Cataluña, rompeolas de las Españas

 

(«El proletario»; N° Especial Cataluña; Octubre de 2017 )

 

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Se cumple ahora un año del «referéndum de autodeterminación» organizado por el gobierno de la Generalitat en Cataluña. Un año que ha visto transcurrir las votaciones, la intervención de la policía nacional y la Guardia Civil acantonadas en el puerto de Barcelona y en algunas poblaciones rurales de Cataluña, un «paro nacional» en defensa del «derecho a decidir» y contra la represión del Estado, una efímera «república catalana», la intervención por parte del gobierno central de la autonomía catalana, el exilio y la cárcel de los altos cargos del Govern implicados en el «proceso independentista», unas nuevas elecciones a la Generalitat e, incluso, la caída del gobierno del PP auspiciada por el PSOE y defendida unánimemente por los grupos nacionalistas de Cataluña y País Vasco. Desde hace un año todos los días sin excepción la prensa y la televisión dan noticia de un conflicto larvado que no cesa en Cataluña: de las cargas policiales del 1 de octubre a las manifestaciones por la unidad nacional, de los lazos amarillos a los mensajes del rey Felipe VI, del circo legal contra los líderes nacionalistas a la imputación por parte de la justicia belga del juez Llarena… la «cuestión catalana» se ha convertido en el referente de un país en el cual el precario equilibrio político y social logrado tras la Transición a la democracia parece estar completamente resquebrajado. Y es que, ciertamente, la inestabilidad que revela la «cuestión catalana» muestra, a su vez, la verdadera naturaleza de la crisis económica, política y social por la que atraviesa la burguesía española y todas sus facciones locales.

El «problema catalán» fue una de las cuestiones centrales que tuvo que abordar la burguesía española llegado el momento en que la muerte de Franco dio el impulso definitivo para la reorganización política y legal del régimen que salió de la Guerra Civil. Durante los prácticamente 40 años que duró este la cuestión catalana, es decir, el lugar que el autogobierno de Cataluña podía ocupar en el ordenamiento constitucional español, fue continuamente relegada a un futuro que nunca llegaba. De acuerdo a la historiografía burguesa moderna, que reduce el siglo XX español a una lucha entre democracia y dictadura que culminó con el traspaso pacífico de poderes de esta a aquella, el problema está resuelto antes de plantearse: siendo el autogobierno de Cataluña una fórmula política «progresista» y la dictadura militar una autoritaria, ambas se encontraban enfrentadas y sólo el pacto político del ´78 pudo encajar la idea de un Estado centralizado y de una Cataluña con amplias cotas de autonomía. Acerca de esta interpretación histórica, que tiene su contrapunto en la versión, mucho más minoritaria, que coloca al autogobierno como la fórmula socialmente reaccionaria y a la democracia y la unidad nacional como su opuesto, basta únicamente con decir que la misma crisis política que ha azotado el país desde el año 2011 ha echado por tierra todos sus postulados: la realidad de fuerzas sociales, encarnadas en clases con diferentes intereses y siempre en lucha entre sí, puede ocultarse durante el tiempo en que estas fuerzas parecen haber firmado una tregua, pero no tarda en salir a la luz cuando vuelven al curso normal de los acontecimientos.

Lo cierto es que el autogobierno catalán, que en la Constitución de 1978 y en el ordenamiento territorial posterior a esta se encuentra formulado como autonomía, tiene por sí mismo un peso histórico que difícilmente puede ser minusvalorado. Como tal, el término remite directamente a las libertades feudales que Cataluña pudo reivindicar frente a las tendencias centralizadoras de la monarquía borbónica desde el siglo XVIII. Decimos «pudo reivindicar» para resaltar que tales libertades feudales forman más bien parte de un pasado mítico que de una realidad histórica demostrable: tantas hubo en Cataluña como en Castilla y su papel como fórmula política que representaba el equilibrio de las fuerzas sociales en el medio precapitalista peninsular desapareció a medida que tales fuerzas se fueron desarrollando hasta rebasar los confines locales, enfrentándose tanto con los límites «autóctonos» a su crecimiento como con aquellos que el resto de potencias comerciales en auge le impusieron. Las libertades feudales de Cataluña no fueron aplastadas por el centralismo castellano, nunca existió una lucha entre unas fuerzas «centralistas» y otras «descentralizadoras», sino que el desarrollo de la propia configuración económica, política y social de Cataluña dio al traste con la independencia que le garantizaba un determinado nivel de evolución de las fuerzas productivas a escala local y mundial. De la hegemonía comercial catalana en el Mediterráneo a su liquidación por el auge de las nuevas potencias marítimas italianas y por la alteración de las rutas comerciales que produjo la llegada a América de las huestes castellanas, así como de la potencia política del reino de Aragón a su alianza con la Corona de Castilla y su posterior relego en un papel secundario en el escenario euro-americano, no media la imposición centralista sino el desarrollo de las propias tendencias que, en su momento habían dado lugar a la inmensa potencia de Cataluña en el tránsito del mundo feudal al capitalismo embrionario de los siglos XV y XVI: el autogobierno catalán, en esta fase del desarrollo histórico, fue el gobierno de unas clases feudales, que vieron llegar su decadencia a manos de las mismas fuerzas sociales que habían dado su peculiar fisionomía a la Cataluña precapitalista.

De hecho, el autogobierno catalán es una invención retrospectiva del siglo XIX. Después de la Guerra de Sucesión (1703-1713) la imposición de la monarquía borbónica, defendida por Castilla y Francia, en detrimento de la monarquía de los Habsburgo, defendida por Cataluña e Inglaterra, esta última a la cabeza de una coalición de Estados europeos, trajo la supresión brutal de las instituciones políticas que representaban a Cataluña frente al rey. Se suprimieron cortes, fueros, derechos, prebendas económicas y se relegaron las leyes civiles y mercantiles catalanas a un lugar subalterno frente a las de la monarquía que, ahora sí, pretendía impulsar una tendencia centralista acorde con los modelos del absolutismo europeo. Pero a la derrota militar de Cataluña, a su inclusión en el embrión de Estado centralizado que encarnaba el despotismo borbónico, le siguió un floreciente desarrollo económico que, con el desarrollo de la agricultura hasta niveles no alcanzados anteriormente, sentó las bases de una generación de riqueza que contrastaba con los experimentos fallidos del industrialismo de Estado que impulsaron los diferentes gobiernos de Madrid y que dio lugar a una expansión comercial que sentó las bases del auge económico catalán. Se trató, de esta manera, de una situación que es típica en el desarrollo de las sociedades capitalistas y en los enfrentamientos sanguinarios que lo acompañan: la Cataluña derrotada en la defensa de sus libertades forales contra el centralismo, acaba por convertirse en uno de los núcleos centrales del desarrollo económico. Cataluña se integró plenamente en la monarquía española y se convirtió en uno de sus motores económicos, dando lugar a un desarrollo de la región en sentido puramente capitalista en el que renacerá la cuestión del «autogobierno» sobre unas bases completamente diferentes.

Para el marxismo, las ideas, doctrinas y banderas por las que se libran y se han librado en todos los terrenos las grandes batallas de la historia, tanto sobre el terreno político y militar como sobre el terreno del desarrollo filosófico, científico o moral, constituyen reflejos de las verdaderas fuerzas económicas y sociales cuyas convulsiones determinan el desarrollo histórico y que determinan la adopción por parte de las clases sociales en lucha de estas ideologías. Sin caer en ningún tipo de relativismo, esto implica negar validez eterna a los principios por los que una clase social, un pueblo o una nación, luchan en un momento determinado. En el caso de Cataluña, esta cuestión, que emana directamente de la comprensión determinista de la historia, significa que detrás de las consignas de la independencia, el autogobierno o, más recientemente, la autonomía, están las fuerzas sociales que en determinados momentos históricos han empujado a las diferentes clases sociales dominantes a una política de confrontación con aquellas otras clases que propugnaban postulados unificadores y centralistas. Y, por lo tanto, la misma consigna del autogobierno catalán, la defensa de las instituciones tradicionales de Cataluña, etc. tienen un valor concreto en el paso del modo de producción feudal al modo de producción capitalista y otro muy diferente en el momento del pleno desarrollo de este modo de producción capitalista. El recurso a elementos de propaganda comunes en ambos, la defensa de la tradición o la idealización de fórmulas arcaicas de gobierno, no están inscritos en el ADN del «pueblo catalán» (concepto este que entrecomillamos por no tener mayor validez histórica que los otros) sino que aparecen y desaparecen de acuerdo a vicisitudes históricas muy particulares.

Las tendencias centrífugas en Cataluña, el localismo político, el regionalismo, así como el arraigo en esta zona de corrientes como el carlismo o el republicanismo y el cantonalismo, vienen determinadas por la dinámica propia del capitalismo en España, desarrollado de manera sumamente desigual en cada una de las regiones, donde, además de a los factores clásicos (expropiación del pequeño campesinado, base mercantil previa, etc.) se deben buscar características locales que las diferenciaban entre sí de manera muy acusada. En palabras de Marx:

«Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías. Éstas se edificaron en todos los sitios sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y amasaban los varios elementos de la sociedad, hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medieval por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundió en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las ciudades perdieron su poder medieval sin ganar en importancia moderna.

Desde el establecimiento de la monarquía absoluta, las ciudades han vegetado en un estado de continua decadencia. No podemos examinar aquí las circunstancias, políticas o económicas, que han destruido en España el comercio, la industria, la navegación y la agricultura.

Para nuestro actual propósito basta con recordar simplemente el hecho. A medida que la vida comercial e industrial de las ciudades declinó, los intercambios internos se hicieron más raros, la interrelación entre los habitantes de diferentes provincias menos frecuente, los medios de comunicación fueron descuidados y las grandes carreteras gradualmente abandonadas. Así, la vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su configuración social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada históricamente en función de las formas diferentes en que las diversas provincias se emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de la actividad nacional. Y como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que estaba en su poder para impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la que se puede crear un sistema uniforme de administración y de aplicación de leyes generales. La monarquía absoluta en España, que solo se parece superficialmente a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien al lado de las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a su cabeza.

El despotismo cambiaba de carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias con sus diferentes leyes y costumbres, con diferentes monedas, con banderas militares de colores diferentes y con sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo oriental sólo ataca la autonomía municipal cuando ésta se opone a sus intereses directos, pero permite con satisfacción la supervivencia de dichas instituciones en tanto que éstas lo descargan del deber de cumplir determinadas tareas y le evitan la molestia de una administración regular.» (1)

En el caso catalán, y también, aunque en menor medida, en el vasco, gallego e incluso castellano o andaluz, la persistencia de esta autonomía municipal, cuya base era el propio desarrollo económico desigual pero que marchaba igualmente en el sentido de volverlo cada vez más agudo, constituyó el contexto en el que comenzaron a desarrollarse los fundamentos de la sociedad capitalista, que si bien fue impulsada por la creación de los elementos básicos de un mercado nacional a partir del siglo XVIII,  no logró superar las barreras locales hasta bien entrado el siglo XIX.

Las ideas de autogobierno, autonomía o independencia nacional aparecieron cuando estos límites locales al desarrollo comenzaron a ser una traba, cuando dejaron de ser un manto protector que permitía la coexistencia con formas sociales más atrasadas en el resto del país y pasaron a ser una barrera que supeditaba el crecimiento capitalista típicamente industrial de Cataluña a una economía nacional cuyas características chocaban frontalmente con este.

En otras ocasiones (véase El Proletario nºs 15 y 16) hemos tratado del desarrollo del capitalismo en España y en Cataluña y en este mismo número puede leerse la parte del artículo La cuestión de las nacionalidades en España dedicada concretamente a Cataluña. Por eso, ahora basta con señalar que el supuesto «irredentismo nacionalista» catalán, tiene que ver con circunstancias históricas bien concretas, que sus consignas, sus ideales y sus supuestos principios irrenunciables no son tales, sino que aparecen como fruto de una lucha en la que cobran valor por justificar a uno de los bandos en lucha en sus aspiraciones, por darles legitimidad y por encontrarles un marco «teórico» en el que pueden ajustarse.

La crisis capitalista que comenzó en los años 2007-2008, supuso, en España, la ruptura si no total sí parcial, del gran pacto de Estado que en 1978 se selló con la firma de la Constitución y la promesa de un desarrollo autonómico gradual. Este pacto, una vez garantizadas las principales preocupaciones de la burguesía nacional, es decir, el frente unido de todas sus facciones y de los grandes partidos socialdemócrata y comunista contra el proletariado, planteó la necesidad de dar encaje a cada una de sus fuerzas locales intentando equilibrar sus exigencias con la configuración de un Estado central fuerte. El problema, a la vista está, no era trivial. La configuración histórica de España, configuración en la que se enmarcó el desarrollo del capitalismo y que se vio reforzada por este, es fuertemente anticentralista. La prueba está en que, ante las exigencias que dictaba la crisis capitalista mundial de los años ´70 y el necesario recambio político tras la muerte de Franco, la respuesta que dio la burguesía española fue la conformación de un Estado prácticamente confederal, donde el reconocimiento de las «nacionalidades históricas» daba pie a la configuración de unas autonomías sumamente fuertes, con competencias (potenciales en un primer momento, reales poco después) sobre prácticamente todos los aspectos de la vida económica, política, jurídica y social del país. El que, para compensar esta fuerza disgregadora y someterla a un proyecto político centralista fuese necesario otorgar el rango autonómico a 14 regiones más, únicamente ratifica la imposibilidad de estructurar el Estado español sin atender a las intensas fuerzas centrífugas que lo estructuran.

Durante los casi cuarenta años de dictadura franquista, estas fuerzas no desaparecieron, sino que se sometieron, sobre todo durante los primeros 20 años tras la victoria militar de 1939, a exigencias mucho más importantes que las de las reivindicaciones locales. De hecho, las burguesías catalana y vasca ya habían cedido en sus exigencias regionalistas y nacionalistas antes del golpe de Estado de 1936: por parte catalana, desde 1931 las organizaciones políticas que décadas atrás habían hecho suyo el proyecto nacionalista se colocan abiertamente en favor de la defensa de la unidad nacional y, sobre todo, en defensa del Estado republicano que debía salvaguardar el orden capitalista (ver, en este mismo número, el artículo dedicado a la insurrección de 1934 en Cataluña); por parte vasca, en 1936 les quemó en las manos la defensa del Estatuto de autonomía que se exigió durante los años anteriores y tardaron pocos meses en organizar su paso, con armas y bagajes, al ejército nacional que les garantizó la paz social a cambio de la cesión en su defensa de cualquier veleidad regionalista. La burguesía conoce bien la lección: primero la panza y después la danza, ante todo garantizar su dominio férreo sobre la clase enemiga, sobre el proletariado, manteniendo en pie la extracción de plusvalía, asegurando la tasa de ganancia que se extrae del trabajo obrero, pero, al mismo tiempo, la lucha contra otras facciones, grupos y corrientes de la propia burguesía.

A la amenaza potencial que un proletariado fuertemente encuadrado en organizaciones sindicales planteaba (y decimos potencial porque trágicamente el proletariado español, completamente dominado por las organizaciones socialdemócratas, estalinistas y anarquistas, nunca logró alcanzar el terreno de la lucha política estrictamente clasista) sólo le pudo plantar cara la acción del ejército nacional español: no fueron suficientes las bandas armadas falangistas, ni la policía regular ni los pistoleros de cualquier tipo que puso en circulación la patronal catalana y, después, la pequeña burguesía organizada en torno a Esquerra Republicana. Como consecuencia, las burguesías catalana y vasca, entendieron perfectamente que el valor de la unidad nacional estribaba en que esta se levantaría sobre la paz social, sobre la aniquilación de la lucha de clase del proletariado. Sumisión, por lo tanto, al Movimiento Nacional, renuncia temporal a cualquier particularismo local, a cualquier reivindicación de autogobierno, etc. A esto, además, se sumó una situación internacional respecto a la cual ambas burguesías, pero sobre todo la catalana, no podía ser indiferente (como no lo pudo ser la aristocracia catalana en 1640 ni en 1703) y que reforzó su solidaridad con el Estado español. Los largos y sombríos años que van desde 1939 hasta el plan de estabilización de 1959 vieron a los burgueses catalanes (y en menor medida a los vascos) marchar, impasible el ademán, de la mano del ejército y su caudillo. Solamente el desarrollo económico español que tuvo lugar desde la década de los ´60, en la medida en que volvía a ponerse en marcha sobre las arraigadísimas bases de la estructura económica nacional, permitió que la exigencia del autogobierno volviese a aflorar, ya en un contexto de relajación de las imposiciones castrenses sobre el conjunto de la sociedad y de crecimiento de una base pequeño burguesa que se hizo abanderada de tal reivindicación.

En 1978, a la hora de sentar las bases de la reforma del Estado franquista, la crisis capitalista había logrado exacerbar de nuevo las tendencias descentralizadoras y la bandera de la autonomía se levantó como coartada de las exigencias de una burguesía catalana interesada en lograr con ella tanto mayores cuotas en el control fiscal y tributario (lo que significa que la plusvalía producida en Cataluña sea patrimonio exclusivo de la burguesía catalana al mando de los organismos autonómicos encargados del gobierno), como un control también mayor sobre las inversiones estatales en Cataluña y, por último pero no por ello menos importante, la creación de organismos democráticos supeditados directamente a ella y encargados de controlar a la clase proletaria aunándola en torno a la defensa de la «patria catalana». Acabada no solamente la dictadura, sino también la fase de auge económico que dio lugar a la crisis capitalista de 1974, las exigencias de autogobierno resurgieron con toda la fuerza que exigía la situación: la vieja tesis de Marx y Engels que afirmaba que España únicamente era viable en términos burgueses bajo la forma federal, una tesis que se lanzó en el periodo de auge revolucionario de las burguesías europea y española, se reafirmó en términos negativos dando lugar a un estado cuasi confederal en la época imperialista.

En el capitalismo, la paz es tan sólo la preparación de una nueva guerra. Esta afirmación vale no sólo para los enfrentamientos entre Estados imperialistas que han sembrado el mundo entero de cadáveres con la multitud de guerras imperialistas y de rapiña que han tenido lugar desde 1914. Vale también para cualquier tipo de enfrentamiento social que tenga sus bases en el caos y el desorden que genera inevitablemente el modo de producción capitalista. Vale, por lo tanto, para explicar la naturaleza transitoria de los propios pactos entre rivales, entre burguesías enfrentadas, entre la burguesía y el proletariado o entre la burguesía y cualquiera de las clases intermedias que existen en la sociedad capitalista. De esta manera, incluso grandes pactos sociales como el que se estableció en España tras la muerte de Franco y que durante décadas se ha pretendido inamovible e incontestable, están sometidos a una constante crítica por la vía de los hechos, una crítica que realiza la propia naturaleza de sus firmantes, que arremeten una y otra vez contra las otras partes tratando, en función de las fuerzas disponibles, de arrebatarles la parte del pastel que les ha correspondido. Enfrentamientos larvados y continuos que se convierten, en determinadas situaciones, en enfrentamientos abiertos y de gran intensidad: llegado el momento en el que la crisis, la caída del beneficio y la reducción a cotas mínimas de las tasas de ganancia, vuelven insuficientes las prebendas que cada grupo rival se ha reservado para sí, retorna la guerra.

En el caso catalán, que es el caso de toda España, la crisis capitalista que comenzó en los años 2007-2008 hizo insoportable para buena parte de los burgueses el simple hecho de tener que mantener el pacto social acordado treinta años antes, es decir, el reparto en forma de redistribución fiscal de la plusvalía arrancada a los proletarios y el mantenimiento de un sistema de «garantías» por el cual cada comunidad autónoma se convierte en emisora o receptora de fondos para equilibrar las desigualdades económicas del país. Esto, sumado a la reconfiguración de la estructura industrial del país, a la competencia desencarnada por acaparar la inversión de capitales en forma de infraestructuras, etc. ha dado lugar a ese enfrentamiento que se ha encubierto bajo la bandera político-jurídica del procés. Superada la exigencia del autogobierno, que está realizada a efectos prácticos bajo una forma, la autonómica, que no garantiza todas las nuevas exigencias de la burguesía y la pequeña burguesía catalana, la independencia aparece como la bandera de este movimiento. Independencia entendida, obviamente, como una mera consigna, un llamamiento para aglutinar en torno a la defensa de la economía local de la pequeña burguesía y otros estratos intermedios de la sociedad que han sido golpeados de manera especialmente dura por la crisis. Y con esta exigencia de independencia vuelven a aparecer las justificaciones cuasi mitológicas del «hecho diferencial catalán», vuelve a la carga el revisionismo histórico, la reinterpretación del papel que históricamente ha jugado Cataluña en España, etc. La consigna de independencia es la consigna de un determinado sector de la burguesía catalana que busca encuadrar a su propio ejército social para combatir en el terreno de la reconfiguración política del Estado español. Es, por lo tanto, una consigna abiertamente reaccionaria, tras la que se coloca la exigencia primordial de paz social y sometimiento de la clase proletaria a las exigencias de la clase enemiga. El recorrido de esta consigna, es decir, el recorrido del enfrentamiento entre burgueses catalanes y españoles estará determinado por la capacidad de cada bando en lucha para hacer ver al contrario que las pérdidas que le reportaría el enfrentamiento serían mayores que las que le implicaría ceder. En medio queda, y quedará durante mucho tiempo, la clase proletaria, movilizada por uno y otro bando, en defensa de banderas y exigencias que no son las suyas y que, logrando colocarse a su cabeza, únicamente profundizan la crisis que realmente le golpea: la crisis política y organizativa que le mantiene como esclavo de la clase burguesa.

 

 

Partido comunista internacional

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