A 80 años de la insurrección proletaria de 1934

 

(«El proletario»; N° 6; Marzo de 2015)

 

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El pasado mes de octubre de 2014 se cumplieron 80 años de la llamada insurrección de Asturias, en la que la clase trabajadora de la región, siguiendo la consigna insurreccional lanzada para todo el territorio nacional por el Partido Socialista, la Unión General de Trabajadores, parte de la Confederación Nacional del Trabajo y, a última hora, el Partido Comunista de España, se levantó en armas contra el gobierno burgués de la IIª República. Abandonados por sus líderes, traicionados por sus supuestos aliados y, en fin, arrojados a los pies de los caballos de la contrarrevolución caníbal y exquisitamente democrática que capitaneó el militar y destacado masón López Ochoa, los proletarios de Asturias pagaron con su vida su arrojo revolucionario.

A ochenta años de la insurrección de octubre, las lecciones que el proletariado deberá sacar de la que fue su gran derrota, están completamente perdidas tras el opaco velo de la falsificación democrática y oportunista con que prácticamente desde el final de la intentona revolucionaria se cubrieron los hechos. Nacionalistas, estalinistas y socialdemócratas, pero también anarquistas, confederales o espontaneístas, pretenden que las terribles debilidades del proletariado asturiano y español en aquellos días sean sus puntos fuertes y recrean, sobre el terreno de las armas de la crítica, toda la incapacidad de que los insurrectos fueron presa cuando llegó la hora de la crítica de las armas.

 

De abril a Octubre

 

1934, y concretamente el mes de octubre de ese año, fue el momento clave en el desarrollo de la lucha entre proletariado y burguesía en España. Fue el año en el cual el proletariado tomó la ofensiva para intentar liquidar a la clase burguesa y, sobre todo, fue el año en el que una terrible derrota le arrojó en manos de esta burguesía que, desde ese momento, contaría con él para combatir a su lado tras la consigna de la defensa de la Nación, la República y la Democracia.

A 1934 el proletariado del conjunto del país llega en un clima de tensión inédito hasta el momento. En 1931 la IIª República se instauró tras el abandono pacífico y sin combate de ningún tipo por parte del monarca Alfonso XIII y sus más fieles aliados. Habían pasado ocho años desde que, en 1923, este mismo monarca, presionado por la burguesía nacional, especialmente por la catalana, aceptase a Primo de Rivera como dictador temporal, en una suerte de gobierno semi fascista cuyo deber era, por un lado, combatir al proletariado rebelde de Barcelona y alrededores, que se enfrentaba desde hacía años a la patronal local en una serie de luchas ininterrumpidas a través de las cuales (tanto con las victorias como con las derrotas) se volvía cada vez más fuerte; y por otro, impulsar económicamente el país mediante una intensa política tendente a favorecer la inversión de nuevos capitales y la concentración de los ya existentes mediante la labor coordinada de las potencias imperialistas con más presencia en España y de los monopolios estatales. De esta manera se buscaba favorecer la recuperación económica del país, cuya industria se encontraba en franca decadencia desde que en 1918 el fin de la Iª Guerra Mundial desplazase el peso comercial España-potencias aliadas hacia la producción autóctona recuperada tras el periodo bélico en Francia, Bélgica, etc. La dictadura policial triunfó en las calles de las principales ciudades del país y sobre todo en Barcelona, donde Martínez Anido, Arlegui y una sucesión de matones organizados por el Estado y los sindicatos católicos, impusieron la ley del patrón acabando con los principales líderes proletarios. Las organizaciones clasistas quedaban prácticamente reducidas a cenizas, mientras que el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores se aprestaban a colaborar con el régimen (Largo Caballero, el futuro «Lenin español», llegó a ser consejero de trabajo). Finalmente, los últimos vestigios del movimiento obrero organizado cedieron el paso a la desesperación militante, que vio tanto en los grupos de pistoleros organizados por los anarquistas como en la colaboración entre clases propugnada por los sectores posibilistas de la CNT, la única salida a una situación trágica.

No fue el proletariado el que liquidó la dictadura de Primo de Rivera, como tampoco fueron las fuerzas democráticas supuestamente revolucionarias las que acabaron con la dictablanda de Aznar y Berenguer (y de paso con la monarquía). Fue el agotamiento de un modelo institucional que se encontraba, sólo siete años después de impuesto, agotado por la crisis económica mundial que comenzó en el crack bursátil de 1929. La propia burguesía pactó la salida del rey, organizó unas elecciones municipales a las que confirió el carácter de plebiscito sobre la forma de gobierno (algo especialmente significativo en un país como España donde el voto nunca ha tenido otro valor que ratificar el sistema de turnos y el caciquismo rural), cooptó a los sindicatos y a los partidos obreros para organizar la movilización de masas controlada y comedida y, finalmente, llegó a formar un gobierno con los mismos hombres de la dictadura que gobernaban hasta poco antes. Desde este momento, abril de 1931, hasta la insurrección de octubre de 1934, los acontecimientos serán una verdadera escuela de la lucha de clases para el proletariado que, lamentablemente, no aprovechó sus enseñanzas y acabó en el mismo punto donde empezó, con sus organizaciones políticas y sindicales jurando fidelidad al gobierno republicano de la burguesía.

Esta escuela de combate no se caracterizó tanto por las victorias proletarias como por sus significativas derrotas. Fueron derrotas políticas y militares, sobre el terreno económico y sobre el organizativo, seguidas de aparentes recuperaciones o definitivas… pero en todas estas facetas encontramos una única realidad: el proletariado español permaneció prisionero de las ilusiones democráticas y, llegado el momento decisivo, estas inclinaron sus expectativas del lado de la burguesía.

Si la república del 14 de abril no llegó mediante la lucha armada ni de la pequeña burguesía ni del proletariado, que fueron las dos clases sociales que después reivindicaron su existencia con más empeño, lo que sí sucedió es que la  presión simultánea ejercida por la crisis económica mundial y sus consecuencias sobre la clase proletaria y la guerra sin tregua que la burguesía libró contra la clase obrera con el fin de evitar que las reformas gubernamentales que se realizaban como consecuencia de la creciente tensión social fuesen efectivas, radicalizó progresivamente a un proletariado joven, que no había pasado por la experiencia de la Iª Guerra Mundial y la consiguiente defección socialdemócrata y que daba sus primeros pasos en el terreno de la lucha política. La historia de la IIª República es la historia de la lucha de la burguesía contra el proletariado y en ella contó con aliados de primer orden entre el oportunismo político y el sindical.

Por un lado, el principal partido obrero, el Partido Socialista, realizó la tarea de contener los impulsos hacia la lucha que la clase proletaria experimentaba como consecuencia del drástico empeoramiento de sus condiciones de existencia. Y esto fue así tanto en los periodos en los que ostentó un poder relativamente importante dentro de las instituciones estatales (1931-1933 y 1936-1939) como cuando se encontró ejerciendo de oposición «izquierdista» al gobierno derechista (1933-1936). Su función fue la de ilusionar al proletariado con que la lucha legal dentro del marco republicano era la verdadera vía para su emancipación de clase, siempre y cuando esta lucha diese como resultado la llegada del PSOE al poder y, en caso contrario, proponiendo la lucha armada para restituir a este Estado el carácter social («República de trabajadores de todas las clases», decía el artículo 1º de la Constitución republicana) que las derechas le quitarían. Durante su estancia en el poder, el PSOE, con el ministro Caballero a la cabeza, exigió paciencia a las masas proletarias y recibió con fusilamientos cualquier prisa por parte de los proletarios en alcanzar los objetivos mínimos que llevaba en su programa. Durante su periodo en la oposición llevó a estas mismas masas a una insurrección sin ninguna perspectiva de éxito en la que la sangre obrera debía servir como lubricante para la maquinaria del Estado democrático que se regeneró una vez que le permitió volver al poder.

Por otro lado, el mayor sindicato del proletariado español, la CNT, llegó a la República colaborando con el ejército y la burguesía liberal, abrazando la causa del Estado al que afirmaba combatir. En ella se unió la fuerza organizada de la clase obrera, que pugnaba por encontrar el terreno de la lucha abierta contra la burguesía, y la presión de unos líderes que, si no habían hecho causa común con el oportunismo socialdemócrata, a la manera que sucedió en Europa veinte años antes, es porque aún no habían tenido la ocasión. La inmaculada pureza apolítica del anarco sindicato residía realmente en que la burguesía española aún no había resultado ser lo suficientemente inteligente como para proponerla colaborar en la defensa de la nación y, de hecho, tan pronto aflojó la soga sobre el cuello de la CNT (algo que sucedió debido a las durísimas luchas que los obreros industriales y agrarios de esta llevaron a cabo) el sindicato siguió el camino de sus hermanos mayores alemanes, franceses o británicos.

Es cierto que tanto en el PSOE como en la CNT aparecieron corrientes «de izquierda» que aparentemente tendían a la ruptura de la política oportunista asentada en los vértices de ambas organizaciones. Pero de ninguna manera se puede considerar que estas corrientes ayudasen a plantear al proletariado los términos correctos del problema que se le planteaba (es decir, o victoria burguesa y aniquilamiento de la clase proletaria o triunfo proletario y destrucción de la burguesía). Las corrientes revolucionarias que han aparecido, como reacción a la política desviada de las organizaciones que se han visto corrompidas por el oportunismo, han tenido como primer objetivo aclarar, negro sobre blanco, la naturaleza de la lucha de clases que atraviesa la totalidad de la sociedad capitalista, el papel que la clase proletaria juega en esta lucha y la exigencia de que dicha clase emplee sus armas en la lucha revolucionaria para aniquilar a la burguesía. Así sucedió con la corriente bolchevique en 1902, organizada sobre el combate por la estricta definición revolucionaria del partido de clase en sus aspectos políticos, organizativos y tácticos (¿Qué Hacer?). Así sucedió también con la corriente de la Izquierda Comunista de Italia que luchó por la intransigencia teórica y práctica tanto dentro del Partido Socialista como del Partido Comunista. La valoración de los aspectos coyunturales de la lucha de clase desciende directamente de la impostación teórica, de la defensa de los principios frente a cualquier variación en estos con el pretexto de «ponerlos al día» o «adaptarse a las circunstancias» y corrientes como la bolchevique o la Izquierda comunista de Italia han colocado como su primera exigencia que esta valoración descienda desde el plano doctrinal al llamado «contingente» y no al revés.

Por su parte, la llamada «izquierda socialista» (con Santiago Carrillo a la cabeza) operó en sentido inverso. Ante una situación de fortísima tensión social «radicalizaron» sus planteamientos, como si el problema tratase de que una nueva realidad exigía una nueva doctrina. Es decir, como si el reformismo del PSOE previo a 1933 y toda su política de rechazo del marxismo (del Informe Vera a la colaboración con la dictadura de 1923 pasando por la alianza con los republicanos) fuese exactamente igual de válido para la lucha revolucionaria que el maximalismo que en ese momento enarbolaron. Realmente, el tránsito de las consignas republicanas a su vergonzosa reivindicación de la dictadura del proletariado escondía el hecho de que los jóvenes izquierdistas del PSOE no veían ninguna diferencia entre ambas a no ser que el proletariado ya no aceptaba la primera.

Por su parte las corrientes «revolucionarias» que aparecieron en CNT como rechazo de la postura conciliadora de Pestaña o Peirats no pueden ni siquiera ser consideradas como una tendencia renovadora dentro del sindicato: se encuadran en el confusionismo libertario que un día llama a la insurrección en tal o cual pueblo de tal o cual provincia y al día siguiente negocia con el gobierno acuerdos salariales.  Lo cierto es que por cada vez que CNT ha proclamado su apoliticismo se cuenta otra en que ha colaborado con el Estado o con los partidos de la burguesía y la política de la llamada «gimnasia revolucionaria», consistente en intentar imponer localmente el comunismo libertario mediante audaces golpes de mano, precede sin solución de continuidad a la aceptación del gobierno republicano como aliado en la lucha contra la derecha. Por lo tanto, si el impulso revolucionario de los obreros de CNT llevó la lucha de clase en España a sus cotas más altas, este es un hecho que en ninguna medida es posible atribuir a una política revolucionaria coherente entre los líderes del anarcosindicalismo como García Oliver, Durruti o Montseny. 1934 dará la prueba fehaciente de este hecho.

 

De octubre a octubre

 

Este no es lugar para glosar los acontecimientos que desencadenaron la lucha de octubre de 1934 en Asturias, ni tampoco el desarrollo de la misma. En última instancia hasta los hechos más pequeños de una lucha insurreccional vienen determinados por los factores políticos que expresan el antagonismo entre las clases. Por lo tanto, no se trata tanto de conocer el hecho de que los mineros de Asturias pudieron tomar la fábrica de armas de Trubia haciéndose con una buena cantidad de proyectiles… sin espoleta. Se trata de entender porque el proletariado pudo lanzarse a la lucha sin la certeza de poseer un plan, una organización y unas expectativas razonables de triunfo.

En 1917, a poco tiempo del triunfo de la Revolución de Octubre, Lenin escribió El marxismo y la insurrección. En este texto, que constituye el punto culminante de una lucha política de más de una década, se restaura, de la manera excepcional que las circunstancias exigían, la doctrina marxista sobre la lucha insurreccional, es decir, sobre la lucha armada del proletariado contra el Estado burgués. Allí se dice:

«La insurrección, para poder triunfar, no debe apoyarse en una conjura, en un partido, sino en la clase de vanguardia. Esto, en primer lugar. En segundo lugar, debe apoyarse en el entusiasmo revolucionario del pueblo. Y en tercer lugar, debe apoyarse en el momento crítico de la historia de la creciente revolución en que sea mayor la actividad de la vanguardia del pueblo, en que sean mayores las vacilaciones en las filas de los enemigos y en las filas de los amigos débiles, inconsecuentes e indecisos de la revolución» (Lenin, Entre dos revoluciones, artículos y discursos de 1917. Editorial Progreso, Moscú, 1978).

Examinando detenidamente cada una de las condiciones para el triunfo de la insurrección que afirma Lenin se puede comprobar cuán lejos de una perspectiva de éxito se encontró aquella de 1934. Se debe tener en cuenta, en primer lugar,  que cuando se afirma que la insurrección «no debe apoyarse en una conjura, en un partido» Lenin no pretende de ninguna manera decir que no sea el partido comunista (y sólo él) quien deba preparar, organizar, dirigir y finalmente ejecutar la insurrección, sino que éste, en la medida en que no constituye (y así debe ser) sino una minoría de la clase proletaria, no dispondrá de las fuerzas necesarias para triunfar si no se apoya directamente sobre los intereses históricos del conjunto de la clase. Precisamente es el marxismo quien ajusta las debidas cuentas con el blanquismo, no rechazando la insurrección sino sustentándola sobre las bases materiales correctas.

En 1934 la insurrección no contó con estas bases. Esencialmente porque su objetivo era únicamente el de cerrar las puertas del gobierno de la República a la derecha burguesa (representada por la Confederación de Derechas Autónomas de España de Gil Robles) que era presentada, de manera completamente equivocada, como arquetipo de la reacción fascista. Es decir, el objetivo de una insurrección en la que el proletariado luchó y murió no era tan siquiera la toma del poder, sino permitir gobernar de nuevo a los partidos de la izquierda burguesa que lo habían hecho hasta 1933. En 1917 los bolcheviques, apoyados sobre la fuerza que constituía el proletariado organizado en los sóviets, dirigieron la insurrección que instauraría la dictadura del proletariado como gobierno de la clase proletaria contra la clase burguesa. En 1934, el PSOE, el PCE y la federación de la CNT que les apoyó lucharon por un cambio de gobierno, por un cambio en la dictadura que ejercía la burguesía sobre el proletariado. Si en 1931 se llamó al proletariado a apoyar la lucha por la República, en 1934 se le llamó a verter su sangre por que esta República tuviese un gobierno de izquierdas. El proletariado, en definitiva, no luchó por su dictadura, luchó por la democracia, por ese gran mecanismo político con el que la burguesía hace participar a los obreros en su propia opresión. Es cierto que las tendencias libertarias afirmaron luchar por el comunismo libertario y que afirmaron haberlo implantado en algunos pueblos y en algunos barrios de Gijón, pero poco significaba esta declaración de intenciones al lado de la fuerza irresistible de los hechos, como poco significó colectivizar algunas fábricas al lado de la potencia del dominio del capital, que se basa en relaciones sociales mucho más importantes que la titularidad jurídica de una unidad productiva.

En segundo lugar, Lenin habla del «entusiasmo revolucionario del pueblo», es decir, de la predisposición favorable a la lucha por parte del proletariado y de las clases susceptibles de ser influenciadas directamente por este en un sentido revolucionario. ¿Existió en 1934 esa predisposición? La respuesta son tres ciudades, Bilbao, Madrid y, sobre todo, Barcelona, los tres grandes centros proletarios del país que ni se levantaron siguiendo a Asturias ni tan siquiera fueron capaces de moverse para frenar la salvaje represión que los generales republicanos Franco y López Ochoa llevaron a cabo contra los proletarios.

Las revoluciones no se hacen, se dirigen. No se puede decretar que la tensión social se transforme inmediatamente en lucha revolucionaria abierta, que los proletarios que apenas están saliendo de la borrachera democrática del advenimiento de la República se lancen a las armas de un día para otro. Pero esto no es ninguna novedad: el propio Largo Caballero afirmó, durante los preparativos para la lucha, que estaba completamente convencido de que la insurrección no triunfaría, pero que aun así merecía la pena llevarla a cabo. El que fue llamado Lenin español, conocía perfectamente la escasa disposición a la lucha del proletariado español, pero es que, para él como para su partido, no se trataba de hacer una revolución, sino de reforzar el papel preponderante del PSOE entre los proletarios reafirmando así el dominio de la idea democrática de la lucha y el respeto al Estado burgués.

Finalmente, El marxismo y la insurrección plantea la exigencia de que las vacilaciones de la clase enemiga sean las mayores posibles y que lo mismo suceda en las filas de los «amigos débiles». Es decir, que la burguesía flaquee y las clases intermedias entre el proletariado y la burguesía, que pueden decantarse favorablemente a una u otra dependiendo de la ocasión, lo hagan por el proletariado presionadas por la fuerza de la que este dispone. Previamente a 1934 el Partido Socialista había afirmado que en el momento en que la CEDA ingresase en el gobierno, ellos darían lugar a la insurrección. Le siguieron meses de deliberaciones públicas y abiertas sobre esta insurrección, durante las cuales los efectivos, la disposición de ánimo, etc. con que contaban los futuros insurrectos fueron aireados públicamente. Curiosa guerra aquella en la cual uno de los dos bandos ofrece toda la información que puede decantar favorablemente la balanza a su favor al enemigo. Cuando el gobierno radical admite a la CEDA en su seno, sencillamente está dando pie a la insurrección. Lo hace consciente y deliberadamente. Cabe pensar por tanto que lo hizo en el momento en que a la propia burguesía (grande y pequeña burguesía) agrupada bajo el partido de Gil Robles le resultó más conveniente, en el momento en que más fuerte era, en el momento en que sabía que vencería sin más dificultades que las propias de un acontecimiento del tipo. Así fue. El PSOE y la CNT, los dos grandes actores de esta farsa en el lado proletario, no tomaron la iniciativa, sino que respondieron a las provocaciones justo de la manera en que la burguesía lo había previsto.

No hubo revolución en 1934. Ciertamente el proletariado, sobre todo el proletariado asturiano, dio muestra de una gran combatividad llevando hasta el final las consignas que sus jefes socialdemócratas y anarquistas no estaban por la labor de cumplir. Pero el gobierno republicano no tardó más de veinte días en aplastar la insurrección que, por demás, sólo había prendido en la zona Norte de España. Ni la disposición del proletariado del conjunto del país, ni la situación de la burguesía, fuertemente asentada en el gobierno democrático de la República, ni la propia disposición de la pretendida vanguardia del proletariado se correspondían con lo que una revolución hubiese requerido. Pero aunque no hubo revolución, sí que existió contrarrevolución. Después de octubre de 1934 y las matanzas y encarcelamientos masivos de proletarios, la clase trabajadora vio cómo todas las organizaciones que decían representarla (de la CNT al Bloque Obrero y Campesino pasando por el PCE y el PSOE) abandonaron los últimos restos que aún poseían de su aureola revolucionaria. Desde ese momento, la unidad con la burguesía, la defensa de la democracia republicana y la lucha electoralista pasaron a ocupar el lugar que un programa revolucionario hubiera debido tener. Triunfó, en fin, el antifascismo como política de unión entre clases y defensa del Estado burgués. En este sentido, el Frente Popular fue la principal victoria de la contrarrevolución posterior a 1934 y el definitivo debilitamiento del proletariado su logro de mayor alcance. Si bien entre la clase trabajadora  del campo y la ciudad aumentó la agitación y las  luchas reivindicativas (a las que se sumó la exigencia de la liberación de los prisioneros de 1934) crecieron en número e intensidad, en última instancia esta movilización no superaba un carácter de ambigua oposición a la burguesía más reaccionaria (clero, sectores agrarios…) y realmente no trascendía de los límites del tradeunionismo ampliados.

1934 fue el aldabonazo definitivo a la lucha de clase del proletariado español. El golpe de Estado del 18 de julio, la unión gubernamental de sindicatos y partidos obreros y burguesía republicana, los miles de obreros asesinados por la mano criminal del estalinismo convertido en guardián del Estado burgués y la definitiva represión militar del ejército franquista fueron finalmente sus últimas consecuencias. El dramático final de una lucha perdida desde el inicio.

 

 

Partido comunista internacional

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