Los tres pies del gato

 

(«El proletario»; N° 17; Enero - Febrero - Marzo de 2019 )

 

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La extrema derecha, el populismo de uno u otro color y los partidos tradicionales y mayoritarios, giran sobre un eje común: La defensa de la democracia, del Estado y de los intereses de la economía nacional como exigencia fundamental a imponer al proletariado, más allá de programas y signos políticos.

 

Los resultados de las recientes elecciones andaluzas han vuelto a revolucionar los reñideros políticos y periodísticos del país. Exactamente igual que, tras el aterrizaje de Podemos en la parrilla política nacional mediante las elecciones europeas de 2014, la opinión pública estalló en una serie de gritos y ademanes teatrales que hacían prever la hecatombe del sistema político español (o su regeneración, según el partido y sus comentaristas a sueldo estuviesen de un lado o de otro del espectro empresarial patrio), ahora la llegada de Vox al Parlamento andaluz ha vuelto a dar carrete suficiente a todos los tertulianos, analistas y vedettes de los partidos políticos para hablar de un nuevo Rubicón que se habría cruzado el pasado diciembre. ¡La extrema derecha en las instituciones! Claman los partidos de la izquierda y sus organizaciones afines… ¡Una reacción democrática frente al separatismo y la extrema izquierda!, contestan desde la bancada contraria… Y como en una dinamo, que transforma flujo magnético en electricidad, la inmundicia parlamentaria es transformada en información, opinión, análisis… linfa vital de la propaganda burguesa acerca de las bondades de su sistema democrático.

Cabe decir antes de nada que la supuesta «extrema derecha» no ha llegado a las instituciones… sencillamente siempre ha estado en ellas. No es necesario recordar a estas alturas que el Estado español, entendiendo por este el conjunto de instituciones políticas, jurídicas y administrativas que rigen en el territorio nacional, está conformado en sus términos actuales de acuerdo a un pacto general acordado entre las fuerzas políticas de la última época del franquismo y las diversas corrientes de oposición socialdemócratas, estalinistas y regionalistas-nacionalistas. De esta manera, la ley fundamental del Estado, la Constitución, es una síntesis de la preservación de la estructura fundamental del Estado (monarquía como forma, indivisibilidad de la patria y Ejército como salvaguarda de ambas) y la inclusión de reformas modernizadoras que, vehiculadas esencialmente por las corrientes de oposición, desarrollaron un sistema democrático asimilable al del resto de potencias imperialistas vecinas. De esta manera, lo que se llama «extrema derecha», es decir, la representación política de la facción más reaccionaria de la burguesía española, tienen un reconocimiento explícito en la propia estructura del Estado del que actúan como salvaguardia última. Así, el Ejército es el garante de la unidad territorial y el contrapeso fundamental a las corrientes políticas disgregadoras que, representadas por el nacionalismo vasco y catalán, forzaron la división autonómica del país. La monarquía, por su parte, representa abiertamente la continuidad con el régimen iniciado en 1939, que siempre se concibió como provisional en lo que a su estructura formal se refiere (de ahí su definición como «democracia orgánica») La judicatura, que no fue purgada tras la Constitución de 1978, las Fuerzas de seguridad, a las que se colocó en un papel primordial una vez se retiró al Ejército de la primera línea política, etc., garantizaron y garantizan la presencia cotidiana de esa supuesta «extrema derecha», que realmente fue la primera partidaria de la reforma democrática, en todas y cada una de las vicisitudes de la vida del país en cualquier nivel de esta. Es por esto que resulta cómico escuchar hablar a la vieja socialdemocracia y al nuevo populismo acerca de la «llegada» de la «extrema derecha» a las insti-tuciones, sobre todo si tenemos en cuenta que, especialmente ese populismo encabezado por Podemos, lleva varios años denunciando la «continuidad del Régimen del ´78»: la «extrema derecha», entendida tal y como hacen ellos como la continuación de las fuerzas políticas franquistas, está en la base de ese régimen, no «llegan», sino que nunca se fueron. Hoy se alarman ante la llegada de Vox al Parlamento andaluz, e incluso Pablo Iglesias llama por ello a la alerta antifascista, después de haber exigido durante cuatro años la recuperación de la democracia secuestrada por «la casta»… pero Vox ha entrado en el Hospital de las Cinco Llagas por la puerta que le han abierto los votos democráticamente emitidos. Difícil cuadratura del círculo.

 

DOS PATAS PARA UN BANCO

 

Lo cierto es que Vox no representa a la extrema derecha que Podemos (y toda la izquierda extra parlamentaria) presentan como némesis de la democracia. De la misma manera que las fuerzas políticas del franquismo, aquellas que se hicieron el supuesto harakiri en 1976, cedieron su puesto a un sistema democrático más moderno y afinado en su función de control social, es decir, de sometimiento de la clase proletaria a las exigencias de la burguesía, la verdadera naturaleza de Vox debe verse precisamente en la defensa a ultranza de la democracia de 1978: son los desequilibrios que esta no puede evitar los que han dado lugar a la fragmentación (por ahora en Andalucía, se verá en breve si en el resto de España también) de la derecha tradicionalmente agrupada en el Partido Popular y a la consiguiente aparición de dos partidos subsidiarios de su espíritu como son Vox y Ciudadanos.

El régimen político español existe, más que como un Estado de derecho según el modelo clásico, como una estructura organizada en torno a dos corrientes políticas principales, PSOE y PP (antes PSOE y AP) con un fuerte apoyo en la periferia por parte de los partidos nacionalistas. Desde el punto de vista formal, para constatar esto basta con echar un vistazo a la Constitución, donde todos los puntos políticos centrales (desarrollo del modelo de organización territorial, estructura de la judicatura, formas tributarias, función asistencial del Estado, etc.) se dejan pendientes de desarrollo a través de Leyes orgánicas promulgadas por las instituciones parlamentarias, el Gobierno o la Jefatura del Estado. Es decir, la forma exacta del Estado, se dejó, en 1978, en manos del desarrollo político posterior del país. Este desarrollo político se configuró, a su vez, a través de la pugna electoral de las dos grandes corrientes, socialdemócrata y conservadora, que en virtud de la enucleación en torno a ellas de todas las pequeñas agrupaciones previamente existentes y de la anulación práctica del resto mediante la Ley electoral, vaciaron el espectro político a su izquierda y su derecha respectivamente. De esta manera, el desarrollo del Estado de las autonomías, por ejemplo, se dejó en manos de las exigencias del día a día político, llegándose al punto de que, para garantizar el equilibrio parlamentario y la gobernabilidad del país, ha acabado por conformar un Estado cuasi confederal donde regiones como País Vasco o Navarra, en virtud de sus prerrogativas de autogobierno y soberanía fiscal, parecen prácticamente estados libres asociados al resto de España. Y fue el PSOE primero, durante la larga crisis de los años ´80 en la que necesitó del apoyo de los nacionalistas vascos para controlar a la clase proletaria de Euskadi durante el periodo de reconversión, y el PP después, cuando este partido tuvo la tarea de hacer las reformas necesarias que los problemas de rentabilidad del capital español planteaban, quienes se dedicaron a conceder más y más prerrogativas autonomistas a País Vasco y Navarra. La gran experiencia histórica de la burguesía española fue el sistema de turnos de Cánovas-Sagasta junto con su organización reticular de caciques y burguesías perezosas y acomodadas, y es ese sistema de partidos, el que realmente se emuló en 1978.

Más allá del aspecto formal, este sistema de equilibrios inestables, obedece a la coyuntura especialmente difícil para la burguesía española en que se desarrolló la Transición: duramente golpeada por la crisis capitalista mundial de 1974, incapaz de mantener un régimen dictatorial que por un lado excluía del gobierno a buena parte de la propia burguesía y que por otro lado no era capaz de poner en pie los mecanismos de integración y amortiguación social con que contaban el resto de potencias, la burguesía no contó ni con el rédito político y social con que contaron las burguesías europeas después de la victoria antifascista tras la II Guerra Mundial para plantear una política de colaboración entre clases a gran escala; ni contó tampoco con el capital proveniente de EE.UU. que, con el Plan Marshall y el inicio de la Guerra Fría, llegó para inundar los mercados europeos de «paz y prosperidad». Poco margen de maniobra por lo tanto y esto se tradujo en un orden político en el que, cerradas las cuestiones básicas, todo lo demás se dejaba abierto confiando en que se desarrollase en el momento oportuno según las fuerzas en juego.

En su vertiente izquierda, el PSOE se encargó, desde 1982, de gobernar el periodo de modernización del país, dando lugar a la entrada en la OTAN, a la integración en la Comunidad Económica Europea… y aplastando cualquier tipo de resistencia por parte de la clase proletaria a la política de reconversión industrial. Mientras se cantaban loas a la modernidad y se universalizaba la Seguridad Social, se asesinaba a militantes vascos en las calles de Euskadi, se metía a la Guardia Civil en Reinosa y se inun-daban de heroína las calles. Divide et impera, uno a uno, región por región, todos los focos de conflicto se fueron cerrando dentro de un plan general que cubrió toda la negra década de los años ´80  y que implicaba también una serie de medidas de contraprestación social que ayudaron a mantener la paz social. Mirando hacia Andalucía, la mayor región del país, donde existe (y existía entonces) la mayor tasa de paro, donde la concentración de la propiedad agraria reducía a buena parte de la población rural a la mera supervivencia mediante el subempleo y donde las escasas pero históricamente potentes concentraciones de proletarios industriales fueron siempre estandartes de la clase obrera, el PSOE logró la estabilización de la región, la mitigación de los efectos del desempleo en el campo mediante el paro agrario, el control sobre los nuevos proletarios inmigrantes en la agricultura mediante el terror de jornadas como las de El Ejido en el año 2.000, la liquidación lenta pero inexorable de la fuerza de los proletarios de zonas como Cádiz y todo ello imponiendo un régimen clientelar de reparto de fondos para la ayuda pública que ha garantizado, hasta este pasado diciembre, su hegemonía indiscutible en el Parlamento andaluz.

En su vertiente derecha, el Partido Popular, organizó a las corrientes conservadoras y liberales que se hicieron a un lado durante el periodo de gobierno incontestable del PSOE y que vieron su momento cuando los sucesivos gobiernos de Felipe González a lo largo de los años ´90 eran ya incapaces de dar al país y a la economía nacional el equilibrio que requerían. La crisis de 1992, los efectos de la entrada en la CEE y de la aplicación de las primeras normas asociadas a esta así como la aparición de un capital pujante y dinámico que chocaba con las restricciones que el PSOE había mantenido desde su llegada al poder, hicieron caer el gobierno en manos del PP (con ayuda de nacionalistas vascos y catalanes) como una fruta madura en 1996. Y, desde entonces, alternancia en periodos de aproximadamente ocho años: hasta 2004, los gobiernos de Aznar; de 2004 a 2011, Zapatero; de 2011 a 2017, Rajoy. En lo que se refiere a Andalucía, una debilísima oposición incapaz de hacer frente a las sucesivas candidaturas del PSOE, hasta que en 2015 este partido necesitó del apoyo de Ciudadanos para continuar gobernando la autonomía.

 

LOS TRES PIES DEL GATO

 

La irrupción de Vox en el Parlamento andaluz no se explica si no es por este sistema de partidos que rige la democracia española desde 1978 y en el cual cada una de las dos grandes fuerzas han cumplido un papel muy concreto en función de cada momento que se considere. Del dominio incontestable del PSOE a lo largo de los años ´80 y la mitad de los ´90 a la alternancia PSOE-PP en ciclos de ocho años, el condominio popular-socialista ha bastado para mantener en pie la ficción democrática entre los proletarios ofreciendo, cada vez, una alternativa de gobierno y oposición que, como en el sistema de turnos, no se vinculaba tanto a la ideología como al desgaste sufrido por el que en cada ocasión fuese mayoritario. Cuando el PSOE agotó su capacidad de gobierno en 1996, después de un lustro de escándalos de corrupción y terrorismo de Estado, el PP apareció como el partido de la reforma, como la única vía para mantener el orden de la Transición. Cuando, ocho años después, fue el PP el que quedó bruscamente agotado por el papel que jugó durante los días posteriores al atentado del 11 de marzo, apareció el PSOE de nuevo como garante de las libertades contra la usurpación popular… y así al menos una vez más hasta que la crisis capitalista de 2008 acabó por provocar un desequilibrio social tan fuerte que el binomio socialista-popular se rompió.

No es que el llamado «Régimen del ´78» haya tocado a su fin, sino que las fuerzas burguesas que llegaron al acuerdo general que se conoce como Transición, en buena medida, están lo suficientemente debilitadas por la competencia y la lucha feroz que libran entre sí como para permitirse continuar con el sistema de pactos y cesiones que esta Transición puso en marcha. Las exhaustas arcas públicas españolas, donde se acumula el tesoro burgués moderno que se nutre de la extorsión generalizada de la plusvalía proletaria, no pueden permitirse que una región como Cataluña se revuelva negándose a aportar su cuota (al menos no si quiere conservar el estatus concedido a las regiones vasco-navarras). A su vez, la burguesía catalana no puede permitirse un dispendio cada vez mayor, que financia los mecanismos de amortiguación social en el resto del país, mientras la inversión en su región no hace más que caer. Por su parte, los burgueses y pequeño burgueses de regiones como Andalucía o Extremadura, ven cómo el flujo de rentas que está en la base del pacto autonómico, amenaza con cortarse, mientras que 40 años de programas de desarrollo no han sido siquiera capaces de homogeneizar los niveles de vida entre el campo y las ciudades. Es esta ruptura real del equilibrio, que en el mundo capitalista nunca puede ser otra cosa que temporal, parcial y sumamente inestable, la que dio cabida en el arco parlamentario nacional y regional a las nuevas corrientes Podemos y Ciudadanos, ocupando cada uno un lugar de refuerzo junto al partido mayoritario de izquierda y derecha respectivamente, y haciendo de muleta capaz de atraer el voto descontento con los partidos mayoritarios, canalizándolo para permitir que estos continuasen en el gobierno. Todo el misterio en torno a la aparición de estos dos nuevos partidos, aparte de en la campaña de propaganda mediática que hizo nacer la red organizativa de ambos, reside en el papel que jugaron como apuntalamiento del sistema democrático, tanto en lo referido a la regeneración de las ilusiones democráticas como en lo referido a la estabilización de la propia situación que los dos partidos de Estado sufrían.

La cuestión de la aparición de Vox en el panorama político español está vinculada directamente a este fenómeno de «renovación» de la democracia española.  Mientras que, por el lado de la izquierda, esta renovación ha tenido que ver sencillamente con el desencanto que una parte considerable de la clase proletaria ha llegado a sentir con el PSOE y, de hecho, tuvo el sentido único de evitar que la tensión social creciente durante el periodo 2010-2014 se alejase del marco parlamentario, por el lado de la derecha la llamada operación Ciudadanos no ha tenido todo el éxito que se esperaba. Su posición «liberal», «ni de izquierdas ni de derechas», se presentó como un posible baluarte del nacionalismo español contra las exigencias políticas de la burguesía catalana. De esta manera, se lanzó no ya como complemento nacional al Partido Popular, sino como fuerza capaz de aunar a las corrientes llamadas constitucionalistas en Cataluña, después de que el propio Partido Popular, demasiado comprometido con la necesidad de gobernar un país que gravita sobre la propia Cataluña, no pudiese desmarcarse de la política de compromisos que ha tenido que seguir respecto al Govern de la Generalitat. Pero, de nuevo, no pudo ser. La importancia que la propia clase burguesa de Cataluña tiene en el país, sumada a la capacidad, aprendida a lo largo de más de cien años, de controlar a la clase proletaria a través de su programa nacionalista y de las aspiraciones regionalistas de la pequeña burguesía, acabó por romper el frente constitucionalista que, después de jugarse todo a la carta de la movilización de las fuerzas del orden y de los elementos nacionalistas españoles de la pequeña burguesía local, fue incapaz de desbancar a los partidos tradicionales de la burguesía catalana del poder. En un país como España, donde la política nacional está supeditada a las exigencias de las diferentes burguesías periféricas, donde la economía nacional tiene sus dos motores tradicionales a las orillas del Cantábrico y el Mediterráneo… sencillamente es imposible nadar y guardar la ropa. Es decir, no se puede mantener una política nacional que pasa por la conciliación y las concesiones a las burguesías vasca y catalana y, a la vez, pretender colocarse como punta de lanza contra las aspiraciones que las mueven. El conglomerado político que forma el Partido Popular es responsable, tanto como el PSOE, del desarrollo del Estado de las autonomías hasta los puntos que hoy conocemos y, por lo tanto, de garantizar los resortes en que se han apoyado las corrientes burguesas y pequeño burguesas de Cataluña para enfrentarse al Estado central. Ciudadanos no ha sido otra cosa que una muleta de este Partido Popular, algo evidenciado mediante su apoyo parlamentario incondicional… Para ambos grupos políticos es imposible representar una posición de fuerza respecto a Cataluña.

Es justo en este punto donde entra Vox en juego. Vox ha sido creado, como en su momento lo fueron Podemos y Ciudadanos, mediante una campaña mediática. Con ella se ha organizado a corrientes y personas colocadas en los márgenes del sector más conservador del PP, dándoles un programa centrado en el rechazo al Estado de las autonomías y a una serie de cuestiones completamente secundarias como la ley de violencia de género y la inmigración. Y tras este programa se han colocado los sectores tradicionalmente más reaccionarios de la burguesía andaluza: basta con ver el mapa de los votos a Vox para comprobar que no es un partido con el corte popular de otras corrientes asociadas a la extrema derecha, sino que es sencillamente el estandarte de unos grupos sociales que, descontentos con la tibia política anti independentista del PP y de Ciudadanos, buscan presionar aupando al partido de Santiago Abascal a una mínima representación.

Mientras que, tras el pacto político de la Transición, en el conjunto del país se podía transitar de la izquierda a la extrema derecha saltando únicamente una frontera, la que dividía a PP y a PSOE, más bien tenue, la crisis social abierta en 2007, ha traído un progresivo endurecimiento de las corrientes políticas que antes convivían juntas y que representan cada una a un sector de la burguesía y de la pequeña burguesía, con intereses que se van haciendo más divergentes e incluso contrapuestos a medida que el anterior equilibrio se va viendo más lejano.

 

¿FASCISMO?

 

La reacción ante el ascenso de Vox al Parlamento autonómico andaluz por parte del PP  era previsible: se ha apoyado en ellos para gobernar dado que, a fin de cuentas, más allá de la pérdida de unos cuantos escaños, este ascenso sólo significa una clarificación de las fuerzas con las que cuenta, sin que su papel como partido de Estado a la derecha del espectro político haya sido puesto en cuestión. La pequeña cuota de poder alcanzada por Vox sencillamente le permite soltar lastre a la derecha y si hoy parece radicalizarse acercándose a las posiciones de ese grupo lo hace sólo para volver a ocupar su puesto tradicional una vez que vuelva al poder, contando ahora con un acicate que le permitirá movilizar las fuerzas necesarias (fuera y dentro del Parlamento) para controlar la situación en Cataluña.

Por parte de la izquierda parlamentaria (y próximamente extra parlamentaria, dado el más que probable descalabro de las alianzas de Podemos en las próximas elecciones municipales y autonómicas) la reacción también ha sido previsible: una vez que ha aparecido una fuerza situada a la derecha del PP, se clama contra el fascismo que viene, contra la involución antidemocrática y, consecuentemente, por un frente antifascista. Después de haber gobernado durante casi cuatro años en los ayuntamientos más importantes del país (incluido el de Cádiz, «capital proletaria» de Andalucía), después de haber sido sostén del PSOE que ha abierto la puerta a Vox en Andalucía, después de, en pocas palabras, cargar con buena parte de la culpa de aupar a esta corriente de extrema derecha al papel político y social que juega hoy mediante su política de desmovilización y agotamiento en el circo electoral de la clase proletaria… hoy clama contra el fascismo.

Pero Vox no es un partido fascista. En su seno cabe lo más granado de la reacción nacionalista española, desde jueces imputados por prevaricación a balas perdidas como el propio Santiago Abascal, mantenido con las subvenciones públicas después que el propio PP le expulsase de sus filas… pero no se trata de una fuerza política fascista. En primer lugar, porque el fascismo, como corriente histórica que aglutinó a las fuerzas de la reacción burguesa contra las fuerzas proletarias dirigidas por el Partido Comunista en el periodo inmediatamente posterior a la I Guerra Mundial, es un movimiento específicamente antiproletario, luego en ausencia de un proletariado que lucha, que defiende en los puestos de trabajo y en la calle sus propios intereses de clase, dando lugar a una lucha que va más allá del enfrentamiento meramente sindical y que apunta a la destrucción del Estado de clase de la burguesía, es absurdo hablar de fascismo. Y quien lo hace, busca únicamente azuzar más que el miedo al fascismo, la reacción antifascista, es decir, la unión sagrada entre las clases bajo la excusa de la defensa de las libertades y la democracia. En este caso, con el fantasma del fascismo se quiere justificar los próximos meses de la política de Podemos, en los que cederá finamente cualquier resto del ropaje simplemente popular con el que se ha cubierto y se convertirá abiertamente en el chico de los recados del PSOE.

Y, en segundo lugar, porque la burguesía española no necesita hoy un partido fascista. No busca hacer un paréntesis en su gobierno democrático sobre la clase proletaria para aplicar contra esta todas sus fuerzas, para descabezar su vanguardia y aplastar bajo el peso del sometimiento al Estado de sus organizaciones sindicales para la lucha económica (ambas, vanguardia política y organizaciones sindicales de clase, hoy trágicamente ausentes).

Vox refuerza y reforzará la democracia: incluyéndose como fuerza de la derecha, balanceará el Parlamento, aglutinará formalmente a fuerzas que estaban ocultas en el magma del bipartidismo… para reforzar el propio sistema parlamentario ayudando a liquidar las partes obsoletas de ese bipartidismo que ya no alcanza a mantener el orden democrático sin presentar serias fisuras.

La clase proletaria, hoy ajena a la lucha por sus intereses de clase, tanto sobre el terreno de la defensa inmediata de sus condiciones de existencia como sobre el, más amplio, de la lucha política, va a ser bombardeada por parte de sus «representantes» de izquierda con eslóganes y consignas anti fascistas. Pero para lo que debe prepararse no es para el advenimiento de un segundo Caudillo, sino para una situación en la cual la clase burguesa hará pesar cada vez más sobre sus hombros las exigencias económicas para salir de la crisis capitalista, a la vez que le ofrece más y más democracia, en nombre de España o de Cataluña, a favor o en contra de tal ley, con tantos o con tantos más partidos políticos en el show electoral. Sin duda Vox representará un endurecimiento de las políticas anti obreras de la burguesía, tal y como lo representaron las «medidas excepcionales» del último gobierno de Zapatero o los famosos «recortes» de los gobiernos populares… Pero, como en todas esas ocasiones, la burguesía lanzará su envite en nombre de la democracia, el respeto a la legalidad y la defensa de la Constitución. Y todos aquellos que, en nombre de un antifascismo aguado, le llamen a luchar precisamente en defensa de la democracia, la legalidad y la Constitución podrán ser identificados inmediatamente como el peor de los enemigos.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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