La guerra burguesa y la propaganda del horror

(«El proletario»; N° 26; Feb.-Marzo-Abril de 2022 )

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La propaganda del terror es, para la burguesía, un arma de guerra. Por supuesto, todos los beligerantes utilizan este arma para sus propios fines. El objetivo más importante, que se persigue documentando con imágenes reales y especialmente fabricadas, es justificar la guerra contra el enemigo contra el que se ha convocado a su propia población, compactándola en la gran y milagrosa unidad nacional gracias a la cual se puede aumentar la fuerza de impacto, o resistencia, de las operaciones bélicas.

En particular, a partir de la segunda guerra imperialista mundial, las guerras que libran las clases dominantes, por el interés exclusivo de repartirse los mercados y el mundo, implican cada vez más a las poblaciones civiles de los países donde se producen los enfrentamientos militares. Por supuesto, al golpear a la población civil de los países «enemigos», el objetivo es amortiguar el espíritu de lucha de sus tropas militares, debilitándolas, desorientándolas, desmoralizándolas, empujándolas a la rendición. Cuanto más resiste el «enemigo», más se golpea a su población civil, se la masacra, se la obliga a huir de sus hogares. Las operaciones militares de las clases dominantes burguesas no responden a ninguna moral; se preparan, se organizan, se llevan a cabo exclusivamente con el objetivo de doblegar al enemigo a sus propios intereses inmediatos y futuros, intereses que no son sólo militares, sino políticos, económicos y de poder y para los que las vidas humanas rotas son simplemente... un daño esperado, necesario, que a menudo se hace pasar hipócritamente por... colateral. Por lo tanto, se recurre a cualquier medio, más allá de las ilusorias convenciones internacionales de no utilizar determinadas armas o al menos no contralos civiles, que están evidentemente desarmados. La lástima desaparece, es un sentimiento totalmente episódico y ligado exclusivamente a la vergüenza de los soldados individuales que no pueden soportar la visión del horror en el que han participado. Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, las bombas de gas, de fósforo y de racimo, los objetos explosivos disfrazados de objetos cotidianos, las minas antipersona, las bombas bacteriológicas y los miles de otros inventos que la tecnología moderna permite poner en práctica con el fin de matar, masacrar y aniquilar a los enemigos del momento, muestran cómo la sociedad burguesa, mientras habla de democracia, de cohesión nacional, de valores compartidos y sobre todo de búsqueda de la paz, no es más que un horror permanente.

Los medios de comunicación burgueses dan por sentado que la guerra conlleva destrucción, muerte y horror. Y se asombran cuando los horrores ocurren incluso en tiempos de paz. En realidad, la sociedad capitalista, al acumular y multiplicar la violencia social, las desigualdades, la explotación intensiva del trabajo asalariado y de los recursos naturales, la competencia desenfrenada entre capitalistas y entre Estados, no hace más que sistematizar el horror sobre el que se ha desarrollado y por el que se mantiene vivo. Cuáles son los accidentes y muertes sistemáticas en el lugar de trabajo; las lesiones y muertes en las constantes catástrofes causadas por derrumbes, deslizamientos de tierra, inundaciones, incendios, catástrofes aéreas, marítimas, ferroviarias y viales, terremotos; la violencia y los asesinatos cotidianos, en particular contra las mujeres o por motivos racistas o por sentimientos de venganza contra grupos de personas indefensas que funcionan como objetivos de actos de venganza, en las escuelas, en los hospicios, en las calles; ¿qué son sino la prueba de que la sociedad burguesa actual es la sociedad de los horrores, la sociedad de los desastres, la sociedad de la muerte y de las atrocidades?

Gracias a las tecnologías avanzadas, los medios de comunicación más recientes pueden llevar a la casa de todos escenas y películas de destrucción, represión, muerte y heridas a través de la televisión y los teléfonos móviles; de esta manera, el horror se convierte en algo cotidiano, despertando la curiosidad morbosa y, al mismo tiempo, el miedo. Al estar en manos de las grandes empresas industriales y financieras, los medios de comunicación son obviamente utilizados al servicio de sus intereses; mientras que por un lado se muestran y describen con todo lujo de detalles las atrocidades llevadas a cabo por el «enemigo», las mismas atrocidades cometidas en el otro lado del frente se esconden. En ambos casos, los beligerantes utilizan el horror de la guerra de la misma manera: para infundir sentimientos de solidaridad y venganza en ambos bandos y justificar sus masacres mutuas. Es evidente que las operaciones bélicas llevadas a cabo por los ejércitos más poderosos y organizados causan más destrucción, más muertes y más atrocidades en proporción a los objetivos fijados, al progreso de la guerra y a la resistencia y los contraataques del «enemigo». Sin remontarnos a la Segunda Guerra Mundial, basta con ver las guerras de Irak, Libia, Siria o Yugoslavia para darnos cuenta de que los horrores de la guerra no son más que la continuación, por medios militares, de la política burguesa e imperialista aplicada anteriormente.

Así que la pregunta es: ¿a qué intereses sirve la política aplicada por la clase dominante burguesa en tiempos de paz? Son exactamente los mismos intereses que en tiempos de guerra, sólo que en tiempos de guerra los medios represivos utilizados para mantener el orden capitalista están mucho más concentrados y son más destructivos, cualitativa y cuantitativamente, en el espacio y en el tiempo, que en tiempos de paz. La clase dominante burguesa no cambia su esencia como clase dominante al pasar de la paz a la guerra, o viceversa: lo que cambia son precisamente los medios militares a escala más o menos extensa, más o menos destructiva, más o menos local, más o menos mundial. Y no hay que olvidar que la sociedad capitalista siempre se ha desarrollado a través de las guerras, que no son más que el punto histórico de mayor crisis de la sociedad capitalista. La propia economía capitalista conduce, en su desarrollo -cuando las crisis económicas y financieras ya no pueden superarse mediante mecanismos de compensación económica, financiera y social- a la crisis de la guerra. Los enfrentamientos entre las empresas, los monopolios y los estados, habiendo llegado al límite de la tensión provocada por la crisis de sobreproducción, exigen objetivamente ser sanados por una destrucción cada vez mayor de las fuerzas productivas. La guerra imperialista es la única «solución» que conocen las clases dominantes burguesas. Por eso la guerra, en la sociedad capitalista, es inevitable; es la propia política burguesa, la política de poder, la política de conquistar mercados cada vez más grandes a costa de la competencia, la que lleva a las clases dominantes burguesas, cada vez más enfrentadas entre sí, a prolongar su política económica hasta convertirla en una política de guerra. La liberación de territorios y países, siempre evocada por uno u otro bando de los beligerantes, es en realidad la liberación de los mercados: los mercados se «liberan» de una competencia que con la guerra se destruye temporalmente para dar paso a los vencedores; una competencia que, sin embargo, nunca desaparece, porque es parte integrante del capitalismo, y al renovarse no hace sino reconstituir los factores de tensión y contraste que conducirán de nuevo a la guerra.

Cuando los niveles de tensión en las relaciones internacionales alcanzan cotas que ya no pueden ser controladas, y por mucho que cada clase dominante burguesa se prepare de antemano para la guerra -como demuestran la carrera armamentística y su continua modernización-, la burguesía no es capaz de predecir ni cuánto durará la guerra (las guerras relámpago siempre han sido una ilusión) ni cuántos recursos tendrá que desplegar para ganarla, nicuánto podrá contar con la cohesión nacional de su población, ni qué efecto tendrán las tensiones sociales internas y las derrotas en las distintas batallas, ni si los aliados de la primera hora serán los mismos mientras dure la guerra. Así como el modo de producción capitalista no es controlable por la burguesía -que de hecho es su representante, y ha erigido su poder político sobre él, heredando la propiedad privada y la organización estatal de las sociedades más antiguas-, ni el mercado, ni el capital, ni el desarrollo de las fuerzas productivas, ni la guerra ni la paz son controlables.

La burguesía, de ser una clase revolucionaria, es decir, representante del desarrollo de las fuerzas productivas injertadas en la vieja sociedad feudal, se ha convertido con el paso del tiempo necesariamente en una clase reaccionaria, es decir, en una clase que mantiene por la fuerza el poder político incluso cuando ya no puede desarrollar las fuerzas productivas que el modo de producción capitalista ha generado y que, precisamente por sus contradicciones intrínsecas, debe destruir necesariamente para dar paso a nuevos ciclos productivos. La ley del valor, si bien por un lado significa un poderoso impulso para el desarrollo capitalista, al mismo tiempo representa un poderoso freno al desarrollo de las fuerzas productivas; el capital se digiere a sí mismo para sobrevivir, se alimenta del trabajo humano, a través del cual se produce la acumulación y valorización del capital, únicamente para sobrevivir como capital. A las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista se suman las inherentes al Estado nacional, es decir, al organismo centralizado que se creó para intentar superar las contradicciones económicas derivadas de la producción por empresas y su competencia en el mercado, pero que en realidad desempeña el papel de defensor último de los polos capitalistas más fuertes que monopolizan el mercado nacional, es decir, el defensor último del capitalismo nacional.

La guerra de competencia entre capitales se convierte, en un momento determinado del desarrollo del capitalismo, en una guerra entre Estados, en una guerra de guerras. La política burguesa, que apoya y defiende, política, diplomática y económicamente, los intereses del capitalismo nacional contra los intereses de todos los demás capitalismos nacionales existentes, extiende su actividad -en la lucha de la competencia internacional- al nivel de la confrontación militar. El Estado, por tanto, de ser el máximo defensor de los intereses nacionales pasa a ser el máximo agresor a los intereses de las demás burguesías. La guerra, por tanto el uso de medios militares para afirmar los intereses nacionales, tiene la tarea de «resolver» los enfrentamientos  intercapitalistas, y por lo tanto interimperialistas, que las presiones y los acuerdos políticos no logran «resolver», que las tácticas de amenazas, sanciones y embargos no logran «resolver». La guerra, por tanto, además de la tarea de destruir, debido a las crisis de sobreproducción, enormes cantidades de mercancías no vendidas y enormes cantidades de fuerzas productivas no utilizadas, es también el medio por el que los Estados nacionales más fuertes y poderosos someten a los Estados más débiles, repartiendo el mundo -y por tanto los mercados- entre los ganadores.

Para hacer la guerra, la burguesía de cada país necesita movilizar a todo el país, especialmente las fuerzas productivas, es decir, el capital y los asalariados; necesita unir a todas las clases sociales en un solo ejército. Esta «unión nacional» no se forma espontáneamente, no es automática. La burguesía tiene que prepararla, construirla y mantenerla en el tiempo porque tiene que atenuar los enfrentamientos sociales existentes que, con las crisis económicas, y con la crisis de la guerra en particular, tienden a agudizarse. Para lograr esa unión nacionalindispensable para su propia supervivencia como clase dominante, la burguesía utiliza todos los medios posibles, legales e ilegales, lícitos e ilícitos, morales y amorales, pacíficos, represivos, terroristas. Para enviar al matadero a masas de proletarios y soldados, no basta con obligarles -lo que hace, por supuesto- sino que hay que convencerles de la «justeza» de la guerra, una guerra siempre presentada, por toda burguesía, como una guerra «defensiva». Y uno de los medios de convicción burgueses utilizados, por ambos bandos de la guerra, es precisamente la propaganda sobre la justeza de la guerra, sobre la necesidad de armarse para defender la patria, las fronteras sagradas, la civilización, las propias tradiciones, el propio modo de vida; una propaganda que exalta todo fenómeno, toda situación, todo hecho, todo acontecimiento capaz de suscitar las más fuertes emociones para que los miembros de ese ejército «nacional» estén dispuestos a sacrificar su vida en favor de... la patria, las fronteras sagradas, la civilización, etc., etc.

La propaganda del horror es parte integrante de la propaganda de guerra; cuanto más destructiva resulta la guerra, cuanto más afectan las acciones bélicas a la población civil, más necesaria se hace la propaganda del horror para la burguesía. Y así, las masacres, las torturas, las matanzas realmente ocurridas o inventadas sirven tanto para descomponer y desmoralizar a las tropas y a la población que las ha sufrido, como para aumentar el sentimiento de venganza por haberlas sufrido; se convierten en un combustible para la propia guerra.

 Al igual que la burguesía llora a los muertos de las catástrofes provocadas por la negligencia sistemática aplicada para ahorrar costes, acelerar la producción, ganar dinero en materiales y embolsarse beneficios extra; la burguesía, después de haber matado y masacrado, llora a los muertos de sus guerras, celebra a las víctimas, establece «días de recuerdo», hace «revivir» a los muertos que ella misma ha provocado para reiterar el horror de su muerte con el fin de solicitar dolor, y el recuerdo del dolor, para justificarse, para volver a proponer su sociedad capitalista como una sociedad que «pide perdón» por no haber podido evitar esas muertes y esos dolores y que «promete» hacer todo -a través de los valores morales y políticos escritos en sus constituciones- para que esos horrores «no vuelvan a ocurrir»; una sociedad que, por un lado, mata de hambre a miles de millones de seres humanos y, por otro, se encarga de alimentar a una parte de ellos, que, por un lado, arroja a multitudes cada vez más grandes a la miseria y a la inseguridad sistemática de la vida y, por otro, distribuye a una parte de ellos migajas de bienestar inmediato destinadas a desaparecer repentinamente en la próxima crisis.

En las últimas décadas, los proletarios de los países de la periferia del imperialismo han conocido el horror de la guerra, el hambre y la pobreza; huyen de este horror, arriesgando su propia vida y la de las familias que dejan atrás, en busca de una supervivencia menos incierta y menos dolorosa. Huyen de los países que no ofrecen ni futuro ni presente, hacia los países de la opulencia, de la paz, de las garantías constitucionales, los países de Europa Occidental o de América del Norte, los países donde reina la democracia, los países de los derechos. ¿Y qué encuentran en estos países? Encuentran el odio y la desconfianza como migrantes, como refugiados; encuentran la misma miseria de la que huyeron sólo que disfrazada de caridad humanitaria; encuentran el tráfico de seres humanos, el trabajo ilegal, la prostitución, las drogas y el crimen, una vida como esclavos tratados peor que los animales y siempre a punto de ser peor en cualquier momento. El horror del que creían haberse alejado y superado, reaparece bajo otras formas; de hecho, nunca les abandona. Si no son las bombas las que los matan y rompen sus familias, es la dureza de la vida, la vida de esclavitud la que tarde o temprano aplasta su resistencia.

La mayoría de los proletarios de los países imperialistas comparten la misma condición de esclavos asalariados, sólo que décadas de prosperidad capitalista, de superganancias capitalistas, de explotación bestial de los proletarios de los países de la periferia del imperialismo, mientras les han proporcionado un nivel de vida más decente, han oscurecido sus mentes, han borrado de su memoria las verdaderas condiciones de esclavitud asalariada en las que viven y las tradiciones de sus luchas como clase antagónica a la clase dominante, la clase capitalista, la clase burguesa que es responsable directa de la explotación del trabajo asalariado, de las desigualdades sociales, de la competencia en los mercados entre los Estados, de la miseria creciente de la inmensa mayoría de la población mundial, de las guerras y sus horrores. Mientras los horrores de la guerra burguesa se referían a las colonias, a los países alejados de las metrópolis de la democracia imperialista, países a los que las metrópolis imperialistas enviaban a sus soldados para llevar la democracia y la prosperidad, para «curar» los enfrentamientos étnicos, para transportar a esos habitantes de la «barbarie» a la «civilización», la guerra burguesa con todos sus horrores parecía de alguna manera justificada; la gente se compadecía de los muertos de las masacres civilizadoras y lloraba a sus propios muertos, pero muertos por una «causa justa». Pero la guerra también llamó a las puertas de Europa.

Con la guerra de Ucrania, como en los años 90 con las guerras de Yugoslavia, la paz en Europa se ha roto; Europa ya no es una isla feliz donde la burguesía puede disfrutar de su opulencia y los proletarios autóctonos pueden disfrutar de las migajas que caen de la mesa de los ricos capitalistas. La santificada democracia ha demostrado por enésima vez que no tiene ninguna posibilidad de detener y extinguir el creciente empuje de los enfrentamientos interimperialistas. Son estos enfrentamientos los que rigen, son los intereses de poder económico y político los que guían las políticas de los gobiernos burgueses. La guerra de Ucrania es sólo el último ejemplo en orden cronológico que demuestra que el capitalismo no puede prescindir del choque entre diferentes burguesías nacionales impulsadas a conquistar nuevos territorios económicos por las crisis del propio modo de producción capitalista. Demuestra que la guerra es necesaria para la vida misma de los capitalismos nacionales y, por tanto, para el sistema capitalista mundial del que depende todo capitalismo nacional. Es la demostración de que el horror de la guerra imperialista no es un accidente que pueda evitarse por la buena voluntad de los gobernantes o del mediador ocasional entre los beligerantes, sino que es la norma de la propia guerra imperialista.

Los proletarios que se ven obligados a hacer la guerra por cuenta de la burguesía, ya sea como soldados, y por lo tanto en los frentes de guerra, o en la retaguardia en la producción bélica y en la defensa de los territorios eventualmente invadidos por los enemigos, son para la burguesía armas de su guerra y, como todas las armas, son utilizadas para golpear y destruir a los enemigos, por lo tanto a los proletarios de otros países, o para ser destruidos por enemigos más fuertes. En los enfrentamientos armados de la guerra burguesa, los proletarios no tienen ninguna «dignidad» patriótica y nacional que salvar, porque esa dignidad patriótica responde exclusivamente a los intereses de la burguesía nacional, que, aunque sea derrotada militarmente, siempre seguirá siendo la clase dominante, siempre seguirá en el poder y nunca dejará de ser la clase explotadora por excelencia, por mucho caldo democrático y antitotalitario que utilice para engañar a las masas proletarias por enésima vez.

Pero, contra la guerra burguesa imperialista, los proletarios tienen un camino a seguir, y lo han demostrado en la historia pasada: el camino de la lucha de clases revolucionaria. Es en esta lucha de clases, y sólo en ella, donde los proletarios recuperan su dignidad específica, en la que por fin se sienten hombres y no objetos armados deshumanizados que luchan en una guerra que no es ni será nunca su guerra. Sí, el proletariado está históricamente llamado a hacer la guerra en nombre de la burguesía -y, por tanto, por los intereses capitalistas de la burguesía nacional, aceptando desempeñar el papel principal en la unión nacional ostentada por la burguesía como el valor supremo de la patria que hay que defender- o a hacer la guerra a la guerra burguesa, a la guerra imperialista, y, por tanto, a hacer la guerra de clases. El proletariado opone la unidad nacional y la independencia nacional a la unión de clase que atraviesa todas las fronteras, a la independencia de clase con la que organiza su lucha, su guerra.

Ante la primera guerra imperialista mundial, los comunistas bolcheviques, y Lenin a su cabeza, lanzaron la consigna de transformar la guerra imperialista en una guerra civil, es decir, en una guerra de clases en la que el proletariado luchara ante todo contra su propia burguesía. Esa guerra civil no tiene nada que ver con la guerra partidista de la memoria de la Resistencia. La guerra de clases ve a la clase proletaria organizada, armada y dirigida por su partido comunista revolucionario contra todos los enemigos de clase, la clase burguesa en primer lugar y las fuerzas de conservación social que luchan juntas y por la conservación del poder burgués. Los partisanos no son más que milicias armadas que luchan junto al ejército burgués en la guerra burguesa, luchando por la supremacía de los intereses burgueses por los que ha estallado la guerra imperialista. Por eso los comunistas revolucionarios siempre hemos estado en contra de la «resistencia partisana» que desde 1943 hasta 1945 flanqueó a los ejércitos angloamericanos en la guerra contra el ejército alemán y sus aliados fascistas; porque, a través de ella, los proletarios fueron totalmente desviados para apoyar a uno de los frentes de guerra imperialistas contra el otro; creyendo que luchaban por recuperar una libertad perdida, en realidad se habían convertido en defensores armados de los intereses de uno de los dos frentes de guerra burgueses. Su independencia de clase había sido vendida y sustituida por la dependencia directa de las facciones burguesas enemigas (en ese caso democráticas) para tener la libertad de explotar la fuerza de trabajo proletaria en su propio beneficio, para sus propios beneficios capitalistas.

Las masacres, las destrucciones, los campos de prisioneros, los campos, formaron parte del horror de la guerra imperialista, y fueron utilizados por ambos bandos beligerantes: para desmoralizar al enemigo golpeando sistemáticamente a la población civil de los países enemigos (Dresde arrasada ayer por los angloamericanos no era muy diferente de Mariupol arrasada hoy por los rusos), y para estimular la sed de venganza del otro bando. Lo mismo está ocurriendo hoy, como ya ocurrió en Irak, Siria, Líbano, Libia y Bosnia.

La guerra que la clase proletaria tendrá que librar para imponer su propia solución de clase a la crisis capitalista tendrá que utilizar toda la violencia necesaria para romper las fuerzas burguesas enemigas, su dictadura política, social y militar; a la violencia de la clase dominante burguesa sólo se puede oponer la violencia de clase del proletariado, una violencia cuyo objetivo no es, como para la burguesía, la continuación de la violencia económica y social para mantener un sistema social que se alimenta de la violencia cotidiana contra la gran mayoría de la población en todos los países. El proletariado es la única clase capaz de humanizar la sociedad, de armonizar la producción con las necesidades reales no del mercado capitalista sino de los pueblos de todo el mundo, de desarrollar y potenciar las fuerzas productivas que el capitalismo frena y destruye periódicamente por razones exclusivamente de beneficio capitalista. Esto sólo puede lograrse mediante la revolución, el derrocamiento del Estado burgués, el establecimiento de la dictadura proletaria y la extensión de la revolución proletaria a todos los países del mundo, especialmente a los países capitalistas avanzados.

El capitalismo no se agotará por sí mismo, no se extinguirá; la clase burguesa que representa los intereses del capital nunca renunciará al poder; incluso cuando, a causa de la revolución proletaria, pierda el poder, en un país o en varios países, nunca se rendirá. Lo demostró en las revoluciones de 1848, en la Comuna de París de 1871 y en la revolución bolchevique de 1917; buscará la restauración de su poder por todos los medios, y en particular por la masacre de poblaciones indefensas. Cuanto más avanzados tecnológicamente son los sistemas de armas, más se corona de horrores la venganza burguesa; hoy, con bombardeos desde el aire, desde el mar y desde lejos con misiles, los ejércitos tratan de allanar el camino a la infantería, a las tropas de tierra, porque la victoria militar sólo puede lograrse ocupando y dominando los territorios enemigos, y esto sólo puede lograrse con tropas de tierra. El capital, de hecho, necesita territorios económicos reales, mercados formados por consumidores reales, tierras en las que construir fábricas, oficinas, almacenes, bancos, casas, carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, y fuerzas de trabajo para explotar. Cuando los horrores de la guerra terminan, comienzan los horrores de la paz, los horrores causados diariamente por la explotación de la mano de obra, por la inanición de una parte de la población que no encuentra trabajo, por una violencia económica subyacente que genera violencia de todo tipo y en todos los niveles de la vida social, en particular contra las mujeres, los niños, los ancianos, dentro del hogar, en las guarderías, en las residencias de ancianos, en las cárceles. La sociedad capitalista está impregnada de violencia y su supervivencia sólo se debe a los ríos de sangre proletaria derramados tanto en tiempos de paz como de guerra.

Para que los horrores de la guerra burguesa terminen, no es suficiente que la guerra burguesa termine. La historia demuestra ampliamente que la guerra burguesa es la norma, no la excepción, y que la paz no es más que un interludio entre dos guerras. Por tanto, la salida está en la revolución proletaria, la única que abrirá la sociedad humana en todo el mundo a un futuro totalmente opuesto al que ofrece el capitalismo, porque en el centro de los intereses económicos y sociales estarán las verdaderas necesidades de la vida humana y no las exigencias del capital y su incesante explotación. Será un camino difícil, arduo y en absoluto breve, pero la rueda de la historia se mueve en esa dirección. Con el desarrollo de la gran industria, escribieron Marx y Engels en El Manifiesto del Partido Comunista desaparece el suelo bajo los pies de la burguesía, el terreno sobre el cual esta produce y se apropia de los productos. La burguesía produce ante todo a sus sepultureros, es decir, a la clase de los trabajadores asalariados, la clase que produce la riqueza en todos los países, riqueza de la cual se apropia únicamente la burguesía, sustrayéndola mediante la violencia del Estado, de sus leyes y de sus fuerzas militares, al disfrute de la mayor parte de los seres humanos.

 

11 de abril de 2022

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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