Omnia sunt communia

 

(«El proletario»; N° 8; Octubre - noviembre - diciembre de 2016)

 

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Finalmente las elecciones municipales y autonómicas no han supuesto el terremoto político que se esperaba por todas partes. Madrid, Barcelona, Cádiz y alguna ciudad de entidad política menor han caído en manos de las candidaturas de Unidad Popular que promovía Podemos. Otras lo han hecho en manos de diversas fuerzas de izquierda, como Pamplona, donde Bildu encabeza una coalición parlamentaria que ha desalojado a UPN o las ciudades gallegas donde las llamadas mareas han triunfado. ¿Ya ha tenido lugar el terremoto? ¿Ha pasado el tsunami del cambio? ¿O se debe continuar esperando a las generales? (y después a una mayoría más amplia, y después a una un poco mayor aún, y después…)

Los voceros de los recién llegados al poder nos dicen que sí, que esto es todo. Un cambio de ideas, de caras, de moral, de intenciones, pero sobre todo un cambio del que no se deben esperar grandes cosas. En Madrid los concejales de distrito «dialogan» más que sus predecesores populares con los «movimientos sociales»; en Barcelona se ha parado la construcción de nuevos hoteles; en Cádiz el nuevo alcalde se pone delante de la Policía Nacional en los desahucios. Pero en Madrid, en Cádiz, en Barcelona y en todas partes las colas de los comedores sociales siguen creciendo, los salarios siguen cayendo, continúan los despidos en todas las empresas, mientras que sus nuevos concejales hablan de la «nueva manera de hacer política».

¿Importa esto? Ciertamente, si la normalidad en las relaciones de explotación y opresión capitalistas, que padece el proletariado en su piel, no fuese acompañada de un cínico discurso de «cambio» y de «victoria del pueblo», poco habría que añadir a nuestro posicionamiento histórico respecto al circo electoral: la democracia es el arma con que la burguesía derrota al proletariado sobre el terreno de la mistificación de la lucha que realmente aparece entre los intereses contrapuestos de ambas clases. El proletariado es llamado a participar en este circo para que se olvide de reemprender una lucha que le es imprescindible para imponer sus exigencias tanto sobre el terreno inmediato de la defensa de sus condiciones de existencia como sobre el terreno político de la lucha revolucionaria por la desaparición de la sociedad dividida en clases. La realidad del agravamiento continuado de la situación de los proletarios sea cual sea el resultado de estas elecciones es su confirmación plurianual.

Pero hoy, cuando las principales ciudades por número y concentración del proletariado han caído en manos de la llamada nueva izquierda, por todas partes se repite que ya no se trata sólo de que los proletarios deban confiar en el mecanismo electoral para hacer valer sus necesidades ante la burguesía, sino que esta habría sido poco menos que desalojada del poder local y que los Ayuntamientos que se han constituido son el  non plus ultra de la lucha de clases moderna.

Al constituirse el Ayuntamiento de la capital, a la hora de que cada nuevo concejal de este tomase su puesto, la jura protocolaria del cargo ha sido un ejemplo de esta hipócrita afirmación. Después de que tantos otros lo hiciesen aceptando «por imperativo legal» la Constitución (estúpida frase que resume del todo el cretinismo parlamentario: ¿por qué, si no es por imperativo legal, va a aceptarse el imperio de la Ley?) en Madrid, una serie de concejales que provienen de la izquierda vinculada a los movimientos sociales, han tenido la desfachatez de afirmar que omnia sunt communia, es decir, que todo es de todos, dando a entender que esa será la política que seguirán y defenderán desde su puesto.

Omnia sunt communia fue la consigna que los campesinos alemanes mantuvieron como divisa en la guerra que libraron contra el Imperio y la nobleza en las primeras décadas del siglo XVI. En su boca, este grito expresaba la verdad de un proto comunismo con el que pretendían oponerse al poder cada vez más opresivo de todas las clases que se situaban por encima de ellos. Nobleza, patricios, alto clero, pero también la pequeña burguesía de las ciudades y gran parte del clero reformista que entonces era la punta de lanza del enfrentamiento con la Iglesia Católica, eran vistos por el campesinado y las clases plebeyas como los enemigos a abatir. Contra ellos omnia sunt communia significaba la exigencia de una igualación económica que suprimiese privilegios, señoríos, simonías e impuestos. En esta afirmación radicaba, por lo tanto, la brillante intuición de que la riqueza creada por las clases populares, que era después disfrutada por los estamentos superiores y que se volvía contra dichas clases en forma de un acrecentamiento del poder que sobre ellas ejercían, que esta riqueza, decimos, debía ser disfrutada en primer lugar por aquellos a cuyo trabajo se debía.

La llamada guerra de los campesinos, que tuvo en el año 1525 y en Tomas Münzer su  fecha y su protagonista más relevante respectivamente, fue librada en el contexto más amplio de las agitaciones que golpearon al Sacro Imperio Romano Germánico en el momento en que baja nobleza y comunidades urbanas se agitaron, con la Reforma religiosa como bandera bajo la que portar sus verdaderas exigencias de clase, contra las rígidas fórmulas feudales que el propio desarrollo de la sociedad imperial iba desgastando hasta el punto de que su desaparición se hizo inevitable. En esta guerra el campesinado y las demás clases populares lucharon junto a la baja nobleza (verdadera clase nacional alemana que aspiraba a instaurar la unidad imperial con ella como columna vertebral) y los burgueses urbanos. Hicieron suyo su programa, especialmente en lo referente a la crítica del poder temporal de la Iglesia católica, exigiendo sobre este terreno una restauración de la «Iglesia primitiva» y que se impusiese a través de ella una verdadera igualdad social en lo referente a los diferentes niveles de propiedad existentes en la sociedad feudal y por lo tanto la igualación de los diferentes estamentos que componían esta. Lejos de toda ingenuidad, hablando el lenguaje de su época, que era el de las relaciones de producción feudales y su correlato doctrinal cristiano, el movimiento campesino llegó a generar un verdadero partido revolucionario, el encabezado por Münzer, que estaba compuesto únicamente por una pequeña minoría del campesinado rebelde y que planteó abiertamente las consecuencias que aparecían implícitas en las reivindicaciones de la sublevación:  libre elección y destitución de los sacerdotes por la comunidad; la supresión del pequeño diezmo y la utilización del gran diezmo para fines públicos; después de pagados los haberes de los curas; además pedían la restricción de los servicios personales, tributos e hipotecas, la restitución de los montes comunales y particulares ocupados arbitrariamente, el restablecimiento de sus privilegios suprimidos y el cese de las arbitrariedades de la justicia y de la administración.

La rebelión de los campesinos fracasó. En 1525 lo que estaba realmente en juego era la reorganización de la vida de la nación alemana según los postulados de un programa revolucionario que, entonces, sólo podía ser burgués y capitalista. Ni la propia burguesía urbana naciente, débil y sometida a una relación clientelista con la nobleza que le impedía defender tan siquiera su propio programa, ni la baja nobleza ni tan siquiera los campesinos, en cuyas agitaciones se encontró casi siempre el inicio de las revueltas del resto de las clases, pudieron imponer sus exigencias. De hecho, el principal efecto de la guerra de los campesinos fue agudizar y consolidar la división política de Alemania.

Sobre esta derrota, sufrida después de que el propio Münzer fuese impuesto como presidente del «Consejo Eterno» que regía el Ayuntamiento de Mühlhausen una vez se destituyó al viejo gobierno patricio, Engels, a cuyo libro La guerra de los campesinos en Alemania pertenecen todas las referencias de este artículo, escribió:

 

Lo peor que puede sucederle al jefe de un partido extremo es ser forzado a encargarse del gobierno en un momento en el que el movimiento no ha madurado lo suficiente para que la clase que representa pueda asumir el mando y para que se puedan aplicar las medidas necesarias a la dominación de esta clase. Lo que realmente puede hacer no depende de su propia voluntad, sino del grado de tensión a que llega el antagonismo de las diferentes clases y del desarrollo de las condiciones de vida materiales, del régimen de la producción y circulación, que son la base fundamental del desarrollo de los antagonismos de clase. Lo que debe hacer, lo que exige de él su propio partido, tampoco depende de él ni del grado de desarrollo que ha alcanzado la lucha de clases y sus condiciones; el jefe se halla ligado por sus doctrinas y sus reivindicaciones anteriores, que tampoco son el resultado de las relaciones momentáneas entre las diferentes clases sociales ni del estado momentáneo y más o menos casual de la producción y circulación, sino de su capacidad –grande o pequeña- para comprender los fines generales del movimiento social y político. Se encuentra, pues, necesariamente ante un dilema insoluble: lo que realmente puede hacer se halla en contradicción con toda su actuación anterior, con sus principios y con los intereses inmediatos de su partido; y lo que debe hacer no es realizable. En una palabra: se ve forzado a representar, no a su partido y su clase, sino a la clase llamada a dominar en aquel momento. El interés del propio movimiento le obliga a servir a una clase que no es la suya y a entretener a la propia con palabras, promesas y con la afirmación de que los intereses de aquella clase ajena son los de la suya. Los que ocupan esta posición ambigua están irremediablemente perdidos […] Pero la posición de Münzer al frente del «consejo eterno» de Mühlhausen era todavía mucho más arriesgada que la de cualquier gobernante revolucionario en la actualidad. No sólo aquel movimiento, sino todo aquel siglo, no estaban maduros para la realización de las ideas que el propio Münzer había empezado a imaginar tarde y confusamente. La clase a la que representaba acababa de nacer y no estaba, ni mucho menos, completamente formada y capaz de subyugar y transformar la sociedad entera.

 

Thomas Münzer representó políticamente el sueño imposible de un comunismo fraguado en las convulsiones propias del nacimiento del único mundo entonces posible: el mundo burgués, que finalmente se impondría en todo el planeta al cabo de varios siglos.  Representando, incluso en el poder, los anhelos niveladores de las clases plebeyas Münzer expresó una realidad a la que aún le quedaba mucho tiempo para resultar evidente. Con el nacimiento de la burguesía, con la implantación del modo de producción capitalista, nació y se impuso también el sepulturero de ambos, el proletariado, y su programa político revolucionario, el comunismo. Ninguno de los dos podía ser creación de la simple voluntad revolucionaria ni de la tardía imaginación de ningún líder, sino que, de la misma manera que de las relaciones de producción e intercambio feudales nació la burguesía, de aquellas capitalistas lo haría la clase revolucionaria moderna. Omnia sunt communia representó la consigna de una clase que, en el mejor de los casos, podía llevar a cabo un programa social radicalmente opuesto al que prometía con su grito de guerra.

Hoy no podemos suponerles, a estos revolucionarios de las corporaciones municipales renovadas, ni siquiera una décima parte de la honestidad revolucionaria con la que Münzer y sus seguidores quisieron triunfar. Y esto no porque entremos a valorar moralmente sus cualidades personales, que a ojos de la historia son irrelevantes, sino porque en su programa político aparece sobre todo la obstinación en llamar a los proletarios a transitar unos caminos que una y otra vez han demostrado ser perniciosos para ellos. Tampoco podemos atribuirles el ser el «partido proletario», por mucho que la base de sus votos haya sido en buena medida de extracción obrera, porque ni tan siquiera recogen en sus promesas electorales el tratar a los proletarios como una clase, sino que buscan sumir sus necesidades en un viscoso magma «popular» que solucionará sus problemas arreglando los de toda la nación. Pero sí que podemos encontrar un rasgo común con la caracterización materialista que Engels hace de la guerra de los campesinos, origen de su juramento omnia sunt communia a la hora de asumir el cargo: la ilusión de representar los intereses de las clases subalternas se resuelve finalmente en el hecho de que su única tarea puede ser la defensa a ultranza de los intereses de la burguesía a la que dicen combatir.

En 1525 omnia sunt communia significó que las clases desposeídas querían sacar de la revolución nacional burguesa la posibilidad de imponer sus intereses, en última instancia anti burgueses, que estaban en contra de la propiedad privada y a favor de la propiedad individual basada en  la cooperación y la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción creados por el trabajo mismo (según la afirmación de El Capital de Marx, que se apoyó, al contrario que las exigencias campesinas, sobre la constatación de los logros de la era capitalista). No pudiendo llevar a cabo este proyecto en virtud de las «limitaciones» de una historia que no consiente atajos en la sucesión de los modos de producción, omnia sunt communia acabó significando la utilización de las energías del campesinado revolucionario en favor de las tendencias burguesas, para las cuales llegó a gobernar allí donde alcanzó el poder municipal.

En 2015 el omnia sunt communia lanzado por los concejales de Madrid es, sencillamente, una sandez. El mundo capitalista existe en todas partes. La producción de mercancías, la circulación monetaria, la extracción de plusvalor, la propiedad privada y el trabajo asalariado se han impuesto al menos desde hace un siglo y medio hasta en el último rincón del país que pretenden gobernar. Es más, la burguesía domina en todas partes a través de sus instituciones, a la cabeza de las cuales se encuentra el Estado y todas sus ramificaciones autonómicas y municipales. Por lo tanto todos los ayuntamientos, sean de derechas o de izquierdas, sirven, y no puede ser de otra manera, al mantenimiento de este mundo capitalista en el que domina la burguesía. En ellos se defiende la propiedad privada de los medios de producción, la apropiación privada de la riqueza social, la explotación del trabajo asalariado, etc. Están creados para ello.

La guerra de los campesinos ha mostrado cómo la burguesía creó sus instituciones de gobierno a través de la lucha en el campo de batalla para defender sus intereses de clase. Y estos nuevos concejales ¿pretenden revertir este hecho únicamente con la lucha electoral? ¿Quieren transformar la defensa de la propiedad privada de que se encarga el Ayuntamiento de Madrid en la comunidad de bienes con patrocinio municipal?  Por confuso que fuese el sueño de Münzer, al menos llamó a luchar por él, a implantar por la fuerza las medidas para llevarlo a cabo. Que finalmente defendiese a la clase opuesta, es algo que no estaba en su mano evitar. Los proletarios, la moderna clase revolucionaria contra la cual la burguesía ha lanzado el falso omnia sunt communia de ‘Ahora Madrid’, recogerán llegado el momento el testigo del gran revolucionario campesino y su sueño de entonces será la pesadilla de todos los que ahora le insultan llevando sus palabras al mismo altar en que fue sacrificada su revolución.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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