federación Italiana de los Obreros Metalúrgicos.

(9)--En el cuadro del presente artículo no podemos desarrollar este punto capital, pero la revista «Programme Communiste» ha publicado una serie de textos relativos a la lucha sindical del P.C. de Italia cuando estuvo dirigida por la Izquierda. Estos son ricos en enseñanzas de candente actualidad.

(10)--«En tanto que comunista» declaraba el representante de la Izquierda, «primero soy centralista, y sólo después abstencionista». Y agregaba luego que si el parlamentarismo revolucionario tuviese algún sentido, era precisamente en aquella situación reaccionaria de 1921.

(11)--Esta actividad ha sido evocada en una serie de artículos publicados en «Il Programma Comunista», órgano del Partido Comunista Internacional en Italia bajo el título «La acción del Partido Comunista de Italia, sección de la III Internacional, dentro del movimiento sindical y la clase obrera». Como ya lo hemos indicado, estos textos han sido publicados en dicha revista.

(12)--Cf. octubre - noviembre - diciembre de 1969. Estas iniciativas pertenecían a los Arditi dei Popolo, organización militar de inspiración antifascista banal. («Programme Communiste», n° 45, julio de 1969).

(13)--Término en italiano que sirve para designar a los parlamentarios («onorevole»)

(14)--Es esta solución la que triunfó cuando Ivanoé Bonomi, padre de todas las «vías nuevas al socialismo», se transformó en presidente del Consejo.

(15)--Como ya lo hemos indicado, los «arditi» eran grupos de asalto de la armada regular apertrechados con puñales y granadas de mano.

(16)--En septiembre de 1919, jugando a los Garibaldi, d’Annunzio ocupa Fiume con sus «arditi»; pero como el tratado de Rapallo había declarado Fiume Estado independiente, el ejército italiano expulsa a d’Annunzio de la ciudad (27-29/12/1921)

(17)--El grupo ordinovista de Gramsci, siempre inestable aunque rápido en disciplinarse al... primer latigazo, al comienzo coqueteó con los Arditi dei Popolo, lo mismo en 1924, durante la crisis Mateotti, Gramsci no podrá abstenerse de ir a visitar a... Grabiel d’Annunzio, como posible opositor al fascismo.

(18)--«Programme Communiste» la revista francesa, de la cual extraemos este artículo para su traducción, ha publicado luego otro artículo que ilustra la vigorosa lucha del Partido Comunista de Italia, en los meses aquí citados, para movilizar a los obreros (hartos de los malos dirigentes) sobre el terreno de la lucha económica, terreno natural de la lucha de clase en general.

(19)--Es decir, el frente único de las diversas centrales sindicales en la lucha reivindicativa.

(20)--Se trata del Segundo Congreso nacional de los Fascias, que se tuvo en Roma del 7 al 10 de Noviembre de 1921, constitutivo del Partido Nacional Fascista.Treinta mil fascistas se habían dado cita en la ciudad, donde se librarán a sus exacciones habituales (5 muertos y 120 heridos en tres días).El 9 de noviembre asesinan a un ferroviario y esto desencadena una huelga general que nada – ni el gobierno ni los fascistas – pudo detener; esta cesará el 14 mucho después de haberse terminado el Congreso.El programa del PNF adoptado por el Congreso no será publicado que el 27 de diciembre en «Il popolo d’Italia».

(21)--Es decir, de la doctrina según la cual la historia obedecería a leyes.

 

Traducido de: Programme comuniste, n° 45, julio-septiembre de 1969 y n° 46, octubre-diciembre de 1969.

Publicado en Il Programma Comunista, del n° 16 del 22 de septiembre - 3 de octubre de 1967 al n° 3 del 15-29 de febrero del siguiente año.

 

 

Partido comunista internacional

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