¿Paz en Euskadi? (1)

 

(«El proletario»; N° 14; Junio-Julio-Agosto de 2017 )

 

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El anuncio el pasado mes de marzo de que la organización armada ETA iba a entregar todo su arsenal a un grupo de observadores internacionales, encargados de verificar el proceso paz en Euskadi junto con la entrega efectiva del mismo, el 8 de abril ha constituido el último paso de un largo proceso en el que la organización fundada en los años ´50 del pasado siglo ha ido filtrando progresivamente su intención de desaparecer.

Por parte del gobierno español (y, en menor medida, del francés) la renuncia a la lucha armada y la posterior entrega de los arsenales ha sido recibida, de cara al público, con indiferencia y con un monocorde discurso de jactancia ante la derrota de la organización armada que se repite desde hace varios años. Efectivamente ETA ha visto sus fuerzas reducidas al mínimo durante la última década. Si bien hablar en términos de victoria del Estado o derrota de ETA no explica realmente nada fuera del discurso democrático y pacifista con que los diferentes gobiernos españoles han pretendido reducir el conflicto armado en Euskadi a términos más propios de cuentos para niños, lo cierto es que la capacidad militar de ETA, la única que mantenía en pie a ETA una vez que su propia base social, el movimiento político que la refrendaba institucionalmente y la vasta red de apoyo con que contó en Euskadi se fueron alejando de su órbita, se redujo a su mínima expresión desde el fin de la tregua que declaró en 2006 para negociar con el gobierno del Partido Socialista.

Pero ni los orígenes de ETA ni su posterior desarrollo hasta llegar a su práctica disolución actual pueden entenderse en términos exclusivamente militares. No fue la capacidad de fuego de ETA la que permitió que existiese durante más de cuarenta años y que sobreviviese incluso a la desaparición del referente norirlandés del IRA. La realidad del País Vasco, la persistencia en esta región de una serie de problemas sociales que la burguesía española nunca pudo resolver, sumada a la potentísima industria-lización de los años ´60 y ´70, cuajada de grandes conflictos en las fábricas y en los barrios y pueblos proletarios, configuraron un escenario en el que la perspectiva lucharmadista de ETA cobró gran fuerza incluso entre sectores sociales tradicionalmente ajenos al nacionalismo. La posterior represión que el Estado español llevó a cabo, especialmente con los gobiernos del PSOE que organizaron la contrainsurgencia de los GAL, acrecentó un conflicto que se desarrollaba dentro del contexto de la reconversión industrial, el incremento del desempleo, la introducción de la heroína como vía para aniquilar a la juventud más dispuesta a la lucha, etc.

Hoy el llamado conflicto vasco no ha desaparecido. Ni el capitalismo está en condiciones de dar una respuesta satisfactoria a los problemas sociales que le dieron comienzo ni la burguesía vasca y española están dispuestas a reconocer tan siquiera que existen una serie de tensiones derivadas de más de cuarenta años de lucha armada que no se acaban con el cese de la actividad de ETA. En lo esencial, ETA y el movimiento que le dio vida y la sostuvo a lo largo de los años, puede presentar en su haber la victoria de haber desviado la lucha proletaria hacia postulados nacionalistas recubiertos de un pseudo marxismo de corte estalinista. Ese logro nunca va a ser rebatido por los enemigos jurados de ETA, pero es la causa de que las tensiones sociales en Euskadi sigan siendo de una gran intensidad, de que el fin de ETA no signifique el fin de los problemas que le dieron lugar y de que, en un momento dado en que la fuerza de la clase proletaria del País Vasco vuelva a hacer sonar las alarmas, un movimiento del tipo del ya disuelto pueda volver a ser llamado a la escena social para frenar de nuevo a esta fuerza.

El trabajo de los marxistas revo-lucionarios, de los comunistas internacionalistas, en este terreno como en tantos otros está limitado hoy a una crítica de las armas que destruya, al menos en el terreno del trabajo teórico, el infundio de un movimiento nacionalista que, en Euskadi, interese también al proletariado. Sólo por esta vía podrá plantearse, mañana, en un contexto más favorable al trabajo de los marxistas revolucionarios, la posibilidad de que el proletariado reencuentre el terreno de la lucha de clase y no los sucedáneos que el nacionalismo y el reformismo armado le ofrecen.

 

Marx, Engels y Euskadi

 

Toda la posición del marxismo al respecto del planteamiento y ulterior desarrollo de la cuestión nacional en Euskadi está contenida en un párrafo, no desconocido pero sí «olvidado» o denostado por parte de las fuerzas políticas que han pretendido reivindicar cualquier suerte de marxismo nacionalista, del texto La lucha de los magiares:

 

No hay en Europa ningún país que no conserve, en cualquiera de sus rincones, uno o varios vestigios de pueblos, restos de viejas poblaciones desplazadas y sojuzgadas por la nación llamada a ser, con el tiempo, la portadora del desarrollo histórico. Estos restos de naciones implacablemente pisoteadas, como dice Hegel, por la marcha de la historia, estos desechos de pueblos, se convierten a cada paso, y lo seguirán siendo hasta o su total exterminio o desnacionalización, fanáticos agentes de la contrarrevolución, pues toda su existencia es ya, en general, una protesta en contra de cualquier gran revolución histórica.

Así acontece, en Escocia, con los gaélicos, puntales de los Estuardo de 1640 a 1745.

Así, en Francia, con los bretones, puntales de los bretones de 1792 a 1800.

Así en España, con los vascos, puntales del rey don Carlos.[…](1)

 

Y continúa Engels, en este artículo de la Nueva Gaceta Renana, desgranando la posición que, respecto a las revoluciones nacionales que estaban teniendo lugar en la Europa sacudida por las convulsiones de 1848, mantienen los sudeslavos panes-lavistas que querían ver «la inversión de todo el movimiento europeo, que, […] no debiera marchar de Oeste a Este, sino de Este a Oeste, ya que el que el  arma de la liberación y el nexo de la unidad sea, para él, el látigo ruso, como lo más natural del mundo». (2)

¿Se trata aquí de que Marx y Engels viesen en bretones, gaélicos, vascos o sudeslavos pueblos genéticamente impedidos para la revolución? ¿De que quizá la constitución racial de dichos pueblos les apartase de la senda revolucionara general que en toda Europa Occidental llevó a la burguesía al poder, culminando las revoluciones democráticas entre 1848 y 1871? Obviamente, no. Nuestro partido hace ya más de medio siglo que colocó esta afirmación, no aislada, no contingente, no dictada por las circunstancias y susceptible de haber sido corregida por otras diferentes, en sus justos términos junto a otras similares que conforman el trabajo de Marx y Engels sobre la cuestión nacional y sobre los procesos revolucionarios en los que la burguesía lleva a cabo luchas de sistematización nacional apoyándose tanto en sus propias fuerzas como en la colaboración de la clase proletaria y de otras clases subalternas (campesinos, artesanos, miembros de naciones oprimidas). Pueden leerse, además de los textos fundamentales de Marx y Engels o los de Lenin y la III Internacional (3) los trabajos sobre este tema publicados en la prensa histórica de nuestra corriente (4).

De manera muy sintética la realidad de esta afirmación puede expresarse de la siguiente manera: para el marxismo revolucionario el enfrentamiento entre clase proletaria y burguesía industrial no agota todo el conflicto social que se desarrolla en la sociedad contem-poránea. Al margen de la supervivencia incluso en las naciones más de-sarrolladas en términos capitalistas de restos de estructuras sociales previas al capitalismo (de pueblos a los que el «progreso» burgués no ha llegado, pervivencias estas que muestran la existencia de otras clases sociales que luchan por defender sus intereses y que plantean sus propios programas políticos y su propio sistema de reorganización de la sociedad) es vital para el marxismo mostrar la existencia de diferentes áreas históricas donde la sucesión de los modos de producción ha seguido un ritmo diferente al del área euro-americana: Rusia, que ve el ciclo de la revolución burguesa cerrarse en 1917; Asia, donde este mismo ciclo comienza con el despertar de los pueblos que traen las sacudidas revolucionarias de los años ´20 del siglo pasado pudiéndose dar ya por acabado y África donde este mismo ciclo se da con una intensidad menor pero que sigue la misma cronología.

Pero esta realidad dispar en los ritmos de la evolución no niega sino que, pasados más de 150 años desde la primera vez que se afirmó, remacha con claridad que el paso de las sociedades preburguesas al capitalismo (formación de un mercado nacional, desarrollo del capital y del trabajo asalariado a gran escala, etc.) es inevitable y, por ello, un factor progresista sobre el que el proletariado internacional debió apoyarse para abatir el poder de la burguesía también en los países más avanzados donde el capitalismo ya había entrado en su fase imperialista y se nutría de la presión ejercida sobre aquellos pueblos menos avanzados.

Esto no implica que el proletariado debiese perder su programa político independiente y ceder en su acción autónoma de clase en favor de la doctrina y la política nacionalista de las burguesías locales que se rebelaron contra la opresión nacional y colonial. Lejos de ello, ya el trabajo de Marx y Engels consistió en, a la vez que garantizar el apoyo del proletariado europeo a estos movimientos emancipatorios (Irlanda y Polonia como casos más importantes en su época), criticar despiadadamente la doctrina de los jefes revolucionarios burgueses que veían en la nación, la democracia y la libertad económica de su región no un medio sino un fin último alcanzado el cual el orden y la paz social reinarían, excluyendo ulteriores enfrentamientos entre proletarios y burgueses como en el resto de las naciones ya constituidas. La base de la revolución proletaria, al margen de donde encuentre esta su impulso inicial, es internacional. Por lo tanto la estrategia de esta revolución, que responde a las variaciones que se presentan en las diferentes áreas históricas en lo que respecta a las tareas que el proletariado debe asumir en las revoluciones que en estas se den, es igualmente internacional, teniendo un fin último común y, sobre todo, debiendo tener una organización única, el partido comunista.

Para el caso del llamado «pueblo vasco» Marx y Engels realizan una crítica, tan despiadada como concentrada, de su futuro a partir de la realidad que constatan en el momento en que las revoluciones burguesas en toda Europa Occidental están a la orden del día. Y cuando se afirma en toda Europa Occidental se incluye también a España, mal que le pese al conjunto de apologetas pasados y presentes del estalinismo que quieren ver el siglo XIX español como un periodo de retraso respecto al fenómeno común al resto de Europa. España, desde 1.808 sufrió una serie de levantamientos que marchaban en la dirección de enfrentarse a la pervivencia de restos feudales en el país. Primero contra la invasión francesa, posteriormente contra la restauración feudal de Fernando VII, después contra las pretensiones carlistas de imponer al pretendiente feudal Carlos y contra las maniobras conciliadoras de la regente Maria Cristina y, finalmente, contra la reina Isabel II. Todos estos levantamientos van a tener un componente social y un programa político similar. Por la base, las clases sociales oprimidas social y políticamente por el peso del dominio de la Corona y de la nobleza, campesinos pobres, artesanos, pequeños núcleos del proletariado naciente… Como directores ideológicos, y con una fuerza numérica mucho menor, clases acomodadas que hacían sus negocios en el mundo feudal y que aspiraban a ampliar estos liquidando la opresión política que pesaba sobre ellos: agricultores con propiedades ansiosos de beneficiarse de las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos, pequeños industriales, comerciantes de las ciudades de la periferia costera, etc. Y en la cúspide los grandes líderes, aristócratas pasados al campo de la revolución o importantes comerciantes que buscaban un pacto entre el status quo feudal y las nuevas fuerzas sociales que se desarrollaban. Todo ello cohesionado por un ejército que aglutinaba, sistematizaba y organizaba a todas estas clases sociales desde la Guerra de la Independencia dándoles una fuerza que su débil desarrollo no les permitía.

Este conjunto abigarrado de capas sociales se desarrolló económica, social y políticamente en un país con escasa importancia demográfica, con fortísimas corrientes centrífugas heredadas de la quiebra del glorioso pasado imperial, donde históricamente existía un sistema mixto que compaginaba fórmulas clásicas de las naciones modernas, elementos típicamente capitalistas desarrollados a la par que aquellos de las repúblicas italianas del Renacimiento y un fortísimo peso de las clases reaccionarias feudales (organizadas de acuerdo a un sistema que, según Marx, era más propio del despotismo asiático). Presentó un programa democrático revolucionario sumamente débil, que necesitará para imponer sus principales medidas prácticamente un siglo y que, incluso entonces, será únicamente a través de pactos anti revolucionarios con las clases dominantes feudales como logrará lograr su reconocimiento. Pero, sin duda, constituyó el cuerpo social del proceso de sistematización nacional, de creación de un mercado interno, del logro del poder por parte de la burguesía, de triunfo del capitalismo en pocas palabras. Y lo hizo la mayor parte de las veces con las armas en la mano, confiriéndole a este proceso indudables características revolucionarias que fueron homologables a aquellas que se presentaron en países como Francia, Alemania o Estados Unidos.

Frente a ellas, la pequeña burguesía urbana y rural, los artesanos de las grandes ciudades y los pequeños núcleos proletarios enucleados en torno a Barcelona pero diseminados por todo el país, encontraron también a un conglomerado de clases sociales que combatieron en nombre de la defensa del orden precapitalista. Y no fueron únicamente las clases poseedoras feudales quienes conformaron este conglomerado. El complejísimo desarrollo social de España, donde se cuenta con islas de verdadero capitalismo comercial desde el siglo XV, con desarrollos sumamente desequilibrados entre sí de las diferentes regiones, con un sistema de la propiedad de la tierra que presenta inmensas variaciones de un punto a otro de la península, y, consecuencia de todo ello, con una prácticamente nula homogeneización nacional, que en ningún momento logró anular las diferencias entre los diferentes pueblos españoles, dio lugar a que el contraste entre las diferentes zonas del país se tornase en un violento enfrentamiento entre los sistemas económicos y políticos que dominaban en cada una de ellas.

Fue, sobre todo, el caso de los vascos en las Guerras Carlistas. En estos conflictos, especialmente en el primero (1833-1840) la sublevación de los seguidores del pretendiente Don Carlos a la sucesión del reino, contó con un fuerte apoyo en el medio rural vasco. Las reivindicaciones forales, es decir, la exigencia del respeto a las leyes feudales locales que regían la zona vasca y mediante las cuales esta se relacionaba con el resto de España, y la lucha por la defensa de las tierras comunales, en perspectiva de desaparecer debido a las promesas liberales de desamortización civil y eclesiástica, agruparon detrás de la bandera del pretendiente reaccionario a las clases campesinas (un campesinado acomodado en comparación con el jornalero y el semi-proletario del campo andaluz o manchego) y a las clases propiamente feudales. En frente de ellas no tuvieron exclusivamente a otro partido dinástico, sino, como se ha señalado, al conjunto de capas sociales interesadas en liquidar definitivamente los privilegios feudales entre los cuales estaban los Fueros locales, importantísima rémora para la constitución de un mercado nacional. Por supuesto las exigencias burguesas que se pusieron en juego durante las Guerras Carlistas, permanecieron subordinadas a las exigencias del partido que proponía a Isabel y su madre Maria Cristina para el trono. Este partido se encontró presionado por ambos lados, por el militar debido a la gran potencia del ejército carlista y por el social debido a la presión que pequeño burgueses, masas urbanas, campesinos, etc. ejercían sobre el terreno de las medidas liberalizadoras inmediatas. Este doble fuego, de hecho, llegó a forzar la salida del país de la regente Maria Cristina, una vez finalizada la guerra, con un pacto de compromiso entre el partido feudal y el centralista.

El papel jugado en estas guerras por el partido vasco agrupado tras la defensa de los fueros y del respeto a las tierras comunales (de él hay que excluir a las burguesías comerciales de las grandes ciudades vascas Bilbao y San Sebastián), partido que ejemplificó la pervivencia histórica del pueblo vasco tal y como se le entendía durante la Edad Media, fue un papel abiertamente reaccionario. Se colocó en contra de la revolución burguesa que se desarrollaba bajo la batuta de los ejércitos de Madrid, por lo tanto en contra de la liberación de las fuerzas sociales que debían abatir el feudalismo, en contra del desarrollo de la industria moderna y del moderno proletariado que es su creación más relevante. Más allá de las fronteras nacionales, las fuerzas carlistas se colocaron contra la revolución burguesa que se desarrollaba en toda Europa (recordemos que la Segunda Guerra Carlista tiene lugar en el periodo de las revoluciones de 1848) y su victoria habría ido, por lo tanto, destinada a instaurar un sólido poder reaccionario que habría actuado negativamente contra el movimiento revolucionario europeo.

Es por ello que las posibilidades nacionales de los vascos, la misma existencia del pueblo vasco como entidad con derecho propio, se colocaba, para Marx y para Engels, en contra de la perspectiva revolucionaria, que entonces consistía en la abolición de los regímenes feudales y señoriales, en la consolidación de la burguesía como clase nacional y en la consecuente apertura de la fase de lucha abierta entre proletariado y burguesía. Es por ello que los vascos, como pueblo que sintetizaba social e históricamente, la pervivencia del mundo feudal debían extinguirse, desnacionalizarse, en pocas palabras desaparecer como residuo de pueblo que el curso de la historia había enterrado despiadadamente (por decirlo con Engels). Su perspectiva nacional, su perspectiva de sobrevivir como nación independiente, se posicionaba contra el proceso de sistematización nacional burguesa que estaba entonces en el orden del día, no aportaba ni un elemento progresivo en la medida en que sólo podía llevar a consolidar monarquías aún más reaccionarias que la que dominaba entonces España. Y así lo hizo al menos en dos ocasiones más, la más relevante de las cuales tuvo lugar en 1872, durante el sexenio revolucionario, cuando encabezaron la respuesta armada del partido reaccionario y feudal contra la agitación social que vivió España y que vio al proletariado aparecer en escena por primera vez.

La «cuestión vasca», entendida como posibilidad de que una nación vasca se insertase en el mapa de los países durante el periodo durante en el que se liquidaba finalmente el feudalismo en Europa, es cerrada por Marx y Engels desde el momento en que muestran que tal nación tendría un sentido abiertamente contrarrevolucionario y que, por lo tanto, no podría sino ser destruida, implacablemente pisoteada por la historia, al paso de las fuerzas revolucionarias desatadas en esta región del mundo. El hecho de que el movimiento nacionalista vasco haya continuado durante más de ciento treinta años existiendo y luchando incluso con las armas contra el poder central de Madrid, por una independencia anti histórica, demuestra, por un lado, la debilidad del poder central burgués que no ha logrado integrar en el proceso de desarrollo político al «pueblo vasco» uniendo efectivamente la nación española y, por otro lado, la exactitud de la afirmación del Manifiesto de 1848 según la cual la burguesía está siempre en lucha no sólo contra las fuerzas precapitalistas y contra el proletariado, sino también contra las facciones burguesas con las cuales mantiene enfrentamientos sobre el plano de los intereses económicos y políticos. Que estos enfrentamientos se vistan con las ropas del «nacionalismo», del «particularismo», del «autonomismo» es normal en el régimen burgués porque es a través de estos conceptos que los más crudos y profundos intereses económicos se «ennoblecen» ideológicamente.

 

Euskadi no es Argelia

 

Este no es el lugar para entrar a explicar las causas de la persistencia histórica del nacionalismo vasco y de su auge durante los periodos más convulsos de la historia de España en los siglos XIX y XX. Se trata únicamente de centrar el valor real de la reivindicación nacional vasca en el contexto de las luchas nacionales durante el periodo de la revolución burguesa en Europa (1789-1871). Hemos visto como, de acuerdo a las posiciones mantenidas por el marxismo, desde un primer momento la misma existencia de un pueblo vasco que conservase sus particularidades históricas diferenciadas, es decir, de un pueblo con perspectivas de constitución nacional, es vista como una rémora del mundo feudal que no juega ningún papel progresivo en el proceso de sistematización nacional de la Europa revolucionaria. El fin de este proceso, que tiene lugar también para España en 1871 con la confederación de las burguesías francesa y alemana contra el proletariado parisino, por lo tanto con la declaración definitiva de que todas las burguesías nacionales europeas estaban, desde ese momento, aliadas contra el proletariado, no hizo variar la perspectiva histórica de las veleidades nacionales vascas, sino que la remachó dando por concluida definitivamente cualquier posibilidad territorial de comprender un hipotético país vasco que unificase los territorios vascos al Norte y al Sur de los Pirineos.

¿Significa esto que en el actual País Vasco con el advenimiento definitivo del Estado nacional español desapareció definitivamente el problema nacional? Está claro que no: más de cien años de persistencia de los diferentes aspectos de este problema lo evidencian. El Estado español no ha sido, en ningún caso, para ningún territorio ni para ninguno de los problemas que afectan a la creación de un Estado burgués moderno al estilo europeo o americano, un ejemplo de solvencia. Sus características históricas lo han impedido, dando lugar tanto a una unidad territorial más que cuestionable en la que la tendencia natural a la federación de las diferentes regiones ha sido coartada o aceptada según el periodo histórico que se considere, como a un régimen político sumamente inestable y que siempre ha parecido estar al borde del precipicio.

Esta inestabilidad política y regional ha tenido como consecuencia no sólo la insuficiente integración unitaria de las diferentes zonas del país sino, también, un reverdecer periódico de los movimientos nacionalistas en ellas como resultado de las presiones que las crisis sociales características del capitalismo han generado. Crisis estas que no se refieren únicamente al terreno económico sino también a los problemas de gobernabilidad del país, a la aparición de nuevas fuerzas sociales en liza (como el proletariado) y que han dado su peculiar fisionomía histórica al país. Cuestiones como la lengua, la cultura regional tradicional, los vestigios de legislaciones previas, etc. han compuesto un abigarrado elenco de recursos a los que los diferentes movimientos para-nacionalistas han hecho referencia cuando causas sociales de un calado mucho mayor los han puesto en movimiento.

En el terreno que nos ocupa la aparición de un particularismo nacionalista vasco armado bajo las siglas de ETA, obedece a una doble causa fundamental: los profundos cambios que afectan a la región vasca a lo largo de los años ´50-´60 y a la intensidad de la presión que el gobierno central franquista ejercía sobre la población de esta. Razones ambas que dieron lugar a una serie de reacciones que se pueden entender como un revivir de la defensa de las peculiaridades históricas de la región vasca. Dentro del primer ámbito se sitúa la creciente industrialización del País Vasco que, sobre la base de una industria minera y metalúrgica previamente existente, vio la aparición de nuevas fábricas instaladas en diferentes pueblos y ciudades, la inmigración de una gran cantidad de población rural del resto del país en busca de empleo en ellas y el desgarro del tejido social previamente existente. Este fenómeno de industrialización implicó, como es natural, un desgarro en la trama social existente hasta el momento: en buena parte del País Vasco, de los caseríos se pasó a las factorías, de las comunidades vasco parlantes a la generalización del castellano como lengua, etc. Respecto al segundo ámbito, a la presión social ejercida por el Estado franquista, el encuadre autoritario que este había impuesto en todos los aspectos de la vida social comenzó a ser incapaz de contener el desarrollo de esta misma vida: una generación después de la Guerra Civil, los propios hijos de la burguesía que había aceptado el Estado franquista incluso como mal menor, la pequeña burguesía que respiraba tras años de fortísima presión económica y el propio proletariado que volvía a crecer sobre bases amplias,  comenzaron a hacer saltar los goznes de la estructura política existente a medida que el propio desarrollo económico ponía sobre la mesa exigencias que las tendencias típicamente franquistas de control y centralización de las fuerzas sociales no podían ya solventar. Mientras que en el conjunto de España, especialmente en las principales ciudades como Madrid, esta evolución social tomaba la senda de las exigencias de cambio democrático para las clases burguesa y pequeño burguesa y de luchas obreras espontáneas para el proletariado, en el País Vasco estas exigencias estuvieron desde un primer momento ligadas a la defensa de una supuesta «nación vasca» que reaparecía después de décadas oprimida. Reaparición que significaba, sencillamente, que diferentes sectores de la pequeña burguesía local, de los estudiantes y de algunos elementos de la burguesía, enarbolaban un nacionalismo cultural en el que buscaba el argumento de peso contra la presión del régimen franquista. No es un dato sin importancia el hecho de que ETA haya aparecido directamente vinculada a las juventudes del Partido Nacionalista Vasco, organización cuyo referente político ha sido siempre la defensa de la «patria vasca» vinculada a parámetros raciales y a un tradicionalismo que haría sonrojar al mismo régimen franquista. Considerar, tanto en el momento de su surgimiento como hoy en día, que ETA pudo tener un carácter revolucionario antica-pitalista, implicaba e implica olvidar sistemáticamente su matriz original, no ya anti comunista sino incluso abiertamente anti liberal y anti obrera: incluso sus actuales apologetas tienen que pasar de puntillas sobre las posiciones políticas concretas, más allá del nacionalismo cultural general, que la organización defendió desde sus comienzos.

Pero la fuerza que en su momento cobró ETA, fuerza que la mantuvo con vida a lo largo de los agitados años que siguieron a su nacimiento, no hay que buscarla en las elucubraciones de los diferentes grupos de estudiantes radicalizados que la fundaron, sino en una tensión social de la que fue respuesta (respuesta de signo reaccionario) y que la hizo evolucionar hasta encontrar una justificación más política, más universal, que la de la simple defensa de la moderna ley vieja.

Es habitual vincular el surgimiento de ETA y su posterior desarrollo a la aparición, desde la segunda postguerra mundial, de los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América, identificándola tanto con las organizaciones que encabezaron estos como con el conjunto de guerrillas y otro tipo de grupos armados que participaron de una manera u otra en ellos. Tal afirmación implica, en primer lugar, asimilar la situación del País Vasco con la de Argelia, Indochina, Angola, Cuba e incluso con la de la misma Irlanda del Norte. Es decir, de acuerdo a esta posición en el País Vasco existiría por un lado una potencia imperialista (o dos, si incluimos a Francia) y, por otro, un pueblo (un proletariado, una pequeña burguesía, una burguesía, etc.) oprimidas que serían portadoras de la tarea revolucionaria de independizar su país en lo que sería una continuación de las guerras de sistematización euro americanas del siglo XIX. Esa era la realidad y esas eran las perspectivas de amplias regiones del globo cuando, tras el estallido revolucionario en Rusia, tras la conquista del poder por los bolcheviques y la apertura del ciclo revolucionario de 1.917, las masas explotadas y oprimidas por las metrópolis imperialistas fueron lanzadas a la lucha contra sus amos. Esta entrada en la escena de la lucha de clases mundial ya no de los proletarios europeos y americanos, sino de diversas clases sociales de diferentes orígenes geográficos, con unas tareas democrático-revolucionarias que realizar (la fundamental de ellas la conquista de la inde-pendencia nacional por medio de la guerra civil) en los territorios que eran patrimonio de las principales potencias económicas y militares, tuvo sus repercusiones a lo largo de todo el periodo de la IIª postguerra mundial, alcanzando su apogeo con la derrota del ejército americano en Vietnam, con la salida de Francia y Portugal de Argelia y Angola respectivamente, etc. Para los historiadores oficiales del movimiento nacionalista vasco, en Euskadi se habría dado una situación similar en la cual ETA habría jugado un papel análogo al de los movimientos independentistas armados en aquellos países.

El argumento es idéntico al que hemos expuesto bajo el primer epígrafe de este artículo solo que planteándolo 130 años después. Para Marx y Engels, como hemos explicado, las revoluciones burguesas del siglo XIX en Europa habían concluido la sistematización nacional en todo el área que va del río Dnieper hasta Lisboa y esta sistematización fue realizada por aquellos pueblos en los cuales el desarrollo de las modernas relaciones de producción capitalistas habían llevado las contradicciones entre el mundo feudal precedente y el mundo burgués que nacía de sus entrañas a una ruptura revolucionaria en la que aquel era liquidado y este se imponía dando rienda suelta a toda su potencia. Con este proceso no sólo cayeron las cabezas coronadas y su séquito aristocrático sino también multitud de particularidades nacionales, entidades puramente locales que no podían desarrollar un papel progresivo en este sentido. Lo que la teoría de ETA como como movimiento nacionalista revolu-cionario del País Vasco que habría hecho suya la fuerza de un pueblo irredento implica es que el auge de los movimientos de descolonización en el llamado Tercer Mundo habría despertado de alguna manera las tareas inconclusas de la lucha nacional-burguesa en España, concretamente en el sentido de liquidar la unidad nacional española que aparecería, por lo tanto, como un resabio feudal.

Hemos explicado más arriba lo suficiente acerca del proceso de conformación de la moderna nación española y de las tareas que la burguesía asumió con ello. No es difícil entender, por lo tanto, que la perspectiva de una segunda revolución nacional que habría tenido al País Vasco como motor principal y que habría implicado la reversión del proceso del que Marx y Engels hablaban desde 1848 estaba completamente descartada durante los años ´60 y ´70 del siglo pasado. Ningún factor novedoso, ninguna nueva fuerza social capaz de llevar a cabo tal tarea, había aparecido en el siglo que media entre ambas fechas. Podría considerarse, sin embargo, que la imperfecta configuración nacional de España, consecuencia del débil desarrollo de una burguesía que tuvo que configurarse respetando fortísimos intereses locales y que, por lo tanto, no pudo sino arrastrar consigo el lastre de multitud de problemas sin resolver (el primero de los cuales la falta de homogeneidad nacional), conllevó la puesta de nuevo en el orden del día de la liquidación de dichos problemas irresueltos y que tal liquidación debía ser llevada a cabo por el pueblo vasco en un proceso que diese lugar, finalmente, a su independencia nacional.

Esta manera de plantear el problema considera el conjunto de las relaciones sociales que existen en España como una especie de «capitalismo imperfecto» y su reflejo político como una «democracia fallida» que habría que remedar. Toma la idea de una revolución burguesa pura, que jamás existió en ninguna parte del mundo, y de una sociedad burguesa nítida y compacta como modelos a emular, sin entender que el mismo desarrollo del capitalismo implica, a excepción de algunos países de exquisita factura burguesa, la pervivencia de contradicciones que la burguesía heredó de los regímenes precedentes, de desarrollos incompletos, de focos de tensión que el capitalismo únicamente agrava, pero que no por ello ponen en cuestión que este se haya desarrollado plenamente. Si en España han coexistido con el abrumador desarrollo del imperialismo, es decir de la fase más avanzada del capitalismo, los problemas irresueltos que ya se planteaban en la convivencia de diferentes reinos bajo una misma corona durante el periodo imperial, no por ello podía afirmarse que siga siendo imperativo histórico una revolución nacional como las africanas o asiáticas del periodo. Si en el País Vasco (o en Cataluña) ciertas libertades características de las naciones burguesas se desarrollaron de manera imperfecta, si la lengua vasca fue perseguida por los gobiernos centrales madrileños a lo largo de décadas, incluso si la pujante burguesía comercial e industrial de Bilbao y San Sebastián tuvo que luchar contra las exigencias de los terratenientes del trigo y la aceituna por cuestiones de política comercial internacional y vio con ello disminuido su desarrollo potencial, estas son, en pocas palabras, cuestiones con las que el capitalismo obliga a vivir y que sólo quienes confían en que algún tipo de capitalismo exento de contradicciones, opresiones, arbitrariedades, etc. pueda existir pueden esgrimir a favor de tesis como la sustentada para ligar la equivalencia entre ETA y el País Vasco con, por ejemplo, Argelia y el FLN de los años ´50 del siglo pasado.

En los años ´50 y ´60 del siglo pasado en el País Vasco las tensiones generadas por el espectacular desarrollo de la industrialización, por la expropiación de las clases medias campesinas y urbanas, por la expulsión de la pequeña burguesía de su nicho social y por la afluencia masiva de proletarios inmigrantes que supusieron un shock en una zona relativamente poco poblada y culturalmente homogénea, dieron lugar a un sentimiento de rechazo entre los sectores más afectados por estos fenómenos. A ello se sumó la pervivencia de la dictadura franquista, que imprimía un sello despótico centralista sobre una zona tradicionalmente refractaria a todo tipo de injerencia foránea, actitud muy similar a la de los pueblos, o residuos de pueblos, como escribe Engels en 1849 hablando de los eslavos del Sur. Ambos factores, a los que se unía la consabida represión salvaje sobre cualquier tipo de protesta, dieron consistencia a un movimiento capitaneado por ETA que vinculó el malestar social al proyecto nacionalista. Pero esta realidad dista años luz tanto de una situación de opresión nacional que enuclease a todas las capas sociales detrás de la lucha contra el imperialismo dominante como de una perspectiva revolucionaria inconclusa en la que dicha lucha fuese su primer escalón.

 


 

(1) Engels, La lucha de los magiares, artículo aparecido en La Nueva Gaceta Renana nº 194 del 13 de enero de 1849. Publicado en castellano en Las Revoluciones de 1848, Fondo de Cultura Económica, 2006. Páginas 432-434.

(2) Ibidem.

(3) El derecho de las naciones a la autodeterminación de Lenin o las Tesis y Adiciones sobre los Problemas Nacional y Colonial junto con las Tesis suplementarias sobre la cuestión nacional y colonial redactadas por el mismo Lenin para el II Congreso de la IC y vueltas a publicar en nuestra revista El Programa Comunista nº 51.

(4) Por ejemplo la compilación de textos y síntesis de las reuniones generales del Partido dedicadas a este tema y ordenadas bajo el título El marxismo y la cuestión nacional y colonial en El Programa Comunista nº 36.

 

 

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