Pánico en las calles

 

(«El proletario»; N° 17; Enero - Febrero - Marzo de 2019 )

 

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El reciente asesinato de Laura Luelmo, ha concitado la atención de todos los medios de comunicación, puesto en marcha todas las tertulias televisivas y radiofónicas y traído a la palestra pública a todo tipo de personajes con algo que decir acerca tanto del asesinato como de los posibles remedios a aplicar para paliar esta epidemia de crímenes (especialmente contra las mujeres) que estamos viviendo.

El mecanismo es idéntico al que se ha puesto en marcha en tantas otras ocasiones, una por cada asesinato mediático, en que la prensa, la radio y la televisión han puesto sus respectivos objetivos en alguno de estos casos tan tétricos: en primer lugar un crimen, uno de tantos que suceden diariamente en España, como suceden en todos y cada uno de los países del mundo burgués, es señalado como propicio para acaparar toda la atención. Sus características especialmente duras, el grado de suspense que implica o el hecho de que parece marchar con la corriente general de los hechos, hace que decenas de periodistas cubran cada minuto desde la localidad donde se produce, entrevistando a cada uno de los vecinos que, siquiera por un segundo, han visto de lejos a la posible víctima alguna vez en su vida. En segundo lugar, una caterva de opinadores profesionales salen al escenario que les organizan para verter todo tipo de juicios acerca del suceso, acompañando todos ellos de su «perspectiva personal», que será dura y punitiva si el comentarista pertenece al espectro conservador de la prensa o reivindicativa si pertenece al espectro progresista. Finalmente, después de bombardear a la opinión pública durante días, semanas o meses con una información difícilmente asimilable porque no informa de nada, aparece la víctima, se captura (o no) al agresor, se guardan los preceptivos minutos de silencio y se lanza un último mensaje-consigna al respecto. Sólo toca esperar a la próxima ocasión, sazonando el tiempo que media entre ambas de oportunos recordatorios de todas las víctimas que han sido propicias para este tipo de shows. Antes de la muerte Laura Luelmo provocada por un ex convicto reincidente, fue el asesinato del niño Gabriel Cruz a manos de su madrastra. Después, la angustiosa búsqueda de Julen, un crío cuya búsqueda ha resultado ser el paroxismo de lo siniestro.

En general, se trata de un bombardeo continuo dirigido hacia la población que relata, vez tras vez, lo inseguro, peligroso y hasta aterrador que es el mundo, recreándose en los detalles morbosos de casos excepcionales y buscando dar la apariencia de una realidad verdaderamente cruel por su falta de sentido. Si la prensa burguesa ha sido siempre un medio para defender sin fisuras las exigencias de la propia burguesía, el sensacio-nalismo que ha arrasado con periódicos y telediarios acaparando para sí todo el espacio, es un medio para imponer toda una visión acerca de la realidad, concretamente una encaminada a aterrorizar a la población.

 

SILENCIO, SE MATA

 

Según el reciente estudio acerca de los homicidios en España que ha publicado el Ministerio de Interior, entre 2010 y 2012 (fechas en que se encuadra dicho estudio), murieron aproximadamente 1.200 personas, es decir, 300 al año y casi una por día. Más allá de la distribución temporal, las muertes se suelen producir en reyertas (22%), por violencia de género (21%) o por violencia doméstica o familiar (20%), quedando un 18% aproximadamente para las actividades relacionadas con el crimen organizado. Esto muestra que incluso en un país como España, donde la criminalidad organizada tiene muy poca presencia en el día a día si se excluyen los grandes centros mafiosos de la periferia y la capital del país, más de mil personas mueren al año por motivos violentos no relacionados con actividades delictivas previas.

Por otro lado, la prensa publicaba hace pocos meses la evolución de los suicidios en España: 3.600 personas se quitan la vida en España cada año, es decir, prácticamente 10 al día. Esta verdadera epidemia, que golpea especialmente a los trabajadores jóvenes, es ya la primera causa no natural de muerte entre los españoles, habiéndose puesto en marcha por parte del Ministerio de Sanidad un plan de prevención para tratar de evitar su tendencia creciente.

Aún más: aproximadamente 1.800 personas mueren en accidentes de tráfico al año en España, buena parte de ellos en desplazamientos debidos  las obligaciones laborales, necesidades de primer orden, etc.

Las cifras, que hemos seleccionado entre las decenas de estudios sobre la muerte no natural en España como muestra de la magnitud que alcanza esta, enseñan una cosa: en el mundo capitalista se mata y se muere con gran facilidad. Y esto en un país relativamente «seguro», donde la tasa de homicidios es de las más bajas del mundo y la esperanza de vida de las más elevadas. Los países del entorno inmediato, Francia, Italia, Reino Unido o Estados Unidos, presentan cifras aún peores en todas las categorías, por no hablar de los países del llamado tercer mundo, donde las guerras, el hambre y la miseria son verdaderas guadañas que siegan la vida de la población sin misericordia.

Todo el «progreso» que afirma haber traído la burguesía, toda su «civilización», su cultura y su orden, no consiguen ocultar el hecho de que la vida no está garantizada en la sociedad capitalista: resulta relativamente sencillo morir en cualquier país por causas violentas, en el trabajo, en la familia… o quitándose uno mismo la vida ante la desesperación que puede llegar a experimentarse al enfrentarse a la vida cotidiana. Como es natural, estos estudios que utilizamos como referencia hablan de cifras no clasificadas por procedencia social, es decir, no tienen en cuenta la pertenencia a una u otra clase, el hecho de ser proletario o burgués, a la hora de referirse a la muerte violenta. Si lo hicieran –y nunca lo harán- no resultaría difícil comprobar cómo los proletarios son las víctimas habituales de esta violencia ambiente que reina en las sociedades capi-talistas. Son ellos quienes fallecen en el trabajo en que son explotados por los burgueses en busca de un beneficio cada vez mayor, son ellos quienes padecen los accidentes de tráfico cuando se dirigen a sus puestos de trabajo, son ellos quienes viven en barrios infestados de violencia en los que las bandas criminales hacen sus negocios y reclutan a sus miembros con la aquiescencia de la policía. La guerra larvada que la clase burguesa siempre mantiene contra el proletariado tiene como resultado que la vida de los proletarios, cualquiera que sea su país, cualquiera que sea su raza, sexo o religión, nunca esté garantizada, mucho menos si se trata de proletarias, de inmigrantes o de cualquiera de los grupos más golpeados por la dureza de la vida bajo el régimen capitalista.

Y, ante esta realidad, ¿qué dicen los medios de comunicación que viven del espectáculo de la muerte? Nada. En la propaganda que bombea la burguesía, a través de periódicos, televisiones y radios, a la clase proletaria, no se dice una sola palabra de la verdadera violencia que esta tiene que padecer. Una violencia que empieza en la familia y en la escuela, donde se disciplina a los jóvenes obreros para convertirse en siervos dóciles de los patrones; que continúa en el puesto de trabajo, donde se es explotado para arrancar de su trabajo hasta la última gota del posible beneficio; que está todo el tiempo presente en las calles y que llega a su apogeo en las guerras imperialistas en que los proletarios son movilizados por centenares de millares para batirse en defensa de los intereses de su propia burguesía masacrando al enemigo, compuestos de proletarios como ellos mismos.

Para los medios de comunicación que se regodean en las jóvenes asesinadas dando la impresión de que es preferible para las mujeres no salir de casa, la violencia es una fatalidad de la existencia, algo consustancial al ser humano ante lo cual lo único que cabe es el temor y las llamadas a un orden represivo cada vez más intenso. Visto con sus lentes, el hombre es realmente un lobo para el hombre y sólo la fuerza providencial del Estado, de ese Estado bajo cuyo orden se producen las muertes, es capaz de mitigar esta situación mediante el empleo, claro está, de una violencia cada vez mayor.

La fuerza de la propaganda ideológica de la burguesía reside en su capacidad para lograr pasar la miseria de la vida en el mundo capitalista como una necesidad inevitable y, además, en conseguir que la repulsa natural y espontánea que esta genera se encauce hacia la vía estéril del todos contra todos. La clase burguesa dominante tiene mucho que ganar manteniendo este terrorismo ideológico con el que infunde el pánico y vuele cada pasaje natural de la vida cotidiana algo aterrador: con él recubre la realidad de la competencia y la lucha entre los proletarios de un velo mistificador que la justifica a través de una supuesta naturaleza caníbal del ser humano.

En la empresa, en el puesto de trabajo, el proletario es forzado a competir contra sus compañeros, a verlos como enemigos y a entender su propia subsistencia como algo que sólo se puede lograr siendo mejor (más rápido a la hora de hacer las tareas, más obediente ante las órdenes de los superiores, más productivo cuando el patrón lo exige) que los demás. Además, esta competencia se redobla en la relación que mantienen los proletarios empleados con los desempleados: se aceptan sacrificios salariales, en el tiempo de la jornada laboral, en las horas extras no retribuidas, etc. con tal de no perder el puesto de trabajo o con tal de conseguir uno a despecho de los demás. Para la competencia se educa a los jóvenes proletarios desde la infancia a través de los sistemas de educación basados en la distinción por resultados, por coeficiente intelectual, etc. Y, finalmente, la competencia entre proletarios está presente en cada aspecto de la vida cotidiana que fuerza a alegrarse de la desgracia ajena en la medida en que no recae sobre uno mismo. Todo este estado de guerra permanente, de enfrentamiento constante, se ve reflejado en la publicidad que los medios de comunicación dan a cualquier tipo de violencia, buscando hacerla aparecer como una constante irremediable en el comportamiento humano, haciendo temer a hermanos, vecinos y amigos como asesinos en potencia. La anarquía de la producción capitalista, afirmación innegable de las tesis marxistas, tiene su correlato en la anarquía de relaciones sociales, cualquiera que sea la dimensión de estas que se observe.

De esta manera, mientras que las causas de la miseria cotidiana tienen un único origen en el modo de producción que enfrenta, divide y desgarra cualquier atisbo de vida que merezca el nombre de humana, el intenso trabajo de propaganda que corre a cargo de los voceros de la burguesía, acaba convirtiendo esta miseria en un argumento en defensa de las condiciones sociales de existencia que la generan.

 

EL FEMINISMO ¿DOCTRINA DE ESTADO?

 

En todo el ruido de fondo que existe en los últimos años acerca de este problema de la «violencia», entendida de manera genérica y sin explicar nada más, existe un patrón que se repite incesantemente. Se trata de la violencia contra las mujeres. Cada asesinato de una mujer a manos de su pareja se cuenta en la primera plana de la prensa y en las imágenes de apertura de los telediarios. Los casos de violación se exprimen mediáticamente hasta la saciedad. Por el contrario, tantas otras muertes, especialmente aquellas que se producen a causa del empeoramiento de las condiciones de existencia (muertes en el trabajo, por pobreza, etc.) son significativamente ignoradas, aunque constituyen una cantidad incomparablemente mayor que los llamados «feminicidios». ¿Se debe esto a que, súbitamente, los medios de comunicación y la propaganda gubernamental han caído en la cuenta de la increíble dosis de violencia cotidiana que soporta la mujer y quieren ponerle freno? Obviamente, no. Se trata, más bien, de que los asesinatos de mujeres, la violencia que sufren en sus relaciones sentimentales, las violaciones, etc. son sumamente fáciles de instrumentalizar. Por un lado, porque es evidente que esta violencia, que no disminuye con las medidas policiales y judiciales tomadas por el Estado, constituye una realidad para muchísimas mujeres que han sufrido cualquiera de sus variantes, lo cual permite mostrar a cualquier mujer como una víctima potencial de la misma. Por otro lado, porque el origen de esta violencia es increíblemente sencillo de difuminar achacándolo a un inveterado «machismo» congénito a la sociedad o a una situación de subordinación de la mujer respecto del hombre cuyas causas se perderían en las tinieblas de los tiempos o de la biología. Y, finalmente, porque este tipo de propaganda se convierte en una apelación directa a la unidad entre «todas las mujeres» contra la violencia, es decir, a la unidad entre mujeres burguesas y proletarias, entre explotadoras y explotadas, en nombre de la «defensa de la vida de las mujeres». De esta manera, hemos podido ver a Ana Patricia Botín, la dueña del Banco Santander, declarándose feminista, a la Reina Letizia haciendo huelga el pasado 8 de marzo… y un largo etcétera de llamamientos a la solidaridad entre clases que concluyen el esfuerzo de agitación de las consignas políticas y sociales de la burguesía que comienzan los medios de comunicación.

Cada uno de los crímenes cometidos contra mujeres, como el reciente asesinato de Laura Luelmo o el caso de la violación de La manada exaspera más y más a la sociedad. Y a cada uno de ellos se da una respuesta de naturaleza abiertamente anti proletaria, que llama a la defensa de la legalidad (o a su reforma, para el caso no hay diferencia), del poder y la fuerza del Estado como organismo garante del orden, de la actuación de la Policía y demás organismos represivos.

Esto significa que la rabia que de manera natural deben sentir tanto las mujeres proletarias (principales víctimas de una violencia que es cada vez más una epidemia entre las clases subalternas de la sociedad) como los hombres proletarios, se encauza por la vía de la alianza entre clases, ocultando la verdadera naturaleza social de esta violencia, cuyo origen está exclusivamente en el modo de producción capitalista y sus conse-cuencias inevitables, y forzando a cualquiera que sienta repugnancia hacia ella hacia la tesitura de defender precisamente a las clases sociales y a las instituciones públicas que son la principal causa de que esta violencia se eternice.

La gran manifestación del 8 de marzo pasado, las concentraciones de repulsa ante los asesinatos de mujeres, las marchas espontáneas… de reacción natural ante una sociedad enferma que amenaza la vida de la mitad de sus miembros, de reacción que debe pasar al enfrenamiento abierto contra esa misma sociedad por parte de la clase que padece todos sus males y que no encuentra solución a ellos, se convierten en una apología de esa misma sociedad, en un esfuerzo por reagrupar a los proletarios, junto con los burgueses, detrás de la bandera de la democracia, de la defensa de la legalidad y de un movimiento, el feminista, que sólo puede prometer disipar las fuerzas con que las jóvenes proletarias deberían combatir en defensa de sus propias vidas.

La clase proletaria deberá recorrer un largo camino hasta reencontrar la vía de la lucha clasista contra el enemigo burgués. Y lo hará espoleado precisamente por una realidad que se vuelve cada vez más invivible en todos los aspectos, no sólo en el laboral. Sin duda la violencia cotidiana que amenaza la vida en el mundo capitalista es uno de los más acuciantes, pero lejos del sensacionalismo y la estridencia con que la burguesía habla de sus propios crímenes, para la clase proletaria el problema no será nunca la violencia entendida en abstracto. Es una violencia que padece cotidianamente precisamente porque es sobre la clase proletaria que se levanta el mundo burgués, sobre su explotación, sobre su miseria y su esfuerzo: la violencia la recibe como contrapartida a todo lo que es obligada a entregar.

El altísimo índice de suicidios, que es devastador entre los jóvenes proletarios, las muertes en el puesto de trabajo o en el desplazamiento hacia el mismo, las agresiones y asesinatos de mujeres, son para los proletarios la consecuencia del lugar que ocupan en la jerarquía social. Y, por lo tanto, toda consigna, toda bandera, todo movimiento que busque reforzar esta jerarquía bien defendiendo las bases democráticas de la misma, bien pretendiendo reformar su estructura legal, constituyen fuerzas encaminadas a desviar a la clase proletaria de la necesidad de luchar que tiene.

Porque a la violencia que padece cotidianamente, la clase proletaria deberá responder con su propia violencia de clase. Una violencia que ni es ciega ni será jamás irracional, sino que se dirigirá contra su enemigo de clase enfrentándose a él en todos los niveles de lo que, precisamente este enemigo, llama violencia: de la huelga en defensa de sus condiciones de trabajo a la lucha contra la cada vez más acuciante carestía de la vida; de la lucha contra toda discriminación, a la defensa de la propia vida de los sectores más golpeados de la clase proletaria… Todo ello colocado en la perspectiva de un enfrentamiento final contra la clase burguesa que se encaminará a derrocar su poder político, única vía para extirpar realmente la violencia de la vida social.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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