La huelga general del 29 de marzo

(«El proletario»; N° 1; Diciembre de 2012)

 

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Cuatro meses después de que las elecciones generales colocasen en el poder al Partido Popular y diesen con ello el pistoletazo de salida formal a la carrera de las reformas y los ajustes que, de hecho, ya había comenzado un año antes bajo el gobierno del PSOE y que debería haber continuado fuese quien fuese que ganase el 20 N, los sindicatos mayoritarios, acompañados por los pequeños de la izquierda sindical y por toda la pléyade de organizaciones, grupos y corrientes de uno u otro tipo que se colocan en su estela, convocaron una huelga general en contra de la Reforma Laboral recién aprobada.

Esto después de haber organizado manifestaciones por todo el país que, especialmente en Madrid y Barcelona, desbordaron todas las previsiones que los convocantes podrían haberse hecho y de que los sindicatos nacionalistas ELA y LAB en Euskadi y la Intersindical Galega en Galiza convocasen por su parte huelgas locales en estas comunidades.

Ciertamente la convocatoria de huelga general fue una respuesta a la tensión social creciente que se vive en España desde hace meses. Una tensión que no responde únicamente al malestar generalizado que los recortes y las distintas reformas están provocando en la medida en que hacen visibles, muy rápidamente, las consecuencias que la crisis capitalista tiene para los proletarios sino que también surge de la presión que se ha manifestado a lo largo del último año en las calles de todo el país. Sin detenernos en el estallido del 15 M, que manifestó sin duda un malestar creciente entre amplias capas de la población –pequeño burguesas más que proletarias, claro-  las luchas de los profesores, mantenidas en el tiempo a pesar de las direcciones sindicales que intentaron boicotearlas continuamente tratando de hacerlas discurrir no por el camino de la lucha sino por el de la conciliación y el abandono de los métodos de clase necesarios para el enfrentamiento, o la serie de pequeñas pero contundentes huelgas localizadas en sectores relacionados con la prestación de otros servicios públicos (tele asistencia, por ejemplo) muestran que no sólo el malestar por las reformas anti obreras que patronal y gobierno llevan a cabo para rentabilizar la explotación que sufren los proletarios en tiempos de crisis, sino la respuesta continuada y sostenida en el tiempo, aún bajo los parámetros de la democracia y la conciliación entre clases, están en el origen de la tensión social que ha llevado a las organizaciones sindicales, agentes de esa democracia y conciliación entre clases, a convocar la pasada huelga general del 29 de marzo.

En tiempos de crisis el proletariado se ve impulsado a luchar. No es una decisión que tome tal o cual grupo político ni se debe a un esfuerzo organizativo de ningún sindicato. Es una constante a lo largo de toda la existencia de la clase obrera y es la manifestación más explícitamente visible del antagonismo irremediable en que se encuentran colocados proletarios y burgueses. Si en los últimos meses en toda España pero también fuera de sus fronteras se ha visto crecer el número y la intensidad de los conflictos obreros es debido a una reacción espontánea, natural y mecánica causada por los resortes sociales sobre los que se erige el mundo capitalista. La lucha inmediata de la clase proletaria, aquella que se realiza para lograr o mantener unas condiciones de existencia aceptables, es decir, la que se realiza principalmente sobre el terreno económico y sindical, es la lucha más directa que libran los proletarios porque es la que se plantea de manera más concreta en su vida cotidiana, es la que resiste a situaciones como despidos, impagos, bajadas de salario, pero también a aquellas no centradas exclusivamente en el terreno laboral como los problemas de la vivienda, de la supervivencia en los barrios proletarios, etc. Es una lucha que surge por la misma existencia del sistema capitalista, que está basado en la propiedad privada y el trabajo asalariado y que, por tanto, destina al proletariado, que únicamente dispone de su fuerza de trabajo para subsistir, una situación de subordinación frente a las necesidades del capital que, para existir, debe mantener una tasa de beneficio lo suficientemente alta pese a la competencia cada vez mayor entre empresas, sectores productivos y países. Para ello reduce la parte dedicada a la subsistencia de la clase trabajadora aminorando el salario, tanto el directo que paga por el trabajo, como el diferido que otorga en forma de garantías laborales y sociales. Las condiciones de existencia de la clase proletaria tienden a empeorar tanto más cuanto mayor es la necesidad del capital de mantener la suya. Esta situación, congénita al desarrollo del capitalismo, es la que determina la lucha de clases y la que, por tanto, ha arrojado siempre a los proletarios a la lucha por defender su propia existencia, siempre amenazada bajo el sistema capitalista de reducirse a la miseria y al hambre. La lucha obrera en defensa de la misma existencia física de los proletarios es por tanto tan natural como lo es la lucha de los patrones individuales por conquistar posiciones de privilegio respecto a sus competidores, forma parte de un juego tétrico que se perpetúa con la misma existencia del régimen capitalista.

Es por ello que los comunistas hemos afirmado siempre que la lucha inmediata constituye para el proletariado una escuela para la guerra entre clases. Un entrenamiento al que forzosamente se ven abocados y del que deben extraer las lecciones necesarias que les encaminen a una lucha de escala mucho mayor, la lucha política revolucionaria, para la destrucción del sistema capitalista y no ya para la simple subsistencia dentro de éste. El enfrentamiento económico elemental es por lo tanto un punto crucial para la clase obrera que sólo a través de él puede entender la necesidad de organizarse como clase (y por tanto como partido) para enterrar definitivamente un sistema que, de lo contrario, sólo les promete miseria creciente hasta llegar a su utilización como carne de cañón en las guerras imperialistas con las que los capitalistas buscan liquidar a sus competidores, destruir el capital sobre producido y volver a comenzar el ciclo del valor del capital. Pero, por el mismo motivo, también para la clase burguesa la lucha económica que el proletariado se ve obligado a librar resulta un terreno vital en el que defender con todas sus energías su dominio de clase.

 Los proletarios atraviesan aún hoy el calvario de la explotación capitalista privados de la memoria de las que fueron sus grandes luchas de clase porque décadas de contra revolución permanente y de garantía de sus condiciones de existencia merced al ciclo sostenido de crecimiento económico que se ha vivido. Para ellos este impulso a luchar, aún por las condiciones mínimas de existencia de las que hoy se ven privados, parece algo nuevo que se presenta bajo formas completamente desconocidas e ignoradas. Pero para la burguesía, que mantiene su dominio de clase hoy porque supo vencer ayer al proletariado cuando éste se lanzó a la lucha revolucionaria, es decir, cuando alcanzó su mayor potencia como clase y desplegó todo el alcance de la guerra contra la explotación que lleva en su seno, esto no es nada nuevo: ha aprendido las lecciones de su historia de clase y emplea las enseñanzas extraídas aún de manera preventiva contra los primeros signos de agitación social. El régimen del dominio burgués, a lo largo de todo el periodo que va desde el final del ciclo revolucionario que comenzó con la Revolución Rusa  y acabó con la victoria de la contrarrevolución a nivel internacional bajo la forma del estalinismo, puede ser considerado como un régimen de contrarrevolución permanente y preventiva.

La crisis capitalista pone de relieve que ninguna medida, ni política ni económica, que la burguesía pueda soñar con poner en marcha (ya sea la cacareada unión entre estados  europeos o las llamadas anticíclicas en el terreno económico) será capaz de evitar el retorno de la caída de la tasa de ganancia, de la necesidad de gobernar en todos los aspectos contra el proletariado, rebajando tanto de manera particular como de forma general sus condiciones de existencia y echando abajo todo el edificio de amortiguadores sociales que la recuperación de la actividad económica a partir de la segunda postguerra había permitido levantar. Con la crisis retorna, por tanto, el fantasma de la lucha de clases. Pero que retorne su espectro no quiere decir que, automáticamente, vaya a volver el enfrentamiento clasista abierto y declarado ni que el proletariado vaya a colocarse inmediatamente sobre el terreno de la lucha no ya revolucionaria sino ni tan siquiera económica.

La curva de la crisis económica no se corresponde de manera exacta con aquella curva de la lucha proletaria. Y la diferencia se debe a factores materiales bien importantes que han mantenido a la clase obrera atada al dominio capitalista durante muchas décadas.

La fuerza del oportunismo político y sindical que ha dominado a lo largo de muchos años al proletariado internacional, y que aún domina, pese a estallidos sociales relevantes en determinadas partes del planeta, continúa constituyendo un formidable impedimento para que el proletariado rompa con la inercia de la colaboración entre clases y pase a defender sus propios intereses mediante la lucha. Esta fuerza oportunista está basada, más que en una conciencia obrera reformista, como pretenderían todos los teóricos de la liquidación de la clase obrera, en una fuerza material de integración en el sistema capitalista bien real: aquella de los beneficios materiales otorgados durante décadas a la clase obrera por parte de los capitalistas en forma de ventajas económicas, garantías sociales, perspectivas de futuro… Estas garantías, que se podían dar gracias al crecimiento económico ininterrumpido, constituían de por sí la realización de una parte sustancial del programa reformista de los partidos oportunistas que organizaron al proletariado durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial y que aún lo neutralizaron durante las convulsiones revolucionarias que surgieron durante la inmediata post guerra en toda Europa. Fueron los regímenes fascistas, especialmente el italiano, los que las introdujeron como manera de gobierno de la clase obrera después de haber liquidado físicamente a su vanguardia revolucionaria y, muertos estos regímenes en el campo militar (pero triunfantes en lo que a la propagación de su contenido social se refiere), las democracias triunfantes asumieron esta política integradora, quedando en manos de los partidos oportunistas (a los que se había sumado ahora el partido estalinista después de la liquidación política de las fuerzas auténticamente comunistas que lo pusieron en pie por parte de la contra revolución burguesa en Rusia) y de los grandes sindicatos tricolores, reconocidos ahora legalmente por el Estado burgués, la gestión de todas las prebendas sociales otorgadas al proletariado. Ahí ha residido la fuerza histórica del oportunismo, que crisis como la de los años ´74-´78 o las siguientes, con la merma de las condiciones de vida del proletariado que supusieron, únicamente han conseguido debilitar pero no destruir.

Aunque en países como España el periodo de crecimiento económico que ha transcurrido desde 1995 hasta el año 2008 ha disipado cualquier rastro de las luchas obreras que la época de reconversión industrial conformó como una parte del paisaje y, con ellas, cualquier rastro de la importante presencia que antes tenían sobre todo los principales sindicatos a través de las huelgas y otros conflictos que dirigían (siempre por el cauce de la colaboración entre clases y de respeto del status quo vigente), la nueva crisis económica ha vuelto a colocar en primer plano a estas fuerzas de la conservación social, haciéndolas mostrar el control sobre el proletariado que realmente nunca perdieron. Ahora que el proletariado se moviliza, se manifiesta, lleva a cabo pequeñas huelgas, al menos con más frecuencia que en los últimos veinte años, reaparece más nítidamente la evidencia de su sometimiento como clase. Mientras, todavía, no desaparecen del todo los restos del edificio de amortiguadores sociales que contienen al proletariado en los límites de la convivencia pacífica con la burguesía y donde sí lo hacen aún no resulta evidente que no existe marcha atrás y todo parece indicar a la clase obrera que es posible el retorno a la situación previa de estabilidad y equilibrio, el oportunismo político y sindical muestra una más que buena salud y cumple con escrupuloso rigor el papel que la burguesía le ha otorgado como agente suyo en las filas de la clase proletaria. Y esto es así porque aunque el suelo vaya desapareciendo bajo sus pies el proletariado aún piensa que es posible lograr la reversión del proceso en virtud de las mismas indicaciones que le dan estas fuerzas oportunistas, a base de recetas de «sacrificio compartido», lucha democrática, etc.

Pero si el oportunismo político y sindical domina a los proletarios lo hace porque existe una fuerza, oculta, latente y subterránea, sin duda, que siguiendo los mismos cauces que sigue la manifestación cada vez más explícita del futuro que el capitalismo reserva a los proletarios, hace a estos encaminarse hacia una tendencia a defenderse de las agresiones que sufren de manera cada vez más habitual. El malestar social es un hecho y sobre él operan los grandes sindicatos amarillos y los falsos partidos obreros. Y lo hacen inoculando entre la clase proletaria una política de conciliación que consiga orientar todos los conflictos por los que ésta pasa hacia la solución en el marco de la conciliación entre las clases, sin recurrir a los medios históricos que ha utilizado la clase proletaria para defender sus intereses de clase y, cuando no queda más remedio que recurrir a ellos, encauzándolos de nuevo hacia su conversión en una defensa real de las relaciones sociales existentes.

La última huelga general del 29 de marzo resulta un excelente ejemplo de lo dicho. Si la Reforma Laboral contra la que se convocó sin duda resultó ser la sanción legal de un empeoramiento para los trabajadores de sus condiciones laborales el problema realmente no residía en evitar o no que las el Gobierno de Rajoy primero y después  las Cortes la impusiesen sino en que los proletarios fuesen capaces de evitar que entrase en vigor de manera efectiva por cualquier vía. En las empresas, en las fábricas o en las obras donde realmente se padecen los efectos del abaratamiento del despido éste podría ser combatido recurriendo a medios y métodos proletarios de lucha, a las huelgas, a los piquetes que las defienden, etc. Pero el objetivo de las organizaciones sindicales amarillas que convocaron la huelga y de los partidos políticos pseudo obreros que la secundaron era fijar la atención de los proletarios, que realmente respondieron a la convocatoria de huelga con una fuerza tal que justificó la intervención en este sentido de las fuerzas del oportunismo, en el carácter legal de la Reforma Laboral, es decir, en su aspecto democrático. Con ello se realiza una defensa plena de los medios de conciliación entre clases, desde los organismos democráticos como el Parlamento o el mismo gobierno a los que había que convencer de que socialmente esta reforma era «injusta e ineficaz», hasta los comités de empresa y demás órganos de mediación que ejercían de promotores de un movimiento cívico y pacífico garantizando servicios mínimos, el derecho al trabajo de los esquiroles, etc. Con ello, por tanto, se niega que el proletariado deba a recurrir a su fuerza de clase para imponer sus intereses y se le coloca siempre en situación de confiar en un sistema, el burgués, que es precisamente el que lanza los golpes más potentes contra él.

El segundo aspecto importante de esta última convocatoria de huelga general, tanto como de la pasada del 29 de septiembre o la reciente del 14-N, constituye la tónica de la movilización sindical en los últimos tiempos. Al margen de encauzar las aspiraciones proletarias hacia objetivos que únicamente les devolverán frustración y derrota por su misma naturaleza de órganos que la clase dominante constituye contra el proletariado, los sindicatos amarillos fijan su estrategia en la convocatoria de grandes jornadas de lucha (huelgas, manifestaciones, etc.) que sirven, de hecho, como un gran desahogo general que disipa la tensión que se ha ido acumulando en el cuerpo social del proletariado. Estas «jornadas de lucha» cuyos objetivos nunca son analizados con rigurosidad por parte de sus convocantes ni su éxito o su fracaso sometido a un balance riguroso como se debería hacer en el caso de realmente buscar una victoria en el enfrentamiento social, sirven únicamente para canalizar las incipientes fuerzas obreras hacia la ilusión de que la protesta de un día, el equivalente laboral al referéndum o al plebiscito al que se llama al conjunto de la población, resulta útil porque es democrática y civilizada, como si la democracia y la civilización capitalista no estuviese demostrando ya suficientemente lo que prepara para el proletariado.

Los grupos de proletarios que pueden comenzar a luchar, manteniendo sus esfuerzos en el tiempo, sacrificándose en el enfrentamiento contra el patrón y descubriendo que únicamente si toman la lucha en sus manos pueden tener alguna esperanza de vencer, se ven lanzados a estas convocatorias que se traducen, una tras otra, en derrotas en la medida en que ninguno de los objetivos fijados resulta ser conquistado. El objetivo sindical manifiesto resulta ser liquidar mediante la desesperación cualquier atisbo de organización que realmente pugne por asumir un enfrentamiento realmente clasista, por perdurar en el tiempo asumiendo el ritmo que es necesario para la resistencia frente a la patronal. Cualquier tentativa de lucha independiente, que necesariamente hoy se mueve para los proletarios sobre el terreno de la lucha mínima, queda despedazada por el órdago inasumible que resultan estas huelgas generales.

Para ellos, como para el resto de los proletarios que aún no se colocan sobre el terreno de la lucha, aunque sea sobre el terreno de la lucha todavía dominada y adocenada por las organizaciones sindicales y amarillas, las lecciones que quedan por sacar de convocatorias como estas huelgas generales, resultarán difíciles y dolorosas porque serán lecciones de las derrotas sufridas a manos de un enemigo al que costará identificar. Pero sin esas lecciones, que el Partido Comunista, internacional e internacionalista, extrae y expone como parte de su combate político revolucionario, no será posible nunca que aparezcan los proletarios suficientemente dispuestos a luchar sin contemplaciones por objetivos inmediatos a lo largo de duros combates de clase. Y sin esos proletarios que un día deberán luchar no se cristalizará jamás la vanguardia política comunista capaz de dirigir la lucha revolucionaria del proletariado por la destrucción de cualquier resquicio de la producción mercantil-capitalista y de su sistema de dominación política.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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