Detrás de la inestabilidad parlamentaria está la crisis política de la burguesía española

Detrás de la crisis política se encuentra la crisis social del sistema capitalista

(«El proletario»; N° 19; Enero de 2020 )

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LAS CRISIS DE GOBIERNO Y DEL PARLAMENTO

 

Al comenzar 2020, España llevará tres meses de gobierno interino después de las elecciones de noviembre, a los que se suman los tres que sucedieron a las anteriores elecciones y el año de gobierno socialista que vino tras la moción de censura contra el gobierno popular. No es necesario recordar que este gobierno salió también de unas elecciones repetidas por la incapacidad para imponer una mayoría de cualquiera de las coaliciones de partidos parlamentarios. Resulta evidente que la inestabilidad, la dificultad para formar un gobierno que perdure, es la tónica de los últimos años en España. Un parlamento fragmentado hasta niveles impensables hace unos años, la aparición –y práctica desaparición- de los partidos «del cambio», incluso la irrupción en el Congreso del regionalismo turolense… hace ver que existe un problema para gobernar España, que el diseño institucional que salió de la Transición hace aguas y ya no sirve para afrontar las necesidades que la propia burguesía que realizó este diseño a la muerte de Franco tiene, a la hora de gestionar los asuntos internos del país.

En la inestabilidad parlamentaria de los últimos años pueden reconocerse tres fases. La primera estuvo marcada por el momento de mayor intensidad de la crisis económica en España. Entonces los escándalos de corrupción que aparecieron como setas en otoño hicieron las veces de baño de credibilidad para el sistema parlamentario: los partidos políticos que se encargaron de gestionar los asuntos políticos durante los momentos más duros de la crisis, especialmente el Partido Popular, fueron objeto de un ataque deliberado por el lado de la honradez y la credibilidad. Los medios de comunicación publicaban, día sí y día también, asuntos relacionados con sobresueldos, evasiones fiscales, pagos bajo cuerda, etc. Asuntos que llevaban existiendo y siendo visibles décadas, pero que aparecieron públicamente en el momento exacto para que buena parte de la rabia social que la crisis económica engendraba se dirigiese contra la «casta» política. El argumento fue sencillo de recoger para las fuerzas políticas emergentes: si la sanidad pública no tenía fondos, se debía al robo por parte de los corruptos; si la educación pública sufría recortes, se debía a que el dinero que debía destinarse a esta desaparecía por medio de la corrupción. Y en el lado de la derecha, con la aparición de Ciudadanos, el mismo discurso pero con el leitmotiv de la competitividad económica y la eficiencia en la administración. Con esta coartada ideológica, un oportunismo de nuevo cuño logró aglutinar el voto de buena parte de las clases medias urbanas y romper la barrera que el sistema electoral español ha impuesto tradicionalmente a las fuerzas políticas no regionales que se salían del marco bipartidista. La aparición de Podemos y, posteriormente, de Ciudadanos recogió este malestar enfocado hacia la corrupción y la mala gestión y resumió en ambas consignas las necesidades del país. En lo que respecta a la clase proletaria, que tímidamente se manifestaba detrás de las clases pequeño burguesas y por exigencias que no le eran propias, vio la propia naturaleza de su malestar (el paro, los despidos, los bajos salarios, etc.) subsumida bajo una avalancha de consignas ultra democráticas que vincularon su suerte a la de un Parlamento de izquierdas. Asaltar los cielos, llegó a decir el líder de Podemos… mediante el voto. Y el voto, principalmente para echar a los corruptos. Los Ayuntamientos del cambio, tanto en Madrid, Barcelona o Cádiz, fueron el primer resultado de esta política encaminada a restituir la confianza en las instituciones burguesas que podría haberse debilitado: allí donde la concentración proletaria era grande, fue la propia burguesía, por vía de los partidos políticos tradicionales, la que cedió los consistorios a Podemos y sus satélites, muy segura de que las consecuencias de esta decisión no le perjudicarían. En la contienda por el Parlamento nacional, estos partidos estuvieron muy lejos de constituirse en una fuerza capaz de desbancar a los representantes de la «vieja política», quedando claro que su papel sería únicamente el de una muleta sobre la que el bipartidismo tradicional debería sustentarse a la espera de recuperar su fuerza de antaño. Desde ese momento estuvo claro que la fuerza de estas corrientes, con Podemos a la cabeza, tarde o temprano se vería mermada: no pudiendo alcanzar ninguna fuerza decisiva en el Parlamento, no tardaría en pivotar sobre la órbita del Partido Socialista y, con ello, perder el ascendente que había podido ganar, precisamente por oponerse a este en un primer momento, entre determinados sectores de la clase obrera y la pequeña burguesía más golpeada por la crisis. El gobierno del Partido Popular después de las elecciones de 2015 y 2016 no supuso el fin de la inestabilidad, sino su verdadero comienzo. El experimento de la nueva política ha sido, a fin de cuentas, una solución transitoria marcada por su incapacidad por plantear una solución general a la crisis social española, como en los últimos años de la Transición sí la planteó el Partido Socialista. Por lo tanto, no pudo sino incrementar esa inestabilidad.

La segunda fase, que se corresponde con el segundo gobierno de Mariano Rajoy, estuvo marcada por una ligera recuperación económica, que se manifestó en un retorno a tímidas tasas de beneficio positivas para las grandes empresas y una reactivación de la actividad económica en niveles más bajos de la producción gracias a la recuperación del crédito que siguió a las medidas monetarias de los grandes Bancos Centrales. Como es bien visible, esta recuperación económica no ha llegado a la clase proletaria, que subsiste con unos niveles de paro y subempleo altísimos, que ha sufrido la reducción drástica de los salarios en todos los sectores productivos y que, en fin, ha visto a una buena parte de ella misma emigrar o retornar a sus países de origen, pero la tensión social pudo darse por controlada una vez que la paz social se consolidase por la vía parlamentaria.

Pero lo que a ese gobierno le fue imposible de controlar fue la crisis política que afectaba al sistema institucional como reflejo de la división y el enfrentamiento que reinaba entre la misma burguesía. El «gran pacto constitucional» de 1978, basado en el reconocimiento de la fuerza de las burguesías catalana y vascas vía integración en el estado autonómico, ha sufrido fortísimas convulsiones una vez que la crisis económica ha lanzado a la burguesía y pequeña burguesía catalana contra la burguesía española bajo su clásica bandera, en la cual no hay inscritas consignas revolucionarias, ni tan siquiera independentistas, sino exigencias de más inversión central y autonomía fiscal. El fracaso del Estatut de 2006, la incapacidad de llegar a un pacto fiscal durante el primer gobierno de Rajoy y, por supuesto, la dureza de la crisis económica, que ha tenido en la economía catalana a su víctima principal, ha forzado una escalada de tensión entre Generalitat y Gobierno central. Ante esta se estrellaron los intentos conciliadores del PP enviando a su vicepresidenta para encargarse de los «asuntos catalanes», la dureza del frente unido PP-PSOE durante la aplicación del artículo 155 que suspendió algunos aspectos de la autonomía catalana, la arrogancia de Ciudadanos queriendo ganar el gobierno de la Generalitat y hundiéndose con su derrota. Con la crisis económica, política y social, los viejos e irresueltos problemas que arrastra España desde su propia constitución nacional, han revivido con gran fuerza, haciendo encallar incluso el sistema político que más tiempo ha permanecido estable. Como se ha dicho, de los dos principales «partidos del cambio», uno de ellos, Ciudadanos, se ha desinflado ante su incapacidad para hacerse cargo del problema catalán. Otro, Podemos, ha intentado escurrir el bulto, incapaz de dar una respuesta que no sirviese lealmente a los intereses de su amo (un amo español y no catalán, se entiende) y, de hecho, ahora se presta a pactar con el PSOE que respaldó la intervención de la autonomía catalana por parte del Estado central. La «nueva política», por el lado de la derecha, ha tenido que dejar paso a los viejos ultras de Vox y, por el lado de la izquierda, a la conquista de la ciudad de Barcelona por parte de Esquerra Republicana.

Si la primera fase de la crisis política estuvo marcada por la ausencia de gobierno durante más de seis meses, esta lo estuvo por la incapacidad del Parlamento, durante casi tres años, de ejercer sus funciones. Una mayoría parlamentaria contraria al Partido Popular, le dejó gobernar a su antojo, mostrando la inanidad del Congreso más allá de una función ornamental: el sistema democrático en las sociedades burguesas súper desarrolladas es capaz de prescindir incluso de su mismo contenido, manteniendo únicamente la ilusión de la participación en las instituciones. Finalmente, la caída del gobierno de Rajoy después de que el Partido Popular fuese condenado por corrupción, tuvo más que ver con una claudicación del propio Partido Popular que con una revigorización parlamentaria. Con ella se abrió la tercera (y presente) fase de la crisis política española, de la que no se puede asegurar ni cuánto durará ni si será la última: la coalición definitiva de Podemos con el PSOE tras un pacto que se queda muy por debajo de las exigencias que la formación de Pablo Iglesias le impuso a la de Pedro Sánchez hace cuatro años; la práctica desaparición de Ciudadanos una vez que se ha demostrado incapaz de ser el partido mayoritario en Cataluña y su caída ante una fuerza ultra reaccionaria como es VOX; la derrota casi general de los Ayuntamientos del cambio en la última convocatoria electoral municipal, a excepción del partido de Ada Colau que fue la baza españolista para evitar que Esquerra Republicana (ganadora de las elecciones en Barcelona) controlase el Ayuntamiento de la segunda ciudad española. La crisis parlamentaria, y por lo tanto la crisis política, entra de una fase en otra, de un bucle en otro, sin solución de continuidad: ninguno de los grandes partidos tradicionales puede plantearse ya como una opción gubernamental en solitario, pero tampoco aliado con las nuevas corrientes que han aparecido en los últimos años; los partidos de tipo nacionalista cobran una fuerza importantísima, siendo relevante incluso el voto de EH Bildu, el heredero de Herri Batasuna, que ahora se apresta a apoyar al gobierno del mismo PSOE que organizó los GAL; el Parlamento se ha terminado por convertir en la sede de la representación folklórica del país, con una miríada de partidos regionalistas en él que evidencian la pérdida de poder de PP y PSOE en casi todas las regiones, donde las burguesías locales se vuelven hacia la exigencia de sus intereses más locales y más chovinistas aún a costa de volver ingobernable el país. Ahora le toca al PSOE mendigar un gobierno, como ayer le correspondió esta tarea al PP y la inestabilidad del resultado se hará manifiesta a los pocos meses del gobierno, como ha pasado en los años anteriores.

 

LA CRISIS SOCIAL

 

El dato más importante que debe extraerse del resumen que acabamos de estructurar es, realmente, la ausencia de una clase proletaria dispuesta a la lucha que se hubiese fortalecido aprovechando precisamente la debilidad que ha manifestado la burguesía a través de su incapacidad para organizar los asuntos parlamentarios del país.

Mientras que la clase burguesa ha padecido (y padece) una crisis política derivada de una mucho más importante crisis económica, la clase proletaria sufre una crisis política y organizativa de dimensiones mucho mayores que la crisis económica, incluso teniendo en cuenta que ella es la principal perdedora de esta. Para la clase burguesa las crisis cíclicas del capitalismo significan un incremento de la competencia entre las diferentes facciones que la conforman, un enfrentamiento cada vez mayor entre los diferentes estados imperialistas, el acercamiento de la guerra, en cualquiera de sus formas, en el horizonte, etc. Pero la intensidad de estas crisis nunca se transmite automáticamente a la crisis política. Nunca se pone en cuestión, sin más su supremacía política, su gobierno absoluto sobre la sociedad y su predominancia social sobre la clase proletaria de la cual extrae la riqueza que le permite gobernar. Mientras, para la clase proletaria las crisis económicas tienen como efecto el recrudecerse sus condiciones de existencia, hacer caer el nivel de vida a mínimos aún más bajos que los anteriores, desplazar a millones de personas en flujos migratorios que suponen la muerte para decenas de miles, etc. Pero, sobre todo, las crisis económicas que aparecen periódicamente en el modo de producción capitalista, tienen como consecuencia el agravamiento de la crisis política que padece la clase proletaria, colocándose en este aspecto el epicentro del terremoto que padece con ellas. Si para la burguesía el trasfondo de su crisis parlamentaria y  política está en la crisis económica y en esta reside toda la fuerza que contribuye a modificar el panorama institucional, para el proletariado la consecuencia de la crisis económica está en el endurecimiento de su crisis política y organizativa. En esta diferencia reside la verdadera fortaleza del mundo burgués: un mundo que se muestra cada vez más débil, que evidencia cada vez más su incapacidad de generar otra cosa que no sea destrucción, puede mantenerse en pie porque lo primero que destruye, todos los días, continuamente, es la capacidad de la clase proletaria para subvertirlo.

En el caso concreto de España, la crisis parlamentaria que hoy vemos fue precedida por una crisis social de primer orden cuando, en 2008, el estallido de la llamada burbuja inmobiliaria, la paralización del crédito bancario y la quiebra en pocos meses de decenas de miles de empresas, acabó con el despido e ingreso en el paro forzoso de dos o tres millones de proletarios. Sin entrar en los detalles del desarrollo de la crisis económica, la consecuencia fue que, en 2010, con la huelga general contra el gobierno de Zapatero, comenzaron una serie de movilizaciones de protesta que duraron hasta 2014 y que pasaron por hechos como el 15M para acabar con las sucesivas huelgas parciales y generales. Todas estas movilizaciones las podemos caracterizar con tres hechos:

El primero, un fortísimo predominio de las clases medias en todas sus formas, que llevaron la voz cantante en todo momento creando la idea de un «retorno de la política a la calle», una «democratización de la sociedad», etc. que suponían realmente la defensa de un nuevo pacto político entre «gobernantes y gobernados» para la regeneración democrática del régimen constitucional salido de la Transición. La aparición de los «partidos del cambio», Podemos, etc. supone la constatación de este dominio, la creación de una élite dentro de estas capas sociales intermedias y la liquidación de sus movilizaciones para dejar paso a la acción parlamentaria «renovada».

El segundo, una clase proletaria completamente controlada por el oportunismo sindical a la hora de luchar por sus intereses inmediatos. Mientras que las movilizaciones democráticas tipo el 15M, Rodea el Congreso, etc. estaban copadas por las fuerzas políticas pequeño burguesas que protagonizarían dicha aparición de los «partidos del cambio», aquellas en que la clase proletaria participaba masivamente (huelgas generales, huelgas sectoriales, eventos como el 1º de mayo) estaban completamente controladas por las organizaciones sindicales tradicionales y, a través de ellas, por las fuerzas políticas que, como el PSOE o Izquierda Unida, las dominan. Tan sólo en contadas ocasiones, como en la huelga salvaje de Metro, en la huelga de la limpieza viaria de Madrid, etc. la clase obrera fue capaz de romper mínimamente con las políticas del oportunismo sindical e incluso con su fuerza de encuadre organizativo. Por lo demás, permaneció completamente presa de una acción desmovilizadora que le hizo perder todo el empuje espontáneo que en los primeros momentos de la crisis pudo tener. La consigna de desmovilización, que partió al unísono tanto de las organizaciones sindicales como de Podemos y sus satélites, dio con una clase proletaria completamente desmovilizada sobre el terreno de la lucha económica inmediata y, en general, los suficientemente desmoralizada como para que la alternativa parlamentaria que encabezaron los «partidos del cambio» pudiese aparecer como la única alternativa viable.

Finalmente, una ofensiva contra las condiciones de existencia de la clase proletaria que, a cargo del frente unido de la burguesía, ha dado como consecuencia un panorama terrible en todos los aspectos de la supervivencia cotidiana tales como el mundo laboral, la vivienda, la sanidad, etc. La realidad actual de una clase obrera cuya juventud sobrevive entre un 50% de paro y los trabajos súper precarizados es la consecuencia de los dos puntos anteriores: la clase obrera fue entregada atada de pies y manos, sometida a una legislación social cada vez más parecida a la preconstitucional, las organizaciones sindicales y las fuerzas del nuevo oportunismo político le han inoculado la certeza de que cualquier lucha es inservible y que únicamente es posible la resignación.

La fuerza de estos factores de conservación social, que han jugado y juegan el papel de desmovilizadores permanentes, se hace sentir sobre todos los aspectos de la vida cotidiana de la clase proletaria, pero se puede resumir en una única e inexorable tendencia que se ha confirmado a cada vuelta en los últimos años: mientras que la clase proletaria era espoleada una y otra vez a la lucha por la fuerza de los hechos, por el empobrecimiento drástico de sus condiciones de existencia, la burguesía se encontraba con unas dificultades cada vez mayor incluso para poner orden en su propia casa. Pero esta coincidencia en el tiempo de todos los elementos de la crisis social, no se ha saldado de manera favorable para los proletarios, que ni tan siquiera han sido capaces de conquistar posiciones firmes sobre en el campo de la lucha inmediata (no han sido capaces de mantener en el tiempo sus luchas, no han sido capaces de agregar a otros sectores proletarios cuando uno se ponía en marcha, no han logrado consolidar organizaciones propias más allá de intentos poco duraderos, etc.). Es más, cada una de los giros de la manifestación política de la crisis burguesa se ha cerrado con un sometimiento de la clase proletaria cada vez mayor a la política de colaboración entre clases y, por lo tanto, a la cesión de sus intereses inmediatos y generales ante las exigencias burguesas.

Si las sucesivas crisis gubernamentales han forzado a la  burguesía a prescindir de la estabilidad gubernamental e incluso de las funciones parlamentarias, esto mostraba la debilidad temporal por la que pasó (y aún pasa) la clase dominante. Pero estas crisis, que como decíamos han tenido un peso social mucho mayor que el de un simple cambio ministerial, se han saldado sistemáticamente con un reforzamiento del principio democrático, de la colaboración entre clases y de la confianza del proletariado en que será la propia burguesía, moderada por sus partidos de izquierdas la que le sacará del pozo en el que está hundido. En un primero momento, la aparición de Podemos y sus corrientes hermanas, se saldó con una confianza en el método electoral para aupar al gobierno a un partido (y a unos personajes) que liquidaran las medidas anti sociales de la crisis económica. Frustrada esta esperanza, la confianza en el método electoral persistió pero dirigida, ya en general, a todos los partidos de izquierdas, especialmente el socialista, que a comienzos de la crisis capitaneó las primeras medidas anti obreras. Cuando tanto Podemos como Izquierda Unida y el resto de variantes locales se prestaron a un pacto con el PSOE que quedaba muy por debajo de los mínimos que habían exigido en sus propios congresos, la consigna general ya no fue ni siquiera la defensa de la lucha electoral, sino la confianza pura y dura en el Parlamento, con sus sucios juegos de politiqueo y cretinismo, como único órgano que podía resolver la situación social del país. Cuando llegó el gobierno «interino» del PSOE después de la moción de censura, la cual apoyaron todos los partidos de la banda izquierda del Parlamento, y se mostró que ni tan siquiera se iban a tomar pequeñas medidas, aunque fuesen sólo de cara a la galería, en beneficio de la clase obrera, el camino estaba terminado: la clase proletaria, completamente imbuida del espíritu democrático de colaboración entre clases, se encuentra en una situación peor aún de la que tenía cuando comenzó la crisis económica. Sus condiciones de existencia se han agravado, por supuesto, pero además su capacidad de reacción parece completamente inutilizada.  Su crisis política, que consiste precisamente en el predominio en su seno de la confianza en el Estado burgués y en la colaboración con la burguesía como única vida social posible, se ha agravado.

 

LOS COMUNISTAS Y LA CRISIS SOCIAL

 

Desde el punto de vista del marxismo revolucionario, la crisis económica, política y social enseña que la burguesía no tiene margen de maniobra. Los enfrentamientos entre sus diferentes capas, entre diferentes potencias imperialistas, entre diferentes facciones que cohabitan en su seno, la empujan a extraer hasta la última gota de plusvalía, verdadera fuente del beneficio económico, de la clase proletaria. Pero también a imponer a esta medidas cada vez más represivas, a limitar sus movimientos, a condicionar las «libertades civiles» que en un tiempo consintió. Para satisfacer esa necesidad, necesita contar, como siempre, con las corrientes oportunistas que trabajan dentro de la clase obrera precisamente para orientarla hacia la resignación y la claudicación. Pero ya no puede, como en un tiempo, compensar esta política con una serie de medidas «sociales» que, mejorando el nivel de vida de determinados estratos proletarios, refuercen a su vez a las corrientes oportunistas como gestoras del excedente social a repartir entre la clase obrera. Hoy el oportunismo, tanto político como sindical, tiene una política general de pura exigencia: en nombre de la unidad nacional, de la defensa de la economía del país, etc. llama a la desmovilización proletaria a través de la defensa de la democracia como única vía de lucha. Pero a cambio ni promete, ni mucho menos da, nada. Cuando enarbola la defensa de la empresa, ni siquiera es capaz de prometer a cambio el mantenimiento de los puestos de trabajo, que simplemente aspira a «negociar» como en el reciente caso del cierre de Acerinox. Cuando llama a vaciar las calles en favor del Parlamento, ni siquiera esconde la inutilidad del mismo, sacrificando sin dudar la confianza que depositan los obreros en este a través del voto y convocando una y otra vez elecciones.  Incluso en sus aspectos más superficiales, como son el arribismo, el «carrerismo», etc. este oportunismo de nuevo corte no disimula su naturaleza fraudulenta ante los proletarios y justifica el enriquecimiento de sus líderes como «una opción personal».

El que esto sea así, muestra para los marxistas, la profundidad de la crisis proletaria: cada acontecimiento de la crisis económica y social del capitalismo parece que tiende a reforzar y no a debilitar las fuerzas de la clase dominante burguesa, hundiendo al proletariado no sólo en una miseria cada vez mayor y más generalizada, sino también en un tipo de vida cada vez más despreciable, por inhumana e impregnada de individualismo. Es un hecho, la naturaleza del capitalismo y de la sociedad burguesa no ve atenuados sus aspectos más estridentes, sino que estos se exacerban exponencialmente. La clase burguesa dedica una parte cada vez mayor de sus recursos y sus energías a las campañas de propaganda e ideologización sobre los proletarios, cada vez presiona con más intensidad sobre cualquier aspecto de la vida de estos con el fin de controlar hasta su último resquicio. Es ella misma quien aumenta la presión social, aunque sólo en el sentido anti proletario de la misma.

Es por esto que cualquier expectativa ya no de un retorno a formas más humanas de capitalismo, formas en que se garantizase al menos que la clase proletaria de los países desarrollados estaría exenta de padecer la miseria, sino incluso a un estado en el que la clase proletaria pueda desarrollar un lento camino de organización, conquista de mejoras, etc. está vedada por la fuerza de los hechos. Las próximas décadas verán cómo, a la vez que se profundiza en las contradicciones sociales que afectan a la esfera de la rivalidad interburguesa, la presión de cualquier tipo que la burguesía ejerce sobre el proletariado se volverá asfixiante, impidiendo cualquier tipo de reacción de este que pretenda darse en términos legales, civilizados, etc.  A la clase proletaria le espera la dura prueba de una vida cada vez más difícil de vivir que dará lugar a fortísimos estallidos sociales. Estos serán caóticos y desordenados, estarán desenfocados, ascenderán y descenderán con la misma velocidad… pero serán el verdadero vector que minará la fortaleza tras la que se ha parapetado la burguesía. Estos estallidos permitirán -¡aunque no garantizarán!- debilitar la política, generalizada desde hace casi un siglo, de la colaboración entre clases, liquidando buena parte de sus mitos y anulando los resortes sociales que la permitan. Por lo tanto, estos estallidos, cuyos prolegómenos podemos ver en las convulsiones que, desde hace décadas, golpean cada vez con más frecuencia a la periferia capitalista, pondrán la base para que el proletariado pueda comportarse, una vez más, como una clase con fuerza propia, que sigue sus propios objetivos y que los defiende con la energía propia de un cuerpo social del que emana toda la riqueza existente. Es este torbellino social el que los comunistas no sólo prevemos, sino también esperamos.

 

 

Partido comunista internacional

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