Los próximos diez años

(«El proletario»; N° 21; Noviembre de 2020 )

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La aparición de la pandemia mundial Covid-19, oficialmente en enero de este año -si bien algunos médicos y epidemiólogos hablan de que el virus podría llevar circulando primero en China y después en el resto del mundo al menos desde el verano de 2019-, ha contribuido a precipitar la difícil situación por la que pasan todos los países. El colapso sanitario y económico, si bien con diferente intensidad, ha sido la norma al menos en los principales países capitalistas. China por supuesto, pero también las primeras potencias políticas y económicas de Europa, Estados Unidos o Rusia, han  visto cómo el virus obligaba a sus Estados a tomar drásticas medidas de confinamiento de la población asumiendo el duro golpe que esto ha supuesto para la producción nacional. Pero, realmente, la pandemia únicamente ha contribuido a fortalecer las tendencias que, cada vez menos subterráneamente, latían ya en estos países. Después de la crisis económica de 2008, que con toda su fuerza únicamente fue una más en el largo ciclo económico abierto en 1.974 con la gran crisis que cerró la fase de bonanza de la IIª postguerra mundial, las principales potencias imperialistas sufren de manera especialmente aguda la aparición de una era de desorden en todos los terrenos, ya sea en el económico, en el político, el social e incluso el militar. La «recuperación económica» que comenzó en el año 2013 no supuso en ningún momento la vuelta a una situación similar a la que existió antes de 2008. Sobre los proletarios pesan los grandes esfuerzos que la burguesía les obligó a hacer en nombre de esta recuperación y persisten sus secuelas en forma de paro, miseria creciente, empeoramiento de las condiciones laborales, bajos salarios, incertidumbre vital, etc. Pero en el conjunto de la vida nacional de los grandes países capitalistas puede observarse el hecho de que los precarios equilibrios que pudieron existir en las épocas de relativo bienestar económico, sean estos internos en forma de una también relativa paz entre las clases sociales o externos en forma de tregua entre las potencias imperialistas, tienden a desaparecer.

Para nosotros, marxistas revolucionarios que pertenecemos a la escuela de la Izquierda Comunista de Italia, una corriente cuyo principal fundamento es el hecho de haber librado un combate durísimo durante décadas en defensa de la invariancia histórica y la integridad programática del comunismo tal y como lo expusieron Marx y Engels, esta época de desequilibrios, tensiones y enfrentamientos sobre todos los planos del mundo capitalista únicamente confirma los principios clásicos de nuestra doctrina: las crisis no son fenómenos excepcionales en este mundo sino una realidad cíclicamente recurrente que, esto sí de manera excepcional, puede abrir la posibilidad de una superación revolucionaria de la sociedad burguesa, última de un largo arco temporal que representa la culminación de las sociedades divididas en clase y, por ello mismo, la antesala de su desaparición definitiva.

El marxismo es la ciencia que estudia las condiciones en que se puede -¡y debe!- producir la emancipación de la clase proletaria y, en este sentido, nada tiene de sorprendente que sea especialmente una ciencia de las crisis, más que de la estabilidad, del enfrentamiento entre las clases, más que de la paz social y que, por lo tanto, preste una intensa atención a los fenómenos que el mundo capitalista en descomposición nos ofrece precisamente como muestra de la putrefacción que le carcome.

Pero lo cierto es que los marxistas no somos los únicos que estamos interesados en esta situación, ni siquiera somos los únicos que la valoramos como una verdadera crisis social que puede significar la apertura de un largo periodo de inestabilidad en todos los sentidos. Recientemente el Deutsche Bank ha editado su principal estudio anual sobre el curso de la economía mundial y sus repercusiones en la vida social. En este, que significativamente ha titulado, La era del desorden (1) la entidad alemana da un repaso, a cargo de sus principales economistas, a la situación mundial que la pandemia Covid 19 ha precipitado. Obviamente los intereses de este banco en la realidad que analizan son completamente diferentes a los que tenemos nosotros, pero conviene leer detenidamente su informe como muestra de que cuando la tierra tiembla no sólo lo notamos los que vamos descalzos, también quienes calzan zapatos de miles de euros pueden percibirlo e incluso, dada su posición en el engranaje político-económico y los medios de los que disponen, a veces lo perciben con más intensidad.

Los ocho puntos cruciales que el informe de Deutsche Bank señala como característicos de la próxima década son los siguientes:

 

·El deterioro de las relaciones entre EE.UU. y China y la reversión de la globalización sin límites

·Una década decisiva para Europa

·Una mayor deuda, mientras que el ‘dinero helicóptero’ se vuelve más común

·¿Inflación o deflación?

·El empeoramiento de la desigualdad antes de que se produzca una reacción y una reversión.

·La ampliación de la brecha intergeneracional

·El debate sobre el clima

·¿Revolución tecnológica o burbuja?

 

La principal diferencia entre el marxismo y la doctrina económica vulgar de los redactores de este estudio no es tanto las consecuencias predichas a partir de las premisas, que en su caso pasan siempre por una vuelta a la estabilidad y en el nuestro por un exacerbamiento de las turbulencias, sino principalmente en el orden en el que se analizan dichas premisas y el sentido que se les da. El marxismo estudia la vida de las sociedades buscando en ellas las fuerzas telúricas que dominan su desarrollo, sin quedarse únicamente en el registro estadístico de este. La economía burguesa, incluso cuando puede llegar a entender, como es el caso, que el mundo del que hacen propaganda no es realista, se frena en esta constatación porque aísla los diferentes fenómenos que estudia no sólo entre sí sino, principalmente, de las leyes fundamentales que los rigen.

En nuestro esquema, sintetizando todo lo posible, la sucesión fundamental que aparece en toda sociedad dividida en clases, es la siguiente: modo de producción – clases sociales –Estado en manos de una de estas clases. Para el caso concreto del capitalismo, se precisa: modo de producción capitalista, es decir, basado en la apropiación privada de la riqueza producida socialmente – dos clases principales, la burguesía y el proletariado, colocada cada una en un extremo de la producción, además de multitud de clases y semi-clases intermedias (pequeña burguesía, etc.) – Estado burgués. El orden de la exposición es, por lo tanto, histórico. Sobre las ruinas del mundo feudal aparece un modo de producción basado, por un lado de la moneda, en el trabajo asalariado y, por el otro, en la propiedad privada; de cada uno de estos lados aparece una clase social, entendida como agregado que se define por tener unos intereses muy concretos respecto al modo de producción (la burguesía mantiene su estatus privilegiado gracias a él  y mantiene una posición conservadora, pero el proletariado vive en la condición de sin reservas por él y se rebela espontáneamente). Dado que las clases sociales mantienen intereses absolutamente enfrentados, la clase dominante erige su Estado para mantener a raya a la clase dominada. Cualquiera que sea el fenómeno a estudiar debe colocarse en un punto de esta línea y se entiende porque está determinado por la influencia que sobre él tiene los puntos adyacentes. Por ejemplo: el modo de producción capitalista da lugar a la aparición de la burguesía, que lucha en primer lugar contra la clase dominante feudal y su Estado, después contra el resto de clases burguesas nacionales y, siempre, contra el proletariado. Los enfrentamientos entre países, muy especialmente en la época del imperialismo en la cual las guerras de nacionales tal y como se desarrollan en Europa y América durante los siglos XVII, XVIII y XIX y en el resto del mundo a lo largo del siglo XX están ya superados, se derivan de la existencia de unas burguesías nacionales que, por ser fruto de un modo de producción que hunde sus raíces en el sustrato nacional, luchan continuamente entre sí por el reparto del mundo, el acceso a materias primas, la conquista de los mercados o, simplemente, por no quedar rezagadas en la competición mundial. La guerra no es un fenómeno característico únicamente del capitalismo, pero sus características en la época actual se derivan de la naturaleza de este modo de producción y no de una naturaleza suprahistórica o congénita al ser humano del enfrentamiento bélico.

 

Tomamos a continuación el material que proporciona el estudio de Deutsche Bank y lo presentamos en los términos correctos del marxismo, dándole el orden dialéctico que permite entenderlo y que parte de los hechos económicos para avanzar sobre los políticos y sociales mostrando la verdadera relación de causalidad existente entre ellos.

 

 

1. Modo de producción capitalista, crisis y enfrentamientos inter imperialistas.

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Durante décadas los principales voceros de la burguesía, entre los que se incluye el servicio de estudios de Deutsche Bank, han hablado de un crecimiento económico ilimitado. Han presentado, en todos los informes anuales, sean estos abiertos o privados, la idea de un desarrollo económico que no veía nubes negras en el horizonte, una vez superadas las turbulencias coyunturales de tal o cual crisis de alcance limitado.

Para el marxismo, sin embargo, la estabilidad económica y el «progreso» productivo son solamente etapas intermedias entre las fortísimas crisis que sacuden periódicamente al mundo capitalista. Los años de prosperidad y de crecimiento son sólo años de preparación de la próxima crisis, que volverá a poner el mundo patas arriba y dará al traste con el optimismo infundado de los burgueses, sus economistas y su prensa. Tomando el ejemplo de los últimos veinte años, vemos sucederse esta secuencia: el periodo se abre con la crisis, en 2001-2002 de la llamada «crisis de las punto com» o de los valores tecnológicos, en la cual una sobre inversión en capitales vinculados a las empresas de alta tecnología da lugar a una súbita desvalorización de buena parte de las mismas y a una drástica caída de la rentabilidad del capital. Fue una crisis de corta duración que, si bien afectó tan sólo a un sector muy determinado de la producción, pudo ser remontada sólo a costa de medidas económicas de tipo general, especialmente bajadas reiteradas en los tipos de interés para garantizar el flujo del crédito a capitales exhaustos después del ciclo de bonanza. Durante los años inmediatamente posteriores, esta facilidad de financiación del capital, acompañada por la creación «definitiva» del marco económico común europeo con la entrada en vigor del Euro como moneda única para un amplio conjunto de países, da lugar a un nuevo ciclo alcista que se manifiesta en un crecimiento exponencial de la inversión en bienes de equipo, inmuebles, etc. así como a una particular sofisticación de las formas del capital financiero con la que se busca maximizar la rentabilidad de esta parte de la economía. En 2008, sólo siete años después de la crisis anterior, el fin de la llamada «burbuja inmobiliaria» da al traste con todas estas inversiones y muestra la sobre capacidad productiva que se había acumulado, esta vez en toda la economía. Pese a las medidas de inversión pública puestas en marcha por la mayor parte de los Estados de los países capitalistas más desarrollados, la crisis se prolonga hasta 2012 en lo que se ha venido a llamar «Gran Recesión». Paro, cierres de empresas, caída de los salarios, etc. fueron sus síntomas más visibles. Esta vez las llamadas «medidas de estímulos» que se dan esencialmente utilizando las palancas de la economía monetaria no fueron suficientes y hubo que esperar hasta que finalizó la destrucción de capital a gran escala para ver la remontada económica. El corto periodo de recuperación se veía cada vez más próximo a su fin en 2019. Un «sobre calentamiento» económico, principalmente en los sectores del metal y la automoción, se empezó a vislumbrar un año antes de que la pandemia emborronase las series históricas.

El reconocimiento de la existencia de crisis económicas no es lo que distingue al marxismo de otras escuelas económicas. De hecho los últimos veinte años han hecho proliferar una abundante cantidad de literatura tanto acerca de las propias crisis como acerca de la imposibilidad para las empresas y los Estados de preverlas, parte de la cual ha corrido a cargo de algunos de los mayores expertos en economía de algunas de las principales instituciones financieras del mundo (2). Lo que sí es característico del marxismo es considerar cualquier aspecto de la vida económica nacional o internacional desde la perspectiva de que las crisis son inevitables, cualquiera que sea el rumbo que en un momento dado tome una industria, un sector productivo, etc. La ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia, piedra angular en esta perspectiva, define el comportamiento dinámico de cualquier momento económico como parte de una tendencia al abismo. Y esto es lo que ningún economista burgués, por preparado que esté para afrontar sin prejuicios la realidad, puede aceptar.

De esta manera, la atención que los analistas del estudio de Deutsche Bank que estamos comentando, se coloca correctamente sobre brechas que la economía mundial presenta ya y que, tal y como ellos mismos advierten, se agrandarán en la próxima década.

 

-¿Inflación o deflación?

Entre los debates «técnicos» que sostienen los economistas burgueses, uno de los más importantes de la última década es este. Básicamente, en los términos en que debate, se asimila la inflación a una consecuencia del «recalentamiento» económico (es decir, de la sobreproducción de mercancías y capitales) que implica una incremento de los precios que devalúa el poder adquisitivo de la moneda en curso. Por su parte, la deflación consiste en el fenómeno contrario, una disminución de los precios que revalúa el poder adquisitivo de dicha moneda como consecuencia de un periodo de crisis económica más o menos explícita. La inflación aparece como acompañante de los periodos de bonanza económica, si bien de manera moderada, hasta que llega a hacerse insostenible, dificultando el acceso de la industria a los recursos productivos (capital y mano de obra) lastrando su crecimiento y convirtiéndose en agravante de la crisis de sobreproducción. La deflación llega cuando el nivel de producción de la economía, nacional o mundial, cae bajo el nivel mínimo que garantiza unos precios rentables en el mercado para las mercancías producidas. Tradicionalmente uno de los objetivos de los Bancos Centrales (el BCE en Europa o la FED en EE.UU.) ha sido mantener unos niveles aceptables de inflación  (entorno al 2% o al 3% de crecimiento del nivel de precios anual) bajo la creencia de que el peligro real en las economías desarrolladas, siguiendo las «enseñanzas» de la crisis de 1974, era el incremento descontrolado del nivel de precios. Pero la crisis de 2008 ha mostrado en todo el mundo que, excepción hecha de algunos países, generalmente del capitalismo llamado «periférico», la inflación es consecuencia de un periodo de crecimiento económico prolongado en el tiempo y en el cual la tasa de beneficio del capital se mantiene por encima de unos niveles que permiten el curso normal de la economía. Ese periodo de crecimiento, abierto con el final de la IIª Guerra Mundial y la reconstrucción post bélica que arrojó pingües ganancias a los capitalistas de todo el mundo, se cerró hace tiempo. La tasa de beneficio (ganancia dividida entre capital invertido) ha disminuido constantemente desde el final de la IIª Guerra Mundial y la última crisis económica la ha reducido de manera drástica. Decae la inversión, no se forman nuevos capitales ni se amplían los ya existentes, los recursos permanecen inactivos y los precios caen. Esto redunda en menos inversión, menos formación y ampliación de capitales, etc. La deflación no es la causa, pero sí una consecuencia de primer orden de la crisis y uno de sus factores agravantes por excelencia cuando se mantiene a lo largo del tiempo. Durante la próxima década es muy probable que la deflación permanente sea el leit motiv de la economía capitalista, produciendo durísimos desajustes tanto en el plano llamado «real» de esta (producción de mercancías y servicios) como en el plano considerado «ficticio» (la economía financiera). Esto garantizará tasas de beneficio capitalistas muy bajas y, por lo tanto, una competencia sin medida entre empresas y países.

Este punto, debe ir ligado en nuestra exposición al siguiente que plantea el estudio de Deutsche Bank: Una deuda cada vez mayor y una política monetaria expansiva (Teoría monetaria moderna, «helicóptero monetario») predominante. La crisis de 2008 tuvo un punto de inflexión con el comienzo de las llamadas Quantitative Easings, es decir, las medidas de política monetaria puestas en marcha por el BCE (siguiendo la estela de la Reserva Federal norteamericana) para garantizar que la deuda pública de los países no perdiese su valor y estos pudiesen seguir obteniendo financiación en los mercados. Hasta ese momento, las políticas de inversión pública puestas en marcha por todas las grandes potencias capitalistas habían tenido como consecuencia una necesidad de financiación por parte del Estado cada vez mayor con el fin de poder pagarlas. Los inversores, conscientes de la debilidad de unos países cuya capacidad productiva estaba muy mermada, en los cuales crecía sin parar el desempleo y donde era muy dudoso que la recaudación fiscal fuese capaz de garantizar la solvencia del Estado, no estaban muy dispuestos a seguir facilitando dicha financiación mediante la compra de deuda pública. El BCE intervino para comprar la deuda de los países y así garantizar un precio razonable para la misma (no es este el lugar de exponer el complejo proceso de compra, estatutariamente prohibido por ejemplo para el BCE y que se lleva a cabo mediante intervenciones en los mercados secundarios). Este proceso de compra implica, a efectos prácticos, la inyección de dinero en la economía, en lo que se conoce como una política monetaria expansiva. Si la imagen del helicóptero a cuyas hélices en marcha se lanza dinero es bastante clara como para tener que explicarla, nos ahorraremos también detallar la llamada Teoría monetaria moderna, un correlato ideológico para justificar esta política monetaria expansiva que retuerce la naturaleza de la moneda como mercancía hasta conseguir adaptarla a aquello que quieren avalar. Lo central del problema es que las máximas autoridades económicas, que desde hace al menos cuatro décadas han basado su intervención en la aplicación de medidas monetarias, se han visto obligadas a incrementar continuamente la cantidad de moneda existente en las economías nacionales como manera de financiar una deuda pública cada vez mayor. Con esta política han logrado que financiarse en los mercados sea extremadamente barato, dando pie al incremento de la deuda, que puede pagarse a unos intereses muy bajos. Pero no es sólo el sector público el que recurre a la financiación ultra-barata para mantenerse con vida. La crisis de 2008, que en un primer momento implicó la paralización del crédito, bancario y comercial, dejó a las empresas privadas sin vías de financiación. Su escaso margen de beneficios chocaba con unas exigencias, determinadas por el tipo de interés al que se devuelve la deuda, inasumibles para buena parte de ellas. Las medidas tomadas por los Bancos Centrales no sólo afectaron al sector estatal de la economía. La reducción de los tipos de interés como consecuencia de la entrada de esa gran cantidad de masa monetaria a partir de 2012, propició que el acceso a la financiación fuese increíblemente barato para las empresas privadas. Si la crisis, destruyendo el capital sobrante mediante el encarecimiento de la inversión, limpiaba la economía del excedente y permitía reanudar el ciclo económico, las medidas para salir de esta redundaban en un incremento del capital que no tiene que responder por los recursos que toma a crédito ya que son muy baratos y, por lo tanto, puede permitirse tasas de beneficio muy bajas. Es el fenómeno que algunos economistas han llamado «empresas zombis», es decir, aquellas que viven artificialmente porque pueden financiarse sin prácticamente coste alguno. Se incrementa el sector zombi  de la economía, se incrementa pues la sobre inversión de capitales y la sobre producción. Con ello, la salida de la crisis comienza a cimentar el camino a una crisis mayor.

Los otros dos puntos, cambio climático y «burbuja» tecnológica, que añade el informe del Deutshe Bank y que nosotros colocamos entre los determinantes económicos de esa era del desorden que se abre, son realmente menores. Ni el boom tecnológico de los últimos veinte años supone un cambio sustancial en las relaciones de producción, ni el cambio climático va a definir el curso del capitalismo en la próxima década. Ambas cuestiones pueden ser examinadas sin que aparezca un ápice de novedad, con las posiciones clásicas del marxismo referentes a la maquinaria y gran industria (3) y al problema de la renta de la tierra (4), en la que únicamente hay que generalizar los problemas que plantea un bien escaso en la determinación del precio de la producción que recurre a él, y por lo tanto en la renta de la clase que lo posee. La moda, unida a la necesidad de tomar cada detalle de la reproducción de la vida social como un hecho aislado y capaz de convertirse en la piedra angular de una teoría, lleva a los autores del informe a dar un peso decisivo a ambos factores, tecnología y cambio climático. Pero, por nuestra parte, preferimos dedicar esta exposición a los determinantes que marcarán la evolución social de los próximos años ciñéndonos a los puntos verdaderamente esenciales.

 

-Década decisiva para Europa.

Para los autores del informe, la zona monetaria única, el Mercado Común y toda la normativa jurídica que supuestamente une de manera definitiva a los países europeos incluidos en la Unión, se enfrentará en los próximos diez años a una prueba definitiva. Para este tipo de economistas es un tema recurrente el curso de la UE, planteando bien su fracaso en los términos que fue concebida, bien las posibilidades que tiene de salir adelante. El punto de partida de su análisis es, como no podía ser de otra manera, la fortísima sacudida que la UE sufrió con la pasada crisis económica de 2008-2012. Como es sabido, durante este periodo las instituciones comunitarias, especialmente el BCE y la Comisión Europea, máximos responsables en materia económica de la Eurozona, jugaron un papel centrado únicamente en imponer una disciplina fiscal más que rígida a los países que solicitaban ayuda económica como consecuencia de su falta de fondos. Entonces se acusó a la UE de ser incapaz de actuar como órgano de cohesión supra nacional y a sus instituciones económicas de ser poco más que una sucursal precisamente del Deutsche Bank, entidad en la que se sintetizaba la naturaleza del capitalismo alemán. Para los próximos diez años, que los analistas de este banco no ven precisamente como un camino de rosas para los mismos países que padecieron la llamada «ortodoxia presupuestaria» durante el periodo de crisis anterior, el riesgo es que estas tendencias centrífugas se acentúen en la medida en que los países más pobres no puedan dar una respuesta satisfactoria no ya a las posibles ayudas recibidas, sino a las mismas exigencias del capital de los países más ricos que está invertido en ellos y que es, justamente, la base de la unión económica.

En general, el mito de la Europa unida acompaña a la burguesía desde los albores de la Iª Guerra Mundial, cuando el equilibrio obtenido tras la guerra franco prusiana de 1870-1871 se vino abajo. La idea de una gran confederación de Estados, unidos por el comercio y capaces de superar mediante un acuerdo político general los conflictos de intereses, es ya vieja. Y pese a que, tras la I Guerra Mundial la misma idea de una Europa unida nació muerta, asesinada por las imposiciones hechas a Alemania en términos de deuda, territorios, etc. fue retomada tras el segundo enfrentamiento bélico mundial y propagada hasta hacerla doctrina de credo común. Pero, incluso hoy que varias generaciones ya han nacido y crecido bajo una supuesta Europa unida, los pies de barro del mito se ven cada vez más  a medida que las crisis se suceden y la armonía entre países se cambia por el enfrentamiento.

Para el marxismo, la crítica a esta superstición democrática y pacifista está lanzada desde mucho antes que la Comunidad Europea del Carbón y el Acero comenzase su andadura tras la IIª Guerra Mundial.

 

«[…]Los Estados Unidos de Europa, bajo el capitalismo, equivalen a un acuerdo sobre el reparto de las colonias. Pero bajo el capitalismo no puede haber otra base ni otro principio de reparto que la fuerza. El multimillonario no puede repartir con alguien la «renta nacional» de un país capitalista sino en proporción «al capital» (añadiendo, además, que el capital más considerable ha de recibir más de lo que le corresponde). El capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción y la anarquía de la producción. Predicar una distribución «justa» de la renta sobre semejante base es proudhonismo, necedad de pequeño burgués y de filisteo. No puede haber más reparto que en proporción «a la fuerza». Y la fuerza cambia en el curso del desarrollo económico. Después de 1871, Alemania se ha fortalecido tres o cuatro veces más rápidamente que Inglaterra y Francia. El Japón, unas diez veces más rápidamente que Rusia. No hay ni puede haber otro medio que la guerra para comprobar la verdadera potencia de un Estado capitalista. La guerra no está en contradicción con los fundamentos de la propiedad privada, sino que es el desarrollo directo e inevitable de tales fundamentos. Bajo el capitalismo es imposible el crecimiento económico parejo de cada empresa y de cada Estado. Bajo el capitalismo, para restablecer de cuando en cuando el equilibrio roto, no hay otro medio posible más que las crisis en la industria y las guerras en la política.

Desde luego, son posibles acuerdos temporales entre los capitalistas y entre las potencias. En este sentido son también posibles los Estados Unidos de Europa, como un acuerdo de los capitalistas europeos . . . ¿sobre qué? Sólo sobre el modo de aplastar en común el socialismo en Europa, de defender juntos las colonias robadas contra el Japón y Norteamérica, cuyos intereses están muy lesionados por el actual reparto de las colonias, y que durante los últimos cincuenta años se han fortalecido de un modo inconmensurablemente más rápido que la Europa atrasada, monárquica, que ha empezado a pudrirse de vieja. En comparación con los Estados Unidos de América, Europa, en conjunto, representa un estancamiento económico. Sobre la actual base económica, es decir, con el capitalismo, los Estados Unidos de Europa significarían la organización de la reacción para detener el desarrollo más rápido de Norteamérica. Los tiempos en que la causa de la democracia y del socialismo estaba ligada sólo a Europa, han pasado para no volver». (5)

 

Queda claro que para los marxistas, los «años decisivos» para Europa, especialmente si nos referimos al área englobada por la UE, sólo lo serán en la medida en que los frenos que se pretendieron poner a la voracidad imperialista de las potencias que la conforman, salten por los aires. A la vez que se acentúan los enfrentamientos con otras súper potencias mundiales, como EE.UU. o China, Europa verá cómo en su propio seno los «acuerdos de los capitalistas europeos» se deshacen, dando lugar a nuevas alianzas y nuevos enfrentamientos, que poco tendrán que ver con el sueño dorado de una Europa supra nacional y en paz, algo que la burguesía jamás ha estado en condiciones de garantizar.

 

-El deterioro de las relaciones entre EE.UU. y China y la reversión de la globalización sin límites.

En el Manifiesto del Partido Comunista, se lee: «La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas;  industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo.  Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común.  Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas.  Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza». (6)

 

No es necesario, por lo tanto, construir una nueva teoría económica o política para encuadrar el problema de las relaciones comerciales entre países dentro de los límites del capitalismo. Como tampoco lo es para mostrar que estas relaciones nunca son pacíficas, no portan civilización, no redimen a los pueblos «bárbaros». La burguesía, incapaz de cortar, dado su origen histórico, con sus raíces nacionales, lucha denodadamente por extender su mundo. Lo hace mediante el comercio, la extensión de sus franquicias comerciales, la exportación e importación de capitales, la colonización económica, política y militar de todos los lugares del mundo. Y lo lleva haciendo desde que empezó su curso en la historia. El capital, que no puede prescindir de ninguna manera de su base nacional, lucha contra esta internacionalizando su existencia y la diferencia que aparece entre su naturaleza nacional y su tendencia a extenderse internacionalmente es una de las principales causas de las crisis económicas. Es por eso que los ciclos económicos pueden medirse con bastante exactitud tomando como referencia los movimientos comerciales. Durante las épocas de auge económico, el comercio se dispara, las grandes firmas invaden cualquier rincón del planeta; obedeciendo a la necesidad de optimizar los recursos productivos, las empresas conforman conglomerados «multinacionales», instalan fábricas en continentes diferentes para nutrirse de los recursos locales, ya sean estos mano de obra o cualquier fuente de riqueza natural como los minerales, el agua, etc. Durante las épocas de crisis, el comercio se restringe. Las plantas menos rentables se cierran, priorizando la producción nacional cuando es posible o, al menos, desarrollando planes regionales cuando no lo es. La llamada globalización fue consecuencia de dos factores: el primero, una época de relativa bonanza económica, durante el periodo que va de 1985 aproximadamente hasta 2008, que empujó a las grandes empresas capitalistas a los mercados extranjeros para reforzar su posición en el mercado mundial, obtener recursos baratos y dar salida a sus productos. El segundo, el desarrollo acelerado de una buena parte de los países que, tras el fin de sus luchas nacionales por la independencia de las metrópolis imperialistas euro-americanas (China, India, Egipto, etc.) abrieron sus fronteras comerciales al paso de la nueva invasión de los antiguos amos. Resultado de este proceso es, principalmente, la creación de aquello que algunos economistas han llamado la «cadena de valor global», es decir, una serie de métodos para producir que optimizan los costes de producción hasta el punto de que se vuelven poco relevantes los de transporte. Por ejemplo de esta manera, los gigantes tecnológicos como Apple producen en varios países simultáneamente diferentes piezas de sus mercancías y únicamente recurren a su país de origen para el ensamblaje de las mismas. Pero, como decimos, este proceso «globalizador» de la producción capitalista no es un fenómeno autónomo, no tiene vida propia, sino que es el reflejo de un crecimiento económico que se ha apoyado en él para satisfacer sus necesidades. A medida que la crisis económica se desarrolle (y esto será a saltos, no de manera lineal y monótona) el mundo abierto del comercio internacional irá cerrando sus puertas. La lucha arancelaria, la limitación de los contingentes comerciales, las medidas de restricción fitosanitarias, se agudizarán en la medida en que cada burguesía nacional buscará limitar la entrada de competidores en lo que considera su mercado privado.

Esto no quiere decir que las décadas de «globalización» hayan pasado en balde.  En primer lugar, porque la economía de los países que han desarrollado tanto su mercado interno como su mercado externo de manera estrechamente vinculada a la globalización, sufrirán con dureza la drástica reducción del comercio internacional a la escala en que se ha dado durante las dos últimas décadas. Esto provocará, forzosamente, nuevos enfrentamientos entre naciones y burguesías. En segundo lugar, porque las masas populares de esos países, que hace sesenta y ochenta años fueron el motor principal de las luchas de independencia nacional, han sufrido un rápido proceso de proletarización. Los campesinos de Tailandia hoy se emplean por millares en las fábricas del textil local, que pertenecen de hecho a las grandes marcas europeas y americanas. Lo mismo sucede en Vietnam, Indonesia, la India o China. El capitalismo crea a sus sepultureros precisamente así, lanzando a las masas desheredadas al trabajo asalariado, creando un magnífico ejército de proletarios donde antes sólo había campesinos empobrecidos. Cuando, tras la IIª Guerra Mundial, los llamados movimientos de liberación nacional de estos campesinos contra las potencias imperialistas, la burguesía que se situó a su cabeza apenas encontró oposición por parte de un proletariado nacional débil. La clase social más numerosa, el campesinado, no podía arrebatarle la dirección del movimiento contra la opresión colonial y, a falta de un proletariado que en Europa y América diese la batalla de clase también sobre el terreno anti imperialista, las masas pobres de estos países fueron carne de cañón para sus respectivas burguesías nacionalesy también para las burguesías imperialistas. Hoy, el paso de decenas de millones de estos campesinos a las filas del proletariado está llamado a ser un hecho decisivo. Si la independencia nacional y la inclusión de estos países en el circuito comercial mundial pudo hacerse sobre las espaldas de las clases subalternas, el cierre de estos circuitos, la ruina de muchas de estas naciones, empujará a una clase social, la proletaria, a luchar contra su propia burguesía.

Mención aparte merece, dentro de este apartado, la relación entre Estados Unidos y China. Cualquier lector de la prensa diaria sabe que la guerra comercial entre ambos países avanza a pasos agigantados tanto sobre el terreno de la producción industrial como sobre el de la producción cultural, la seguridad, etc. De hecho los medios de comunicación presentan este conflicto como el principal riesgo para la paz en las próximas décadas, como la amenaza de una nueva guerra, ya no comercial sino política y militar, que involucre a buena parte de los países más desarrollados.

Aquí debe observarse un doble problema. En primer lugar, está la alerta sobre el peligro de una guerra a gran escala, es decir, el problema de la guerra imperialista. En segundo lugar, el que esta guerra pudiera tener como protagonistas principales a EE.UU. y China, es decir, el problema de las relaciones (económicas, políticas, comerciales, etc.) de dos de las mayores potencias imperialistas mundiales. Respecto a la primera parte del problema, el marxismo ha mantenido, siempre, la misma posición: de la misma manera que las épocas de bonanza y progreso económico son inevitablemente el interludio entre dos crisis, las épocas de paz son el interludio entre dos guerras. Esto es, de la misma manera que las leyes económicas, que muestran como la sociedad capitalista tiende inevitablemente a la sobreproducción de mercancías y capitales, a la caída de la tasa de ganancia y a la destrucción por tanto de buena parte de la riqueza social para reanudar el ciclo productivo, afirman que la llegada de las crisis económicas está contenida ya en los primeros pasos de los periodos pujantes de la economía; de esta misma forma, las mismas e inapelables leyes muestran que los equilibrios tendidos durante las épocas de paz, las alianzas, las relaciones fraternales entre países, son sólo algo transitorio y que, a medida que pasa el tiempo, la rivalidad entre países se vuelve tan fuerte que los conflictos, «pacíficos» primero, bélicos pero limitados a un determinado territorio después y finalmente bélicos y generalizados a todo el globo, son inevitables. Es en este sentido que el marxismo condena la paz capitalista como un preludio de la guerra, que explotan y explotarán como una fase inevitable de preparación de los futuros enfrentamientos bélicos que, a mayor o menor escala, van a sacudir el planeta. Y ni siquiera puede hablarse de una paz en el sentido estricto del término: los periodos de entreguerras, como el que se ha vivido desde el final de la IIª Guerra Mundial, por tomar el momento en el que la burguesía cifra la pacificación definitiva después de décadas de enfrentamientos, están salpicados de guerras «locales» que han involucrado a buena parte de las principales potencias imperialistas. Son muchos los casos que demuestran lo que decimos: no sólo las conocidas como «guerras de liberación nacional» (Argelia, Vietnam, Angola,…), donde las diferentes potencias imperialistas, de la URSS a EE.UU. pasando por Francia o Inglaterra, intervinieron en defensa de sus intereses particulares y en defensa del status quo general, sino también los conflictos bélicos localizados en diferentes zonas del planeta donde diferentes potencias intervienen a través de países, ejércitos o facciones locales para hacer valer sus exigencias (el Congo, Ruanda, los Balcanes, el Medio Oriente, etc.). Por ello, las declaraciones de los autores del informe de Deutsche Bank acerca del potencial peligro para la «paz» que supone el enconamiento de un enfrentamiento entre EE.UU. y China, se ubica para el marxismo en una serie de episodios que lentamente van pavimentando el camino hacia una guerra generalizada.

Pero, cabe preguntarse, ¿será el conflicto chino-americano el detonante definitivo de ese enfrentamiento a gran escala que el mundo teme desde hace décadas? Esta es la segunda parte del problema y para abordarla es necesario referirse, aun brevemente, a la historia de las relaciones entre ambas potencias desde que el mapa mundial quedó configurado tal y como hoy lo conocemos. De esta manera, en una primera fase tuvo lugar la intervención de Francia y EE.UU. en el sudeste asiático para garantizar precisamente el orden imperialista salido de la IIª Guerra Mundial. Con la guerra de Indochina (1946 a 1954) y la de Vietnam (1955 a 1975 en el epicentro de esta intervención esta región del mundo se convirtió en el escenario de uno de los enfrentamientos más potentes de la historia moderna. Como es sabido, una vez Francia abandonó la zona dejando establecido un orden sumamente débil que se sustentaba en una división del actual Vietnam en dos Estados (Norte y Sur) de los cuales uno, el Sur, actuaba como gendarme de las potencias imperialistas, la guerra civil continuó. El Sur, apoyado por EE.UU. hasta el punto de entrar en guerra para defenderlo y el Norte, con el que colaboraron directamente la URSS y China, libraron una guerra de veinte años que dejó más de tres millones de muertos. En lo que respecta a las relaciones entre China y EE.UU. en esta fase, estaban marcadas por el enfrentamiento, toda vez que en China tuvo lugar durante estas décadas la guerra contra el gobierno del Kuomitang (que se refugió en Taiwan) y el establecimiento de una «República Popular» bajo el mando de Mao Zedong, proceso este que venía a trastocar seriamente el orden imperialista en la región.

La segunda fase de las relaciones chino-americanas vino marcada por el fin de la guerra de Vietnam tras los Acuerdos de París de 1973, por los cuales la potencia norteamericana se retiró de la zona dejando vía libre a Vietnam del Norte en su lucha contra el Sur. Consecuencia inmediata de esta derrota de los EE.UU. fue la caída de Vietnam en la órbita de influencia china, mientras que la URSS renunciaba a intervenir en la política del nuevo Vietnam unificado. En cierto sentido se puede decir que la salida del tablero de juego por parte de EE.UU. estuvo acompañada de un pacto con China por el cual esta última se encargaba de mantener el orden en la región evitando que el estallase polvorín popular que el empuje de las masas campesinas vietnamitas que habían vencido al gigante americano representaban en potencia. A este pacto siguió, pocos años después, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas (1979) rotas desde la victoria del ejército de Mao en la guerra civil china. Desde entonces las relaciones diplomáticas, políticas y comerciales entre ambos países han constituido un eje central en el orden imperialista para el sudeste asiático y el Pacífico sur: el gran desarrollo económico conocido por China desde finales de la década de los ´70 hasta los últimos años ha estado respaldado por las buenas relaciones mantenidas con EE.UU. que, excepción hecha de algún sobresalto como el que siguió  a la matanza de la Plaza de Tiananmen en 1989, ha tenido en China a su principal aliado. Es sabido, por ejemplo, que China ha sido el principal tenedor de deuda pública norteamericana durante al menos una década, dando con ello una contribución de primer orden para el mantenimiento del dólar como moneda mundial durante muchos años. La famosa expresión ChinaMérica, acuñada para describir la buena sintonía entre ambas potencias, refleja que durante los últimos cuarenta años el desarrollo económico de ambos países ha marchado entrelazado, fortaleciéndose así la industria nacional china tanto como las finanzas americanas.

La tercera fase, el actual enfrentamiento entre las dos potencias, se abre precisamente con el fin de las buenas relaciones comerciales entre estas. El espectacular desarrollo comercial chino, capaz de inundar tanto de materias primas agrícolas como de productos manufacturados, el mercado estadounidense; la «fuga» de las factorías norteamericanas a suelo chino, donde durante décadas encontraron mano de obra barata, personal técnico altamente cualificado y facilidades para establecerse; la expansión de la influencia política y económica china en la región asiática (creación del Banco de Desarrollo del Pacífico, consolidación de sus redes comerciales a través de la Nueva Ruta de la Seda, etc.). Todo ello ha resquebrajado las buenas relaciones recíprocas entre ambos países hasta el punto de llegar a forzar a EE.UU. a mantener una agresiva política exterior respecto a este país, poniendo en marcha aranceles contra los productos procedentes de China, limitaciones al número de importaciones, así como a intentar forzar a las empresas estadounidenses que fabrican en China a retornar al país parte de sus instalaciones productivas.

¿Significa la entrada en esta última fase que los enfrentamientos entre China y América vayan encaminados a una confrontación bélica definitiva? Para el marxismo, la guerra no es consecuencia de la política comercial o militar seguida por un país, mucho menos de las decisiones tomadas por un gobierno o por un grupo de ellos. En la fase imperialista del capitalismo, la guerra es consecuencia de la misma naturaleza del sistema productivo, que enfrenta irremediablemente a las diferentes burguesías, parapetadas tras sus respectivos Estados, en la lucha por el control de los mercados, las materias primas o, sencillamente, una ventaja sobre sus competidores. Es la naturaleza de las relaciones interimperialistas la que fuerza las guerras, no la «política imperialista» de uno u otro país. En este sentido, China y EE.UU. se comportan de la única manera que pueden hacerlo: tejiendo alianzas primero para controlar el sudeste asiático y rompiendo estas después para enfrentarse sobre el terreno económico y comercial para tratar de colocar sus productos y capitales en la mayor cantidad de países posible. Por otro lado, la guerra imperialista no es consecuencia de un enfrentamiento entre dos países, sino de la cristalización de una serie de tensiones y conflictos que se acumulan durante décadas y que, en un momento determinado, encuentran un catalizador en un conflicto determinado en torno al cual se delinean dos o más bloques que no tienen más remedio que declararse la guerra mutuamente porque la situación, externa e interna, se ha vuelto para ellos imposible de superar. ¿Será el conflicto chino americano ese vector de la guerra que está por venir? Es imposible saberlo. Las relaciones entre ambos países podrían variar de la misma manera en que lo han hecho en ocasiones anteriores. Nuevos conflictos, diferentes intereses enfrentados, la entrada en el juego de otros actores, etc. podrían obligar a una reformulación de las relaciones chino americanas. Por ejemplo, mientras que la guerra comercial desatada por la invasión del mercado interior estadounidense por las mercancías chinas, no parece librarse sobre el terreno de la extensión de la influencia de China en África, donde ya es el mayor inversor de capital. Lejos de ello, el Estado norteamericano parece ver con cierta satisfacción el papel chino en esta zona, donde ayuda a limitar la influencia europea, a la vez que contribuye a «estabilizar» la región. Este hecho puede jugar de manera tan decisiva, aunque en un sentido diametralmente opuesto, como la guerra comercial en el futuro de las relaciones de estas potencias.

Lo que sí es seguro es que el episodio de enfrentamiento que estamos viviendo no pasará en balde. He aquí lo que nos diferencia de los analistas de Deutsche Bank que firman el informe que comentamos. Mientras que ellos ven en este trance una especie de interregno hacia un nuevo equilibrio pacífico en las relaciones internacionales, capitaneado, sí, por otros actores que los actuales, pero en cualquier caso igualmente aceptable y capaz de garantizar la paz, nosotros vemos en este tipo de conflictos señales de un orden que se resquebraja. Estos conflictos no se solucionarán con un traspaso pacífico de poderes o con un nuevo pacto acordado bajo el paraguas de la ONU, sino que, aunque se resuelvan parcialmente, harán debilitarse el conjunto de los equilibrios que rigen este mundo que ya es multipolar. Cada paso que se dé hacia la pacificación de las relaciones entre EE.UU. y China únicamente logrará hacer caer el peso del conflicto que hoy vemos sobre otros puntos del complicado panorama internacional. La guerra imperialista está en un horizonte no muy lejano y cada conflicto parcial de este tipo contribuye a aumentar la tensión entre rivales que, aunque no estén hoy directamente involucrados en estos conflictos, acabarán por protagonizar mañana una guerra a la que no podrán renunciar.

 

2. ¿El retorno de la lucha de clase del proletariado?

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Hasta ahora nos hemos detenido en los puntos que el informe del Deutsche Bank dedica a los determinantes económicos de esa «era del desorden» que vaticinan sus autores. De hecho, hemos reorganizado el orden que estos le daban a su exposición, de manera que hemos señalado qué factores de los explicados por la entidad bancaria forman parte de esa estructura económica que se encuentre en la base de la vida social y, por lo tanto, de las relaciones entre las clases sociales. Con ello pretendíamos ubicar correctamente en la perspectiva marxista aquello que, pese a llegar al punto de reconocerlo como de vital importancia, un economista burgués nunca podrá valorar correctamente. Tipos de interés, relaciones internacionales, enfrentamientos comerciales… Para los burgueses aparecen, es cierto, como brechas que se abren a su alrededor. Les confieren, también es cierto, el papel de desestabilizadores del orden político, económico y social. Pero yerran al colocarlos en la perspectiva de una paulatina renormalización de este orden. Y esto es porque, aunque son capaces de reconocer la importancia inmediata de estos factores de desestabilización, no pueden entender su importancia, que va más allá del corto plazo, como desencadenantes de unas tensiones sociales que trascienden lo meramente económico para poner en cuestión toda la estructura del mundo capitalista.

Nosotros, por nuestra parte, hemos dejado para el final los dos puntos cruciales del informe: el empeoramiento de la desigualdad antes de que se produzca una reacción y una reversión y la ampliación de la brecha intergeneracional.

De nuevo, alteramos el orden que los analistas económicos le han dado y explicamos primero el significado y la importancia de esa brecha intergeneracional en la cuestión, mucho más amplia, del empeoramiento de la desigualdad.

Prácticamente ya es un lugar común repetir que los jóvenes que hoy tienen hasta treinta años serán la primera generación en mucho tiempo que viva peor de lo que lo hicieron sus padres. Basta echar un vistazo a las condiciones de vida de los estratos más jóvenes de la población para mostrar hasta qué punto es real esta afirmación. Si tomamos como referencia la evolución de la renta per cápita en un país como España, podemos hacernos una imagen fiel de la realidad (v. Gráfica adjunta).

El periodo estudiado cubre los años que van desde el comienzo de la Gran Recesión hasta 2018, año en el que los economistas burgueses daban por finalizada esta… en la medida en que una nueva crisis estaba ya en ciernes. Antes de continuar hay que señalar que la agregación de los datos sin tener en cuenta el origen de la renta lleva a confusión: la caída de la renta per cápita en los estratos que perciben una menor cantidad de esta sin duda ha sido mucho más acusada que en aquellos que perciben una cantidad mayor. Es decir, las clases burguesa y pequeño burguesa, que extraen su renta no tanto de los salarios como del capital de su propiedad han experimentado un empobrecimiento menor que la clase proletaria, que sólo vive de su salario. Juntar a estas clases sociales hace que se amortigüe la pendiente descendente en los tramos donde se produce una caída.

En cualquier caso este gráfico sirve para orientar los términos del problema. Mientras que la renta de los grupos de mayor edad sufrió un descenso brusco durante los años más duros de la crisis (2009 y 2010) para luego recuperarse a un ritmo prácticamente constante hasta 2018, la renta de los más jóvenes cayó de manera continuada hasta mucho más tarde (2014) y su recuperación ha sido menor. Para el grupo de edad intermedia, los plazos de caída y recuperación son similares aunque menos acusados. Finalmente, y esto es lo más importante, la distancia entre los grupos ha aumentado al finalizar el periodo.

¿Por qué ha sucedido esto? Ya hemos dicho que se debería tener en cuenta el origen de la renta como factor determinante, pero como no podemos, por ahora, presentar nuestros propios datos basados entre otros en este criterio, tomamos los que da el gráfico como una aproximación bastante cercana a la realidad de la clase proletaria. Partiendo de esto, vemos que el efecto de los amortiguadores sociales, de las llamadas «políticas de bienestar» y de todo el entramado de ventajas laborales y sociales, tiene un efecto más acusado sobre los rangos de edad más elevados. A medida que se retrocede hacia los grupos de menor edad, se ve que estos estabilizadores de la renta tienen menos efecto. Para decirlo claramente:  existen mejores condiciones laborales para los trabajadores de edad más avanzada, lo cual, combinado con el mayor número de prestaciones sociales que reciben estos trabajadores, ha hecho que sus condiciones de vida empeoren menos que aquellas que tienen los jóvenes. Este es el resumen, a grandes rasgos, de la llamada «brecha generacional»: las condiciones del llamado «Estado del bienestar», desarrolladas durante las décadas de los ´60, ´70 y, en menor medida, ´80 no existen para los proletarios más jóvenes.

Después de la crisis capitalista de los años ´70 y con el fin del periodo de crecimiento económico que caracterizó a Europa y Norteamérica desde el final de la IIª Guerra Mundial, se produjo tanto una disminución constante de los salarios como un empeoramiento de las condiciones de vida que garantizaban los amortiguadores sociales que la burguesía había puesto en marcha como manera de favorecer la política de colaboración entre clases que caracterizó aquellos años. Pero este empeoramiento de las condiciones de vida de la clase proletaria no se produjo de manera homogénea entre todos los proletarios. La clase burguesa aprendió la lección de los años ´10 y ´20  del siglo pasado, cuando la gran ola revolucionaria estuvo a punto de desbancarla del poder. Divide et impera, la consigna clásica, pasó a ser su divisa a la hora de afrontar el nuevo episodio de su lucha contra el proletariado. De esta manera se pudo ver cómo mientras aumentaba el desempleo, lo hacían también las prejubilaciones, algo que permitía sacar de las fábricas  a los obreros que más experiencia de lucha tenían y dejar abandonada a su suerte a toda una generación de proletarios que, comenzando a trabajar en peores condiciones que nunca, se veía privada de la experiencia que podían aportarle los proletarios de mayor edad. Además, mientras que los subsidios a sectores enteros de la producción se dirigían a desmantelar la industria regional, pagando a los proletarios de más edad elevadas indemnizaciones por desempleo que les permitía, mal que bien, garantizar la subsistencia en los próximos años, se dejaba en paro y sin posibilidad de encontrar un trabajo como el que habían tenido sus mayores, a miles de jóvenes. Y así se podrían traer decenas de ejemplos que explican el empeoramiento de las condiciones laborales de las generaciones más jóvenes de proletarios. En pocas palabras, el desmantelamiento del sistema de amortiguadores sociales se realizó de manera progresiva, garantizando la continuidad de parte de estos para los proletarios de mayor edad, con el fin de suavizar la crisis social que se abría delante de sus ojos y con la garantía de que, al fin y al cabo, las ventajas se concedían sólo por un tiempo limitado, mientras que la parte más cruda se dejaba a los jóvenes proletarios.

En el mundo capitalista contemporáneo la discriminación por edad es una de las más duras para el proletariado: mientras que los jóvenes se incorporan a la explotación laboral sin prácticamente ninguna garantía, legal o de otro tipo, de aquellas con las que contaban sus padres, las generaciones mayores de proletarios han sido apartadas de la lucha por los intereses del conjunto de su clase (precisamente a ellos, que han contado con una intensa experiencia en este terreno) desligándolos materialmente de la realidad que padecen sus hijos. En un país como España, donde de por sí estos amortiguadores sociales son escasos en comparación con los que disfrutan los proletarios de los países más cercanos, hemos tenido el ejemplo reciente de la lucha de los jubilados contra la disminución de las pensiones que les paga el Estado. Especialmente en las ciudades del País Vasco se ha visto a decenas de miles de antiguos trabajadores de todos los sectores manifestarse de manera inagotable por la subida de las pensiones mínimas. Precisamente esa fuerza de clase ha sido la que la burguesía ha tratado por cualquier medio de anular separando a través de sus políticas laborales y sociales a los jóvenes proletarios de sus mayores. ¿Y si esa fuerza se hubiera mostrado cada vez que una nueva legislación, nacional o local, empobrecía las condiciones de vida de los jóvenes proletarios, por ejemplo despidiendo en la gran industria a los trabajadores con menor antigüedad en la empresa? ¿Y si cada una de las reformas laborales que se aplicaban casi en exclusiva sobre los recién incorporados al mercado laboral hubieran encontrado la respuesta que los pensionistas han sido capaces de dar? En este terreno, como en muchos otros, la burguesía ayudada por sus agentes pseudo obreros del oportunismo político y sindical ha sido capaz de ganar la partida dividiendo por edades, de la misma manera que lo hace, en otros ámbitos, por sexo o por raza. La «brecha generacional» que aumenta y aumenta con cada año, es la consecuencia más directa de esta victoria. Pero esta brecha únicamente presenta una ventaja temporal para la propia burguesía. Más pronto que tarde las condiciones de vida de los proletarios quedarán más o menos igualadas por lo bajo, la fuerza política de la distinción entre «viejos» y «jóvenes» se irá diluyendo y, por lo tanto, dejará de ser un factor objetivo de retardo para la reanudación de la lucha de clase proletaria. Obviamente este hecho no es contemplado como plausible por los economistas de Deusche Bank, pero es que en su caso pesan más sus ilusiones que la realidad.

El segundo punto de los considerados «sociales» del informe que estamos comentando sirve como conclusión: el empeoramiento de la desigual-dad constituye el resumen de todo el trabajo. El cambio en la política monetaria, la evolución de Europa, las relaciones chino-americanas, etc., sirven sobre todo para aclarar la que será la característica más importante de los próximos años, es decir, el agravamiento de las condiciones de vida de la clase proletaria.

Para los autores del informe este agravamiento, obviamente, no se presenta como tal y no se trata sólo de un problema de términos. Para ellos, la década del malestar verá cómo la sociedad se fragmenta en diferentes estratos sociales cada vez más delimitados como compartimentos estancos y alejados entre sí. Hasta aquí, desde un punto de vista meramente descriptivo, no tenemos mucho más que añadir: partiendo de determinantes económicos básicos, tanto los analistas de Deutsche Bank como nosotros, sólo podemos llegar a la conclusión de que el futuro más inmediato estará marcado por la inestabilidad social. Pero para ellos esta inestabilidad consiste únicamente en una diferenciación entre los diferentes grupos sociales, básicamente aquellos que poseen medios suficientes para vivir y aquellos que no, que aparece como un producto de aquellos determinantes  económicos a cuyo estudio han consagrado su texto. Para nosotros la inestabilidad social, por el contrario, no es sólo producto sino también factor del curso económico y social tanto de los próximos años como del conjunto de la historia de la humanidad.

Mientras que los economistas burgueses que descienden al estudio de la realidad la «fragmentación social» consiste en un empobrecimiento de las capas sociales más desfavorecidas, mientras a las más pudientes les sucede lo opuesto de manera temporal, transitoria, como paso de un equilibrio socio-económico a otro, para el marxismo lo que tiene lugar con este fenómeno es el triunfo de la tendencia a la polarización de las clases sociales y a su enfrentamiento, verdadero resumen de todos los problemas económicos.

De hecho, el estudio de Deutsche Bank, para aquellos que saben leerlo desde una perspectiva marxista, no constata únicamente este empobrecimiento de las clases subalternas, que tomado así sería algo que puede pasar, o no, en función de un curso determinado de los acontecimientos. Lo que realmente puede leerse en su trabajo es la constatación del ocaso de una época en la cual la situación económica de los países del capitalismo desarrollado ha permitido mantener el nivel de la vida de la clase proletaria por encima de la mera subsistencia.

El periodo de aumento acelerado de la producción capitalista, de altos rendimientos del capital invertido, de enormes tasas de ganancia, que se abrió durante la inmediata posguerra mundial gracias al lucrativo negocio de la reconstrucción de los estragos causados por la guerra, cubrió un arco temporal de 30 años aproximadamente (los llamados Gloriosos 30 en Europa y América del Norte). Este periodo acabó con la crisis de 1975, tras la cual se abrió otro donde la burguesía de los países más desarrollados ya no pudo mantener una política económica basada en la -limitada pero eficiente en términos sociales- redistribución de una pequeña parte del exceso de beneficios para la clase proletaria. Desde entonces, las sucesivas crisis económicas (1978, 1982, 1993, 2001, 2008) hasta llegar a la actual, han contribuido a desmontar el andamiaje sobre el que se sustentaban esos amortiguadores sociales  que permitían mantener la vida proletaria a salvo de la miseria más absoluta. La actual crisis económica, acelerada y potenciada por la pandemia, será otro empujón más en este sentido.

Pero lo que se viene abajo con el edificio económico no es únicamente el mantenimiento de las condiciones de vida de la clase proletaria sino, sobre todo, la política impulsada por la burguesía y sus agentes políticos y sindicales basada en la colaboración entre clases, es decir, en una serie de resortes y canales que permitían desmovilizar a una parte sustancial de la clase proletaria mediante su acceso a unas condiciones de vida mejores. Esta política se puso en marcha durante el periodo de reconstrucción de la ingente cantidad de capital arrasada por la guerra entre los Aliados y las potencias del Eje y ha conformado el Estado moderno tal y como lo conocemos, como un gigante y activo agente económico encargado de sustentar una política de redistribución de beneficios por la vía de las viviendas sociales, Seguridad Social, seguros de desempleo, etc. El inmenso aparato del llamado «sector público» ha ejercido el papel balsámico de última garantía social ante la miseria durante varias décadas. Si bien cada una de las crisis económicas ha contribuido a ir desmontando una garantía detrás de otra, lo cierto es que los réditos obtenidos durante treinta años de funcionamiento a todo gas así como la propia experiencia política de la burguesía, han permitido que este Estado haya conservado en parte su papel puramente asistencial y con él su capacidad de mantener hasta cierto punto su función en la imposición de la política de colaboración entre clases. De esta manera, por ejemplo, pudo verse cómo en toda la Europa llamada desarrollada, el desmantelamiento de buena parte de la industria durante los años ´70 y ´80, que abocó a regiones enteras al desempleo, fue mitigado por la intervención del Estado en forma de ayudas económicas de todo tipo, con el fin de atenuar la tensión social y reconducirla hacia el camino de la paz social.

Tanto la bonanza económica como la capacidad de la burguesía de intervenir por medio de su Estado para debilitar los efectos de la polarización social, por lo tanto de la lucha de clase, se van acabando y este hecho es el que realmente abre las puertas a la era del malestar. Nosotros no podemos afirmar si esta era coincidirá exactamente con los próximos diez años, si en este periodo de tiempo veremos el fin definitivo de una era que comenzó a morir hace ya cuatro décadas, pero sí podemos constatar que, llegue cuando llegue, su fin supondrá tanto el fin de los factores económicos que permiten encorsetar al proletariado y convertirlo en un mero apéndice de la clase burguesa y pequeño burguesa, como de los factores políticos que le imponen la colaboración entre clases, la paz social y la renuncia a sus exigencias de clase como única vía de sobrevivir en la sociedad capitalista.

También podemos afirmar, esto con toda seguridad, que a medida que ambos factores, económico y político, se debilitan, la clase proletaria dejará de ser un mero reflejo de la clase burguesa, un dato al que tener en cuenta pero del cual no se espera ninguna revelación importante a la hora de tener en cuenta el curso económico y social, para convertirse de nuevo en el factor determinante de la historia. Tomamos la siguiente cita de nuestro texto de 1921 Partido y clase, en ella se muestra todo lo que nos diferencia de los economistas burgueses a los que estamos comentando, a la hora de valorar la naturaleza de las convulsiones sociales que se esperan: «mientras ellos toman la fractura social como un producto de su análisis, nosotros invertimos los términos y explicamos el curso de la economía como un problema de clase, es decir, como una cuestión centrada en qué clase domina y sobre qué clase lo hace. Con ello ponemos en el centro la necesaria reaparición de la clase proletaria en los términos que explica el marxismo revolucionario, es decir, no como un agregado social de naturaleza puramente descriptiva, sino como una fuerza social que emerge de las relaciones de producción capitalistas y que, a la vez, tiene su punto de mira histórico en ellas, tendiendo con su revuelta contra las condiciones de vida que le son impuestas a destruir la totalidad de la sociedad burguesa.

¿Qué es, en efecto, según nuestro método crítico, una clase social? ¿La individualizamos nosotros acaso en una constatación puramente objetiva, exterior, de la analogía de condiciones económicas y sociales de un gran número de individuos, y de las posiciones que ellos ocupan en el proceso productivo? Ello sería demasiado poco. Nuestro método no se para a describir el conjunto social tal cual es en un momento dado, a trazar en abstracto una línea que divida en dos partes los individuos que lo componen como en las clasificaciones escolásticas de los naturalistas. La crítica marxista ve la sociedad humana en movimiento, en su desarrollo en el curso del tiempo, con un criterio esencialmente histórico y dialéctico, es decir, estudiando el encadenamiento de los sucesos en sus relaciones de influencia recíproca.

En lugar de sacar - como en el viejo método metafísico - una instantánea de la sociedad en un momento dado, y luego trabajar sobre ella para reconocer así las diversas categorías en las cuales los individuos que la componen deben ser clasificados, el método dialéctico ve la historia como un film que desarrolla sus cuadros los unos después de los otros; y es en los caracteres sobresalientes del movimiento de los mismos que se debe buscar y reconocer a la clase.

En el primer caso caeríamos en las mil objeciones de los estadísticos puros, de los demógrafos - gente corta de vista por excelencia - que reexaminarían las divisiones haciendo observar que no hay dos clases, o tres, o cuatro, sino que pueden existir diez o cien o mil, separadas por graduaciones sucesivas y zonas intermedias indefinibles. En el segundo caso tenemos elementos bien diferentes para reconocer este protagonista de la tragedia histórica que es la clase, para fijar sus caracteres, su acción, sus finalidades, que se concretizan en manifestaciones de evidente uniformidad, en medio de la mutabilidad de un cúmulo de hechos que el pobre fotógrafo de la estadística registraba en una fría serie de datos sin vida.

Para decir que una clase existe y actúa en un momento de la historia, no nos bastará pues saber cuántos eran, por ejemplo, los mercaderes de Paris bajo Luis XVI o los landlords ingleses en el siglo XVIII, o los trabajadores de la industria manufacturera belga en los albores del siglo XIX. Tendremos que someter un periodo histórico entero a nuestra investigación lógica, encontrar en él un movimiento social, y por lo tanto político, el cual - a pesar de los altos y bajos, de los errores y éxitos a través de los cuales busca su vía - se adhiere en forma evidente al sistema de intereses de una fracción de los hombres ubicada en ciertas condiciones por el modo de producción y por su evolución.

Así, Federico Engels, en uno de los primeros de sus clásicos ensayos de este método, sacaba de la historia de las clases trabajadoras inglesas la explicación de una serie de movimientos políticos y demostraba la existencia de una lucha de clase.

Este concepto dialéctico de la clase nos pone por encima de las pálidas objeciones del estadístico. Este perderá el derecho de ver las clases opuestas como si estuviesen netamente divididas sobre la escena de la historia a la manera de las masas corales sobre las tablas de un escenario; él no podrá deducir nada contra nuestras conclusiones del hecho que en la zona de contacto acampan capas indefinibles, a través de las cuales tiene lugar un intercambio osmótico de individuos aislados, sin que por ello la fisonomía histórica de las clases en presencia sea alterada».(7)

 

3. El partido y las décadas del desorden.

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Si hemos realizado todo este trabajo de síntesis y crítica de las posiciones que emanan de uno de los centros de análisis privilegiados de la burguesía (no en vano este estudio está reservado únicamente a los poseedores de activos financieros que puedan constatarlo ante el servicio de estudios del Deutsche Bank) no es porque veamos en él un espaldarazo a nuestras posiciones, que son las que históricamente ha defendido la Izquierda Comunista de Italia, fuesen o no refrendadas por los burgueses profesionales y académicos. Pero, y nosotros, como partido ¿vemos posible una súbita aceleración de la situación en la próxima década que permita hablar de reanudación de la lucha de clase del proletariado e incluso de revolución proletaria en el sentido que el marxismo prevé?

Históricamente los marxistas hemos sido criticados a menudo por hacer gala de un exceso de optimismo a la hora de evaluar estas situaciones favorables. Marx y Engels, tras la insurrección proletaria de junio de 1848, juzgaron que una situación similar podría repetirse en los próximos años. Lenin, tras la revolución de 1905, afirmó que los años siguientes verían el triunfo del proletariado en Rusia. Nuestro propio Partido, en los años ´50 del siglo pasado, consideró factible que la crisis que preveíamos para 1975 diese paso a una reanudación de la lucha de clase proletaria revolucionaria a gran escala… En ninguna de las dos ocasiones se «acertó» con las fechas. Pero este no era entonces, como no lo es ahora, el problema central, que siempre ha girado en torno tanto al contenido de la próxima revolución como a la inevitabilidad de esta.

En 1848 se trató, para Marx y Engels, de afirmar contra toda la canalla demócrata pequeño burguesa que junio no fue un tiro perdido de los proletarios de París, que la clase proletaria no sólo francesa sino mundial se libraría, tarde o temprano, de la tutela que las clases burguesa y pequeño burguesa ejercían sobre ella considerándola sólo carne de cañón para sus objetivos democráticos y afirmaría sus propios intereses en forma de acción organizada e independiente. 1871 les dio la razón. En 1905, Lenin buscó reafirmar que la clase proletaria, ferozmente reprimida por el absolutismo zarista, no había sido derrotada en términos históricos sino que, a medida que en la propia sociedad rusa germinaba el desarrollo social hacia formas burguesas, la clase proletaria volvería a conformar un cuerpo social propio, autónomo en su doctrina y en su práctica, y que inevitablemente volvería a la guerra contra el resto de clases sociales. Para nuestro partido de ayer se trataba de que, en lo más negro de la contrarrevolución mundial, cuando era media noche en el siglo por utilizar la expresión de Victor Serge, la revolución proletaria volvería a estar en el centro del tablero de juego, irremediablemente tan pronto como las fuerzas económicas y políticas que mantenían sometida a la clase proletaria se fuesen debilitando. En todos estos casos los marxistas pudimos pecar de optimismo, es cierto, si nos referimos únicamente al aspecto superficial de las «predicciones», pero este exceso tuvo también una función histórica: la de reforzar la energía de los militantes revolucionarios que mantenían las filas cerradas en torno a lo esencial de la doctrina revolucionaria cuando la reacción era más fuerte, insuflándoles un ánimo que no venía de ilusiones ni de deseos vacíos, sino de la capacidad de esta doctrina para hacerse más compacta y resistente aun cuando la situación es completamente desfavorable.

Hoy, como ya hemos dicho, no tomamos las predicciones de este tipo de centros de estudio de la burguesía como algo a lo que seguir a pies juntillas. Nosotros hemos utilizado su análisis como una ocasión para profundizar sobre algunos temas que ciertamente tienen una vital importancia hoy día, pero nuestra evaluación de la situación parte de premisas completamente diferentes a las de estos economistas, luego llega a conclusiones divergentes respecto a las suyas en lo que se refiere al contenido de esta crisis a la que nosotros y ellos nos referimos. La paz que ellos ven al final del recorrido turbulento que prevén es completamente diferente a la guerra social que la doctrina marxista tiene como perspectiva ineludible para la sociedad de clases, de la cual el dominio de la burguesía es su última fase. Por lo tanto, los factores relevantes que pueden precipitar esta guerra entre clases y que permitirían fechar sus fases también son tratados de manera diferente.

Es cierto que los últimos años parecen mostrar una evolución ligeramente acelerada, en comparación con lo que fueron las décadas anteriores, hacia la desestabilización del orden burgués. No sólo en el terreno de la agudización de las rivalidades inter imperialistas, sino en el propio del ascenso de la lucha de clase proletaria. El mundo, en general, es cada vez menos gobernable y en esto vemos un elemento de esperanza  para que, bajo los conflictos que se suceden en todas partes, la clase proletaria pueda emerger con toda su fuerza histórica. Pero lo que de ninguna manera podemos afirmar es que ante la inminente crisis económica y social que se abre ante todas las potencias capitalistas, la revolución proletaria esté a la vuelta de la esquina. Por lo tanto, queda claro que no sería completamente ilusorio ponerle una fecha, ni tan siquiera aproximada, a la simple (en verdad muy compleja) vuelta de la clase proletaria al escenario de la historia.

Pero también es cierto que esta tendencia hacia la desestabilización del orden burgués está dejando un reguero de lecciones que deben ser extraídas por el balance histórico de la larga fase de contrarrevolución permanente que atravesamos. Una de ellas sería, sin duda, la constatación de que la fortísima presión que a todos los niveles (económico, político y social) ejerce la clase burguesa sobre las clases subalternas, especialmente sobre el proletariado pero también sobre la pequeña burguesía y otras semi clases, da lugar a estallidos sociales muy intensos y breves de influencia no sólo local sino internacional. Así sucedió, durante los años 2009-2011 con la llamada Primavera Árabe (7), el movimiento de los indignados en España (9), etc. O sucede hoy con las revueltas de los chalecos amarillos en Francia (9). Al contrario que en otros momentos, estos estallidos no han sido la consecuencia de un trabajo de organización y delimitación de fuerzas políticas por parte de las corrientes de oposición, sino algo así como la lava que brota a borbotones cuando la presión magmática se hace insostenible. De ahí su fuerza, mostrada repentinamente a una sociedad que parecía completamente adormecida apenas unas semanas antes, y su corta duración que, en el caso de las revueltas en los países árabes, ha favorecido la intervención de diversas fuerzas imperialistas llegando al caso extremo de la guerra civil en Siria.

Por otro lado, se observa la incapacidad actual de la clase proletaria para avanzar posiciones propias en este tipo de explosiones, de manera organizada y sostenida en el tiempo. Decir esto podría parecer una obviedad, dado que décadas de sometimiento de la clase proletaria a la fuerza de las clases burguesa y pequeño burguesa vuelven prácticamente imposible que el proletariado remonte la situación de postración en la que está de un día para otro. Pero lo verdaderamente significativo es que, al contrario de otras ocasiones más o menos lejanas en el tiempo, ante una explosión social las fuerzas que controlan a los proletarios, aquellas que tienen una influencia más intensa entre ellos, deben redoblar sus esfuerzos para mantenerles disciplinados y no permitir ni una pequeña brecha en este orden. Así vimos, durante el periodo 2011-2014 como en España, las organizaciones sindicales se esforzaron al máximo por abortar cualquier tipo de lucha puramente obrera, por limitada que esta fuera, entregando atados de pies y manos a los proletarios incluso en las ocasiones en las que una victoria, en una huelga por ejemplo, hubiese significado un reforzamiento del peso de estas organizaciones entre los trabajadores. Este hecho ha sido de vital importancia para hacer que estos estallidos sociales tengan una vida muy breve, privando a la pequeña burguesía de un margen de maniobra que la hubiera fortalecido en la medida en que hubiera involucrado a los proletarios en sus movilizaciones. Y hemos visto algo parecido en Francia, no tanto respecto a las manifestaciones de los chalecos amarillos, sino en los enfrentamientos de las duras huelgas de los ferroviarios durante el otoño y el invierno pasados, frente a las cuales se movilizaron todas las fuerzas sindicales y políticas del oportunismo colaboracionista con el fin de aislar y sofocar el fuerte impulso de lucha que podría haber sido un ejemplo para el resto de categorías obreras.Y con ello muestra que, incluso cuando la burguesía, a día de hoy, prevé que la situación no le afectará decisivamente, no puede permitirse de ninguna manera dar un mínimo de cuerda a una clase proletaria que podría desestabilizar completamente la situación.

 

Ambos hechos, junto a otros de menor importancia, deben ser tenidos en cuenta como característicos de una situación que puede volverse explosiva en el plazo de pocos meses una vez la tensión haya comenzado a dispararse. Más allá de las predicciones del Deutsche Bank o de cualquier otro organismo similar, la era del malestar se caracterizará por una sucesión de explosiones y vueltas al orden (a un orden mucho más duro que el anterior), por una presión redoblada sobre el proletariado al que no se permitirá ni tan siquiera una mínima esperanza en algún tipo de reforma que alivie su situación. Con esta política, la burguesía logrará mantener temporalmente el orden, sin duda, pero quemando sus cartuchos demasiado rápido, agotando las vías tradicionales de la colaboración entre clases sin  poder ofrecer al proletariado nada a cambio. Su margen de maniobra, acuciada por sus propias crisis internas, por la presión de las burguesías rivales y, por supuesto, por la amenaza de la lucha de clase por abajo, es muy reducido desde hace tiempo.

La clase proletaria volverá a aparecer como factor decisivo de la historia. Lo hará entre terribles convulsiones sociales, en las cuales la perspectiva histórica no estará clara a sus ojos en muchas ocasiones.  Y lo hará empujada por la fuerza de la descomposición del mundo burgués que con el paso del tiempo mostrará que ya no tiene nada que ofrecerle.

Esta es la verdadera esperanza que nos alimenta como marxistas revolucionarios, nuestro verdadero optimismo. Y de ella saca sus fuerzas el partido de clase para mantener su trabajo diario, sobre el camino de la defensa intransigente de la doctrina marxista, que tiene su razón de ser en el fortalecimiento de la capacidad de intervención sobre estratos esperamos cada vez más amplios de la clase proletaria, en la acción sobre cada una de las grietas que se abren en el orden burgués… Sólo colocados en esta vía podremos esperar que la era del malestar permanente acabará por ser la era de la victoria revolucionaria.

 


 

(1) Puede consultarse un resumen gratuito en https://www.db.com/newsroom_news/2020/the-age-of-disorder-the-new-era-for-economics-politics-and-our-way-of-life-en-11670.htm

(2) Ver, por ejemplo, Esta vez es distinto. Ocho siglos de necedad financiera, de los economistas del FMI Kenneth Rogoff y Carmen M. Reinhart.

(3) Marx; El Capital, libro primero, capítulo XIII. Editorial Fondeo de Cultura Económica, 1975.

(4) Marx; Teorías de la plusvalía. Fondo de cultura económica, 1980.

(5) Lenin; La consigna de los Estados Unidos de Europa, en Obras completas. Tomo XXII. Akal Editores, 1977.

(6) Marx y Engels, El Manifiesto del Partido Comunista. Ediciones Progreso, 1976.

(7)Partido y clase. 1. Partido y clase en la doctrina marxista (Marzo de 2017) Disponible en www.pcint.org

(8) Ver el Suplemento  No 14 al No 48 de «el programa comunista»- Agosto de 2011 

(9) Ver el Suplemento  No 15 al No 49 de «el programa comunista» - Diciembre de 2011

(10) Ver nuestra toma de posición Du mouvement des Gilets Jaunes à la reprise de la lutte prolétarienne de classe, del 13 de enero de 2019.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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