El particularismo catalán exasperado hasta transformarlo en nacionalismo e independentismo y la unidad de España esgrimida contra este son consignas exclusivamente burguesas con las cuales la clase explotadora busca colocar tras su bandera a los proletarios de todas las zonas del país. Frente a ello el proletariado sólo tiene una respuesta que dar: ¡El enemigo está en casa! ¡Es su propia burguesía!

 

(«El proletario»; N° 15; Sept. - Oct. - Nov. de 2017 )

 

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Cinco años después de la multitudinaria Diada de 2012, la tensión entre el gobierno central de España y la Generalitat catalana ha llegado al punto de ebullición [en los días que van del 1-O al 12 de octubre]. Estos años han estado marcados por las exigencias, por parte de los dos presidentes de la Generalitat, Artur Más y Carles Puigdemont, de un referéndum sobre la independencia de Cataluña. Y, por parte del Estado central, capitaneado por el gobierno Rajoy, por la reiterada negativa a la realización de este bajo cualquier forma. De hecho, ya en 2014 hubo un conato de referéndum, pero el escaso éxito del mismo llevó tanto a la Generalitat como al gobierno del país a ignorarlo y, por parte de ambos, a centrarse en la batalla por objetivos futuros aunque similares.

Pero sería absurdo creer que el problema catalán se reduce a los términos de una votación (legal o ilegal, vinculante o no). De hecho, este problema no ha hecho más que crecer, más allá de la versión televisada del mismo según la cual todo lo que estaba en juego es la legitimidad o la ilegitimidad del voto en Cataluña, en torno a problemas bien distintos del «ejercicio de los derechos democráticos». Nadie se equivocará si busca el punto de salida de la escalada de enfrentamientos en el núcleo mismo de la crisis capitalista que asoló el mundo a partir de 2007 y 2008: el enfrentamiento político se deriva de la guerra económica. Las banderas democráticas y legalistas responden a causas mucho más venales; la movilización «ciudadana», en fin, responde a fuerzas materiales de mayor calado que unas simples urnas.

Como hemos explicado en nuestras recientes tomas de posición al respecto de los acontecimientos en Cataluña, el desencadenante de estos ha sido la rivalidad económica cada vez más intensa entre diferentes grupos de burgueses. Por un lado, aquellos burgueses agrupados bajo el ala del nacionalismo catalán y sus diferentes organizaciones políticas y sociales, el Cercle de Empresaris, determinados sectores de Foment del Treball, grupos de pequeños industriales duramente afectados por la crisis, vinculados a las grandes explotaciones turísticas por su posición subsidiaria respecto a esta, organizaciones patronales del campo como la Unió de Pageses, etc. Por otro lado la práctica totalidad de la burguesía nacional española, especialmente aquella cuyo radio de acción es precisamente nacional e internacional (entre la cual numerosos burgueses catalanes vinculados al capital financiero de proyección europea y americana) y muy especialmente aquella que tiene en España, y por lo tanto en Cataluña, que es su principal región económica, el vivero de beneficios desde el cual financia su asalto a otros mercados fuera del país. Esta burguesía se ha colocado tibiamente detrás del gobierno del país y sólo en los últimos días ha tomado una posición de apoyo inequívoco a este volviendo a agitar la bandera de la unidad nacional a través de organizaciones pantalla como Sociedad Civil Catalana y grupos de extrema derecha. Además, a estos dos actores principales se les unen otros secundarios, como las pequeñas burguesías locales ligadas a la estructura autonómica del Estado, interesadas en el mantenimiento de un sistema económico de cohesión de ámbito nacional, a través del cual se produce la redistribución de rentas que ellas mismas parasitan.

Sobre este fondo de guerra económica y comercial se ubican después los diferentes actores políticos y es partiendo de él como se puede entender su comportamiento una vez desechadas por estúpidas las consignas patrioteras, cívicas y democráticas: ¿es el PSOE de Andalucía defensor de la unidad del país mientras que el PSC partidario de un Estado confederal? La respuesta hay que buscarla en un PSOE andaluz que gestiona las rentas provenientes por la vía fiscal desde Cataluña y en un PSC firmemente ligado a un empresariado catalán que ve menguar el fondo del canut con las «exacciones» tributarias de la Hacienda española y no en una identidad nacional hispano-andaluza ni en un giro nacionalista del partido tradicionalmente anti catalanista del cinturón rojo de Barcelona.

Desde las negociaciones sobre el Pacto Fiscal entre el gobierno central y la Generalitat de Cataluña, verdadero punto de partida en este enfrentamiento, hasta la progresiva pérdida de influencia económica de la burguesía catalana gracias al dinamismo comercial de sus competidores peninsulares directos (piénsese hasta qué punto el corredor mediterráneo no puede suponer la puntilla a la hegemonía comercial catalana en términos de comercio intercontinental y hasta qué punto este hecho no bastaría para plantear la independencia como chantaje no contra Madrid sino contra Algeciras, Cartagena, Valencia… y Euskadi) la guerra sucia comercial, económica y política ha sido el pan nuestro de cada día entre burgueses de uno y otro lado del Ebro, involucrando incluso a esas grandes empresas que son los clubes de fútbol, movilizadores a la vez de ingentes volúmenes de capital y de inmensos contingentes de proletarios ebrios por el opio cuasi religioso de cada domingo.

Pero quien espere encontrarse a una burguesía catalana y a una burguesía española netamente definidas, cada una tras su pendón de guerra (ambos con los mismos colores, algo que debería dar que pensar a todos los imbéciles defensores de la esencia sagrada de una y otra) y con sus armas dispuestas contra el enemigo… Se equivocará de medio a medio. La burguesía es una clase parasitaria: Parasitaria del trabajo proletario, del cual extrae la plusvalía, y parasitaria del capital en que se transforma dicha plusvalía. Es, por lo tanto, una clase que aparece como reflejo político y social de la circulación de mercancías y capitales: una clase nacional que surge de un entramado que es internacional por definición.

La lucha política entre diferentes grupos burgueses no tiene, por lo tanto, su origen en dos capitales, en dos burguesías nacionales perfectamente definidas, sino en la presión que estos grupos ejercen a través de sus diferentes armas jurídicas, legales, policiales, militares, para apropiarse de una cantidad mayor del beneficio generado en términos sociales y no nacionales o locales. El burgués de Zaragoza tiene una íntima relación con el de Reus, forman parte de la misma estructura reticular, pero ambos quieren acotar para sí una parte mayor de ésta imponiendo su fuerza a la del colaborador-adversario. Hablar, por ello, de burguesías catalana y española es una fórmula sintética que, si bien ayuda a resumir en pocas palabras la naturaleza del enfrentamiento económico, se deja por el camino buena parte de la explicación necesaria. De hecho, han sido históricamente las corrientes pequeño burguesas que se han intentado vestir con el traje socialista, quienes han individualizado a la burguesía y al capital, poniéndoles no sólo levita y chistera sino también nombre y apellidos: las trescientas  familias catalanas o los señores del IBEX 35, son afirmaciones estúpidas que contienen en sí mismas la negación del capitalismo como hecho social y no individual, como conjunto de relaciones económicas y no exclusivamente jurídicas. Lo contienen, claro, porque frente a las grandes finanzas, corruptas y perversas, estos adalides del capitalismo con rostro humano, quieren imponer la idílica visión del comerciante a pequeña escala, del industrial «popular», del agricultor que cultiva, con uno o dos empleados, su trozo de tierra. Porque quieren un capitalismo de entorno local y familiar, negando que es este, precisamente, el que ha dado lugar al capital financiero, al imperialismo, a la expansión del capital por todos los rincones de la tierra.

Es cierto que la lucha en torno a la cuestión catalana no se ha dado a entender como una lucha entre burguesías. De hecho, quien afirma algo similar a este enfrenamiento, por simple que sea el argumento, ya parece colocarse en el extremo del radicalismo social: todo el «problema catalán» se ha planteado como una lucha entre dos «legitimidades democráticas», entre dos tipos de refrendo ciudadano al Estado, entre dos legalidades. Por un lado, el conglomerado nacionalista catalán lanzó su llamamiento: ‘puesto que España no quiere admitir la singularidad catalana hasta sus últimas consecuencias, derivándose de ello una situación de agravio principalmente económico, pero también cultural, social, etc., los catalanes deben decidir, en ejercicio de sus derechos democráticos, si quieren continuar en España’. Para ello, referéndum. Por otro lado el Estado español, seguido de cerca por todos sus resortes institucionales y mediáticos, respondió: ‘cualquier «derecho a decidir» reside exclusivamente en la totalidad de la nación española y no puede ser enajenado por una parte de esta a riesgo de incurrir en una práctica anti democrática’. La consigna democrática está continuamente presente en ambos bandos: democracia es votar frente a democracia es la unidad nacional. Ambos bandos ocultan la naturaleza de sus exigencias detrás de una fórmula abstracta, la fórmula democrática, para presentarse legitimados en sus acciones.

La exigencia democrática ha supuesto, inmediatamente, el posicionamiento de todas las corrientes políticas del Estado español al lado de uno de los dos bandos. Ha cumplido, por lo tanto, perfectamente su papel como lema aglutinador, como reactivo que cataliza todas las posiciones en torno a todas las facciones burguesas en liza. Colocado bajo el foco del desarrollo político más inmediato de España, ha significado el finisgloriae mundi de todas las corrientes que, desde el estallido social del 15M, habían pretendido representar la perspectiva de un cambio social (contra la casta, contra la Unión Europea, etc.). Todas ellas han defendido la democracia vindicada por uno u otro bando –generalmente por el bando catalán- como algo que obliga a situarse detrás del grupo burgués que la enarbola. Así, Podemos y tras él todas las organizaciones de la izquierda política y sindical, se han lanzado a defender sin duda alguna a la burguesía catalana que enarbola el referéndum «democrático». A defender, por lo tanto, la causa común con los grupos de presión empresariales, culturales, sociales… nacionalistas. A defender, por lo tanto, no sólo la consigna del voto, sino también la perspectiva de un Estado nuevo, de una policía, de unas instituciones burguesas, de una legislación… demandadas por estos grupos de presión. De esta manera, vemos a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, pasar de las manifestaciones por la vivienda -que la lanzaron al estrellato mediático- al abrazo con el jefe de la Generalitat a cuyo cargo estuvo la ejecución de las medidas económicas contra las que decía luchar Colau en su época de manifestaciones callejeras y de campaña electoral. Como hemos visto a las Candidaturas de Unidad Popular, pretendidamente anticapitalistas, defender a los Mossos de Esquadra tanto como a los tenderos de toda Cataluña. Se conoce que bajo las órdenes del comandante Puigdemont los Mossos ya no reprimen ni torturan y los empresarios ya no explotan. La democracia ha quitado el velo de estos «anticapitalistas»: para ellos ha significado darle la mano a su supuesto enemigo declarado.

 

¿Qué nación?, ¿qué independencia?

 

Cataluña ha sido la pieza central del puzle español desde que el desarrollo del capitalismo en el país alcanzó el nivel en el cual prácticamente todos los resabios feudales podían darse por liquidados. En Cataluña existió, desde el primer momento, la mayor concentración industrial del país, la red empresarial más amplia, el mayor número de inversiones de capital y, por supuesto, el proletariado más compacto y combativo. Más allá de los mitos nacionalistas sobre una Cataluña feudal donde las libertades ciudadanas acompañaban a la prosperidad comercial, lo cierto es que Cataluña ha sido, durante al menos un siglo, el centro del capitalismo en España.

Esta relevancia chocó, durante décadas, con la hostilidad por parte de la oligarquía terrateniente española, en cuyas manos estuvo el Estado a lo largo del convulso siglo XIX, precisamente el siglo del desarrollo capitalista. Este Estado, estructurado en torno a una nobleza agraria que mantenía su posición social mediante la alianza con la burguesía comercial y bancaria, tuvo una relación complicada con la burguesía industrial catalana. Por un lado, las exigencias de modernización que esta burguesía quería imponer al conjunto del país, exigencias que giraban tanto alrededor de las reformas jurídico-políticas como de las cuestiones puramente económicas, chocaban con el conservadurismo innato de una clase social que se mantenía en el poder cediendo sólo poco a poco ante las fuerzas revolucionarias del desarrollo capitalista. Si bien España es un país plenamente capitalista desde la segunda mitad del siglo XIX y, con la victoria del bando isabelino sobre las bandas carlistas-feudales, el Estado pasa a ser irremisiblemente un Estado burgués, tanto en su contenido histórico como en su desarrollo formal, las luchas entre las distintas facciones de la burguesía han sido sumamente intensas, al punto de excluir sistemáticamente a una parte de la burguesía catalana del ejercicio del poder durante varias décadas. Por otro lado, existía una comunidad de intereses entre la oligarquía terrateniente y la burguesía catalana en materia de legislación económica (medidas proteccionistas para salvaguardar el producto industrial y los precios del cereal) y de política exterior (mantenimiento a toda costa de las últimas colonias, especialmente de Cuba, de donde se extraían buena parte de la renta nacional y donde se vendían los productos de Cataluña). Este es, realmente, no sólo el origen del moderno «problema catalán», sino también el origen del nacionalismo catalanista. No una exigencia de independencia respecto de España, sino la pretensión de estar plenamente reconocidos dentro del Estado español y, en la medida de lo posible, controlarlo. No un enfrentamiento abierto, sino una tensión continua sustentada en las exigencias «catalanas», que a fin de cuentas debían ser tarde o temprano aceptadas por el Estado, y el miedo de las clases dominantes a que tales exigencias socavasen la base de su poder.

La burguesía siempre está en lucha. Desde su aparición como clase en la historia, ha luchado siempre: primero contra las clases feudales a las que abatió arrebatándoles el poder; después contra el resto de burguesías con las que libra una guerra económica continua y, siempre, contra la clase proletaria a la que somete a su poder y de la que extrae la plusvalía, base de su beneficio, que le otorga su posición social privilegiada. No debe extrañar por lo tanto que la burguesía española haya luchado entre sí durante décadas. Que el enfrentamiento entre sus diferentes  facciones por el control del poder estatal haya sido una constante. Pero en ningún caso debe pensarse que esta lucha ponía en juego ni la naturaleza misma del Estado de clase burgués ni el ámbito de su poder, es decir que la lucha entre industriales catalanes y agrarios castellanos no giraba en torno a la defensa del moderno Estado burgués contra el Estado feudal ni que estuviese nunca en cuestión que el poder del Estado debía ejercerse sobre el conjunto de la nación española. Por supuesto que esta lucha no se libra abiertamente en nombre de los viles intereses materiales.

La burguesía luchó contra la nobleza feudal en nombre de las libertades ciudadanas y respaldada por toda una base filosófica individualista e iluminista que se enfrentaba abiertamente a la concepción teológica de la escolástica. Cuando dos burguesías nacionales luchan entre sí, como en la I y II Guerras Mundiales, por el reparto de los mercados, cada una enarbola la bandera de la libertad frente a la opresión extranjera. Finalmente, cuando la burguesía lucha en nombre del pueblo y, por lo tanto, también «para» el proletariado, siempre lo hace en nombre de la civilización de la que dice ser la única garante. De la misma manera, la burguesía catalana luchó (y lucha) contra el resto de grupos burgueses españoles aludiendo a la milenaria tradición democrática de Cataluña, a sus libertades feudales perdidas por obra de la monarquía borbónica. Por su parte, el bando contrario habla de la unidad de España, del destino universal de la patria, etc. El mito nacionalista, español y catalán, encubre la verdadera guerra que existe siempre en el mundo capitalista: la guerra de los piratas luchando por su parte del botín.

De hecho, la supuesta lucha entre Cataluña y España se ha desarrollado bajo muy diversas formas, pero siempre con un mismo contenido. El desarrollo del capitalismo español llevó a una paulatina adecuación de la forma estatal a las exigencias económicas que caracterizan a cualquier nación moderna. La forma parlamentaria, progresivamente abierta a todas las facciones burguesas, permitió ampliar la presencia de los grupos burgueses catalanes y facilitó tanto la conformación de un partido único de la burguesía catalanista (la Lliga Regionalista, a cuya cabeza estuvo Cambó, verdadero hombre del Estado durante los primeros 30 años del siglo XX), como el reconocimiento de cierta autonomía regional para Cataluña a partir de la Mancomunidad de Cataluña, que realizó sobre el terreno de la organización territorial la misma unificación de los intereses de la burguesía catalana que la Lliga había realizado sobre el terreno parlamentario. La llegada de la I Guerra Mundial y el incremento brutal de los beneficios del empresariado catalán confirmó que la forma estatal debía seguir la senda del reconocimiento de los grupos burgueses de la región catalana como eje del gobierno central.

Pero hay algo a lo que la burguesía teme más que a la guerra sucia que libra continuamente contra sus competidores comerciales y financieros: teme el proletariado. El desarrollo capitalista en España creó un proletariado industrial y agrícola que, justamente en el mismo periodo en el que la burguesía catalana accedía a los honores del Estado, comenzó a dar muestras de una vitalidad excepcional. Es sabido que la principal organización de la clase proletaria española, la CNT, no sólo nació en Cataluña sino que tomó su nombre inicial, Solidaridad Obrera, como una declaración de intenciones contra la organización de los burgueses catalanes, Solidaritat Catalana. Se entiende, por ello, que el proletariado se desarrolló como clase en España combatiendo no sólo contra la burguesía en general sino contra la burguesía catalanista en particular.

Los años finales de la I Guerra Mundial y el comienzo de la década de 1920 trajeron durísimos enfrentamientos sindicales que dieron lugar, ante la represión que la burguesía catalana ejerció pistola en mano, a encontronazos armados diarios entre pistoleros a sueldo de la patronal y los grupos de defensa de la CNT. La situación llegó a tal punto de tensión, la amenaza sobre el orden social era de tal magnitud, que la propia burguesía catalana liquidó el régimen de la Restauración que se mostraba incapaz de hacer frente al proletariado e impuso a su propio dictador, Miguel Primo de Rivera. Por supuesto, la dictadura tuvo que liquidar tanto la organización territorial catalana como las libertades de las que los propios burgueses disfrutaban, pero esto era poca cosa comparado con el papel que debía ejercer de pacificador que devolviese el orden a los negocios y a la industria. La burguesía catalana, sus partidos políticos y sus corrientes nacionalistas tradicionales corrieron detrás de la «unidad nacional», a la cual aportaron toda su fuerza reaccionaria, para refugiarse de su enemigo de clase, que no entendía de naciones ni de patrias.

Este fue el sino, a lo largo de las décadas posteriores, de la burguesía catalana. El particularismo local, exacerbado hasta el punto de ser presentado como nacionalismo para justificar los privilegios «nacionales» que planteaban, fue dejado de lado tantas veces como hizo falta a la hora de defender el orden social capitalista que, este sí, tiene su verdadera base histórica en la nación española y su brazo ejecutor en el Estado central.

Queda, por supuesto, el problema de las clases medias, de la pequeña burguesía, excluida prácticamente siempre del Estado y golpeada tanto por la fuerza de la competencia capitalista, de la tendencia cada vez más acentuada a la concentración empresarial, a la aparición de los grandes trust y monopolios privados y estatales, como por la lucha del proletariado. Es esta pequeña burguesía, un subproducto de la división de la sociedad en clases en el que se aglutinan todas las fantasías reaccionarias y los comportamientos sociales más repugnantes, la que ha hecho del nacionalismo y del independentismo su fe. Pero, colocada por su posición marginal en el modo de producción capitalista, como una clase sin vigor ni fuerza ninguna, su defensa de los esencialismos provincianos más abyectos no ha tenido nunca una proyección política más amplia que la de convertirse en sustento ideológico y fuerza de choque de la lucha intestina entre la burguesía de la que es subsidiaria. Cuando esta burguesía ha firmado una paz temporal para defenderse de su enemigo de clase común, del proletariado, ha sacrificado, incluso físicamente, a la pequeña burguesía y a sus ilusiones nacionales sin que le temblase la mano. Hoy, en medio de una lucha que tiene más de ficción que de realidad, entre los grupos burgueses de Cataluña y del resto de España, esta burguesía, sus miedos y sus egoísmos, son agitados por parte de ambos bandos para ganar posiciones y vemos al partido de los tenderos, a la CUP y sus satélites, aupados al nivel de perros guardianes de las fincas de sus amos.

El «problema catalán» refleja las tensiones internas que la clase burguesa española sufre. La crisis capitalista ha incrementado la competencia entre los diferentes grupos burgueses por repartirse unos beneficios que han caído drásticamente. Con este incremento de la competencia, del que derivan todos los enfrentamientos políticos, se ha resquebrajado el marco legal que, desde 1978, reconocía los derechos que cada uno de dichos grupos disfrutaba. Esta es la realidad del resurgimiento nacionalista desde 2012: una burguesía y una pequeña burguesía catalanas que han visto mermar sus ganancias y que han intentado forzar una renegociación de los términos en los que estas se reparten azuzando el fantasma nacionalista. De esta manera han logrado, por un lado, presentar durante varios años un frente común contra el resto de burgueses representados por el Estado y, por otro lado, vincular a diferentes estratos sociales a este programa de lucha, logrando canalizar la tensión que la propia crisis capitalista había causado hacia la defensa de la supuesta nación catalana.

Pero el hecho de que este enfrentamiento no tenga el carácter ideal que el Estado o la Generalitat quieran darle, de que no estén en juego valores universales de libertad y democracia sino otros mucho más materiales como ganancia y beneficio, no significa que la tensión de los últimos años carezca de relevancia. Si el mito de la nación como interés común a todas las clases sociales es despreciable desde una perspectiva marxista, también lo es el mito de un capitalismo estable y pacífico tanto en el terreno económico como en el político.

Para los marxistas revolucionarios la situación que se vive actualmente, desde el punto de vista proletario, con el «problema catalán» en el centro de todas las miradas, lo único que hace es confirmar nuestras posiciones y previsiones.

Los proletarios de Cataluña, Castilla, Andalucía, País Vasco y de cualquier otra región de España, no tienen nada que compartir con su propia burguesía «nacional» o «regional», como no tienen nada que compartir con los patrones de cualquier empresa aislada o de cualquier grupo de empresas: cualquier burguesía y cualquier fracción de la burguesía son igualmente enemigos de clase que luchan entre ellos para arrebatarse entre sí partes del mercado y recursos naturales y financieros, pero son siempre los explotadores y los opresores del proletariado, capaces sin embargo de unirse contra el proletariado en el momento en el cual los proletarios no compitan entre ellos sino que luchen unidos contra la clase dominante burguesa en su conjunto. Por ello cualquier ilusión democrática, cualquier ideal nacionalista, autonomista o independentista abanderado por una burguesía ya más que lejana históricamente de su «liberación» de la opresión feudal y aristocrática, sirve exclusivamente para ligar al proletariado al carro de la burguesía y de sus facciones con el fin de defender los intereses que pasan por explotar al máximo la fuerza de trabajo asalariado y como carne de cañón en caso de guerra. Los proletarios tienen sus propios intereses de clase que defender y ninguna otra clase puede defenderlos, ni burgueses ni pequeño burgueses; los proletarios pueden contar sólo y exclusivamente con sus propios hermanos de clase, de cada fábrica, de cada empresa, de cada ciudad, de cada región o de cada país y tienen un terreno común sobre el cual unirse y reforzar su propia unión clasista: luchar contra la competencia entre proletarios, una competencia alimentada, organizada e impuesta por la clase burguesa dominante.

En cuanto a las previsiones, éstas no están sacadas de nuestras pobres cabezas sino del materialismo militante más firme y que afirman una continua profundización de los conflictos políticos derivados de la crisis capitalista. Estos conflictos no han hecho más que empezar y traerán consigo nuevas configuraciones tanto del escenario de los enfrentamientos imperialistas internacionales como del escenario de los enfrentamientos locales. En ellos, la clase proletaria de todos los países, deberá extraer las lecciones acerca de la verdadera naturaleza tanto del sistema capitalista como de toda la mitología democrática y «social», única vía para no caer una y otra vez bajo la influencia de los cantos de sirena del nacionalismo y de la democracia, para no dejarse engañar por la idílica visión que ambos prometen sobre una situación sin conflictos sociales, económicos, políticos o militares.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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