Marx sobre la deuda pública

(«El proletario»; N° 1; Diciembre de 2012)

 

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El sistema de crédito público, esto es, la deuda del Estado, cuyos orígenes encontramos en Génova y Venecia en la Edad media, se apoderó de toda Europa durante el periodo manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. De este modo, se estableció primeramente en Holanda. La deuda estatal, o sea, la enajenación del Estado –ya sea despótico, constitucional o republicano- imprime su sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente se encuentra en posesión colectiva de los pueblos modernos es… su deuda pública. Por tanto, es plenamente consecuente la doctrina moderna de que un pueblo se vuelve tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público se convierte en credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del Estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no existe perdón, deja su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.

La deuda pública se convierte en una de las más eficaces palancas de la acumulación originaria. Como con un toque de la varita mágica imprime fuerza creadora al dinero improductivo, transformándolo de este modo en capital, sin haber tenido que exponerse para alcanzarlo a los esfuerzos y peligros inseparables de la inversión industrial e incluso de la usuraria. Los acreedores del Estado, en realidad, nada entregan, pues la suma prestada se transforma en títulos de deuda pública, fácilmente transferibles, que en sus manos siguen funcionando tal como si fuesen la misma cantidad de dinero en efectivo. Pero, aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos creada de esta manera y de la riqueza improvisada de los financieros que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación –así como también de la riqueza de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes privados, a quienes una buena proporción de todo empréstito estatal les brinda el servicio de un capital caído del cielo-, la deuda del Estado fomentó las sociedades anónimas, el comercio de todo tipo de títulos negociables, la especulación; en una palabra: el juego de la bolsa y la moderna bancocracia.

Desde su nacimiento, los grandes bancos, revestidos de títulos nacionales, no eran sino sociedades de especuladores privados, que se colocaban al lado de los gobiernos y, gracias a los privilegios obtenidos, estaban en condiciones de adelantarles dinero. Por eso, la acumulación de deuda del Estado no tiene un barómetro más perfecto que el crecimiento sucesivo de las acciones de estos bancos, cuyo despliegue pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra (1694). El Banco de Inglaterra, comenzó prestando su dinero al gobierno, a una tasa del 8%; simultáneamente, obtuvo autorización parlamentaria para amonedar dinero sobre la base del mismo capital, prestándoselo al público nuevamente bajo la forma de billetes de banco. Con estos billetes podría descontar letras, hacer préstamos sobre mercancías y adquirir metales preciosos. No pasó mucho tiempo hasta que ese dinero de crédito, fabricado por el propio banco, se convirtiera en la moneda con la que el Banco de Inglaterra le concedía préstamos al Estado y pagaba, por su cuenta, los intereses de deuda pública. No bastaba que diera con una mano para recibir de vuelta más con la otra; el banco seguía siendo, mientras recibía, el acreedor eterno de la nación hasta el último penique adelantado. Paulatinamente, se convirtió en el depósito inevitable de los tesoros metálicos del país y en el centro de gravitación del crédito comercial global. En la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a ahorcar a los falsificadores de billetes de banco. [….]

Con la deuda pública surgió un sistema crediticio internacional, que a menudo ocultaba una de las fuentes de la acumulación originaria en tal o cual pueblo. Así, por ejemplo, las infamias del sistema veneciano de despojo constituyen una de las fuentes secretas de la riqueza capitalista de Holanda, a la cual la decadente Venecia prestaba grandes sumas de dinero. Lo mismo acontece entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII, las manufacturas de Holanda habían sido superadas con holgura y dicho país había dejado de ser la nación comercial e industrial dominante. De ahí que, entre 1701 y 1776, se transformara en uno de sus negocios principales el préstamo de elevados capitales, en especial a su poderoso rival, a Inglaterra. Algo similar es válido actualmente para la relación entre Inglaterra y Estados Unidos. No pocos capitales, que se incorporan hoy a Estados Unidos sin certificado de nacimiento, son sangre de niños sólo ayer capitalizada en Inglaterra.

Como la deuda pública tiene su soporte en los ingresos del Estado, que deben cubrir los pagos anuales de intereses, etc., el moderno sistema de impuestos se convirtió en un complemento imprescindible del sistema de empréstitos nacionales. Los préstamos le permiten al gobierno cubrir gastos extraordinarios sin que el contribuyente lo perciba de inmediato; pero al fin y al cabo, exigen impuestos más elevados para enfrentar las consecuencias. De otra parte, el aumento de los impuestos, provocado por la acumulación de deudas contraídas sucesivamente, obliga al gobierno –al efectuar nuevos gastos extraordinarios- a recurrir a nuevos créditos. El sistema fiscal moderno, cuyo eje lo constituyen los impuestos sobre los medios de subsistencia más imprescindibles (o sea, su encarecimiento), lleva en sí, por tanto, el germen de su progresión automática. Los impuestos excesivos no son un hecho pasajero, sino más bien un principio. […]

 

El Capital. Sección VII, capítulo XXIV. La así llamada acumulación originaria. Editorial Progreso.

 

 

Partido comunista internacional

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