¿Dónde está Nin?

(«El proletario»; N° 3; Noviembre de 2013)

 

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Nin y los problemas de la revolución

Nin y la revolución democrático burguesa

Nin y la cuestión del partido

Los epígonos de Nin, manos a la obra

 

 

El pasado 17 de junio se celebró, en un salón de actos del Parlamento de Cataluña, un homenaje a Andrés Nin. Toda la izquierda y la extrema izquierda, parlamentaria y extraparlamentaria, de Esquerra Republicana de Catalunya al Partido Obrero Socialista Internacional, se han unido a este aquelarre para «reparar» la memoria del revolucionario al que ahora llaman «líder de la izquierda social» y buscar un entendimiento en torno a una nueva interpretación de la historia que aúne a todas las corrientes políticas en una única visión común acerca de los hechos que sacudieron Catalunya y España hace setenta años. De esta manera los asesinos de ayer, los verdugos de Nin y del proletariado, con la anuencia de las corrientes trotskistas que se dicen herederas de Nin, desdibujan las diferencias políticas, que son las diferencias que existen entre clases históricamente contrapuestas e irreconciliables, e instauran su propia doctrina de clase sobre la historia de la lucha entre proletariado y burguesía, intentando levantar sobre ella una idea de concordia y colaboración que hoy, en tiempos sumamente complicados, buscan imponer por todos los medios y en todos los terrenos.

Nuestra corriente, la Izquierda Comunista de Italia, presente ayer en los acontecimientos que protagonizó el proletariado español en su lucha de clase y presente también hoy y mañana en los que deberá librar para romper el yugo de la sumisión a la burguesía, no ha sido nunca muy dada a los homenajes. El individuo, más allá de la gran falacia burguesa que pretende colocarlo en el centro de la historia, no es otra cosa que la encarnación de fuerzas materiales que empujan a la humanidad por el tortuoso camino de la historia, que es la historia de la lucha de clases, hacia la desaparición de estas mismas bajo el comunismo. No concedemos otro valor a los llamados grandes hombres, sobre todo a los grandes hombres que han participado en las grandes batallas de la guerra social, que el de ser máquinas perfectamente engrasadas, que han representado mejor y más sintéticamente, la misma capacidad humana, concretamente, hoy, la capacidad del proletariado, de conducir su lucha revolucionaria hacia la victoria final. Esto y no otra cosa fueron los Lenin, Trotsky, Bordiga y tantos otros hasta llegar a Nin.

Pero nos resultan especialmente repugnantes estos episodios de homenaje con los que la burguesía lucha por privar al proletariado de su historia, por negar la verdad de lo que representaron estos revolucionarios. Y, más concretamente, combatiremos siempre con todas nuestras fuerzas, a las corrientes pseudo revolucionarias que tienden la mano a los enemigos de siempre del proletariado y buscan liquidar todo rastro de diferencia con sus políticas. Nosotros honramos a Nin, mediante la verificación continua de las diferencias que mantuvimos con sus posiciones, que es la única manera mediante la cual podemos continuar su trabajo, mostrando al proletariado las carencias y los errores en que se incurrió en determinados episodios de su historia para preparar las bases políticas de su superación revolucionaria. A este esfuerzo consagramos las líneas que siguen.

 

Nin y los problemas de la revolución

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No pretendemos hacer una biografía de Andrés Nin, su vida nos interesa únicamente en la medida en que se desarrolló en un periodo tormentoso de la lucha de clase del proletariado, durante el cual se colocó en primera fila y ejemplificó con su militancia la tragedia del proletariado español. Es por ello que el periodo más interesante de la militancia de Andrés Nin, el que mejor expresa el grado de tensión social al que se llegó en España, es aquel que comprende desde su vuelta a España en 1930 a su asesinato en 1937. Previamente, Nin había formado parte de la corriente comunista que pretendía afirmarse en el interior de CNT a través de los Comités sindicalistas revolucionarios, había sido delegado de estos ante la Internacional Sindical Roja. Esta situación le propició una serie de años de estancia en la URSS (de 1921 a 1930) durante la cual vivió en primera persona los problemas de la involución revolucionaria en el que había sido el primer país en el que el proletariado se adueñó del poder y ejerció su dictadura de clase a través del Partido Comunista. De esta forma, Nin se colocó desde un primer momento de parte de la Oposición de izquierda del Partido que encabezaba Trotsky y que pretendía reponer sobre la senda revolucionaria el curso, cada vez más complicado, de los acontecimientos en el seno del Estado soviético, del Partido y de la III Internacional. Como consecuencia de esta militancia, que Nin llevó hasta sus últimas consecuencias participando activamente en la organización internacional de la Oposición, debió abandonar la Unión Soviética donde su vida corría el mismo peligro que acechaba y finalmente acabó con miles de comunistas revolucionarios anónimos caídos bajo el peso caníbal de la contrarrevolución estalinista.

No fue una época fácil, de hecho ninguna lo es, para los comunistas revolucionarios. Durante aquella, en Italia, nuestra corriente se vio expulsada de la dirección del Partido Comunista de Italia y forzada a sobrevivir, en la clandestinidad, las cárceles fascistas o el exilio, luchando a contra corriente por mantener fijos los principios del marxismo revolucionario que habían orientado el periodo de ascenso de la lucha proletaria durante el periodo abierto con el octubre rojo de 1917. Las diferencias de nuestra corriente con la Oposición de Izquierdas (y posteriormente con la IV Internacional) , que de ninguna manera obedecían a una voluntad sectaria por defender sutilezas caprichosas sino a la lucha por defender la continuidad del hilo rojo del comunismo revolucionario, pueden ser seguidas en el opúsculo de nuestro Partido Il Partito comunista Internazionale nel solco delle battaglie di classe della Sinistra Comunista e nel tormentato cammino della formazione del partito di classe (disponible en formato digital en la página web del Partido, www.pcint.org). Estas diferencias resultan de una gran importancia incluso para seguir el mismo desarrollo de los acontecimientos internacionales, y con especial relevancia los de España, dado que en ellas se encuentran ya los elementos teóricos y políticos necesarios para entender el complicado camino que el proletariado debería recorrer, más allá de las perspectivas tacticistas que veían la vuelta de la revolución al futuro más inmediato a cada paso, para reanudar su lucha de clase. De hecho, es a partir de estas diferencias, que si fueron de primer orden para con la corriente trotskista, lo serían mucho más para la corriente de izquierdas que encabezaría Nin en España, que se pueden analizar tanto los orígenes como las consecuencias de su política en los acontecimientos que precedieron a la Guerra Civil.

Efectivamente, desde su llegada a España en 1930 Andrés Nin fue alejándose progresivamente de las posiciones que la corriente trotskista mantenía. Lo hizo en el aspecto político, con una profundización paulatina en ideas divergentes acerca de prácticamente todos los problemas que se planteaban en el momento (especialmente en los circunscritos a la realidad española más inmediata) y lo hizo en el aspecto organizativo, organizando a los militantes de la izquierda trotskista como grupo y no como fracción e ingresando finalmente en un partido de nueva creación como lo fue el Partido Obrero de Unificación Marxista. No se trata de señalar aquí si Nin o Trotsky tenían razón el uno frente al otro. Sus posiciones obedecían a determinantes históricos muy poderosos, eran interdependientes y los errores del uno pueden rastrearse en las concepciones iniciales del otro (ver sobre esto el opúsculo citado Il Partito comunista Internazionale nel solco delle battaglie di classe della Sinistra Comunista e nel tormentato cammino della formazione del partito di classe;). Tampoco se trata, al menos para nosotros, de encontrar si fue en un punto o en otro del camino donde Nin se distanció del marxismo revolucionario o de si fue este o aquel giro de los acontecimientos el que imposibilitaba su vuelta a este. Las posiciones políticas deben ser examinadas con la determinación que aporta el método marxista, que no ve en los acontecimientos una obra de la voluntad humana sino que circunscribe las posibilidades de esta a un marco mucho más amplio –y más rígido- donde la lucha entre las clases, y la formulación de esta a través de programas y tendencias, tiene el papel más importante.

En un primer paso, lo que nos interesa en este artículo es estudiar las características esenciales de las posiciones políticas de Andrés Nin, defendidas primero en la Izquierda Comunista Española y después en el POUM, y encontrar en ellas los puntos determinantes de su actuación a lo largo del convulso periodo que cubre el periodo republicano y la Guerra Civil hasta su asesinato en 1937. A partir de ahí se podrá entender las divergencias entre las posiciones que defendía la corriente encabezada por él y las que mantuvo a lo largo de este tiempo nuestra corriente y que luego se verían ratificadas por los acontecimientos ulteriores.

 

Nin y la revolución democrático burguesa

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La visión de los acontecimientos que sostuvo, primero la Izquierda Comunista y, después de la fusión de esta con el Bloque Obrero y Campesino, el POUM, acerca de los sucesos que tuvieron lugar en España a partir de la proclamación de la II República, estaba marcada por un planteamiento central: en España las elecciones de abril de 1931 abrieron un periodo revolucionario en el cual el proletariado europeo se jugaba su suerte, la posibilidad de revertir la época de contra revolución que apareció con el triunfo regímenes fascista y nazi en Italia y en Alemania respectivamente y que contó con la ayuda inestimable del estalinismo. De esta manera, si bien los principales proletariados del continente estaban sometidos al yugo de la reacción burguesa más abierta y los partidos comunistas se encontraban dirigidos por una política contraria a la lucha revolucionaria del proletariado, los acontecimientos de España podrían dar un nuevo vigor a la lucha de clase y dar el comienzo para que tan nefasta situación fuese remontada.  Dentro de esta visión, existen dos elementos cruciales en torno a los cuales Nin dirigió toda su actividad.

El primero de ellos, que alude a las tareas revolucionarias del proletariado español, delimita estas dentro de la consigna revolución democrático socialista. ¿En qué consistía esta? Para Nin en España la revolución burguesa no se encontraba realizada, al menos no en la profundidad requerida como para considerar a España como un país capitalista propiamente dicho. Por ello, el momento histórico requería una revolución «democrático-burguesa» que barriese con los residuos feudales que subsistían en la configuración del país y de sus clases sociales, especialmente dos: el retraso de la industrialización del país, determinado en gran parte por las relaciones feudales existentes en el campo y la existencia de nacionalidades oprimidas (la vasca y la catalana, frente a posturas como las defendidas por Maurín –líder del BOC- que entendía la existencia de tantas como regiones existían en el país). Pero, desde las posiciones mantenidas por Andrés Nin, que fueron íntegramente asumidas por el POUM a partir de 1935, la burguesía española era una clase incapaz de llevar a su finalización la revolución democrática exigida. Su configuración histórica, a base de componendas y transacciones con los elementos de la clase feudal, había dado lugar a una burguesía débil y sin intención alguna de llevar más lejos los cambios que su propia sociedad exigía por miedo a movilizar a las masas desposeías, principalmente al proletariado, en una lucha de la cual fuese después imposible  retraerlas. Caían por tanto en manos del proletariado las exigencias democráticas que la revolución ponía en el orden del día. En un artículo de 1931, Nin afirmaba: «Sólo la clase obrera puede resolver los problemas que tiene planteados la revolución española, sólo la instauración de la dictadura del proletariado puede significar el coronamiento del proceso revolucionario por el que pasa nuestro país» (El proletariado español ante la revolución, artículo incluido en Los problemas de la Revolución española) El carácter democrático de la revolución lo daba el contenido de las tareas que debía realizar y las connotaciones socialistas las aportaría el hecho de que sólo podría ser realizada consecuentemente por la clase proletaria, debidamente adecuada a las exigencias que se le imponían a través de organismos revolucionarios como «los consejos revolucionarios o las juntas revolucionarias o soviets» (ibídem) que le permitirían, por otro lado, combatir junto a aliados potenciales como la pequeña burguesía o el campesinado más pobre.

En conjunto, estas posiciones resumen aquello que el marxismo ha definido como una revolución doble, es decir, una revolución, como la Revolución Rusa de 1917, en la cual, dada la persistencia histórica de un marco de relacione sociales feudales y su convivencia con un proletariado desarrollado y en condiciones de luchar ya como clase autónoma con unas posiciones independientes y radicalmente opuestas a las defendidas por la burguesía, este deba asumir la lucha democrática bajo su dirección política y la realización de las tareas pendientes de la revolución burguesa bajo su dictadura. Es doble, por tanto, porque derroca a una vez el mundo pre capitalista existente y pone las bases para la transformación socialista de la sociedad bajo la dirección exclusiva de la clase proletaria, que puede apoyarse para la primera de las situaciones en otras clases explotadas pero que deberá desembrazarse de ellas a medida que pasa a la segunda. La Rusia de 1917, efectivamente, era un país feudal, dominada por la autocracia zarista en la cual la gran industria moderna convivía con las características básicas del mundo feudal si bien estas se disolvían a gran velocidad desde finales del siglo XIX tal y como demostró Lenin ya en El desarrollo del capitalismo en Rusia y ratificaron los bolcheviques en todo su trabajo teórico posterior, base de su actuación política.

 ¿Existía esta situación en la España de 1931? Resulta evidente que, respecto al resto de países desarrollados de la Europa capitalista, España presentaba un atraso considerable en su desarrollo económico. Pero de este atraso, fraguado a lo largo de los siglos que se suceden a la gran depresión del siglo XVII, no puede deducirse automáticamente que España fuese un país feudal propiamente dicho. Algunos datos lo demostrarán. A comienzos del periodo republicano, España cuenta con una población activa de 11 millones de personas. De estos 11 millones, 1 estaba compuesto por pequeños artesanos, de 2 a 3 por obreros agrícolas (es decir, por proletarios del campo), de 2 a 3 por obreros industriales y mineros y 2 por muy pequeños propietarios. Es decir, la constitución de la masa popular era ya esencialmente proletaria (teniendo en cuenta que el resto hasta alcanzar los 11 millones estaba conformado por campesinos acomodados, profesionales y pequeños burgueses) y no se veía por ninguna parte rastro de feudalismo si no es en algunos vestigios realmente poco relevantes. Estos datos se ven confirmados por los referentes a la agricultura y la tenencia de la tierra. 50 000 propietarios controlaban la mitad de la tierra del país, mientras que el resto se repartía en minifundios, sobre todo en la zona septentrional. Los grandes propietarios eran, básicamente, la nobleza y la iglesia,  (los datos han sido extraídos de Pierre Broué, La revolución y la guerra de España) Pero esta nobleza y esta iglesia, mantenían relaciones más que estables con el capital industrial y bancario de las zonas económicamente más desarrolladas del país, como Catalunya o Euskadi, participando en los consejos de administración de algunos de los bancos más importantes y poseyendo empresas de gran calado. Efectivamente, se trata de una casta terrateniente, pero se encontraba ya perfectamente incluida en el sistema capitalista, utilizando trabajo asalariado para cultivar sus tierras e invirtiendo sus beneficios en lucrativas empresas industriales. La desamortización del siglo XIX, tanto como la extensión del comercio a todas las regiones del país, habían logrado una lenta pero firme transformación de las relaciones de producción y, si se manifestaba un gran atraso en temas como la productividad del trabajo, no debe confundirse esta situación con la persistencia del mundo feudal.

Respecto a la cuestión de las nacionalidades, el problema se plantea con idéntica claridad. La configuración histórica del país había dado lugar a la persistencia de marcadas diferencias político sociales entre las distintas regiones que lo componen. Catalunya y Euskadi, con un desarrollo industrial que les colocaba en la cabeza económica de España, tenían una larga tradición de autogobierno a la que los distintos gobiernos modernos se habían adaptado de una manera u otra. Por otro lado, el mismo desarrollo de estas regiones les hacía entrar en contradicción con las exigencias de la burguesía de la región castellana y andaluza y la autonomía era reclamada como una posición de avanzadilla en la lucha de competencia que se mantenía. Las reivindicaciones nacionalistas eran mantenidas por sectores de la pequeña burguesía ligada al comercio y a la industria que, con la aquiescencia de los grandes industriales, exigían posiciones de privilegio frente a la economía predominantemente agraria que existía en las regiones meridionales del país. No existía una opresión nacional al uso, máxime si se tiene en cuenta que, sobre todo la burguesía catalana, gozaba de una considerable importancia en la conformación de los gobiernos españoles desde comienzos del siglo XX, habiéndose debido a sus exigencias, por ejemplo, la instauración de la dictadura del general Primo de Rivera a partir de 1923. Sin duda la crisis económica de 1929, que golpeó con dureza a España, acrecentó esta competencia y, por tanto, las exigencias nacionalistas en el sentido antes expuesto. Cuestiones como la de la lengua o las tradiciones forales se tomaron como bandera en la lucha política que se libró. Pero, al igual que con el problema de la tierra, esto no determina, de ninguna manera, la existencia de un «problema nacional» que condicionase la revolución española a condiciones estrictamente democráticas.

En España, durante el periodo que va de 1931 a 1936, la revolución proletaria pura era lo que se encontraba a la orden del día. No se trata de afirmar que las consignas democráticas no tuviesen aún un valor considerable, pero no constituían los determinantes fundamentales de una situación caracterizada efectivamente por unas relaciones de producción capitalista predominantes en la mayor parte del territorio, con una industria que, si bien se encontraba en una situación de atraso respecto al resto de Europa era debido más a la competencia en el mercado internacional que a un impedimento feudal que aún la encorsetase, y con una configuración política típicamente burguesa sustentada sobre la base de la predominancia de la propiedad privada.

La corriente que encabezó Nin, en el POUM y en la Izquierda Comunista Española, no entendió esta situación, y su error no se terminó con un simple problema teórico, sino que ejerció una influencia de primer orden en sus posiciones acerca de la necesidad de un partido comunista revolucionario.

 

Nin y la cuestión del partido

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Para Nin la situación española, abiertamente revolucionaria, requería la inmediata configuración de un nuevo partido comunista que, atrayéndose a los sectores disidentes del español, encabezados por el Bloque Obrero y Campesino, supusiese una fuerza relevante entre las masas proletarias y las encabezase hacia la realización de las tareas democrático-socialistas de la revolución. Esta necesidad se volvía especialmente apremiante en la medida en que, para Nin, la lucha del proletariado debía desembocar, en un breve periodo de tiempo, en una lucha abierta contra la burguesía en la cual, como se ha dicho, se jugaría no sólo su futuro sino el de todo el proletariado europeo.

El Partido Comunista de España se encontraba completamente controlado por la corriente estalinista una vez que, a mediados de los años ´20 los principales dirigentes contrarios a ella, habían sido expulsados. Fuera de él se había constituido en Bélgica la fracción trotskista que daría lugar a la Izquierda Comunista Española pero también el Bloque Obrero y Campesino, que era, de hecho, una ampliación, ambigua por su conformación a medio camino entre partido político y organización de simpatizantes, de la Federación Catalano-Balear del PCE. Otras corrientes, que no habían pertenecido al PCE pero que discrepaban desde diferentes posiciones de la política seguida por este, como el Partit Comunista Catalá, surgirían a lo largo de los años ´30 como oposición al partido nacional.

En las manos de la dirección estalinista, el PCE llevaría, a lo largo del periodo republicano, una política hasta tal punto caótica y contradictoria respecto a los problemas que planteaba la situación española que pasó de condenar la llegada de la República como un avance de la burguesía y exigir la conformación inmediata de soviets para que el proletariado realizase su revolución (como si estos organismos proletarios pudiesen ser creados por decreto) en 1931 a defender a esta misma República sólo un año después, en 1932, cuando el general Sanjurjo intentó dar un golpe de Estado y acabar, finalmente, siendo uno de los impulsores del Frente Popular en 1936 como amplia coalición de los partidos socialista y comunista con los llamados «burgueses progresistas». Estas oscilaciones no eran consecuencia de una dirección especialmente incapaz sino de una auténtica orientación política contra revolucionaria que venía inoculada a todos los partidos del mundo a partir del partido ruso completamente inmerso en una deriva oportunista que le llevó a sacrificar las necesidades revolucionarias del proletariado a favor de un acuerdo con las burguesías europeas según las exigencias de la política exterior del Estado ruso. El PCE, como el resto de los PCs, se encontró en la situación de seguir una política francamente contra revolucionaria que le llevó a defender, en cada giro importante de la situación española, los intereses de la burguesía frente a las tareas más inmediatas con las que hubiera debido lidiar un partido revolucionario consecuente. Ciertamente su influencia entre las masas proletarias era prácticamente nula antes de comenzar el periodo republicano y  sus políticas y sus giros bruscos en la orientación táctica le alejaron aún más de estas a medida en que caían bajo la influencia cada vez mayor de la corriente anarquista que predominaba en CNT y de un Partido Socialista que hizo de la demagogia su banderín de enganche. La propia experiencia política del proletariado español, de por sí muy reducida debido al considerable retraso que sufría en todos los ámbitos, no encontró en ningún momento un sustento teórico, político, programático y táctico en el PCE y de esta manera, el partido llegó con una fuerza real prácticamente nula a los meses previos a la Guerra Civil.

Desde su llegada a España, y este fue el motivo principal de su ruptura con Trotsky, Nin trató de solventar esta situación mediante la creación de un partido comunista nuevo que reparase los errores que, desde sus posiciones, entendía que el PCE había cometido a lo largo de su historia. Pero, tal y como la aparición de los partidos comunistas tras la Revolución Rusa y a partir del trabajo realizado por los bolcheviques de Lenin por restaurar el marxismo sobre sus bases correctas después de la defección de la socialdemocracia en la prueba de fuego de la I Guerra Mundial y su abandono definitivo del terreno revolucionario se realizó a través de un intenso trabajo de balance de las fuerzas materiales y los errores políticos que habían determinado esta desviación, es decir del oportunismo como fuerza histórica y no como corrupción moral, la situación, española y mundial, requería un trabajo en idéntico sentido para realizar el balance de la enorme derrota que el proletariado sufrió con el triunfo de la contra revolución. No se trata de dilucidar aquí si este balance podría haberse hecho con las fuerzas disponibles en España, no se juzga personajes sino que se evalúan hechos. Y el hecho es que este balance en ningún momento se realizó.

El nuevo partido que Nin preconizaba apareció en 1935. Fue el POUM y se constituyó mediante la fusión del BOC, como fuerza mayoritaria, y de la mayoría de la Izquierda Comunista Española. De nuevo, la fusión se justificó por las «necesidades objetivas del momento» que exigían, según Nin, después de la insurrección de Asturias en 1934, la unificación de las distintas corrientes revolucionarias y se llevó a cabo sobre la premisa básica de defender la revolución proletaria frente al fascismo, pensando que el choque definitivo entre ambas estaba cerca y que, ni la pequeña burguesía ni los partidos socialista o comunista, podrían hacer frente a la reacción llegado el momento.

Los puntos esenciales que caracterizarían al nuevo partido eran:

Primera: La revolución española es una revolución de tipo democrático socialista. El dilema es: socialismo o fascismo. La clase trabajadora no podrá tomar el Poder pacíficamente, sino por medio de la insurrección armada.

Segunda: Una vez tomado el Poder, establecimiento de la dictadura del proletariado. Los órganos de Poder presuponen la más amplia y completa democracia obrera. El Partido de la revolución puede, no debe ahogar la democracia obrera.

Tercera: Necesidad de la Alianza Obrera localmente y nacionalmente. La Alianza Obrera debe pasar necesariamente por tres fases. Primera, órgano de Frente Único, llevando a cabo acciones ofensivas y defensivas legales y extra legales; segunda, órgano insurreccional; y tercera, órgano de Poder.

Cuarta: Reconocimiento de los problemas de las nacionalidades. España quedará estructurada en forma de Unión Ibérica de Repúblicas Socialistas.

Quinta: Solución democrática, en su primera fase, del problema de la tierra. La tierra para el que la trabaja.

Sexta. Ante la guerra, transformación de la guerra imperialista en guerra civil. Ninguna esperanza en la Sociedad de las Naciones, que es el frente único del imperialismo.

Séptima: El Partido Unificado permanecerá al margen de la II y III Internacionales, fracasadas ambas, luchando por la unidad socialista revolucionaria mundial hecha sobre bases nuevas.

Octava: Defensa de la URSS, pero no favoreciendo su política de pactos con los estados capitalistas, sino por medio de la acción revolucionaria internacional de la clase trabajadora. Derecho de criticar la política de los dirigentes de la URSS que pueda ser contraproducente para la marcha de la revolución mundial.

Novena: Régimen permanente de centralismo democrático en el Partido Unificado.

Ya existe un partido- el Partido Obrero- que defiende con entusiasmo la tesis justa de la unidad. Esto constituye, no hay duda, un factor importante. Lo que precisa ahora es ganar a este punto de vista a los sectores realmente marxistas de los partidos socialista y comunista para que ambos, conquistados a la idea de un solo partido socialista revolucionario, se pronuncien por un Congreso de unificación marxista revolucionario.

(¿Qué es y qué quiere el POUM? Documento de su Comité Central de 1936, extraído de Víctor Alba, La revolución española en la práctica, Ediciones Júcar, 1977)

Como puede observarse, la base del POUM desde el primer momento es la consigna de la unidad y a ella se sacrifica el trabajo de balance revolucionario del desarrollo de la situación en España, Europa y el mundo, desde el comienzo de la oleada revolucionaria de 1917 hasta la degeneración oportunista de los partidos comunistas y el triunfo de la contra revolución en Rusia. A esta unidad se trata de acercar a las partes llamadas sanas del PSOE y del PCE, entendiendo de esta manera que no es necesario tanto un esfuerzo por clarificar las diferencias entre los distintos partidos que se reclaman del marxismo, diferencias para nada casuales sino producto de un férreo determinismo histórico que configura a los partidos con una fisionomía determinada y no con otra, sino un ejercicio de buena voluntad del cual el POUM sería su primera plataforma. El desarrollo posterior de los acontecimientos en España confirmará la posición según la cual los partidos socialista y comunista eran ya imposibles de reorientar, habiéndose pasado por entero al campo de la contra revolución, y no podía contarse, de ninguna manera, con la vuelta de fracciones enteras o de la totalidad de estos  hacia el terreno revolucionario.

Se ha explicado más arriba las contradicciones que suponía la afirmación «revolución democrático-socialista», el intento de hacer asumir por parte de un partido pretendidamente marxista y revolucionario un análisis de la situación española que chocaba claramente con los datos que aportaba la realidad. Pero, en este programa del POUM se va aún más lejos. Revolución democrático-socialista contra fascismo, es decir, defensa por parte del proletariado de la democracia contra el fascismo. El fascismo ha sido, históricamente, el gobierno dictatorial de la burguesía, adoptado para hacer frente a la ofensiva proletaria dirigida por un partido comunista fuerte, como fue el caso italiano. Este gobierno dictatorial, que supuso la concentración de las fuerzas burguesas para quebrar la lucha de clase proletaria, representa una continuidad absoluta con los gobiernos de tipo democrático y su adopción no cambia un ápice el contenido histórico del gobierno despótico que la burguesía ejerce sobre la clase trabajadora. Oponerle, por tanto, la lucha en defensa de la democracia, algo en perfecta consonancia con las directrices dadas por el estalinismo (que encontró en la defensa de la democracia la piedra de toque para introducir entre los proletarios la renuncia a su lucha revolucionaria) implica realizar un seguidismo perfecto de la política que entonces promovía el PCE en su defensa del Frente Popular. De hecho, la misma consideración de la necesidad de una lucha democrática revolucionaria, que implica una alianza con las clases medias, en este caso reforzada por el antifascismo como divisa, llevó al POUM, siempre bajo la consigna de la unidad, a dar su apoyo a la coalición de partidos que finalmente se llevó a cabo en el año ´36. Ciertamente, en toda esta perspectiva programática, se nota la ausencia de un análisis en profundidad del alcance de la contra revolución que se ceñía entonces sobre el proletariado mundial.

La conclusión natural de estas posiciones se ven al examinar la posición del POUM acerca de los puntos esenciales que aparecerán desgarradoramente en los años siguientes a la publicación de su programa: la cuestión de la guerra y del poder. Para el marxismo revolucionario la clase proletaria aparece como tal cuando se constituye en partido político, es decir, cuando se dota de una posiciones autónomas respecto a la de cualquiera de las otras clases sociales para defender sus intereses históricos por encima de las situaciones particulares por las que puede atravesar. Este partido, el partido comunista, lucha por la toma del poder político, por el ejercicio de la dictadura proletaria a través de la cual puede luchar despiadadamente contra el resto de clases, eliminar su resistencia y liquidar los residuos de su anterior fuerza política. A través de él, igualmente, puede intervenir despóticamente sobre la economía, combatiendo por llevar a cabo una serie de medidas que permitan poner en marcha la transformación socialista de la sociedad. Si el partido comunista se apoya sobre las organizaciones de la clase proletaria, como lo fueron en Rusia los soviets, órganos del Estado proletario a través de los cuales el partido pudo ejercer sus funciones directivas, esto no implica que aquellos órganos puedan sustituir al partido. Pero estos órganos proletarios, efectivamente órganos de poder, lo son en la medida en que suponen la organización de la clase proletaria en estructuras que permiten abarcar el conjunto de la producción y de la reproducción social y, en ningún caso, puede admitirse que sean una simple representación de los distintos partidos que dicen representar al proletariado.

El POUM, consideraba en su programa que las Alianzas Obreras representaban para España lo que los soviets habían supuesto para Rusia. Pero existe una diferencia fundamental e insalvable que anula por completo esta comparación y da cuenta de la profunda desviación del POUM respecto del marxismo revolucionario que encarnaron los bolcheviques. Las Alianzas Obreras (AO) fueron organismos mixtos constituidos por partidos y sindicatos que coordinaban, más mal que bien, a las cúpulas dirigentes de estos para lograr objetivos comunes. Por lo tanto, en ellas se encontraban representadas tendencias políticas de todo tipo, desde la anarcosindicalista hasta la estalinista pasando por la socialdemocracia. Tendencias que poco o nada tenían de revolucionarias y que, por supuesto, se encontraban a kilómetros luz de distancia del programa revolucionario que debería haber mantenido un partido comunista que se prepara, como afirma el POUM, para la revolución. ¿Resultaba posible combinar la lucha revolucionaria con el gradualismo socialdemócrata y con las fuerzas contra revolucionarias del estalinismo? Obviamente no. Pero para el POUM las tareas de la «revolución democrático socialista» y de la lucha contra el fascismo, exigían una amplia alianza con fuerzas de distintos orígenes y objetivos que, en última instancia, permitiesen lograr la unidad de fuerzas que se suponían alejadas no por una cuestión de principios revolucionarios sino por errores de táctica e incluso morales.

Su participación en el Frente Popular fue la conclusión natural de la defensa del POUM de las Alianzas Obreras. Pero, más allá, la participación de este partido en los organismos antifascistas y, después, en el gobierno de la Generalitat (a través de Nin, que fue Consejero de Justicia) resultó una evolución lógica de esta política. De esta manera, se pasó de la defensa del frente único político con socialistas, estalinistas (y después con nacionalistas y republicanos) pero conservando aún la declaración formal de que el poder debía tomarse para el proletariado, a la renuncia definitiva de esta perspectiva y la participación en el gobierno local que, naturalmente, defendía los intereses de la burguesía en todas sus facetas. El POUM se apartó, de esta manera, de la doctrina marxista restaurada por Lenin en «El Estado y la Revolución», que define claramente la necesidad de que el partido comunista dirija de forma monolítica la revolución proletaria y luche en todo momento contra cualquier forma de poder político que no se corresponda con el que supone la dictadura del proletariado.

Una de las tareas, la principal después de la restauración del orden que la sublevación proletaria había puesto en cuestión sobre todo en Barcelona, que el gobierno de la Generalitat en el que el POUM participó, fue la de dirigir los esfuerzos bélicos republicanos contra los militares sublevados. Se trataba, sin duda, de una guerra imperialista, en la que el destino de España se colocaba como pieza en el tablero de la lucha entre las grandes potencias europeas que participarían, a su fin, en la II Guerra Mundial. ¿Dónde quedó la «conversión de la guerra imperialista en guerra civil» del programa poumista? En su defensa de uno de los dos bandos en liza, el republicano, apoyado por la URSS contra el nacional que a su vez recibía apoyo italo germano. La claudicación en este punto fue tan grande como el abandono de las posiciones marxistas. Marx, en nombre del Consejo General de la Internacional, había escrito refiriéndose a la guerra franco-prusiana de 1870-71:

«La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado» (Marx, Obras escogidas, Ediciones Progreso, vol. II)

Y esta fue la orientación que los bolcheviques dieron a su lucha contra el Estado ruso durante la I Guerra Mundial, perfectamente consignada bajo la fórmula «derrotismo revolucionario». El POUM no hizo, por tanto, sino colocarse debajo del paraguas del antifascismo democrático, cooperar con el burguesísimo gobierno republicano y contribuir por tanto a la derrota del proletariado. Y este giro táctico, que Nin pretendía fruto de una situación complejísima, estaba ya contenido en su programa desde el momento que aceptó la consigna de frente único político, con la cual sacrificaba su independencia y la posibilidad de asumir un programa francamente revolucionario.

 

Los epígonos de Nin, manos a la obra

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Para nosotros estas consideraciones no se acaban en el terreno de la doctrina abstracta. La fuerza de un partido, como precisamente se muestra hoy, en un periodo de fortísima depresión contra revolucionaria, no reside tanto en su capacidad numérica como en la claridad y la coherencia de sus posiciones teóricas, políticas y programáticas. Estas suponen la base de la preparación de las condiciones revolucionarias de periodos más favorables en el terreno de la lucha de la clase proletaria. No se trata por tanto, de realizar disquisiciones retóricas para afirmar la justeza a posteriori de unas posiciones, sino de realizar un balance dinámico continuo de las condiciones del triunfo de la contra revolución burguesa. Los partidos, sus programas y, también, sus errores, no son actos de la voluntad humana como pretende la ideología burguesa. Se encuentran determinados por fuerzas históricas ineludibles y representan otras fuerzas, las fuerzas materiales que hacen igual de ineludible para la humanidad la revolución comunista, que luchan por salir a la superficie de este mundo podrido. Nuestra defensa del revolucionario Andrés Nin, pese a las diferencias que entonces mantuvimos con sus posiciones, es la defensa de la revolución proletaria contra sus enemigos jurados, los mismos que le desollaron vivo antes de matarle. Y, de la misma manera que le defendemos exponiendo estas diferencias, le defendemos combatiendo las posiciones de quienes, en su nombre, con homenajes en el Parlament, pretenden un nuevo reagrupamiento de corrientes y fuerzas políticas que se reclaman marxistas con otras abiertamente burguesas. Entre ambas se encuentran los herederos políticos de los asesinos de Nin, Trotsky y tantos otros revolucionarios y donde estos sedicientes revolucionarios ven un paso favorable a la subsanación de errores pasados y a la reconciliación entre posiciones que sólo por «error» se encontrarían enfrentados, nosotros sólo vemos el penúltimo esfuerzo por escamotear al proletariado la el balance de su lucha de clase, de sus revoluciones y, sobre todo, de las contra revoluciones.

Izquierda Anticapitalista, el Partido Obrero Socialista Internacional, y tantos otros que han participado en el homenaje a Nin patrocinado por la burguesía catalana, sellan con esta participación su posición contraria a la lucha revolucionaria, buscando una unidad, la misma que llevó al POUM a sus grandes errores históricos y a su misma liquidación como partido, que únicamente logra colocar al proletariado a la cola de sus enemigos de clase. Resulta imposible que el PSUC o Esquerra Republicana de Catalunya, reconozcan ningún error. Defendían entonces, como lo hacen hoy, el sistema capitalista y la dictadura de la burguesía, si bien entonces lo hicieron con las armas en la mano contra un proletariado levantisco y hoy lo hacen mediante el gobierno democrático. Y mañana se volverán a deshacer de su careta conciliadora y volverán a luchar con todos los medios a su alcance contra los proletarios. Son los epígonos de Nin los que quieren, de cara a la burguesía, lavar cualquier rastro de su relación con la lucha comunista, ofreciéndose como un buen soporte para que, en tiempos de crisis y de inestabilidad política, la burguesía mantenga su influencia sobre la clase proletaria.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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