¡ Comienza el circo electoral !

La democracia contra el proletariado

 

(«El proletario»; N° 7; Julio-Septiembre de 2015)

 

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Con las elecciones autonómicas de Andalucía y las municipales y autonómicas en el resto de España (excepción hecha de las llamadas «autonomías históricas») ha quedado oficialmente abierto el año electoral en el país, que tendrá en las elecciones al Parlament de Catalunya su siguiente paso y en las generales de noviembre su colofón final. El «cambio» contra la «estabilidad», la «renovación democrática» contra la «estabilidad institucional», la «casta» contra los «bolivarianos», renovadores de derecha o reformistas de izquierda… a través de todos estos dilemas que, democrática y televisadamente, se han regalado al ciudadano en estos últimos meses y que seguirán prodigándose con mayor intensidad a medida que avance el año y los resultados electorales sirvan para edificar nuevas variantes del mismo problema, a través de todas las consignas esgrimidas en uno u otro sentido, una verdad sobresale por encima de todas las mentiras: la democracia, la participación en las instituciones renovadas o caducas del Estado burgués, es la única vía que se le ofrece a un proletariado que sufre ya ocho años de crisis capitalista en su cuerpo y que seguirá padeciendo todos los agravios propios de una sociedad que se levanta sobre su sangre y su sudor y a la que se exige que mantenga con vida.

Durante los últimos cinco años, desde septiembre de 2010, en España se han vivido tres huelgas generales, cientos de manifestaciones multitudinarias contra las políticas anti- obreras del gobierno de turno, socialista o popular, miles de huelgas parciales, algunas de ellas tan significativas como las de los trabajadores de la limpieza viaria de Madrid o la que han llevado a cabo los operarios subcontratados de Telefónica. Estallidos de tensión social como el que se ha identificado con el movimiento del 15 M y sus derivados, verdaderas escenas de la lucha de clases como el conflicto social en Gamonal, etc.

La tensión social que se ha manifestado a través de estas grietas aparecidas en el plano de la dominación burguesa sobre el proletariado reflejaba la tendencia natural del proletariado a reaccionar contra el rápido declive de sus condiciones de existencia. Y la reflejaba en la medida en que dichas grietas implicaban una desconfianza espontánea hacia los cauces por los que se guía la colaboración entre clases: participación en las instituciones, respeto de la legalidad laboral y social, acatamiento de la «voluntad soberana» depositada en el gobierno de la nación… Desde luego en estos últimos años no hemos asistido al retorno de la lucha clasista del proletariado que, a excepción de escasos momentos sin duda significativos pero aislados y carentes de continuidad, no ha aparecido sobre la escena social como una clase con intereses diametralmente opuestos a aquellos de la burguesía y dispuesta a defenderlos por cualquier medio incluso en el terreno de las exigencias inmediatas. Más bien hemos visto cómo determinados sectores, particularmente afectados por la crisis, han sufrido una conmoción que les ha llevado a blandir en el aire sus armas sin llegar nunca a utilizarlas. Como si se tratase de un vehículo cuyo acelerador se pisa a fondo sin llegar a soltar el freno de mano en ningún momento, el proletariado ha mostrado qué puede llegar a ser a la vez que evidenciaba aquello que es todavía, todo y nada.

Durante todos estos años, el proletariado ha permanecido completamente sometido a la política de sacrificios llevada a cabo en nombre del interés superior de la economía nacional. Si bien en determinadas ocasiones esta política ha sido puesta en cuestión, como por ejemplo en las luchas contra las políticas de austeridad impuestas, esta lucha se ha llevado a cabo bajo las expectativas de que otra política, diferente a la austeridad, sería mejor para la economía del país. El caso de las llamadas mareas es, en este sentido, ejemplar: recogiendo la tensión que los recortes en personal y salario habían generado entre determinados sectores de trabajadores del sector público en los que el personal que sufría peores condiciones laborales (eventual, subalterno, etc.) se encontraba más amenazado, se articuló todo un movimiento que encuadró tanto a proletarios como a elementos de la pequeña burguesía profesional, bajo la bandera de la defensa del sector público y con el rechazo a las privatizaciones como única reivindicación. De esta manera, la realidad existente detrás de los llamados recortes, el duro ataque contra las condiciones de existencia de los proletarios empleados en sectores como sanidad o educación (pero también en la función pública propiamente dicha o en servicios estatales auxiliares), fue asumido como un sacrificio que los proletarios debían realizar si se buscaba defender las parcelas estatales de la economía. En pocas palabras, tanto las organizaciones sindicales como aquellas políticas que encabezaron este movimiento impusieron ellas mismas el sacrificio que la burguesía exigía a los proletarios como algo inevitable y les llamaron a aceptarlo en nombre de una economía nacional para la cual exigían otra gestión, más eficiente, más caritativa, pero ante la cual los proletarios debían, igualmente, ceder en todas sus exigencias.

Al margen de un caso tan evidente como este, en el cual la consigna de la «defensa del sector público» ha sido el canal por el cual el oportunismo político y sindical ha podido imponer el rechazo a la lucha clasista del proletariado sin apenas oposición, en general el proletariado ha permanecido completamente ausente, como clase, del terreno de la lucha clasista. El dominio que, sobre él, han ejercido los sindicatos colaboracionistas, los partidos obreros al servicio de la burguesía y sus auxiliares de la extrema izquierda, ha sido total. Los proletarios han acudido a sus convocatorias, masivamente en algunos casos, han seguido sus huelgas, han empleado sus métodos de lucha… como única vía para expresar su malestar, pero sin romper en ningún caso con la política derrotista que imperaba en ellas.

 

Invariancia histórica del oportunismo

 

La burguesía sabe una cosa: pese a su capacidad para controlar, a través de los agentes que entre los proletarios defienden sus intereses, los conflictos aislados que puedan aparecer; pese a que puede desplegar una fuerza bruta capaz de contener las explosiones de tensión social que su política genera; pese a que también puede ceder en determinados aspectos para evitar que esta tensión social alcance cotas mayores… pese a todo ello, sabe que hay un método privilegiado para lograr atar al proletariado a sus exigencias: la democracia.

La burguesía nunca ha podido gobernar sola. Su dominio de clase está basado en unos factores materiales (competencia entre unidades productivas, crisis económicas periódicas, luchas nacionales que derivan en grandes enfrentamientos imperialistas, etc.) que le han forzado a buscar, a lo largo del ciclo de la historia en el que ha aparecido, aliados con los cuales poder estabilizar su poder, y después a combatir por poseer un papel predominante y, finalmente, lograr este objetivo sólo para recomenzar la lucha otra vez, esta vez contra las burguesías rivales. El medio feudal en el que nació y se desarrolló primero le proporcionó el amparo de la baja nobleza o de los poderes imperiales, las clases medias que constituyeron sus vecinos en el entramado social, después, le dieron también buena parte de la fuerza social que necesitó y, finalmente, el proletariado sobre el que domina y del que extrae su linfa vital en forma de plusvalía arrancada en el trabajo, es organizado de manera que muestre su aquiescencia a este modo productivo.

A lo largo del tiempo la naturaleza de estas alianzas ha variado y se han visto sucederse fórmulas de protección legal, uniones insurreccionales o modelos híbridos de gobierno nacional, hasta llegar al más moderno y refinado método mediante el cual la burguesía logra la colaboración de la mayor parte de la población, es decir, del proletariado moderno, en el mantenimiento de su dominio de clase. La democracia es, ante todo, el sistema político mediante el cual la burguesía logra la participación de este proletariado en el mantenimiento de la sociedad capitalista, no por medio de la violencia explícita, que queda reservada a ocasiones de máxima tensión social, sino a través de la sugestión, de la ilusión de un sistema en el que realmente las diferencias de clase en que se basa cualquier sociedad que ha existido hasta el momento, habrían desaparecido gracias a la participación política de las amplias masas nacionales en el gobierno parlamentario. O, en cualquier caso, de que existirían las vías para lograr esta desaparición y que estarían disponibles para ser transitadas a condición de que una mayoría de la población decidiese hacerlo.

Históricamente, la democracia surgió en el enfrentamiento social que culminó con las revoluciones burguesas del siglo XIX para todo el área de Europa, América e Inglaterra con la instauración del poder burgués y el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo en sus territorios, disolviendo, si no todos, sí los más importantes aspectos del mundo feudal en que nació la propia burguesía. La democracia nació, efectivamente, con las armas en la mano, chorreando sangre y lodo como el sistema social que la sustenta, fruto de un nada pacífico enfrentamiento que tuvo en la guillotina de la Revolución Francesa, en las picas de la Inglesa o en las decenas de guerras civiles decimonónicas españolas sus expresiones más claras. En todos estos acontecimientos, en la medida en que se dirimía la supervivencia del régimen feudal-absolutista, enemigo tanto de la burguesía ascendente como del proletariado, primer producto de la industria moderna y por lo tanto enemigo declarado de todos los regímenes anteriores al de esta, este proletariado luchó, con las armas en la mano y constituyendo en todos los casos la principal fuerza de choque del ejército entonces llamado progresista, junto con la burguesía. Y a la vez que luchaba contra el mundo feudal, contra el gobierno real, contra el poder político y económico de la Iglesia y contra las mismas trabas sociales en que este mundo le encorsetaba, exigía a la burguesía la aplicación plena de su programa revolucionario, la extensión a todos los ámbitos del terreno social de las reformas prometidas, la supresión de la administración absolutista y de su sistema político y la implantación de una amplia democracia (no sólo en su aspecto parlamentario, fuente entonces y ahora de todo el cretinismo político) a través de la cual hacer valer su fuerza como clase políticamente definida y distinta de la burguesía. Entonces esta defensa de la democracia tuvo un sentido progresivo para el proletariado porque mediante ella pudo aclarar los verdaderos términos del enfrentamiento social moderno, es decir el que se libra entre proletarios y burgueses, una vez liquidado cualquier resabio del mundo feudal que pudiese dar pie a creer que con él podría desaparecer definitivamente la lucha de clases. Llevando las luchas nacionales, correlato histórico de la implantación democrática, hasta el final y con las armas en la mano, el proletariado pudo constituirse definitivamente como partido independiente, dotado por tanto de una doctrina y de un programa propio del cual desciende una estrategia, una táctica y una forma organizativa clara, que no tienen nada de contingente sino que se encuentran forjados a fuego en las convulsiones que la guerra social ha generado. Una vez aparecido el proletariado como clase, por lo tanto como partido político, sobre el escenario histórico a través de la prueba sangrienta de su lucha independiente contra el régimen feudal, era la burguesía la que ahora estaba de más en este escenario. La lucha ya no se plantearía nunca más entre burguesía y regímenes precedentes, lo que en términos políticos se traducía en democracia o dominio absoluto del monarca, sino entre proletariado, clase portadora de la supresión definitiva de la sociedad dividida en clases, y burguesía. Por lo tanto, desde ese momento, es la democracia la que sobraba también y se convirtió en un freno para la delimitación definitiva de los verdaderos términos de la lucha.

Desde entonces la lucha de clase del proletariado, que se encamina exclusivamente a destruir el dominio de la burguesía como paso previo a la transformación socialista de la sociedad, ha sido, también, una lucha contra la contaminación democrática que plantea la cuestión no como un  enfrentamiento, tal y como había sucedido en las revoluciones burguesas previas, sino en términos de la posible utilización de los recursos del sistema burgués para lograr una progresiva superación del capitalismo. Todas las corrientes que dentro del mismo movimiento proletario han promovido la necesidad de abandonar los medios de lucha revolucionarios e incluso, sobre el terreno inmediato, aquellos realmente efectivos para derrotar a un patrón aislado o a un grupo de patrones coaligados, han tenido como bandera la defensa de la democracia. Para nosotros estas corrientes, que han controlado  a la clase proletaria excepto en los momentos radiantes de su lucha (Paris 1871, Rusia 1917) en los que su triunfo, pese a ser temporal, ha mostrado claramente su naturaleza radicalmente antidemocrática, estas corrientes decimos, han tomado la forma de sucesivas oleadas oportunistas (ver nuestras Tesis Características del Partido en El Programa Comunista nº 44) que han asaltado el cuerpo de la doctrina marxista para intentar adecuarla, adaptarla y hacerla compatible con la «realidad de la sociedad moderna», es decir, para modificarla de tal manera que justificase imponer al proletariado la renuncia a su programa revolucionario a favor de la «coexistencia pacífica» con la burguesía.

Estas oleadas oportunistas han tenido, esencialmente, la función de contener el movimiento de clase en los límites de la aceptación del entramado social burgués, de sus instituciones y de sus políticas generales, para esperar a que una modificación progresiva de este permitiese lograr mejoras definitivas para los proletarios. De esta manera, se logró efectivamente que el proletariado confiase en la posibilidad de una evolución pacífica que llevase desde el mundo capitalista en pleno desarrollo hasta el socialismo a través de conquistas electorales, crecimiento numérico de las organizaciones obreras, gobiernos municipales (e incluso nacionales) compartidos con los sectores progresistas de la burguesía, etc.  La escuela de Bernstein, principal exponente de toda la generación del oportunismo socialdemócrata del cambio de siglo, teorizó la renuncia explícita al programa revolucionario, combatiendo con especial saña el principio de la insurrección armada para la toma del poder, y en su lugar colocó la idea de un desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas capitalistas que, finalmente, harían superflua a la burguesía y acabarían tranquilamente con su lugar en la historia. Este verdadero gigante de la teoría de la conciliación entre clases (porque todos los que le han seguido, especialmente los actuales, son poco menos que enanos a su lado) se hizo eco del enorme progreso que la economía europea, sobre todo la alemana, experimentaba en las últimas décadas del siglo XIX y de la creación de una capa de proletarios que por sus condiciones de vida parecían perfectamente asimilables al mundo burgués y constituían la cabeza de playa del reformismo obrero en este. Creyó que, en aquel contexto, la participación en el parlamento y en el resto de instituciones democráticas garantizaría que el partido socialista, a condición de renunciar a su programa marxista revolucionario, podría gestionar el traspaso de poderes de una clase a otra, siempre sobre la base de un progresivo desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas y de la concentración económica resultante de esta. El mayor mentís a esta teoría no lo dio el trabajo de los verdaderos marxistas por restablecer la doctrina de la emancipación proletaria en sus justos términos (Rosa Luxemburg, Lenin, el propio Kautsky en un primer momento…) sino los acontecimientos que, en unas décadas tan solo, volvieron a mostrar la validez de aquella doctrina contra cualquier puesta al día posible. La Iª Guerra Mundial, fin de la prosperidad eterna del capitalismo, la Revolución Rusa, dirigida por un partido que en ningún momento había cejado en su lucha contra cualquier oportunismo democratoide a la Bernstein, y la oleada revolucionaria en Europa marcaron el fin de esta forma histórica y concreta del reformismo.

Pero si la doctrina marxista, en cuyo centro está la inevitabilidad de la crisis capitalista como consecuencia del propio desarrollo de las fuerzas productivas, mostró de nuevo su potencia, el daño hecho por el combate que contra ella libró el oportunismo no pasó en balde. Si el proletariado europeo no reaccionó a la potente llamada del proletariado ruso a comenzar la lucha definitiva, si  permaneció preso de las ilusiones reformistas, negándose a tomar las armas contra un sistema al que consideraba garantía, al menos, de ciertas mejoras, fue porque el virus democrático había infestado su cuerpo social, comenzando por su partido de clase, hasta el fondo. La burguesía victoriosa, que conservó el poder en un momento crucial en el que la toma del poder por parte del proletariado en algún país europeo, sobre todo en Alemania, hubiese significado un paso de gigante hacia su aniquilación, fue la gran beneficiada del oportunismo que había dominado al Partido Socialdemócrata. No en vano recurrió a sus principales jefes para comenzar la reacción anti proletaria que acabarían, pocos años después, los nazis.

La oleada oportunista posterior, la que se levantó sobre el retroceso de la Revolución Rusa y aniquiló definitivamente las fuerzas del proletariado internacional comenzando por su vanguardia política, tuvo características de fondo idénticas a la previa. El estalinismo, nombre sintético bajo el que se agrupa tanto la política impuesta en la Rusia soviética del socialismo en un solo país como la renuncia en el resto del mundo por parte de los partidos comunistas a la lucha revolucionaria, se insertó entre los proletarios bajo la forma de nuevas ilusiones sobre la colaboración entre clases. De nuevo la democracia volvió a ser un principio irrenunciable para el proletariado, la verdadera vía de su emancipación como clase que discurriría dentro del respeto al poder político de la burguesía que debía ser apoyado en sus fórmulas democráticas como parte de las llamadas «vías nacionales al socialismo». Así, de la misma manera que el bernsteinismo había llamado a renunciar a la revolución a favor de las reformas, el estalinismo llamó a abandonar cualquier veleidad mínimamente clasista para defender la democracia amenazada primero por el fascismo y, después, por cualquier vertiente más reaccionaria de la burguesía. Este no es el lugar de glosar el decurso histórico del estalinismo como implacable fuerza de la contra revolución burguesa (para ello remitimos a los numerosos libros y escritos de la prensa del partido que han sido publicados desde la década de 1950), pero hay una característica esencial de la contra revolución que debe ponerse de relieve en cualquier caso. La defensa de los «casos particulares», de la excepcionalidad histórica de una situación dada, ha servido siempre de justificación formal para todas las renuncias posibles. El periodo de receso de la lucha revolucionaria en la Europa de los años ´20 sirvió para justificar contra la teoría marxista las alianzas con las fuerzas «de izquierdas» de la clase burguesa; la lucha contra el fascismo, fuerza llamada feudal cuando realmente era la expresión concentrada del dominio de clase burgués, allanó el camino a la participación con cualquier facción burguesa que se reclamase antifascista; la reconstrucción post bélica permitió a los partidos nacional comunistas entrar en los gobiernos burgueses y después abandonarlos por la misma lógica… Y así una infinidad de casos en los que la lucha revolucionaria del proletariado e incluso su lucha inmediata por cualquier mejora material han sido abandonadas en nombre de la excepcionalidad que presentaba esta o aquella situación concreta.

 

La disyuntiva, pese a todo, es la misma: ¡O preparación revolucionaria, o preparación electoral!

 

Hoy, cuando la crisis capitalista alinea a todos los herederos del oportunismo clásico en la defensa de la democracia como única vía posible para la lucha de clases, de nuevo esta tiranía de lo concreto vuelve a cobrar fuerza: se renuncia a la lucha general porque es abstracta y no aporta mejoras concretas; se entra en los parlamentos locales y en los ayuntamientos junto con aquellos a los que antes se despreciaba como «casta» porque, en esas situaciones concretas, es lo único realista; finalmente se abandonan incluso los mínimos de un programa reformista ya de por sí mínimo porque en tal o cual momento concreto es inaplicable. La fuerza del oportunismo no está, hoy, en presentarse como una opción para el proletariado sino en imponerse como lo único posible para él. La fuerza del oportunismo reside, hoy, en su capacidad para levantarse sobre la situación de impotencia que padece el proletariado, habituado durante décadas a una colaboración entre clases que al menos le reportaba una precariedad soportable, y llamarle a continuar confiando en esa colaboración pese a que la burguesía ya no quiere ni puede colaborar. Es cierto que el oportunismo hoy, en cualquiera de sus vertientes, de Podemos a los nacionalismos de izquierda pasando por la Unidad Popular, no aparece como un salvador in extremis de la burguesía como sí lo hizo en situaciones anteriores. Hoy no existe un movimiento proletario que amenace a esta burguesía, no existe un partido de clase como lo fue el bolchevique o el Partido Comunista de Italia cuando estuvo dirigido por la Izquierda que requiera una contra ofensiva del reformismo socialdemócrata o estalinista al que se permita gobernar para atenuar la tensión social. Lo que sucede es que, pese a estas ausencias, pese a la falta de amenaza directa contra ella, la burguesía ha aprendido las lecciones que da la historia de la lucha de clases. Sus agentes entre el proletariado han sido puestos en juego de manera preventiva, cuando todavía es mínimo el riesgo y sumamente sencillo de conjurar. Se les han cedido ayuntamientos, se les ha dado un papel esencial en las Comunidades Autónomas y se les permitirá, con toda seguridad, jugar un papel de primer orden en la política nacional durante los próximos años. Y todo esto porque su misma aparición garantiza la confianza de los proletarios en la democracia. Porque con su sola existencia permiten canalizar la tensión social acumulada hacia fórmulas de supeditación a las exigencias de la burguesía que parecen novedosas pero que no difieren ni lo más mínimo de aquellas empleadas en el pasado, incluso en el pasado más inmediato. Las instituciones políticas impuestas en 1978, que parecían desgastarse a marchas forzadas en la medida en que los proletarios comprobaban con su experiencia que no respondían a las promesas de estabilidad y prosperidad que les habían hecho, son vistas, gracias a la luz que arrojan las Carmena y las Colau, como la única vía posible para la salvación.  Esa ha sido la gran victoria de la burguesía, para la cual ha sacado, de nuevo, a sus eternos aliados. 

Para nosotros, comunistas revolucionarios plenamente conscientes de que el periodo por el que pasamos no es ni será en un futuro inmediato revolucionario, esta situación no presenta nada de novedoso. El cáncer del proletariado son las fuerzas que le llevan a aceptar el dominio burgués como única alternativa y su metástasis, la vía por la que se extiende, la democracia como mecanismo para garantizar este sometimiento. Sabemos que en los parlamentos, municipales, autonómicos o nacionales, no se dará ni un solo paso hacia la reanudación de la lucha de clases. Que, de hecho, la fuerza que los impone como remedio para la situación que vive el proletariado hoy es el principal obstáculo para esta reanudación. Ni esperamos ni exigimos nada de los nuevos reformistas metidos a parlamentarios. Por el contrario, alejados de todo politiqueo personal y electoralista, afirmamos que para los comunistas, en este terreno, la disyuntiva es clara: O se emplea toda la fuerza disponible para organizar a través de las batallas cotidianas, apoyando toda lucha proletaria que rompa con la paz social y la disciplina del colaboracionismo interclasista, todo esfuerzo de reorganización sobre el terreno del asociacionismo económico en la perspectiva de la reanudación a gran escala de la lucha de clase, del internacionalismo proletario y de la lucha revolucionaria anticapitalista. O se gastan todos los recursos en alcanzar tal o cual sillón municipal, tal o cual puesto, desde el cual, previa renuncia a cualquier objetivo que realmente contradiga a los intereses de la burguesía, se aspire a lograr una mínima mejora (un desahucio menos, un centro cívico más… todas  muy concretas, tanto como inútiles para cortar la raíz del problema, sobre todo cuando todo se ha supeditado a ellas). O se combate abiertamente  por la reanudación de la lucha de clases a través, seguro, de miles de batallas mezquinas y limitadas pero valiosísimas e inevitables. O se combate por ligar al proletariado al carro de la burguesía a través de la democracia como principio inviolable. O preparación revolucionaria o preparación electoral.

Sabemos que, de acuerdo con la dureza de un momento en el que la clase proletaria está completamente alejada de su lucha de clase, el partido comunista no puede ser hoy sino un embrión que luche por colocarse sobre la vía del partido compacto y potente de mañana. Sabemos por tanto que nuestras fuerzas son mínimas y que no tiene sentido contentarse con lanzar las consignas de un pasado que fue mucho más favorable. Pero para nosotros no se trata de revivir formas pasadas, sino de colocarnos en la línea de ese pasado, que nos ha legado las mejores armas posibles, la coherencia teórica, programática, política, táctica y organizativa con las grandes luchas de clase del proletariado, con los momentos en los que el Partido Comunista, sobre el hilo del marxismo revolucionario, realmente espantó a la clase burguesa. Preparar hoy la revolución no es, por lo tanto, un brindis al Sol. Es empeñar todas nuestras fuerzas en combatir a sus enemigos, pese a que hoy parezcan vencedores y no se vea nada más allá, y hacerlo en nombre de un futuro que sin duda llegará y destrozará todas sus ilusiones a la vez que despierta a los que hoy parecen sólo unos ilusos y encontrarán mañana la fuerza para lograr la victoria definitiva.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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