La paz imperialista es la otra cara de la guerra imperialista.
¿Qué nos enseña la guerra entre Rusia y Ucrania?
(«El proletario»; N° 35; Julio de 2025 )
AMERICA FIRST VUELVE A ESTAR DE MODA
En el número 184 de diciembre de 2024 de este periódico, sobre la Guerra ruso-ucraniana: la paz imperialista en el horizonte..., escribimos:
«No se sabe cuándo cesará la guerra ruso-ucraniana para dar paso a una paz, que solo puede ser imperialista, es decir, una paz que no resolverá las razones profundas del conflicto que estalla desde 2014 en Crimea y el Donbass. Una paz que suspenderá durante un tiempo este conflicto concreto pero que no será decisiva, barajando de nuevo las cartas y los intereses «locales» con vistas a contrastes mucho más decisivos en cuadrantes mucho más amplios y globales. La paz imperialista no es más que una tregua entre un conflicto armado que se extingue y un conflicto armado que vuelve a estallar. La historia del capitalismo imperialista no ha hecho más que demostrar que las burguesías dominantes de los países económica y financieramente más fuertes son incapaces de eliminar la guerra de su futuro».
Mientras los Estados Unidos de Trump y la Rusia de Putin, en su tercer año de guerra en Ucrania, han decidido hablar entre ellos para negociar el fin de esta guerra, y Zelensky (exigiendo continuos suministros de armas cada vez más eficaces para golpear a Rusia ‘en el corazón’, miles de millones de dólares y euros para mantener con vida a un ejército que ahora está al borde del abismo a pesar de que la deserción se ha convertido en un fenómeno general y la ley marcial ya no da tanto miedo como al principio de la guerra) ha hecho recientemente mil piruetas entre continuar la guerra ‘hasta la victoria’ y estar dispuesto a ‘negociar la paz’, ¿qué ha sido de la «certeza» que tenía la Unión Europea de doblegar a Rusia tanto con las sanciones económicas como suministrando armas cada vez más sofisticadas a Kiev para que siguiera luchando contra Rusia aun a costa de desangrarse en todos los sentidos, económico, político y militar? A estas alturas, los propios medios de comunicación internacionales han tenido que admitir que las sanciones a Rusia han tenido un efecto más negativo en los países europeos que en Rusia, además de beneficiar a Estados Unidos tanto en el comercio de gas natural como en el suministro de armas.
La Unión Europea, excluida de toda participación en las negociaciones directas Trump-Putin sobre Ucrania, se ha encontrado así en medio de todo. Es más, la política militar de Trump en el ámbito de la OTAN prevé, y esto no es nada nuevo, una disociación gradual del importante compromiso financiero de Washington con la «defensa» de Europa (hasta ahora Estados Unidos garantizaba más de la mitad de los compromisos financieros, de armamento, de inteligencia, de defensa aérea, etc., de la OTAN), lo que evidentemente ha puesto al descubierto el punto débil de la llamada «seguridad europea».
Últimamente, tras exigir a los países miembros de la OTAN que cada uno eleve el porcentaje de inversión en armamento hasta el 5% de su PIB para disminuir significativamente el compromiso estadounidense, Trump ha llegado a llamar a los europeos parásitos, aprovechados de la generosa protección estadounidense a su seguridad militar, considerando esta situación ya insoportable. En opinión de Trump, y de su Administración, Zelensky no hizo todo lo necesario para evitar un enfrentamiento bélico con Rusia y fue culpable de alargarlo durante tres años, acusando incluso a Biden y a la UE de apoyarlo todo este tiempo obligando a EE. UU. a invertir miles de millones de dólares y a mermar parcialmente sus arsenales sin una razón sólida respecto a los intereses vitales norteamericanos. Intereses que siempre son prioritarios a nivel mundial, sin duda no limitados al «caso Ucrania» si no por las repercusiones que ha tenido y tiene en el tablero internacional tanto frente a Rusia como frente a Europa y, sobre todo, aunque todavía no aparezca en primer plano, frente al verdadero adversario global de Estados Unidos, China.
Al lanzar la nueva política de desentendimiento de la guerra en Ucrania, Trump persigue objetivos mucho más vitales para los intereses estadounidenses en el mundo: 1) volver a poner a los países europeos en línea con respecto a las inversiones de la OTAN, obligándoles a comprometerse directamente con su propio rearme; 2) reanudar los contactos con Rusia para disminuir la peligrosa tensión antirrusa producida por la presidencia de Biden y disuadir a los países europeos de la escalada bélica gracias a la cual han obtenido lo que a Estados Unidos no le satisface, es decir, una alianza más estrecha entre Rusia y China; 4) insistir en la prioridad política y estratégica del cuadrante Indo-Pacífico en el que se jugará una partida decisiva tanto en términos de supremacía imperialista mundial entre Estados Unidos y China (de ahí el interés de Washington en desvincular a Rusia de China), como en términos de refuerzo político-económico-militar del bloque Estados Unidos-Japón-Filipinas en el que se integrará Australia; 5) en cuanto a Ucrania, dada su total dependencia de lo que Estados Unidos pueda obtener de Rusia en términos de alto el fuego y fin de la guerra, Washington pretende recuperar lo antes posible las inversiones financieras y militares concedidas a Kiev hasta ahora obteniendo un «reembolso» considerable en términos de recursos minerales (no sólo tierras raras) e infraestructuras; 6) además, dado que la iniciativa de un acuerdo de paz con Rusia es exclusivamente estadounidense, la administración Trump pretende aprovechar los enfrentamientos intraeuropeos – que, a un nivel más o menos alto, en verdad, siempre han existido – y las dificultades económicas reales que tienen muchos países europeos a la hora de rearmarse, para rebajar a Europa a un tercer o cuarto actor, en función de las cuestiones prácticas que haya que tratar, como las inversiones para la reconstrucción de posguerra en Ucrania, la posible fuerza militar de interposición en Ucrania o en los países vecinos que han propuesto Londres y París, etc.
En este marco, EEUU deja a la Unión Europea en un segundo plano, y no porque su mercado y sus fuerzas imperialistas hayan perdido interés para EEUU, sino porque la organización de los países europeos en la Unión Europea, frente al marco internacional que se encamina hacia la tercera guerra mundial, tiene el hándicap nunca resuelto de ser un agregado de países en constante competencia entre sí, más allá y por encima de los acuerdos económicos, acuerdos políticos y comerciales que lo han convertido en un mercado común, pero no en un mercado único desde el punto de vista de las mercancías y los capitales – como lo son los mercados estadounidense, ruso y chino –, aunque desde 2001 muchos países europeos hayan reconocido el euro como moneda única, pero que en sí mismo, si bien facilita la circulación de mercancías y capitales en la zona euro, no es la expresión de un Estado único, ni mucho menos de una política económica única y de una política exterior única. Esto no significa que las potencias imperialistas que componen Europa tengan un peso periférico respecto a las cuestiones internacionales que surgen y surgirán del nuevo orden mundial que se trazará en los próximos diez o veinte años: su poder industrial, económico, comercial y financiero no debe ser en absoluto subestimado por ningún protagonista del destino del mundo imperialista, pero el declive del poder mundial, primero de Inglaterra, luego de Francia y Alemania, declive que marcó su sumisión a los Estados Unidos de América en la Segunda Guerra Imperialista Mundial y su larga secuela, no es superable, dadas las leyes imperantes del capitalismo imperialista. En el desarrollo histórico del capitalismo, Inglaterra fue la primera potencia imperialista mundial, luego fue superada por los Estados Unidos de América, que se convirtieron en los «amos del mundo», pero junto con Rusia, con la que compartió las tareas de control general de las distintas zonas del mundo, empezando, por supuesto, por Europa, cuna del capitalismo y del imperialismo. En resumen, no existen los «Estados Unidos de Europa», y cuanto más dure la fase imperialista con las características que ha asumido en los últimos treinta años, más difícil será que nazca una entidad supraestatal de este tipo. A menos que, como intentó hacer Alemania en la Segunda Guerra Mundial, invadiera y sometiera la Europa continental a su dominio militar, se extendiera hacia el este hasta los Balcanes e intentara golpear a la Rusia europea, un intento que finalmente fracasó. La amplísima presencia de bases de la OTAN en Europa difícilmente permitiría el nacimiento y crecimiento de una entidad estatal de este tipo.
Desde este punto de vista, el marco de enfrentamientos inter-imperialistas entre los propios países europeos, en el que insisten las iniciativas imperialistas a corto y largo plazo de Estados Unidos, Rusia y la cada vez más cercana China, no favorece una unión política europea del mismo modo que estos tres grandes países: países que tienen todo el interés, cada uno con su propia fuerza económica, política y militar, en mantener desunidos a los países europeos, enfrentándolos entre sí. La Rusia de Stalin inició este tipo de política de enfrentar a unos contra otros, tras la victoria sobre el nazi-fascismo, construyendo partidos comunistas subvencionados y comandados desde Moscú, organizando en Europa del Este la red de Estados de «democracia popular», conocidos como Estados «socialistas», y continuando su influencia sobre las masas proletarias no sólo en Europa del Este sino también en Europa Occidental durante varias generaciones. Las democracias clásicas, encabezadas por Inglaterra, Francia y Estados Unidos, respondieron presentando una batalla política e ideológica que combinaba la libertad de mercado con la libertad personal-política, golpeando, tanto en el Este como en el Oeste, los valores nacionales de cada país y demostrando así que no existía nada socialista ni en Europa del Este ni, mucho menos, en Rusia.
La perspectiva de una entidad estatal única europea sobre bases capitalistas e imperialistas no se materializó en los años 1920-1940, ni se materializará en los próximos años ´20-´40 de este siglo. Tal eventualidad podría producirse, pero de forma completamente opuesta a las características que el capitalismo otorga al Estado burgués, sólo como resultado de la revolución proletaria y comunista cuyos fundamentos políticos han sido internacionalistas e internacionalistas desde el origen del movimiento revolucionario del proletariado, una revolución dirigida a derrocar todo Estado burgués nacional y a destruir el modo de producción capitalista y sus leyes ligadas a la propiedad privada y al trabajo asalariado. El Estado burgués, derrocado por la revolución, debe ser sustituido por el Estado proletario, que no se caracteriza por ser un nuevo organismo permanente, sino por ser la expresión de la dictadura del proletariado, dirigida por el partido de clase, que se propone extender la revolución proletaria por todo el mundo con vistas a transformar las bases económicas del Estado burgués nacional en una economía no mercantil, en una economía social; por tanto, el Estado proletario no es un Estado tal como lo han conocido hasta ahora todas las sociedades divididas en clases, sino – como dijo Engels y repitió Lenin – un no-Estado, un Estado de transición, que no reconoce ni respeta fronteras nacionales porque el movimiento proletario revolucionario se propone combatir y vencer toda opresión, económica y social, de género, de nacionalidad, de raza: un objetivo que no puede alcanzarse históricamente si no es internacionalmente mediante la violencia de la revolución proletaria. Pero esa es otra historia... a la que habría que dedicar otros artículos.
Incluso los Estados Unidos de América podrían sufrir un proceso de declive similar al sufrido por Inglaterra en el siglo XX, debido a otros actores imperialistas más jóvenes, como China; y la política de los diversos gobiernos norteamericanos, especialmente en los últimos treinta años, expresa este temor que se ha hecho cada vez más presente cuanto más las potencias económicas de Alemania, Japón y China han comenzado a conquistar mercados que antes estaban sometidos a la dominación del imperialismo norteamericano. Por otra parte, es el mismo desarrollo capitalista, desgraciadamente no detenido y roto por la revolución proletaria internacional, el que ha hecho surgir en varios lugares del planeta fuerzas económicas e imperialistas que ya no permiten a una sola gran potencia imperialista – como lo fue Inglaterra en su tiempo – desempeñar no sólo la tarea de «señora del mundo», sino también la de controlar el desarrollo económico de los países del mundo torciéndolo en beneficio exclusivo de su propio capitalismo nacional y de la dominación internacional.
Esta potencia dominadora del mundo que Estados Unidos había conquistado con su victoria en la segunda guerra imperialista mundial y su posguerra ya no es capaz de estar presente con prontitud y en solitario en las distintas zonas del mundo, no sólo donde estallan tensiones económicas y sociales que ponen en peligro directa e indirectamente los intereses norteamericanos, sino también donde, a causa de esas mismas tensiones económicas y sociales, estalla una lucha de clases proletaria potencialmente revolucionaria. Si en los años 50 los portaaviones norteamericanos podían llegar rápidamente a cualquier lugar del globo donde el movimiento proletario fuera capaz de poner en serio peligro el poder burgués, dando así ejemplo a los demás proletarios, y a los proletarios de los países imperialistas en particular (1), hoy las fuerzas armadas norteamericanas tendrían sin duda muchas más dificultades para llevar a cabo la misma tarea de aplastamiento del movimiento proletario revolucionario si no pudieran contar con la alianza más que probada, de otros actores imperialistas desplegados en Europa, en Oriente Medio y Extremo Oriente y en las propias Américas, mientras que en la muy pobre y atrasada África, Estados Unidos se ha limitado hasta ahora, salvo en lo que respecta a Egipto, a jugar principalmente la carta de la «ayuda humanitaria» que, una vez cancelada, como ha hecho recientemente la Administración Trump-Musk, ha sumido a muchos países del continente en una situación aún más desastrosa que la ya vivida hasta ahora.
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Pero volvamos a Europa tras el colapso de la URSS y la creación de la Unión Europea. El servilismo de los países europeos a los Estados Unidos de América, tanto en lo económico como en lo financiero, que fue especialmente intenso durante la Segunda Guerra Mundial y las décadas posteriores de posguerra, se vio limitado en cierta medida por la recuperación económica de los países debilitados y destruidos por la guerra, especialmente Alemania – a pesar de que había sido partida en dos y controlada por Washington y Moscú – y por el establecimiento de un mercado económico y financiero de primer orden que no sólo contribuyó a fortalecer las economías de los países europeos, sino también a impulsar la expansión económica mundial de los Estados Unidos y de la propia Rusia. Las crisis económicas y financieras que marcaron las décadas a partir de 1975, si bien fueron absorbidas, a pesar de su gravedad, por los países occidentales sin provocarles un colapso general del que el proletariado – de no haber estado completamente desviado hacia la colaboración de clases y las reivindicaciones nacionalistas de cada burguesía – podría haber aprovechado para desencadenar su lucha de clase y revolucionaria, frente al potente desarrollo capitalista no sólo de Alemania Occidental sino también de algunos de sus satélites de Europa del Este, la URSS tuvo que asumir su debilidad histórica, la de ser sobre todo proveedora de materias primas a economías industriales más desarrolladas que la suya, aunque su propio desarrollo industrial era y es ciertamente importante – especialmente en el ámbito de la producción militar – pero no comparable ni al de EEUU ni al de los países derrotados en la guerra, Alemania y Japón.
Esta nueva situación llevó a Rusia a desmantelar la política interior y exterior que el aparato del PCUS había seguido hasta entonces, abriéndose completamente al mercado internacional y poniéndose así en situación de depender de él aún más que antes, al tiempo que perseguía el objetivo, cada vez más fácil, de convertirse en uno de los principales proveedores de materias primas de Europa (gas, petróleo, fertilizantes, etc.). Por otra parte, en la lógica imperialista, Rusia tendía a hacer de las antiguas repúblicas «socialistas» de Europa mercados para su producción y zonas de influencia política directa. En competencia con el imperialismo estadounidense y el imperialismo de Europa Occidental, capaces de invertir y prestar las masas de capital necesarias para arrancar a los países de Europa Oriental del control de Moscú, pero haciéndolos dependientes del imperialismo estadounidense y de Europa Occidental, Rusia tendió a apalancarse en aquellos países, como Bielorrusia y Ucrania, cuya lengua, población, religión y tradiciones históricas le eran mucho más afines que las de los polacos, bálticos, checos, eslovacos, búlgaros, rumanos, etc.
Razones, pues, tanto de afinidad lingüística y cultural como de interés directo por los países vecinos, como ocurrió por otra parte en la región del Cáucaso y en la zona de la Rusia asiática limítrofe con los países del llamado -stán (Kazajstán, Uzbekistán, Turquestán, etc.), apretujados entre el Occidente europeo organizado en la OTAN y la Unión Europea, el Este donde reina China, y el Sur con la presencia de Turquía, Irán, India y Pakistán. Mientras intenta establecerse en Oriente Próximo con una Siria ya perdida para Moscú, el imperialismo ruso tiene pocas alternativas si quiere sobrevivir: dado el choque de intereses entre Europa y Estados Unidos, la única posibilidad era y es encontrar un acuerdo político con Washington, que en la historia pasada – más allá del enfrentamiento-choque con los intereses de Moscú – ha demostrado que es más proclive a aliarse con Rusia que con Alemania o Japón: a estos países, para hacerlos «amigos», tuvo que derrotarlos en la guerra y someterlos a un férreo control militar.
Por eso, ante los nuevos retos imperialistas proyectados hacia una tercera guerra mundial, tanto Washington como Moscú – no hay que olvidar que se trata de dos superpotencias atómicas – están mejor no como enemigos acérrimos sino como mercaderes interesados en repartirse partes del mercado mundial, y la parte del mercado mundial sobre la que uno u otro tenga influencia dependerá, como siempre, del equilibrio real de poder en términos de fuerza económica, financiera y militar. De ahí que la «paz» en Ucrania se convierta en un objetivo a corto plazo para Washington, con el fin de poder dedicar mucho más tiempo a preparar los peones necesarios para reforzar la alineación antichina. Inevitablemente, este objetivo primordialmente estadounidense «requiere» que Europa se pliegue a los intereses estadounidenses – empezando por el comercio – y devuelva a Estados Unidos – ésta es la posición de Trump – en términos políticos y militares la protección y la paz de las que ha disfrutado desde el final de la Segunda Guerra Mundial durante casi cincuenta años.
Europa, por tanto, incluida Gran Bretaña, se enfrenta a una alternativa: enfrentarse a Estados Unidos, estrechar aún más los lazos entre los países más importantes y desafiar a Washington a ir por libre con China y Rusia, mientras, bajo cuerda, arregla las relaciones económicas, financieras y políticas con Moscú y Pekín, o plegarse por enésima vez a los intereses de poder económico y financiero del tan cacareado Occidente a la sombra de Estados Unidos, convirtiéndose en agente de Washington en las capitales más importantes del mundo, como lleva tiempo haciendo como agente de la OTAN. Tal y como están las cosas, Europa no tomará claramente ninguna de las dos alternativas, sino que permanecerá enfrentada durante algún tiempo, a la espera de ver qué Estados están preparados y dispuestos a aliarse plenamente con EE.UU. y cuáles, por el contrario, se quedarán en la peor posición, sin tomar una postura clara – como, por ejemplo, Alemania, por un lado, y, por otro, Italia, el maestro de la indecisión –, mientras tienen que contar con las bases de la OTAN que Estados Unidos tiene repartidas por muchos países europeos y por medio mundo.
De hecho, la guerra ruso-ucraniana ha expuesto más a la Unión Europea que a Rusia a perder peso en el tablero internacional, desde el principio, cuando Estados Unidos, administrado por Biden, junto con Gran Bretaña decidieron empujar a la Ucrania de Zelensky a responder a la invasión rusa con una guerra total y a organizar una contraofensiva en un plazo no demasiado largo. No hace falta repetir lo que ya hemos dicho una y otra vez: la guerra ruso-ucraniana fue una verdadera prueba de guerra para todas las fuerzas militares implicadas. Ya no se trataba de un ejercicio con falsos objetivos que alcanzar, sino de un verdadero teatro de enfrentamientos armados, de trincheras, de masacres, del uso combinado de armamento convencional y de las tecnologías más avanzadas, incluidas la inteligencia y la inteligencia artificial, utilizando a la población ucraniana y al ejército ucraniano sobre el terreno como carne de cañón para intereses extra ucranianos. Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea continuaron entonces, durante casi tres años y hasta la llegada de Trump a la Casa Blanca, engañando a Ucrania con que la combinación de sanciones económicas y financieras y el conspicuo suministro de armas podía ser la clave de la victoria sobre Rusia....
El desarrollo de la guerra, a la vez que ha puesto en ridículo a las fuerzas políticas y a los medios de comunicación internacionales que predicaban una posible victoria sobre Rusia sólo con el ejército ucraniano, también ha puesto de relieve lo hipócrita y engañosa que es la prédica constante sobre la indispensable soberanía de las naciones, sobre la insustituible democracia de los pueblos, sobre el proclamado deseo a ultranza de paz y fraternidad, sobre una «comunidad internacional» que debe responder a un «derecho internacional» del que cada potencia hace alarde de vez en cuando en función de sus viles intereses políticos y económicos. El desarrollo de esta guerra también ha dejado claro que el verdadero interés de todo Estado burgués es estar preparado para enfrentamientos bélicos no sólo locales, sino mundiales. Mientras tanto, sin embargo, la Unión Europea, después de desembolsar miles de millones de euros en apoyo de una guerra que estaba perdida desde el principio, después de someter a sus proletarios a nuevos sacrificios después de los que ya les habían golpeado en los tres años de Covid-19, después de gritar urbi et orbi que Rusia, después de Ucrania, invadiría Europa......después de haber disparado un aluvión de sanciones contra Rusia, con el consiguiente efecto boomerang en términos de resultados económicos negativos para sus propias economías, después de haber engordado a las multinacionales del armamento en detrimento de muchos otros sectores económicos, sufrió el desaire, por parte del aliado con el que siempre había contado, de ser excluido de las negociaciones con Moscú para la tregua y el proceso de paz...
¿LA CONSIGNA EUROPEA? ¡REARME!
¿Qué puede hacer Europa para recuperar su peso en el tablero internacional y evitar ser aplastada como una olla de barro entre las ollas de hierro estadounidense y rusa, que disponen de una tecnología militar mucho más avanzada que la europea y están abarrotadas de bombas atómicas? Armarse como nunca: éste es el nuevo evangelio firmado por Ursula von der Leyen y refrendado por todas las personalidades de los Estados europeos. Pero la UE no es un Estado unitario, por lo que no tiene una única política exterior, un único ejército y una única estructura político-militar. El ReArmEU sólo puede ser un rearme de cada país de la UE de acuerdo con la disponibilidad real de capital y la posibilidad nacional en cuanto a la exposición a la deuda que se puede aceptar en la UE. Por ejemplo, Italia, Francia y España ya están muy endeudadas y tienen poco margen de maniobra en sus presupuestos: ¿quién y cómo pagará el rearme europeo? Los 800.000 millones de los que hablaba Ursula von der Leyen para los próximos cuatro o cinco años son más virtuales que reales, y la Primera Ministra italiana, Meloni, tiene razón. En realidad, sólo están previstos 150.000 millones a nivel de préstamos a los Estados miembros para inversiones en defensa, una quinta parte de los cuales cada uno de los 27 países de la UE tendrá que destinar a armar a Ucrania. Prácticamente poco más que migajas. Los 650.000 millones restantes para llegar a la fabulosa cifra de 800.000 millones serían los miles de millones de gastos militares considerados al margen del ratio déficit/PIB de cada país, que se sumarían, en cualquier caso, a la deuda pública ya existente. Obviamente, en la situación actual de crecimiento económico atrofiado y presupuestos estatales ya reducidos, los miles de millones que se destinarán a gastos militares se detraerán de la sanidad, la educación, la seguridad social, las pensiones y todas las partidas que atañen a la tan controvertida política de apoyo a las familias pobres y desfavorecidas. Por supuesto, después de 2030, los Estados que se hayan acogido a la facilidad de no contabilizarlos en su deuda global con respecto al PIB tendrán que compensarlos reduciendo aún más la deuda acumulada...
Como saben, el título del plan de rearme europeo: ReArm EU no gustó a algunos dirigentes europeos, en particular a Meloni, porque era demasiado militarista; la hipocresía burguesa siempre quiere disimular la propensión a la violencia y a la guerra característica de la sociedad capitalista, por lo que el título de la operación se cambió por el de Readiness 2030, «Preparación 2030», que pretende transmitir la idea de que el rearme es necesario no para «planes de agresión sino para ‘planes de defensa’ contra Estados – como, por ejemplo, Rusia – que deciden invadir países independientes y soberanos – como, por ejemplo, Ucrania – con la única intención de destruir la independencia de otros Estados, sometiéndolos a su propio poder...
La controversia sobre el agresor y el agredido, sobre las guerras de defensa y de agresión, es antigua, desde la guerra mundial de 1914-18, cuando los principios de la moral burguesa hicieron que todos los gobiernos declararan que la suya era una guerra «defensiva».
«Gobierno, Estado, Patria, Nación, Raza, se asimilan a un solo sujeto con razón, mal, derecho y deber, pues todo se reduce a la Persona Humana y a la doctrina de su comportamiento», escribió Bordiga en 1949 en Prometeo (2); así, «del mismo modo que el hombre justo y ajeno al mal, si es atacado, se defiende del agresor, (...) el pueblo atacado tiene derecho a defenderse. La guerra es una barbarie, pero la defensa de la patria es sagrada, todo ciudadano debe pronunciarse democráticamente por la paz y contra las guerras, pero desde el momento en que su país es atacado, ¡debe apresurarse a defenderse del invasor!». «El resultado», continúa el artículo, «fue la traición general al socialismo, el belicismo en todos los frentes, el triunfo en todas las lenguas del militarismo. Y no menos evidente fue que no hubo guerra que el Estado y el gobierno que la dirigía no calificara de defensa.»
Desde el «Manifiesto del Partido Comunista» de Marx-Engels se sabe que el proletariado no tiene patria. La guerra, como dijo el célebre von Clausewitz, es la política exterior de todo gobierno hecha por otros medios, precisamente por medios militares. Como el proletariado es la clase por excelencia antagónica a la clase burguesa dominante, y como no tiene patria, ni siquiera tiene el deber de defenderla, mientras que tiene el deber, impuesto por su condición de clase explotada y sometida a la violencia del poder burgués, de luchar contra todo interés de la burguesía, tanto más si se impone por medio de la guerra. Por lo tanto, la lucha del proletariado contra todas las guerras burguesas – no importa si son consideradas defensivas o agresivas – distingue los intereses de clase del proletariado de los intereses de clase de la burguesía y sus Estados. El proletariado, como clase, está obligado a luchar en cada país ante todo contra su propia clase burguesa dominante, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra, porque ni en tiempos de paz ni, menos aún, en tiempos de guerra, el proletariado puede aspirar a ninguna emancipación real de la explotación capitalista; al contrario, lo que le espera en cualquier caso es ser aplastado en condiciones de vida y de trabajo cada vez más intolerables hasta el punto de ser convertido en carne de cañón. Si tiene fuerzas, si su experiencia de lucha de clases le ha proporcionado las herramientas materiales, desde los métodos hasta los medios y objetivos de la lucha en defensa de sus intereses de clase, el proletariado luchará para evitar ser arrastrado a la guerra burguesa, porque sus intereses, tanto inmediatos como generales, no son aplastar a otros pueblos, a otros proletariados, a otras nacionalidades, a otras razas, sino evitar ser convertido en instrumento de una mayor opresión burguesa. La propia opresión asalariada, la opresión de clase ejercida por la burguesía, no puede combatirse ni superarse convirtiéndose en instrumento de opresión hacia otros pueblos, hacia otros proletarios; lo cual, en realidad, aumenta el servilismo a la burguesía de origen y, en general, no alivia ni resuelve la opresión y la represión que la burguesía de origen ejerce para mantenerse firme en el poder en todas las situaciones que se presentan, especialmente en situaciones de crisis económica y de guerra.
La guerra burguesa, especialmente en la fase imperialista del desarrollo capitalista, en realidad, si no es impedida por la movilización de la lucha del proletariado, estalla en toda su extensión y en toda su fuerza destructiva. Así lo demuestran no sólo las dos guerras mundiales imperialistas de 1914-1918 y 1939-1945, sino también todas las demás guerras que las burguesías de los distintos países han desencadenado para asegurarse nuevos mercados, nuevas masas de fuerza de trabajo y recursos naturales que explotar, universalizando el método que ya habían adoptado las burguesías de los siglos XVIII y XIX con sus empresas coloniales. Las guerras anticoloniales que caracterizaron la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, hasta 1975, fueron consideradas por nuestro partido como guerras a apoyar tanto porque hicieron que muchos países atrasados dieran un salto adelante en la historia mediante el modo de producción capitalista moderno, destruyendo en gran medida los modos de producción anteriores, como porque crearon masas proletarias cada vez mayores en todo el mundo, implicándolas en la vida política de sus respectivos países, como ya había ocurrido en los países de Europa y América en los siglos XVIII y XIX, y haciéndolas así susceptibles a la política de clase y revolucionaria del partido de clase. Después del siglo XIX, en el que todo el mundo civilizado fue sacudido por las revoluciones burguesas anti feudales, sobre las que se injertaron las posteriores revoluciones proletarias – cuya cúspide histórica estuvo representada primero por la Comuna de París y luego por la Revolución de Octubre de 1917 –, la victoria de la contrarrevolución burguesa que con respecto al movimiento proletario tomó el nombre de estalinista, sumió a las masas proletarias de Europa, América y Oriente en una profunda depresión social, y les hizo perder incluso el recuerdo de las gloriosas luchas de clase y revolucionarias que habían sacudido el mundo burgués.
Hoy, las enormes masas proletarias creadas por el capitalismo en Extremo Oriente, Oriente Medio y África, a pesar de que perduren entre ellas muchas costumbres antiguas, incluso tribales, están sometidas – tanto y más que las masas proletarias de Inglaterra, Francia, Alemania durante los siglos de desarrollo revolucionario del capitalismo – a una explotación intensiva y brutal que por una parte permitió a los imperialismos más fuertes y a sus respectivas burguesías nacionales reforzar su dominación de clase y su poder de vida o muerte sobre esas mismas masas, por otra parte contribuyó objetivamente a universalizar las contradicciones económicas y sociales que el capitalismo nunca logrará resolver. Contradicciones que inevitablemente producirán crisis sociales y crisis bélicas tan gigantescas que empujarán a esas mismas masas proletarias – como ocurrió en Europa en el siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX – a luchar por su propia supervivencia: una lucha que, por inconsciente y confusa que sea desde el punto de vista de los objetivos históricos proletarios y de clase, vendrá a plantear materialmente el gran problema histórico que las burguesías del mundo temen más que a nada y que siempre han tratado de alejar de su presente y de su futuro: o capitalismo o socialismo, o perpetua explotación cada vez más viciosa del trabajo asalariado y barbarización general de la sociedad humana, o lucha revolucionaria de los proletarios de todo el mundo para subvertir de arriba abajo toda la sociedad del capital, destruyendo el poder político de las burguesías y su sistema económico y social. Un poder político que debe ser sustituido por la dictadura de la clase proletaria, y un sistema económico y social que debe transformar la economía mercantil del dinero y la explotación del hombre sobre el hombre en una economía comunista en la que el trabajo vivo (representado hoy por los trabajadores asalariados – el capital variable de Marx – y que mañana será simplemente el trabajo de todo el género humano unido y programado en función de las necesidades reales de la especie y ya no del mercado) supere completamente al trabajo muerto (es decir, los medios de producción, las materias primas a transformar, las infraestructuras, etc. – el capital constante de Marx –, el capital de todo el mundo) – el capital constante de Marx –, que mañana no será más que los instrumentos necesarios para la producción y reproducción de la especie al servicio de la especie humana y de su vida social y no de la acumulación y valorización del capital). Esto significa que el trabajo muerto, el capital, ya no se alimentará del trabajo vivo, ya no se alimentará de las masas proletarias aplastadas, explotadas y asesinadas en las galeras capitalistas y masacradas por millones en las guerras burguesas.
Decíamos de la guerra burguesa-imperialista que las burguesías de cada país la justifican como una «guerra defensiva»; lo que en realidad defienden las burguesías son sus propios intereses de clase, de ahí su poder político y el capitalismo como modo de producción en el que se basa su dominación social. Con el antagonismo de clases, desde que existe el capitalismo, se manifiesta la clara oposición de los intereses de la clase burguesa capitalista contra los intereses de la clase proletaria y asalariada, poniendo de manifiesto la contradicción más fuerte de la sociedad actual: quienes producen la riqueza no tienen acceso a ella, no pueden disfrutar de los beneficios que esa riqueza puede dar, se ven obligados a acudir al mercado para comprar los productos que les permiten sobrevivir, pero sólo pueden hacerlo si antes han vendido su fuerza de trabajo a los capitalistas. Esta contradicción no es causada por la cruel voluntad de los capitalistas y la burguesía de reprimir a las masas trabajadoras en general, tras lo cual esta contradicción se resuelve mediante un reequilibrio social tal que desaparecen las desigualdades y opresiones cada vez mayores; sino que es una contradicción irreprimible en el capitalismo porque es el propio capitalismo el que la genera y la mantiene viva, ya que su vitalidad, su crecimiento exponencial depende de la explotación intensiva del trabajo asalariado y extendida a todos los países del mundo. Puede ser más aguda en determinados momentos y países y menos en otros, pero siempre está presente, tanto que vincula cada vez más la vida económica y social de todos los continentes. Por eso, frente a las burguesías aferradas a sus orígenes nacionales – orígenes cada vez más cuestionados por el desarrollo global del capitalismo, especialmente en la fase de monopolios e imperialismo que atravesamos – surge una condición real y objetiva de internacionalidad de las masas proletarias, condición por la que el propio capitalismo, con sus crecimientos y crisis, vincula la supervivencia en relación – a la extrema y cada vez más rápida movilidad del capital y sus intereses a escala global. Al igual que el capital, la fuerza de trabajo, cuya explotación sistemática lo produce y acrecienta, tiende a seguir sus pasos, de una industria a otra, de una ciudad a otra, de un país a otro, de un continente a otro. Si el proletariado se ha convertido en una clase internacional, se lo debe ante todo al capitalismo y a su desarrollo mundial, por lo que sus intereses de clase se han hecho internacionales. Esto pone fin a la contribución involuntaria que el capitalismo ha aportado al proletariado como clase, pues aunque la economía capitalista tiende objetivamente a trascender todas las fronteras «nacionales», la clase burguesa tiene interés en defender el sistema de propiedad privada, para cuya defensa ha constituido una fuerza administrativa y militar muy específica, el Estado-nación, que tiene una doble función defender, a escala mundial, los intereses del capitalismo nacional del que es expresión directa, y defenderse de la lucha del proletariado nacional especialmente en momentos en que las tensiones sociales provocadas por las crisis de su propio sistema económico y social ponen en peligro su estabilidad política, cuando no incluso el poder político de la clase burguesa dominante.
Lo que queda, sin embargo, es la constatación de que el proletariado de todos los países, desviado y engañado durante generaciones por el oportunismo colaboracionista, no tiene la percepción de ser una clase que ha definido históricamente objetivos emancipatorios que elevarán el conjunto de la sociedad humana desde su prehistoria, caracterizada por sociedades divididas en clases, hasta su historia, caracterizada por la sociedad de especies, por la sociedad sin clases diferenciadas. Y así, ante cada crisis económica y social, como ante cada guerra burguesa, los proletarios son instigados a abrazar las reivindicaciones de la nación, de los valores nacionales, de la patria que debe ser defendida contra toda agresión de otras naciones, de otros Estados, de otras patrias. Habiendo caído en las trampas ideológicas y morales de la propaganda burguesa, los proletarios no se reconocen como clase antagónica en primer lugar a su propia burguesía y después a todas las burguesías del mundo, y tienden a apoyar a su propia burguesía en sus batallas, en sus guerras, ofreciendo gratuitamente su propia sangre; y cuando no quieren ofrecerla, la burguesía la toma de todos modos, por cualquier medio, en el lugar de trabajo como en los frentes de guerra de los que, como hacen instintivamente los animales ante el fuego, huyen lo más lejos posible para salvar el pellejo.
El conflicto ruso-ucraniano no escapa a las leyes de la política y la economía capitalistas, ni a los intereses de las respectivas burguesías nacionales. Las justificaciones de la guerra, por ambas partes, se reducen al concepto de guerra defensiva.
Por parte rusa, Moscú defiende sus fronteras occidentales con Ucrania – unos 1.580 km – en peligro por la proyectada amalgama de Kiev con la OTAN, que supondría tener más misiles de la OTAN apuntando a Moscú por debajo, sumándose a los ya presentes en Polonia y los Estados bálticos, y en la próxima base de la OTAN en Finlandia a 200 km de la frontera rusa. Moscú, ya desde 2014, e incluso antes, se ha movido para ayudar a las poblaciones ruso parlantes del Donbass, en particular Luhansk y Donetsk, que tienden a independizarse de Kiev y por esta razón son oprimidas y reprimidas por Kiev, mientras se implementa la planeada anexión de Crimea. ¿La justificación? La defensa de los pueblos rusófonos y de su libertad frente a la discriminación y al Estado ucraniano que, entre otras cosas, utiliza milicias nazis para aterrorizar a quienes no se pliegan al orden establecido.
Por parte ucraniana, Kiev defiende su soberanía nacional, su independencia de la URSS y su libertad para mantener relaciones políticas, económicas y militares con cualquier otro país del mundo, a saber, los países de la Unión Europea y Estados Unidos, que resultan ser los adversarios de Rusia. Los proletarios rusos y los proletarios ucranianos están regimentados en sus respectivos ejércitos para defender los sagrados derechos y reivindicaciones de sus respectivas burguesías. En este marco no hay ni una sola migaja de «derecho» reservado a los proletarios: se les considera automáticamente instrumentos de guerra y, por tanto, sujetos a la ley marcial.
La política imperialista, incluso en los países de cacareada democracia, no implica que el electorado vote a favor o en contra de la guerra; toda la propaganda que precede al hecho material de ir a la guerra contra otros estados está empapada de conceptos y palabras que aterrorizan a la población, de tal forma que hacen creer que la única salvación posible de la vida, del trabajo, de la propiedad, pasa por ir a la guerra tal y como deciden las potencias burguesas. Mientras tanto, como ha venido ocurriendo en Europa en el último período, las potencias fuertes de la Unión Europea, en la onda de los intereses anglo-americanos están tocando el tambor de la necesidad de rearmarse, de armarse hasta los dientes porque el peligro de ser invadidos por Rusia no termina con las «negociaciones de paz» para Ucrania entre Trump y Putin, sino que sólo se aleja en el tiempo. Incluso ha habido quien, como la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, ha calificado la paz en Ucrania de «más peligrosa que la guerra», por lo que rearmar Europa se convierte en lo más importante: «Y no creo que tengamos mucho tiempo. Así que rearmar Europa: gastar, gastar, gastar en defensa y disuasión: ese es el mensaje más importante» (3).
No podría haber sido más conciso al confirmar lo que, junto con Lenin, siempre hemos afirmado: la paz burguesa, tanto más en la fase imperialista, no es más que una tregua entre una guerra y la siguiente. La paz es para armarse y rearmarse, la guerra es para utilizar los armamentos disponibles para vencer a los competidores, a los enemigos, y para imponer, en caso de victoria, los intereses inmediatos y generales de los capitalismos vencedores, de la burguesía imperialista de los Estados vencedores. El belicismo no se suspende durante la paz, sino que se alimenta, se justifica, se reviste de nobles valores morales para poder realizarse en los conflictos armados para los que fue concebido. La paz entre los Estados puede durar cierto tiempo en determinados continentes, en determinadas zonas, mientras la guerra hace estragos en otros continentes, en otras zonas, para reaparecer en las zonas donde antes reinaba la paz.
Pobre Europa, no sabe qué camino tomar.
La reacción de los países europeos ante el previsible acuerdo entre Washington y Moscú sobre el fin de la guerra en Ucrania y lo que este acuerdo, en el que insiste Washington, supondrá en términos de botín para Estados Unidos y no para Moscú, dejando los bocados menores a Gran Bretaña, a Francia y, en definitiva, a los países de la UE que han trabajado para que Ucrania gane, ha sido volver a poner en el orden del día el tema de la «guerra contra Rusia» dirigiendo el rearme europeo deseado por la OTAN y, por tanto, por Estados Unidos, precisamente contra Rusia; Por otra parte, la OTAN se había creado en su momento precisamente con ese objetivo... Sólo que en la fase más reciente de los contrastes inter-imperialistas, las prioridades, también de carácter estratégico-militar, para Estados Unidos se han desplazado, como ya se ha dicho, hacia el cuadrante Indo-Pacífico. Tampoco será fácil para EEUU gestionar este cambio de rumbo en sus prioridades estratégicas, entre otras cosas porque no tiene ningún interés en chocar frontalmente con Europa; si acaso, en dividir a los países europeos para gestionar sus relaciones en un plano más bilateral con cada país de la unión que con la Unión tomada en su conjunto; algo que, naturalmente, no sienta nada bien a Bruselas. La política arancelaria que Trump está poniendo en práctica tiende en la dirección de dividir a la Unión Europea, que ya está luchando a varios niveles para mantenerse unida; y cuanto más se acerca la crisis económica general, más se agudizan los factores de división intraeuropeos. Así pues, todos los protagonistas juegan la carta de «Ucrania» para poner a prueba la política de cada uno, su fuerza y determinación y, por supuesto, a la inversa, su debilidad e interés por favorecer las relaciones bilaterales, ya sea con Estados Unidos, ya sea con Rusia, ya sea con China, a la espera de que el marco general de contrastes inter-imperialistas defina, en sus líneas más generales, las posibles alineaciones bélicas de cara a un futuro conflicto tercermundista.
La iniciativa anglo-francesa de la autodenominada «Coalición de Voluntarios» (el hecho mismo de que Gran Bretaña, que ya no forma parte de la Unión Europea desde 2020, pero ciertamente implicada en no poca medida en el apoyo a Ucrania contra Rusia, sea una de las piezas de la desintegración de la buscada «unidad política» de la UE, como lo han sido, por otra parte, los diversos intentos de Francia y Alemania de crear un ejército «europeo», y como, más descaradamente la sistemática marginación de Hungría en todas las iniciativas tendentes a sancionar a Rusia) es la forma que han encontrado las dos únicas potencias nucleares europeas para intentar ponerse a la cabeza de una respuesta militar europea autónoma de Estados Unidos, y de la OTAN, en términos de hombres, armamento y apoyo financiero a la eventual misión de mantenimiento de la paz, o más bien, como se han empeñado en señalar los promotores anglo-franceses, de tranquilidad, en defensa del acuerdo de paz entre Ucrania y Rusia, para cuando se produzca. Dada su exclusión de las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia, esta iniciativa tiene el sabor de entorpecer de alguna manera las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia, recargando los argumentos de guerra y no de paz, y se propone sin duda más para no perder la cara y obtener de Ucrania algún acuerdo bilateral a favor de los demás Estados europeos que han participado en el apoyo a Ucrania – como, por ejemplo, Alemania, Polonia, Italia – que para un apoyo real a Kiev contra Rusia y, menos que nunca, contra las exageradas exigencias de Estados Unidos. Las últimas noticias del 27 de marzo del medio estadounidense Bloomberg señalan que Estados Unidos pretende ‘controlar todas las grandes inversiones futuras en infraestructuras y minería en Ucrania, obteniendo potencialmente un veto sobre cualquier papel de los otros aliados de Kiev y socavando su intento de adhesión a la UE’. La administración del presidente Trump está exigiendo el «derecho de primera oferta» sobre las inversiones en todos los proyectos de infraestructura y recursos naturales en virtud de un acuerdo de asociación revisado con Ucrania» (4). Está claro que si se aceptara dicho acuerdo, Estados Unidos obtendría un enorme poder para controlar las inversiones en Ucrania en proyectos relacionados con carreteras, ferrocarriles, puertos, minería, petróleo, gas y tierras raras. Y está igualmente claro que Gran Bretaña y la Unión Europea harán todo lo posible para garantizar que esto no ocurra. Sobre este plan, también, ya veremos.
Se supone que esta Coalición de Voluntarios debe garantizar la seguridad ucraniana reforzando la defensa de Kiev contra Rusia: lo cierto es que, sin el apoyo de Estados Unidos, una iniciativa de este tipo no deja lugar a dudas 20.000 hombres, acompañada del suministro de misiles de defensa antiaérea y otro armamento y, sobre todo, sin la aprobación de Moscú, que no tiene intención de aceptar tropas de la OTAN en territorio ucraniano, tiene más bien el sabor de una maniobra política típica de la propaganda burguesa destinada a ocultar la inconsistencia de las promesas realizadas. Es obvio que, sin la aprobación de Moscú y Washington, ningún soldado europeo, asiático, australiano, africano o sudamericano pondrá un pie en Ucrania. Mientras tanto, sin embargo, se sigue hablando de armas, de guerra, del peligro por parte rusa de violar los acuerdos, etc., etc.
LA PERSPECTIVA PROLETARIA Y COMUNISTA ES LEJANA, PERO ES LA ÚNICA VÁLIDA
El único obstáculo real al belicismo, a la preparación de las masas proletarias para la guerra burguesa, es la lucha de clase y revolucionaria del proletariado. Una lucha que no surge de la noche a la mañana ni se desarrolla en el espacio de unos pocos días. Esta lucha debe ser concebida, propagada e importada entre las masas proletarias por el único órgano político revolucionario que existe en la sociedad burguesa, el partido comunista revolucionario. El proletariado no tiene ninguna base económica sobre la que desarrollar su fuerza de clase y su revolución social: la base material de su lucha de clase son las contradicciones económicas y sociales cada vez mayores de la sociedad burguesa; es la lucha contra la esclavitud asalariada, contra la opresión sistemática de la clase obrera, tanto más si es de nacionalidad y raza no blanca, lo que impulsa a las masas proletarias a luchar por su supervivencia, por su vida. Pero esta lucha se encuentra siempre con la reacción del poder burgués, de su Estado, de sus fuerzas policiales y de las fuerzas de conservación social, que nueve de cada diez veces se presentan al lado de los proletarios y en defensa de sus reivindicaciones inmediatas, pero con el único fin de engañarlos, de desviarlos del desarrollo histórico de esa lucha, de su transformación política en lucha por la emancipación de clase, por lo tanto, por la revolución antiburguesa y anticapitalista, revolución que se convertirá, como lo ha sido en la historia pasada, en el objetivo central de la lucha de clase del proletariado. La fuerza del proletariado está ciertamente en el número: los proletarios son mayoría con respecto a la burguesía, pero esta mayoría numérica para ser una fuerza de clase, para ser positiva con respecto a la emancipación proletaria desde el punto de vista histórico, debe estar representada por su partido de clase, el partido comunista revolucionario.
El partido revolucionario de clase representa en la actualidad los objetivos históricos de la clase proletaria internacional, y está obligado a perseguir sus objetivos, como se afirma en el artículo citado en la nota 2 sólo «rompiendo los frentes internos, a los que las guerras pueden ofrecer excelentes oportunidades»; el partido revolucionario de clase «no ve el desarrollo histórico en la grandeza o la salvación de las naciones»; incluso antes del estallido de la Primera Guerra Imperialista Mundial, el partido revolucionario de clase «ya se había comprometido en congresos internacionales a romper todos los frentes de guerra empezando por donde pudiera». Y mientras la II Internacional Socialista traicionaba sus propios principios y sus propias proclamas adhiriéndose a la guerra de todos los Estados, las corrientes revolucionarias, entre ellas la corriente bolchevique de Lenin y nuestra corriente de Izquierda Comunista, no cejaron en su lucha contra el militarismo y la guerra, resumida en la consigna del derrotismo revolucionario. El derrotismo revolucionario significaba, y significa, llevar la lucha contra la guerra burguesa a todos los niveles, en la producción, la distribución, el transporte, en la sociedad civil y en el frente: contra la guerra entre Estados, la guerra de clases, diría Lenin, de ahí la movilización proletaria y la organización proletaria en la perspectiva de la revolución proletaria.
Lo sabemos, sostener este punto de vista nos expone ante los bienintencionados e inmediatistas como utópicos ilusos alejados de la realidad. Es más o menos lo mismo que decían de Lenin y del pequeño grupo de revolucionarios rusos exiliados a Europa occidental durante el zarismo cuando los grandes partidos socialistas y socialdemócratas de Alemania, Francia, Italia, Austria-Hungría y Rusia encabezaron la participación en la Primera Guerra Mundial después de profesar durante años la fe socialista y revolucionaria, cuando en realidad, desde el alma reformista y colaboracionista que poseían, estaban predispuestos a compartir los motivos nacionalistas y belicistas de su país. Los proletarios de entonces en Rusia, Alemania, Hungría e Italia se rebelaron y levantaron contra la guerra, cogiendo por sorpresa a las respectivas clases dominantes. Y si la victoriosa revolución proletaria en Rusia, en plena guerra mundial, fue acompañada de otros intentos revolucionarios en Alemania y Hungría, pero sin el mismo éxito, no se debió a la falta de combatividad y espíritu de sacrificio de los proletarios, sino a la corrupción oportunista y traidora de los partidos proletarios. Aquí luchamos no sólo en defensa de la intransigencia marxista tanto en el plano teórico como en el táctico-político y organizativo, sino contra cualquier mínima cesión oportunista en el que caigan todos aquellos que piensan que pueden acortar el camino de la revolución adoptando expedientes tácticos y organizativos o actualizando la teoría marxista por considerarla vieja y anticuada.
(1) Véase el artículo L’imperialismo delle portaerei, «il programma comunista» n. 2, 18 ene.-1 feb.,1957.
(2) Véase Aggressione all’Europa (Alfa), «Prometeo», año III, nº 13, agosto de 1949. Alfa era un seudónimo utilizado entonces por Amadeo Bordiga.
(3) Véase https://www.analisidifesa.it/2025/03/rearm-europe-piu-debiti-per-gli-stati-piu-potere-alla-nomenclatura-ue/
(4) Cf. https://www.rainews.it/maratona/2025/03/ukraine-war-tregua-ship-ports-energy-centres-moscow-questions-alt-agricultural-sanctions-cfd9580e-c9ed-4281-bf4c- 31b3279e0fd0.html
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