El duro camino hacia la emancipación proletaria pasa por la lucha de clases revolucionaria, la conquista del poder político y la instauración de la dictadura proletaria.

(«El proletario»; N° 25; Noviembre-Diciembre de 2021 / Enero de 2022 )

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En la conferencia pronunciada por Amadeo Bordiga en la Casa del Pueblo de Milán el 2 de julio de 1921, en un momento en el que la revolución proletaria y el movimiento comunista internacional se basaban en la victoriosa revolución socialista de Rusia y en la Internacional Comunista que se había creado en 1919 como líder del movimiento proletario mundial, bajo el título De la economía capitalista al comunismo, tras esbozar la transición, históricamente previsto por el marxismo «entre dos épocas, dos historias, dos regímenes», Bordiga subrayó el duro camino de la victoria proletaria que, tras la toma violenta del poder político por el proletariado revolucionario y bajo la férrea dirección de su partido de clase, debía dedicarse, sin dejar de combatir a las fuerzas burguesas e imperialistas del mundo, a la transformación económica en el país donde la revolución proletaria había triunfado. Ese duro camino de la victoria proletaria no permitía una transición gradual y pacífica, como si la victoria revolucionaria en un país abriera automáticamente la victoria revolucionaria en todos los demás países. La burguesía capitalista e imperialista nunca se rendiría, ni mucho menos. Como afirmaba Trotsky, cuanto más se acerca la muerte de la sociedad capitalista, más multiplica la burguesía sus fuerzas de resistencia, que se basan no sólo en la estructura económica capitalista de la sociedad, que no puede ser eliminada de una vez, sino también en la fuerza social y política con la que la burguesía atrae a su campo y a su defensa no sólo a las capas de la pequeña y mediana burguesía, sino también a capas no indiferentes del proletariado mediante el trabajo de las fuerzas del oportunismo y del colaboracionismo interclasista. Por lo tanto, la revolución proletaria y comunista no sólo debe vencer en la insurrección, sino que debe consolidar la victoria en una firme y sólida dictadura de clase ejercida por el partido de clase, por el partido comunista revolucionario al margen de cualquier alianza o reparto de poder con otras fuerzas sociales, que declara abiertamente. En efecto, la dictadura proletaria no necesita camuflarse con falsas formas democráticas, como hace la dictadura burguesa, porque, a diferencia de ésta, es la expresión de la mayoría de la población.

El objetivo fundamental de la revolución es sin duda la toma del poder político, pero ¿para qué? Marx, Engels, Lenin han sostenido con una excepcional continuidad teórica, política y práctica, demostrándolo materialista e históricamente, que la clase proletaria, la clase de los no calificados, la clase productora por excelencia debe romper la máquina estatal burguesa, tanto más si es tan engañosa como la democrática y parlamentaria, y pasar a la demolición de todo el aparato de defensa política, económica y militar, y el aparato de defensa militar de la sociedad capitalista, para poder empezar a construir sobre sus escombros una sociedad completamente nueva que ya no tendrá como objetivo responder a las necesidades del capital y del mercado oprimiendo a la gran mayoría de la población mundial, sino a las necesidades de la sociedad humana, de la sociedad de la especie. Bordiga, en esa conferencia de 1921, concluyó afirmando que «no hay más alternativa que esta lucha por la demolición de un mundo opuesto para salvar las energías que deben construir un mundo nuevo, o bien la muerte lenta, la muerte por asfixia».

Sin fantasear ni con utópicas ciudades-sol que broten espontáneamente de la podredumbre de la actual sociedad capitalista, ni con ilusorias tomas de conciencia por parte de cada individuo para mejorar sus condiciones personales de existencia por la simple voluntad de cambiarlas, ni con caminos nacionales graduales a través de los cuales, reformando poco a poco los mil engranajes del sistema capitalista, se pueda alcanzar una sociedad «más humana», «más justa», «más igualitaria», El marxismo -sobre la base del materialismo histórico y dialéctico- ha descubierto el ineludible curso histórico de las sociedades divididas en clases que, con el capitalismo, ha alcanzado su máxima expresión posible. La alternativa positiva al capitalismo no es una atenuación gradual de sus contradicciones; esta atenuación no es posible porque el contraste entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las formas de producción en las que se ven forzadas no puede ser eliminado sino por la destrucción de estas formas de producción. Sólo con la destrucción de las formas de producción capitalistas, es decir, de las relaciones burguesas de producción, intercambio y propiedad, se abre la posibilidad de eliminar las contradicciones del capitalismo con todas sus consecuencias nefastas para la sociedad, y de superar los límites que el modo de producción capitalista ha creado y recrea continuamente, a pesar de su desarrollo, a la producción social y a la vida social del hombre. Esta «liberación» de las fuerzas productivas no es el resultado automático de su desarrollo intrínseco y contradictorio. La sociedad se ha desarrollado a lo largo de la historia a través de la lucha de clases en la que, en definitiva, se expresa, por un lado, el empuje progresivo del desarrollo de las fuerzas productivas debido al progreso de la economía productiva y, por otro, el freno, el obstáculo a ese mismo desarrollo, hasta llegar a la sociedad capitalista en la que sólo hay dos clases principales de cuyo enfrentamiento depende el futuro de la sociedad humana: la burguesía, clase aún dominante, y el proletariado, clase aún dominada. Y al igual que en el curso histórico de las anteriores sociedades divididas en clases, también para la sociedad capitalista su desarrollo sólo puede conducir a la maximización de los contrastes de clase, al choque general y final entre la clase dominante burguesa y la clase proletaria. La revolución es históricamente inevitable.

 

LA CLASE BURGUESA TIENE UN TIEMPO HISTÓRICO DEFINIDO. SU DOMINACIÓN SÓLO SERÁ ROTA POR LA REVOLUCIÓN PROLETARIA 

 

La burguesía es dueña de todo, de los medios de producción, del intercambio y de toda la producción social; y todo ello constituye el capital; la burguesía es, por tanto, la máxima expresión social del modo de producción capitalista. El proletariado, que en el modo de producción capitalista no posee nada, es la clase de los no cualificados, constituye la fuerza de trabajo que se aplica a los medios de producción y de intercambio; frente al capital representa el trabajo asalariado y es, de hecho, la fuente de la riqueza social producida en el capitalismo. La explotación del trabajo asalariado permite a la burguesía revalorizar el capital utilizado para la producción y el intercambio, es decir, permite que el capital aumente su valor inicial añadiendo una plusvalía; y esta plusvalía es generada exclusivamente por el tiempo de trabajo no remunerado -es decir, el trabajo sobrante- del proletario, ya que en la jornada laboral sólo una parte de las horas trabajadas corresponde al salario que necesita para sobrevivir, mientras que las demás horas son tiempo de trabajo cedido al capitalista; Se trata, pues, de un valor que se transmite en el producto acabado, como los demás valores del capital fijo, pero que procede exclusivamente de la fuerza de trabajo de la que el capitalista se apodera sin pagarle ninguna forma de compensación ulterior. Mediante la apropiación de toda la producción social que, como sabemos, está destinada al mercado, la burguesía se apodera de toda la plusvalía. El proletariado, por tanto, además de sufrir la explotación de su fuerza de trabajo con fines exclusivamente mercantiles, también sufre el robo de sus horas de trabajo no remuneradas, entregando a la burguesía el dominio económico, social y político absoluto sobre la sociedad. Está claro que sólo a través de su lucha por defender sus condiciones de existencia en la sociedad burguesa, el proletariado es capaz de aliviar el peso y las consecuencias más brutales de esta explotación; pero, al permanecer dentro de las relaciones burguesas de producción, intercambio y propiedad, sus condiciones de existencia siguen y seguirán dependiendo exclusivamente de los intereses de la clase dominante burguesa, incluso en las situaciones en las que el nivel de vida del proletariado, gracias a sus luchas y también al desarrollo del propio capitalismo, se eleva (lo que ocurre especialmente en el caso de ciertas capas del proletariado y, desde luego, del proletariado de los países imperialistas que explotan y oprimen a los pueblos y países más débiles).

El capitalismo funciona a través de la actividad económica, comercial y financiera dividida en empresas separadas, que responde a las relaciones de propiedad burguesa impuestas a la sociedad, mediante las cuales los capitalistas se aseguran la propiedad privada del capital y la apropiación privada de la producción social. Las empresas tienen como único punto de referencia el mercado, nacional e internacional, en el que venden sus productos, sometidos a una lucha de competencia en la que cada empresa intenta superar a su competidor. Hay muchas formas de «ganar» la competencia, desde los menores costes de producción (tanto de materias primas como de mano de obra) y las técnicas de producción y venta más innovadoras, hasta la mayor cantidad de bienes producidos en el mismo tiempo, pasando por las facilidades obtenidas mediante las más diversas maniobras para agilizar cada una de las operaciones necesarias para la actividad económica emprendida, hasta los recursos financieros que necesita cada empresario para adquirir medios de producción, materias primas y mano de obra. Y, por último, pero no por ello menos importante, las conexiones políticas útiles para acortar los plazos de las autorizaciones administrativas, para conseguir contratos, para obtener financiación, para frenar la actividad de los competidores nacionales o extranjeros, para encubrir las actividades ilegales propias y descubrir las de los competidores, etc. El mundo capitalista no es sólo innovación técnica, descubrimientos revolucionarios de nuevos materiales y nuevos sistemas de producción, soluciones tecnológicas en el campo de la comunicación, el procesamiento de materiales, la automatización de una serie interminable de procesos de trabajo; es también una organización cada vez más eficaz y eficiente de la fuerza de trabajo humana sometida a la máxima explotación posible en la unidad de tiempo para explotar sistemáticamente cada capital y cada una de sus fracciones en el menor tiempo posible. La plusvalía extraída de la explotación del trabajo asalariado es la verdadera ganancia del capitalista; y ningún capitalista renunciará jamás a esta ganancia. Por lo tanto, la clase capitalista no tiene alternativa: para vivir, debe seguir explotando el trabajo asalariado en todos los rincones del mundo, directa o indirectamente, y debe encontrar continuamente salidas al mercado para colocar y vender sus mercancías, en una lucha de competencia que, con el desarrollo del propio capitalismo, se agudiza cada vez más.

Pero el capitalismo, mientras por un lado empuja su sistema económico organizado por empresas a producir cantidades cada vez mayores de mercancías para ponerlas en el mercado, por otro lado, cuando los mercados se atascan, encuentra cíclicamente crisis de sobreproducción: las mercancías producidas se quedan sin vender. El mercado resulta ser el verdadero mundo del capitalismo, y en cierto sentido también su deus ex machina, del que depende el buen funcionamiento o no de la producción y, por tanto, de la vida humana. Es el propio mercado el que muestra cómo en el sistema capitalista hay un despilfarro excepcional de energías productivas, en términos de capital invertido, trabajo empleado, productos inservibles, además de hacer evidente para todos que la producción capitalista consiste cada vez más en una producción inútil y dañina (pero extremadamente rentable para los capitalistas en general, no sólo para los empresarios y los delincuentes) frente a la producción de bienes necesarios para la vida de todos los seres humanos. Con los mercados atascados, las fábricas cierran, los trabajadores son despedidos, el desempleo aumenta, la pobreza se incrementa, masas cada vez más grandes no tienen qué comer, y los estados se ven obligados de alguna manera a acudir en su ayuda para evitar que las inevitables tensiones sociales creadas por las crisis desemboquen en disturbios y revueltas. El capitalismo muestra así su verdadero rostro: no puede satisfacer las necesidades de todos porque tiene que satisfacer las necesidades de los pocos que poseen el capital, cueste lo que cueste, aunque genere despilfarro, destrucción y guerras. La sobreproducción, en efecto, no se refiere sólo a las mercancías, sino también a esa mercancía particular que es la fuerza de trabajo asalariada, el proletariado, una parte del cual, al no ser explotada útilmente, es descartada, arrojada a la calle, marginada y, como la basura, dejada pudrirse en la inanición, en los barrios de chabolas; Y cuando esta mano de obra no se da por vencida y trata de emigrar a otras tierras, a otros países, buscando una forma de sobrevivir, atravesando bosques, desiertos, montañas o mares, seguro que se enfrenta a una explotación o represión aún más bestial, a la tortura, a la muerte.

Para sobrevivir, la clase burguesa dominante tiene que chupar la sangre de las masas proletarias explotadas, y para seguir viviendo, tiene que deshacerse de las mercancías no vendidas y del trabajo excedente cada cierto tiempo. Para correr más rápido en la lucha por la competencia y para acaparar nuevos mercados, se crean factores de crisis cada vez más devastadores, mientras que las masas proletarias se ven abocadas a una muerte lenta en la explotación y el desempleo cotidianos o a una muerte rápida en las guerras de robo burguesas.  

El capitalismo ha demostrado históricamente, y durante mucho tiempo, ser una sociedad deshumanizada. Su mundo es un mundo de violencia, opresión, explotación, desastre y guerra. No puede prescindir de ella, porque es la única forma de sobrevivir. Y el hecho de que su sociedad no puede ser reformada lo demuestran las dos guerras mundiales que marcaron el siglo XX, de las que la clase dominante burguesa sacó aún más fuerza para seguir dominando, creando, sin embargo, factores de crisis aún más agudos que los que, según la propaganda democrática, deberían haber sido superados para dejar el campo libre a una convivencia entre estados y pueblos que se suponía iba a traer... la paz y el bienestar a toda la humanidad. Así lo demuestran todas las guerras que las potencias imperialistas han desencadenado directa o indirectamente en todos los rincones del planeta en una lucha competitiva que ha adquirido las dimensiones de una guerra permanente entre Estados.

¿Qué es, en realidad, la paz para el capitalismo imperialista? Es el periodo de respiro entre una guerra y otra. La guerra, para la burguesía, es la oportunidad de rejuvenecer el capitalismo, de superar la crisis de sobreproducción mediante la destrucción de enormes masas de fuerzas productivas, gracias a la cual la destrucción y la necesaria reconstrucción de posguerra, vuelven a poner en marcha la máquina productiva capitalista. Sucedió inmediatamente después de la primera guerra imperialista mundial; sucedió después de la segunda guerra imperialista mundial, y sucede después de cada guerra local que ha habido desde entonces, aunque con resultados menores que la reconstrucción que siguió a la gran destrucción de la segunda guerra mundial.

¿Han desaparecido las crisis económicas y financieras desde 1945? Una vez superada una crisis, le siguió la siguiente, y así sucesivamente en una trágica persecución hasta la actual crisis económica que, combinada con la pandemia de coronavirus, ha vuelto a hundir a todas las grandes economías mundiales.  

Pero, ¿qué medios utiliza la burguesía para superar las crisis bélicas? Los mismos medios que utiliza para superar las crisis económicas y financieras, tal y como se recoge en el Manifiesto de 1848: «por un lado, mediante la destrucción forzosa de una masa de fuerzas productivas; por otro, mediante la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos», medios que en realidad preparan «crisis más generales y violentas» que, a su vez, tienden a preparar «la disminución de los medios para evitar las propias crisis».

Pero si los mercados están atascados provocando la crisis de sobreproducción, ¿cómo conquista la burguesía «nuevos mercados»? Es precisamente la destrucción de una masa masiva de fuerzas productivas provocada por la crisis la que abre al capitalismo, mediante la necesaria reconstrucción, nuevos mercados y, para las potencias imperialistas más fuertes, la posibilidad de conquistarlos; por supuesto, en una lucha de competencia cada vez más desenfrenada en la que surgen nuevos competidores del propio desarrollo capitalista. De hecho, el capitalismo no terminó su desarrollo en el mundo con la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, cuanto más masiva fue la destrucción durante la guerra, más oportunidades de reconstrucción se crearon; esto no convierte automáticamente a las viejas potencias imperialistas en las nuevas potencias dominadoras del mercado porque el desarrollo del capitalismo, incluso en su desigualdad congénita, crea otros polos imperialistas que inevitablemente compiten con los antiguos.

El caso de Alemania en el siglo XX es llamativo, al igual que el caso más reciente de China. Esta tendencia histórica no hace más que aumentar las tensiones provocadas por la competencia entre los imperialismos, competencia que ha llegado a tal nivel que exige un estado de guerra permanente: la superproducción continua exige una destrucción continua.

El modo de producción capitalista, mientras que por un lado tiende a desarrollar constantemente las fuerzas productivas, por otro lado necesariamente tiene que destruirlas constantemente para dar cabida a nuevos ciclos de producción, y esta es su mayor limitación: el desarrollo de las fuerzas productivas es frenado cíclicamente por las formas de producción e intercambio burguesas. Y las crisis cíclicas del capitalismo son inexorablemente seguidas en algún momento por crisis generales de guerra.

Esta tremenda espiral sólo puede ser detenida por la revolución proletaria, la revolución de la clase que produce toda la riqueza social y que representa, en su lucha de clase contra la burguesía, el desarrollo real e ilimitado del poder productivo.

La única fuerza social capaz de impedir que el capitalismo siga dominando la sociedad y desarrollando sus contradicciones destructivas -todas sus opresiones, crisis y guerras- es el proletariado revolucionario, que, siempre que esté dirigido por su partido de clase y en una situación general de maduración de los factores de crisis revolucionaria, se lanza a la conquista del poder político para derrocar al Estado burgués y toda la superestructura política, económica, cultural y religiosa que contribuye a poner el poder político y económico total en manos de la clase burguesa.

Derribar, romper, suprimir el Estado burgués, en la revolución proletaria que tiene como objetivo inmediato la constitución del proletariado como clase dominante estableciendo su dictadura de clase. Abolir, romper, suprimir, son verbos utilizados por Marx, Engels, Lenin y que la corriente de la Izquierda Comunista a la que nos referimos directamente ha reiterado intransigentemente en todos los periodos de la lucha contra el reformismo de Turati, el chovinismo de la Segunda Internacional, el maximalismo de Serrati, el oportunismo antifascista frentista y democrático, el nacional-comunismo estalinista con todas sus variantes nacionales.

 

SOBRE LA ABOLICIÓN DEL ESTADO Y LA EXTINCIÓN DEL ESTADO EN LA SOCIEDAD SIN CLASES 

 

Marx, el 5 de marzo de 1852, escribiendo a Joseph Weydemeyer en Nueva York (1), subraya sucintamente los aspectos fundamentales del propósito histórico de la lucha de clases, partiendo del hecho histórico incontrovertible de la existencia de las clases y su lucha mutua: «En lo que a mí respecta, no es mi mérito haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna y su lucha mutua. Mucho antes que yo, los historiadores burgueses describieron el desarrollo histórico de esta lucha de clases y los economistas burgueses su anatomía económica. Lo que he hecho de nuevo es: 1) demostrar que la existencia de las clases está ligada puramente a ciertas fases históricas del desarrollo de la producción; 2) que la lucha de las clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que esta dictadura en sí misma no constituye más que la transición a la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases» (2).

En todas las obras de Marx, Engels y Lenin no hay una sola línea que contradiga estos tres puntos fundamentales. Y no es casualidad que el punto más difícil sea el segundo, que se refiere a la inevitabilidad de la dictadura del proletariado como resultado histórico de la lucha de clases. El propio Lenin, en la lucha contra todas las formas de oportunismo, afirmará con firmeza que no es marxista quien no sostenga que la lucha de clases es una lucha política y que, a través de la revolución proletaria, debe conducir a la dictadura de clase del proletariado. Cuando hablamos de clase desde el punto de vista histórico, y por tanto revolucionario, hablamos del conjunto de grupos humanos formados en la sociedad sobre la base del desarrollo de la producción, unidos por intereses económicos y políticos generales muy precisos. Este concepto se aplica evidentemente a la clase burguesa, la clase todavía dominante, y se aplica también a la clase proletaria, aunque el proletariado moderno no puede basar su fuerza social en un modo de producción ya iniciado dentro del propio capitalismo, lo que le pondría en condiciones de representar una revolución económica ya en marcha que sólo necesitaría una revolución política para deshacerse de las limitaciones superestructurales que impiden su libre desarrollo mundial. Todas las clases revolucionarias anteriores pudieron basar su movimiento en el nuevo modo de producción que ya se estaba desarrollando dentro de la vieja sociedad; no así el proletariado. El objetivo de la clase que representaba el nuevo modo de producción era desarrollarlo al máximo, pero siempre sobre la base de la propiedad privada, derribando todos los obstáculos jurídicos, administrativos y políticos que impedían su desarrollo, pero también era imponer una nueva clase dominante en una sociedad siempre dividida en clases. Y este proceso de desarrollo se mantiene hasta la aparición de la sociedad capitalista y de la clase burguesa que representa sus intereses generales y específicos en su calidad de clase dominante; una sociedad en la que el desarrollo de las fuerzas productivas ha roto de hecho todas las restricciones que limitaban el desarrollo del mercado nacional e internacional. Pero es el propio mercado nacional e internacional el que condena a esta sociedad a limitar e interrumpir el desarrollo de las fuerzas productivas en virtud de las relaciones burguesas de producción, intercambio y propiedad que la dominan. La clase burguesa, que representa económica, social y políticamente la dominación del capitalismo sobre la sociedad, fue la clase revolucionaria en la época de la revolución histórica antifeudal, pero se volvió conservadora y reaccionaria en las épocas posteriores de desarrollo de su propia economía. Cuanto más se desarrollaban las fuerzas productivas, más presionaban sobre las relaciones sociales y de producción existentes, tendiendo a romperlas; y cuanto más la clase burguesa dominante, para mantener su dominio político y social, tenía y debe reprimir a las clases subalternas que se ven objetivamente impulsadas a rebelarse contra las condiciones de existencia en las que se ven obligadas a vivir.

El marxismo ha descubierto que el desarrollo de las fuerzas productivas tiene lugar a través de fases históricas en las que se forman las clases sociales, dividiéndose en clases dominantes y clases dominadas que luchan entre sí sobre la base de sus respectivas condiciones de existencia social, poniendo así en cuestión las relaciones sociales existentes; y que la sociedad capitalista es la última sociedad dividida en clases que ha podido soportar el desarrollo de las fuerzas productivas. Después del capitalismo sólo puede existir la sociedad sin clases, es decir, una sociedad basada en el desarrollo de las fuerzas productivas sin las limitaciones y contrastes debidos a los intereses de supervivencia de cada clase.

La sociedad por la que lucha el proletariado moderno, la sociedad sin clases, es una sociedad basada en la más amplia y racional producción social dada por el desarrollo armónico de las fuerzas productivas después de abolir tanto la propiedad privada de los medios de producción como la apropiación privada de la producción social; sólo puede aparecer después de destruir todas las relaciones burguesas de producción y de propiedad que ahogan el desarrollo de las fuerzas productivas: el estado político, el trabajo asalariado, el sistema mercantil con todo su equipamiento de capital, comercio, dinero, y toda forma de opresión derivada de este sistema.

Pero esta sociedad no se crea por germinación espontánea a partir de la sociedad capitalista, ni injertando en su tronco socioeconómico una distribución diferente de la riqueza social, dejando intactas las relaciones de propiedad, producción e intercambio que, en realidad, constituyen los propios obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas. Obstáculos económicos, sociales y políticos que deben ser destruidos, y para cuya destrucción la propia sociedad capitalista ha proporcionado la fuerza social que se hará cargo de ellos: el proletariado, la clase de los no calificados, el portador histórico de la lucha por la sociedad sin clases. La clase proletaria está descalificada en el régimen burgués porque es la burguesía la que posee todos los medios de producción y la producción misma; pero la condición de descalificada en el régimen de producción social -como es la producción capitalista- predispone dialécticamente a la negación de la propiedad privada de los medios de producción y de la producción social, sustituyéndola por su propiedad colectiva, es decir, por la propiedad social en todos los sentidos, que permitirá a cada miembro de la sociedad sin clases contribuir a la producción social y al trabajo, según sus capacidades, y obtener de la sociedad según sus necesidades. De hecho, la gran novedad con respecto a la sociedad capitalista es que nadie podrá apropiarse del trabajo de los demás (y en esto se puede leer la abolición del trabajo asalariado, por tanto, tanto de los capitalistas que compran la fuerza de trabajo como de los proletarios que tienen que venderla), ni de los medios de producción (incluida la tierra); desaparecerá, por tanto, la obligación de los no cualificados, para vivir, de vender su fuerza de trabajo a cualquier propietario de medios de producción e intercambio, a cualquier propietario de capital. Por lo tanto, también el capital, con su corolario de mercancías y dinero, ya no servirá a nadie porque ya no habrá apropiación privada de los productos, ya no habrá explotación del trabajo ajeno que se pague en salarios, ya no habrá mercancías (valores de cambio) que se vendan y se compren, sino sólo productos (valores de uso) necesarios para la vida social de la especie humana, y por lo tanto ya no habrá mercado, competencia, bancos con sus relativos abusos y guerras. La sociedad sin clases, es decir, el comunismo, es el objetivo histórico de la lucha de clases del proletariado, que tiene lugar a través de la revolución para tomar el poder político y establecer su dictadura de clase. Una lucha que se basa en la condición material del proletariado como clase asalariada, pero que no es capaz de desarrollarse a lo largo de la historia hasta su objetivo final sino bajo la dirección de su partido de clase. De hecho, el proletariado, aunque constituye la inmensa mayoría en la sociedad burguesa, no posee nada, no puede derivar su fuerza de la propiedad económica propia y privada como hacía la burguesía en el feudalismo. El proletariado está desnudo, pero tiene la fuerza del número de su lado. Siendo ante todo una clase para el capital -de hecho sólo existe como fuerza de trabajo asalariado, por lo que su vida depende en todos los sentidos del capitalista que la compra- su fuerza en número puede ser utilizada en beneficio de los capitalistas, y por tanto de la clase dominante burguesa, o en beneficio de ella misma como clase histórica (convirtiéndose en clase para sí misma) que tiene objetivos completamente opuestos a los de los capitalistas y que el marxismo ha definido como objetivos comunistas. Incluso su lucha, no sólo política sino también económica, puede girar a favor de los capitalistas o a favor del proletariado. La historia nos ha dado muchos ejemplos de ello.

El problema es que la burguesía tiene todo el interés en aprovechar la inferioridad en la que obliga a vivir a las masas proletarias para influirlas ideológicamente de la misma manera que la iglesia: los sacerdotes propagan la resurrección de las almas después de la muerte, condicionando su destino, ya sea en el Paraíso o en el Infierno, en función de la vida transcurrida en esta tierra vivida bajo la bandera de la resignación a la «voluntad de Dios» o no; los burgueses propagan la «redención social» para mejorar las condiciones en las que se nace en esta sociedad, a través de la voluntad individual y el respeto a las reglas sociales existentes, basando todo posible «cambio» (individual o social) en la simple expresión del propio pensamiento y voluntad con la esperanza de encontrarse con la buena fortuna y no con la mala. Sacerdotes y burgueses se reparten las tareas: los sacerdotes se dedican al consuelo de los explotados, de los pobres, de los abandonados, convenciéndoles de que su miserable vida en esta tierra será compensada en la bienaventuranza del reino de los cielos; los burgueses, aprovechando el dominio social de su clase, se dedican a sus propios intereses, a sus propios negocios, a sus propios beneficios y, dirigiéndose a los proletarios, sean pobres o abandonados, dicen que la forma de «mejorar» las desgraciadas condiciones en las que han nacido y en las que viven sólo está en sus manos, en sus ambiciones personales y, por supuesto... en la suerte. En cualquier caso, a los proletarios sólo les queda esperar en el buen Dios o en la diosa Fortuna....

La burguesía, habiendo necesitado históricamente la fuerza de choque proletaria para derrocar a los poderes feudales y a todos sus aparatos políticos y administrativos, y para convertirse en la clase dominante, tuvo que construir una ideología que, al menos en palabras y en conceptos generales, diera al proletariado, que sólo podía luchar en nombre de la burguesía en el período de la revolución antifeudal, la sensación de ganar algo también para sí mismo. La democracia republicana, en lugar de la odiada autocracia de la nobleza, cumplió su cometido acuñando sus nuevos símbolos: la libertad, la igualdad, la fraternidad, símbolos que además se combinaron sin esfuerzo con la ideología religiosa que se adaptó a la nueva división de clases de la sociedad. Pero, con la «libertad» burguesa, la lucha entre las clases no desapareció; se redujo cada vez más al enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado, que se convirtieron en las dos clases principales de la sociedad capitalista. De hecho, es en la lucha entre estas dos clases donde se determina la posibilidad de que la burguesía mantenga su poder y siga viviendo de la explotación del trabajo asalariado, y que el proletariado, luchando contra la competencia entre trabajadores que la burguesía alimenta constantemente, se emancipe de la esclavitud asalariada derrocando el poder político burgués y transformando la economía existente en una economía socialista. «La condición más importante para la existencia y la dominación de la clase burguesa», afirma el Manifiesto de Marx-Engels, «es la acumulación de la riqueza en manos privadas, la formación y la multiplicación del capital; la condición del capital es el trabajo asalariado. El trabajo asalariado se basa exclusivamente en la competencia entre trabajadores. El progreso de la industria, del que la burguesía es un vehículo involuntario y pasivo, sustituye el aislamiento de los trabajadores resultante de la competencia por su unión revolucionaria resultante de la asociación. Por lo tanto, con el desarrollo de la gran industria, se quita de debajo de los pies de la burguesía el propio suelo sobre el que produce y se apropia de sus productos. Produce ante todo sus propios entierros. Su desaparición y la victoria del proletariado son también inevitables». En la perspectiva histórica de la lucha de clase y revolucionaria del proletariado, que no se realiza en el curso de un intento revolucionario, sino en el curso de varios intentos en los que las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución proletaria maduran a escala mundial, la emancipación del trabajo asalariado abre el camino a la emancipación de toda la humanidad de todo tipo de opresión, precisamente porque la sociedad a la que conducirá la victoria del proletariado mundial será la sociedad sin clases, en la que ya no existirá la clase que produce toda la riqueza pero no posee nada, ni la clase que se apropia de toda la riqueza social producida sobre la base de la explotación del trabajo de la clase productora. Esta es una perspectiva que pasa inevitablemente por la vía revolucionaria y la instauración del proletariado como clase dominante.

La revolución proletaria y la instauración de la dictadura de clase del proletariado tienen fines completamente diferentes a los de todas las revoluciones anteriores. En las sociedades anteriores la propiedad privada y el Estado no fueron abolidos; lo que cambió fueron las clases que, habiendo llegado al poder, sacaron el mayor provecho de ellos y los utilizaron para oprimir a las clases inferiores, que siempre han sido la mayoría, adaptando el Estado a sus propios intereses de clase (3), mientras que la propiedad privada pasó, mediante la expropiación violenta, de las antiguas clases dominantes a la nueva clase dominante. «Todas las clases que hasta ahora han alcanzado el poder», escribe el Manifiesto, «han tratado de asegurar la posición de vida ya adquirida sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de su adquisición», y todos los movimientos sociales anteriores «han sido movimientos de minorías, o se han producido en interés de minorías». El Estado no es más que «el órgano de la dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra; es la creación de un «orden» que legaliza y consolida esta opresión moderando el conflicto entre las clases» (Lenin, Estado y revolución); es, pues, «el producto y la manifestación de los antagonismos irreconciliables entre las clases». El Estado aparece allí, donde, cuando y en la medida en que los antagonismos de clase no pueden conciliarse objetivamente. Y, a la inversa, la existencia del Estado demuestra que los antagonismos de clase son irreconciliables» (Ibid.). Esto se aplica también al Estado proletario que sustituirá al Estado burgués durante todo el período de transición del capitalismo al socialismo -por tanto, el largo período de la dictadura proletaria y de la revolución proletaria internacional-, aunque la dirección histórica hacia la que se dirige el movimiento del proletariado revolucionario es la de una sociedad sin clases, y por tanto sin Estado, y por tanto sin el órgano de opresión de una clase por otra.

El Estado no sólo es la administración centralizada de los intereses de la clase dominante, sino que es, a través de su poderío militar, el defensor armado de estos intereses. El Estado no es un organismo neutral, sino de dominación de clase. En la sociedad capitalista es el defensor armado de los intereses de la clase dominante burguesa. Por eso la revolución proletaria no puede utilizar el Estado burgués para establecer su propia dominación de clase; debe romper esta máquina, este enorme edificio de poder burgués centralizado que expresa la dictadura de clase de la burguesía y sustituirlo por el Estado proletario, por la dictadura de clase del proletariado. La transición de la sociedad capitalista a la sociedad socialista, a la sociedad plenamente comunista, no se produce por decreto, no se produce al día siguiente de la insurrección revolucionaria victoriosa como siempre han imaginado los anarquistas. Esta transición es un proceso de transformación largo, contrastado, violento e internacional; la clase burguesa nunca renunciará al poder que ha ganado y mantenido durante más de dos siglos. La historia de las luchas de clases ha demostrado que la transición de la vieja a la nueva sociedad no es ni gradual, ni lineal, ni siquiera pacífica; y que las revoluciones proletarias que han aparecido en el horizonte desde 1848 han sido todas intentos fallidos hasta ahora, pero que indican claramente que la actual sociedad burguesa no es capaz de resolver de una vez por todas los conflictos de clase que sus propias contradicciones y crisis generan constantemente. Queda confirmado sin lugar a dudas que la única clase revolucionaria en la sociedad moderna es el proletariado, la clase de los asalariados, la clase que se ha dotado, a través de la lucha entre clases, de una teoría científica -el marxismo- que es la mejor que ha creado la humanidad durante el siglo XIX, superando todas sus limitaciones: la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés (Lenin, Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo); algo que ninguna otra teoría burguesa ha podido refutar.  

Es evidente que los objetivos históricos de la burguesía y del proletariado son completamente opuestos -la burguesía establece una nueva sociedad dividida en clases, y por lo tanto necesita un estado supercentralizado para mantenerla viva; el proletariado lucha contra cualquier sociedad dividida en clases, y por lo tanto también contra el estado que la representa-; es por lo tanto natural que Lenin, retomando a Engels (Antidühring) en la cuestión de la extinción del estado, insista en el concepto de la extinción del estado y no de su abolición. Lenin, de hecho, toma un pasaje del Antidühring para aclarar cómo las palabras de Engels fueron (y son) habitualmente falsificadas de manera oportunista. El pasaje es un poco largo, pero los lectores comprenderán la necesidad de no cortarlo, y es éste:

«El proletariado toma el poder del Estado y, en primer lugar, transforma los medios de producción en propiedad del Estado. Pero al hacerlo se suprime a sí mismo como proletariado, suprime todas las diferencias de clase y todos los antagonismos de clase, y también suprime al Estado como Estado. La sociedad que ha existido hasta ahora en el plano de los antagonismos de clase necesitaba el Estado, es decir, una organización de la clase explotadora en todo momento, para preservar las condiciones externas de su producción y, por tanto, especialmente para mantener a la clase explotada por la fuerza en las condiciones opresivas del modo de producción existente (esclavitud, servidumbre, servidumbre feudal, trabajo asalariado). El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo visible, pero lo era en la medida en que era el Estado de aquella clase que para su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos propietarios de esclavos, en la Edad Media el Estado de la nobleza feudal, en nuestra época el Estado de la burguesía. Pero al final, al convertirse efectivamente en representante de toda la sociedad, ella misma se vuelve superflua. En cuanto ya no haya clases sociales que mantener en la opresión, en cuanto, con la eliminación de la dominación de clases y la lucha por la existencia individual basada en la anarquía de la producción que ha existido hasta ahora, se eliminen también las colisiones y los excesos que surgen de todo ello, ya no habrá nada que reprimir que hiciera necesaria una fuerza represiva concreta, un Estado. El primer acto por el que el Estado se presenta realmente como representante de toda la sociedad, a saber, la toma de posesión de todos los medios de producción en nombre de la sociedad, es al mismo tiempo su último acto independiente como Estado. La intervención de una fuerza estatal en las relaciones sociales se vuelve superflua sucesivamente en cada campo y luego fracasa por sí misma. En lugar del gobierno sobre las personas aparece la administración de las cosas y la dirección de los procesos de producción. El Estado no está «abolido»; está extinguido» (4) [la negrita es nuestra]. 

Pues bien, Lenin aclara un aspecto decisivo contenido en el pasaje citado de Engels para comprender la dinámica de la revolución proletaria: «el proletariado, al tomar el poder, suprime así el Estado como Estado», pero al decir esto Engels está hablando de la supresión del Estado de la burguesía, «mientras que lo que dice sobre la extinción del Estado se refiere a los restos del Estado proletario que subsistirán después de la revolución socialista» (5). (5) El Estado es una fuerza represiva particular (Engels) con la que la burguesía (un puñado de ricos) reprime a millones de trabajadores; es evidente que para suprimir esa fuerza represiva particular el proletariado debe utilizar su propia fuerza represiva particular, es decir, la dictadura del proletariado, mediante la cual sólo puede tomar posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad arrancándolos de las manos de la propiedad privada. Así es como el Estado burgués es sustituido por el Estado proletario, es decir, por una fuerza represiva particular que tiene que reprimir los intentos de resistencia y restauración de la burguesía, la minoría de la sociedad. El Estado proletario que el proletariado establece en el período de su dictadura de clase, si no es derrotado y por tanto suprimido por la restauración burguesa -como ocurrió con la Comuna de París en 1871 y la Comuna de Petrogrado en 1917-26-, teniendo como tarea histórica «la toma de posesión de todos los medios de producción en nombre de la sociedad», y destruyendo así las relaciones de producción burguesas de intercambio y propiedad e iniciar la transformación de la economía capitalista en una economía socialista, tiende a volverse superflua precisamente por la destrucción de las relaciones sociales burguesas, superando la división social del trabajo e iniciando así el paso de toda la sociedad a la era del «dominio sobre las personas», característica de las sociedades divididas en clases, a la era de la «administración de las cosas y dirección de los procesos de producción», característica sólo de la sociedad sin clases.

¿Cómo se puede lograr esto?

Es precisamente el alto grado de desarrollo de la producción al que ha llegado el capitalismo lo que constituye la base económica para la transformación socialista. Pero este mismo desarrollo capitalista de la producción impide, en un momento dado, un mayor desarrollo debido a las crisis de sobreproducción que el modo de producción capitalista encuentra cíclica e inexorablemente. Todo el sistema, como dice Engels, de «la apropiación de los medios de producción y de los productos, y por tanto del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por parte de una determinada clase de la sociedad no sólo se ha vuelto superfluo, sino que se ha convertido económica, política e intelectualmente en un obstáculo para el desarrollo» (6). (6) La impotencia de este sistema es evidente en cada crisis. Engels continúa: «La fuerza de expansión de los medios de producción arranca las ataduras que les impone el modo de producción capitalista. Su liberación de estas ataduras es la única condición previa para un desarrollo ininterrumpido y constantemente acelerado de las fuerzas productivas y, por tanto, para un aumento prácticamente ilimitado de la propia producción».

Por lo tanto, la apropiación ya no privada, sino social, de los medios de producción y de los productos «elimina no sólo el obstáculo artificial de la producción existente, sino también la destrucción real y completa de las fuerzas productivas y de los productos, que en la actualidad es la compañera inevitable de la producción y que alcanza su clímax en las crisis. La apropiación social, al eliminar el despilfarro insensato de los lujos por parte de las clases dirigentes actuales y sus representantes políticos, libera también una masa de medios de producción y de productos en beneficio de la colectividad. La posibilidad de asegurar, mediante la producción social, a todos los miembros de la comunidad una existencia que no sólo sea completamente suficiente en términos materiales y se enriquezca cada día, sino que les garantice el desarrollo y el ejercicio completamente libres de sus facultades físicas y espirituales: esta posibilidad existe ahora por primera vez, pero existe» (7). Engels escribió esto en 1878, treinta años después del Manifiesto del Partido Comunista, y siete años después del primer ejemplo de dictadura proletaria con la Comuna de París; La misma posibilidad existe hoy con mayor razón, no sólo porque ya se intentó con la Revolución de Octubre de 1917 y la fundación de la Internacional Comunista, sino porque, incluso en su derrota, y en el implacable desarrollo del capitalismo a nivel mundial, los factores de crisis de la sociedad capitalista también han aumentado implacablemente, demostrando aún más la impotencia congénita de esta sociedad para resolver sus propias contradicciones, devolviendo la solución de la gran cuestión histórica al terreno de la lucha abierta entre las clases.

 

 

CAVAR, CAVAR, VIEJO TOPO...

 

El desarrollo del capitalismo lleva necesariamente a la creación del proletariado incluso en los países situados al margen de las grandes rutas comerciales, en países atrasados desde el punto de vista capitalista debido sobre todo a la falta de industria a gran escala, pero suficientemente desarrollados para que en ellos se haya desarrollado un proletariado junto a la población campesina y artesana. A diferencia de los campesinos, que poseen un pedazo de tierra, aunque sea pequeño, y por lo tanto un medio de producción del que pueden obtener un magro sustento, los proletarios están sin reserva, sin propiedad: producen toda la riqueza de la sociedad, pero no poseen nada, ni los medios de producción ni los productos para vivir que están obligados a ir a comprar al mercado. Los burgueses dirían que son «dueños» de su fuerza de trabajo, y por supuesto «libres» de venderla a cualquier capitalista, al igual que cualquier capitalista es «libre» de comprarla o no, de emplearla durante un tiempo determinado o de despedirla si la actividad económica en la que la ha empleado no es suficientemente rentable. La libertad del proletario no es la misma que la del capitalista; estas dos «libertades» no tienen el mismo peso y no conducen al mismo resultado: Para sobrevivir, el proletario está obligado a vender su fuerza de trabajo al capitalista, a someterse al régimen salarial y a sufrir todas las consecuencias de la dominación económica, política y social del capitalismo; el capitalista no está obligado a vender su fuerza de trabajo potencial, no vive de tener que venderla sino de comprarla y explotarla desde una posición de fuerza porque la dominación social de su clase (que se expresa en la propiedad privada de los medios de producción y en la apropiación privada de la producción social, defendida por el Estado burgués) lo pone en condiciones de comprarla al menor costo posible y explotarla al máximo.

Esto no quita que la propaganda ideológica de la burguesía sobre la libertad, y por supuesto la igualdad y la fraternidad, haya engañado y siga engañando a las masas proletarias haciéndoles creer que pueden participar en la gestión política de la sociedad a través de la democracia y sus instituciones, gracias a las cuales los proletarios tendrían la posibilidad de influir en las decisiones que todo gobierno, nacional y local, tiene que tomar, inclinando al menos parte de esas decisiones a favor de sus propias condiciones de existencia. De hecho, cada pequeña mejora en las condiciones de trabajo y de vida los proletarios se la deben sobre todo a su lucha, especialmente cuando su lucha perjudica gravemente los intereses empresariales o cuando ponen en peligro los intereses capitalistas más generales, o incluso el poder político. Pero la propia historia de la lucha de clases demuestra que las mejoras económicas y sociales conseguidas nunca son duraderas en su consistencia económica, así como en su aplicación formal; antes o después pueden ser inaplicables o anuladas parcial o totalmente, según las relaciones de poder entre las clases y dependiendo de los intereses contingentes de la clase burguesa dominante. La dominación política de la burguesía le permite defender su posición dominante y opresiva con las leyes y la fuerza del Estado, y le permite, si sirve a sus intereses más generales -en particular en presencia de crisis agudas de su economía-, anular o modificar las concesiones hechas al proletariado. 

En los países imperialistas y, en cierta medida, en los países capitalistas medianamente avanzados, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, la burguesía, para evitar situaciones en las que sus proletarios, sobre la base de su lucha por la defensa económica, pudieran volver a organizarse de forma independiente en el campo de la lucha de clases abierta, adoptó el sistema de amortiguadores sociales con el que intentaron e intentan silenciar las necesidades elementales de supervivencia de al menos una parte de las masas proletarias. El objetivo es obvio: se trata de aliviar las tensiones sociales, especialmente en tiempos de crisis económica. El hecho de que este sistema, en general, siga funcionando lo demuestra el hecho de que las masas proletarias de los países capitalistas más avanzados todavía pueden contar con al menos unos cuantos amortiguadores sociales, lo que, durante décadas, ha contribuido a que se plieguen a las necesidades de la economía capitalista y sigan estando fuertemente influenciadas por las fuerzas sindicales y políticas del oportunismo que, como afirmó Lenin, no son más que los lugartenientes de la burguesía en las filas proletarias en defensa de la conservación social. Además de embrutecer ideológica y políticamente al proletariado, estas fuerzas se las arreglan para hacerle creer que la explotación capitalista de su fuerza de trabajo es un hecho «natural» y que, en todo caso, es el precio que hay que pagar por la civilización moderna, por la civilización industrial, por la conservación de la democracia, en definitiva, por no volver a caer en la «barbarie».

En la sociedad burguesa, en la sociedad en la que todo es una mercancía, incluso el aire que respiramos, el riesgo del capitalista es hacer inversiones que no le reporten el beneficio esperado, el riesgo del proletario es no encontrar un capitalista que le explote o encontrar uno, tal vez ocasionalmente, y sólo si se conforma con un magro salario. Ambos se arriesgan, por supuesto, cada uno en su esfera social; el capitalista se arriesga a no poder obtener los beneficios esperados, el proletario se arriesga a morir de hambre, a ser aplastado por la maquinaria a la que está unido, a intoxicarse de por vida y a morir tras años de enfermedad o en una guerra que nunca quiso. Unos y otros, en efecto, se ven obligados a depender del mercado, de este ente por encima de todos los demás como una divinidad que decide ciegamente el destino de cada ser humano, pero que sólo privilegia a los que tienen capital en su poder, no importa que sea en forma de bienes inmuebles, medios de producción y distribución, dinero, acciones de empresas o que provenga del robo y la corrupción. A fin de cuentas, al mercado no le interesa si quienes manejan el capital son empresarios o intermediarios entre la producción y el intercambio, si han heredado la propiedad y el capital acumulado mediante la explotación de la fuerza de trabajo de generaciones anteriores o si se han hecho con un botín robado a otros: al mercado le interesa la circulación del capital, la transformación de las mercancías en dinero y la inversión del dinero en cualquier actividad que produzca beneficios. El mercado es el escenario en el que se desarrolla la lucha competitiva entre la burguesía, entre las empresas, entre los Estados y, en la era de los grandes negocios, de las sociedades anónimas, de las transacciones internacionales facilitadas por las innovaciones tecnológicas, en la llamada globalización. El desarrollo del capitalismo incluso en los países económicamente atrasados tiene como contrapartida el desarrollo de los factores de crisis incluso en esos países. Los ciclos de crisis tienden a acercarse cada vez más. Mientras que en la época de Marx y Engels los ciclos de crisis en los países capitalistas entonces desarrollados eran de unos diez a doce años, hoy, en una época en la que hay muchos más países capitalistas desarrollados -y por tanto la competencia internacional entre ellos se ha intensificado enormemente- los ciclos de crisis se han reducido prácticamente a la mitad. No todas las crisis, por supuesto, son mundiales. Pero la competencia internacional entre los países imperialistas más fuertes descarga sus tensiones sobre los países más débiles, sumiéndolos en crisis permanentes que se concentran en ciertas áreas -las famosas «zonas de tormenta»- como Oriente Medio, América Central, África del Norte, el Cuerno de África, África Central, el Sudeste Asiático. Crisis que inevitablemente, en algún momento, tienen que desencadenarse en el corazón del capitalismo mundial, que antes era sólo Europa, pero que desde el siglo pasado afecta también a Norteamérica y, hoy más que nunca, al Extremo Oriente chino-indo-japonés.

El desarrollo del capitalismo no ha hecho más que proletarizar a miles de millones de seres humanos. En este sentido, ha seguido quitando «de debajo de los pies de la burguesía el propio suelo en el que produce y se apropia de sus productos», aumentando así la masa de sus futuros enterradores. Se comprende, pues, cuánto miedo puede infundir en la burguesía incluso la idea de que la revolución del proletariado está en su horizonte. Se entiende por qué invierte enormes recursos en el control social de las masas proletarias a través de la escuela, la prensa, la televisión, las redes sociales, las iglesias, las asociaciones deportivas y, por supuesto, en último lugar, pero no por ello menos importante, el Estado y todos sus aparatos de represión e influencia política, siendo el parlamento el más importante.

Si fuera cierto el cuento de que a través de la democracia, y a través del Estado, que debe estar por encima con respecto a las clases sociales que luchan entre sí, se deben sanar los conflictos sociales y lograr la tan cacareada igualdad social, la burguesía no llegaría a tales extremos para reprimir, y posiblemente impedir, todo movimiento de clase proletario que insinúe expresarse y organizarse. Es cierto, y tiene la prueba de décadas de éxito de su lado, que el sistema democrático ha conseguido hasta ahora desviar, engañar, aprisionar y debilitar a las fuerzas proletarias, que se ven objetivamente empujadas a luchar contra unas condiciones de existencia insoportables y contra un poder económico y político que no puede resolver ninguna de las grandes contradicciones que caracterizan a esta sociedad.

La burguesía sabe que es necesario organizar la defensa económica del proletariado, y que esta organización -como la propia lucha inmediata y política del proletariado- puede tomar dos caminos: el clasista, es decir, en oposición frontal a los intereses capitalistas y burgueses, o el conciliador, reformista, colaboracionista, es decir, dirigido a la colaboración de clase sometiendo los intereses proletarios a las exigencias primarias de la economía capitalista. En cuanto a los intereses políticos, se da el mismo panorama: incluso la organización política del proletariado, y por tanto el partido político, puede tomar dos caminos: o el de la clase, o el del reformismo, el de la colaboración entre las clases. Y por muchas diferencias que se expresen entre un partido y otro, ya sea en el campo de la lucha de clases o en el de la colaboración de clases -y en un país capitalista avanzado estas diferencias pueden ser muchas en un campo y en el otro porque corresponden a la fragmentación de intereses de los grupos y estratos en que se diversifica la sociedad capitalista desarrollada-, la burguesía hará, como ha hecho y hace sistemáticamente, todo lo posible para que el proletariado no pueda escapar a su influencia incluso en el caso de que se constituya organizativamente de manera independiente. Esto ya ha sucedido en todos los puntos de inflexión históricos en los que el movimiento revolucionario del proletariado ha aparecido en su cita con la historia, en 1848, en 1871, en 1914-18, en 1917 en Rusia, en 1919 en Alemania, en 1927 en China, en 1939-45 y en los años posteriores, particularmente en el largo período en el que las luchas anticoloniales pudieron también poner en la agenda la reorganización de clase del proletariado en los países imperialistas. En todos estos acontecimientos la burguesía pudo contar con aliados de primera importancia para la conservación y defensa de su poder: las fuerzas oportunistas, el abigarrado espectro de fuerzas que iba desde el repostaje de la derecha y el centrismo de Kautsky hasta el revolucionarismo inconcluso de los anarquistas y el revolucionarismo palabrero de los maximalistas.

Pero todos estos extraordinarios portavoces no eran suficientes para apaciguar a la clase burguesa dominante; lo que se necesitaba era una política oportunista que no se apoyara únicamente en los intereses económicos inmediatos de la clase proletaria y en la democracia parlamentaria -terrenos nunca abandonados por la burguesía y el oportunismo, salvo en períodos de dictadura burguesa abierta, como el fascismo y las dictaduras militares debidas a crisis sociales especialmente profundas-, sino que extendiera su influencia en el terreno político directamente desde el terreno revolucionario.

Marx, en su famoso artículo de 1848 (La burguesía y la contrarrevolución) (8), reiteró que «nuestro terreno no es el del derecho; es el de la revolución». El gobierno, por su parte, ha abandonado por fin la hipocresía del terreno legal; se ha colocado en el terreno revolucionario; porque el terreno contrarrevolucionario es también revolucionario». Es la propia burguesía la que se despoja de la máscara democrática cuando el proletariado desciende al terreno revolucionario, al terreno de la lucha de clases, de la lucha por la conquista del poder político. Es el mismo concepto subrayado por Lenin, en febrero de 1917 y aún más claramente en octubre de 1917; y por Bordiga frente al fascismo, cuando blandió la intransigencia marxista para dirigir al proletariado a abandonar el terreno parlamentario, el terreno del derecho, el terreno de la legalidad, como estaba haciendo la burguesía, y desafiarla en el terreno revolucionario, porque las escuadras fascistas no eran más que la vanguardia de la contrarrevolución burguesa que elevaba el enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado al nivel más alto del enfrentamiento político, la conquista del poder político, que era al mismo tiempo terreno contrarrevolucionario y revolucionario.

Pues bien, la contrarrevolución burguesa, después de haber sido derrotada en el terreno militar por el Ejército Rojo en tres años de guerra civil, aprovechó tanto las enormes dificultades del proletariado europeo para emprender con decisión la vía revolucionaria por los prejuicios legalistas y democráticos aún arraigados en sus actitudes y prácticas, y de las verdaderas dificultades económicas de una Rusia soviética que tuvo que transigir con los capitalistas dispuestos a entablar relaciones económicas con ella, para insinuarse, bajo la apariencia de revolucionarismo en las palabras y de conservadurismo en los hechos, en la Internacional Comunista y en el partido bolchevique que la dirigía, infectándolos con los virus llamados frentismo, inmediatismo, economicismo, nacionalismo y chovinismo.

La derrota de la Revolución de Octubre, y de la Internacional Comunista como partido comunista mundial, se debió sobre todo a un proceso degenerativo interno que, como un cáncer, debilitó y finalmente mató al partido comunista de Lenin y, con él, al movimiento comunista mundial. Las consecuencias de esta derrota fueron y son mucho más pesadas para el proletariado mundial y para el movimiento comunista internacional que una derrota debida a un enfrentamiento militar en el que el partido comunista, aunque vencido, había mantenido su brújula firme en el cenit revolucionario, gracias a lo cual podría haber reanudado su lucha sin tener que restaurar de arriba abajo la doctrina marxista que la contrarrevolución estalinista -burguesa a todos los efectos- había falseado, distorsionado y destruido. Pero por muy poderosa que haya sido la contrarrevolución, no ha podido resolver las contradicciones más profundas del sistema económico capitalista que, a medida que se desarrolla, no hace más que replantear en la escala más alta la gran alternativa histórica: o guerra burguesa o revolución, o dictadura burguesa o dictadura proletaria. Y es en esta perspectiva en la que la corriente de la izquierda comunista italiana ha seguido trabajando a pesar de la dura derrota de la revolución en los años 20 y del fracaso que tuvo que registrar en los años que van de 1920 a 1926 con respecto a sus advertencias no sólo sobre la cuestión del parlamentarismo, sino también sobre cuestiones políticas fundamentales como el frente único político, el gobierno obrero, la aceptación en la Internacional de los llamados partidos «simpatizantes», etc.; y ha prodigado todos sus esfuerzos sobre la cuestión del «proletariado», elprodigó todas sus fuerzas en la restauración de la doctrina marxista -sin teoría revolucionaria nunca habrá un movimiento revolucionario- y en la reconstitución del partido comunista internacionalista.

Hoy seguimos en plena contrarrevolución y el proletariado sufre los efectos de una depresión política y económica sin parangón. Pero las condiciones de existencia de la burguesía dependen cada vez más de las condiciones de existencia del proletariado que, más allá de un cierto límite de explotación, miseria, hambre y muerte, se verá inexorablemente empujado a levantarse y a aceptar el desafío en el terreno contrarrevolucionario que es, como bien señaló Marx, también terreno revolucionario. Tal vez no esté tan lejos el momento de una convulsión social telúrica desde los países de la periferia del imperialismo hacia los grandes países imperialistas.

 


 

(1) Joseph Weydemeyer (1816-1866), exponente del movimiento obrero alemán y estadounidense; participó en la revolución de 1848-49 en Alemania después de servir como teniente de artillería en el ejército prusiano; fue miembro de la Liga Comunista en 1850 y 1851; después de servir como editor de la revista Neue Deutsche Zeitung, emigró a América, donde participó en la Guerra Civil estadounidense como coronel del ejército del Norte. Propagó el marxismo, junto con Adolf Cluss, que también fue miembro de la Liga Comunista de Maguncia y que más tarde emigró a América. Ambos mantuvieron una estrecha correspondencia con Marx y Engels.

(2) Véase Marx a Weydemeyer, 5 de marzo de 1852, en Obras seleccionadas, vol. II, Ed. Progreso

(3) Marx, en su El 18 Brumario de Luis Bonaparte, retomado por Lenin en Estado y Revolución, a propósito del Estado, y después de haber examinado todos los aspectos que condujeron al golpe de Estado de Luis Bonaparte, escribe «La primera Revolución Francesa, a la que se le impuso la tarea de romper todos los poderes independientes de carácter local, territorial, de ciudad y de provincia, para crear la unidad burguesa de la nación, tuvo necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había comenzado: la centralización y al mismo tiempo tuvo que desarrollar la amplitud, las atribuciones y los instrumentos del poder gubernamental. Napoleón llevó este mecanismo del Estado a la perfección. La monarquía legítima y la monarquía de julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que se desarrolló de la misma manera que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creó nuevos grupos de interés y, por tanto, nuevo material para la administración del Estado. Todo interés común se desprende inmediatamente de la sociedad y se contrapone a ella como un interés general y superior, arrancado de la iniciativa individual de los miembros de la sociedad y convertido en objeto de la actividad gubernamental, empezando por los puentes, los edificios escolares y los bienes comunales de la más pequeña aldea, y terminando por los ferrocarriles, el patrimonio nacional y la Universidad de Francia. Finalmente, la república parlamentaria se vio obligada a reforzar los instrumentos y la centralización del poder estatal en su lucha contra la revolución, junto con las medidas represivas. Todas las convulsiones políticas no han hecho más que perfeccionar esta máquina en lugar de romperla. Los partidos que posteriormente lucharon por el poder consideraron la posesión de este enorme edificio del Estado como el principal botín del vencedor», Ediciones Progreso, 1964, p. 206-7.

(4) Véase F. Engels, Antidühring, Fundación Federico Engels, Madrid 2014.

(5) Véase Lenin, El Estado y revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

(6) Véase F. Engels, Antidühring, cit.

(7) Ibid.

(8) Véase K. Marx, La burguesía y la contrarrevolución, Neue Rheinische Zeitung, nº 165, 10 de diciembre de 1848, en Marx-Engels, Periodismo Revolucionario, Editorial Roca, Madrid 1975.

 

 

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