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Atentado en Barcelona

Terrorismo yihadista y democracia, dos banderas de la burguesía

 

 

El lunes 17 de agosto una furgoneta accedía a las Ramblas, en el centro turístico de Barcelona, y arrollaba a cuantos peatones encontraba a su paso. El resultado, por ahora, es de trece muertos y más de ochenta heridos. Al poco tiempo el Estado Islámico, ISIS, reivindicaba a través de sus medios de propaganda en Internet la autoría del atentado. Algunas horas después, en Cambrils, una población de Tarragona muy visitada por los turistas durante los meses de verano, un coche deportivo se salta un contro policial con la intención de acceder al concurrido paseo marítimo, la policía consiguió detenerlo y matar a los ocupantes. Según las propias fuentes policiales se trató, también, de un intento de atentado de las mismas cracterísticas que el de Barcelona.

Barcelona y Cambrils se suman así a la larga lista de ciudades donde el terrorismo de matriz yihadista ha actuado en los últimos meses: Niza, Londres, París, Bruselas… y a la serie de ellas donde lo ha hecho con unos medios sumamante rudimentarios respecto a las espectaculares acciones armadas que, por ejemplo en Nueva York en 2001 o en Madrid en 2004, hace años eran el sello de identidad de este tipo de terrorismo. En esta ocasión, los medios de comunicación revelan que los supuestos autores del atentado sufrieron ellos mismos una explosión al manipular, hace pocos días, las bombonas de butano que debían utilizar en la furgoneta del atropello, destruyendo el edificio en el que preparaban su acción.

Desde el primer minuto tras el atentado absolutamente todos los medios de comunicación, representantes políticos, miembros del “mundo de la cultura y el deporte, etc. se han lanzado a proclamar a los cuatro vientos que la respuesta que la población debe dar ante este tipo de atentados es la de la “firmeza y resistencia ante el terror”, el “apoyo a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado” y la “defensa de la democracia y la libertad” propias de Occidente que la “barbarie terrorista” querría destruir. Como en Londres, París, Manchester… la respuesta que de inmediato se exige a la población es la unión nacional detrás de las banderas de la democracia y la ley, la defensa por lo tanto de la patria, de sus instituciones, de sus cuerpos represivos, de sus intereses políticos y económicos dentro y fuera del territorio nacional, de su ejército destinado en Afganistán, Irak, Líbano o Etiopía para defender las exigencias comerciales de la burguesía española. La exigencia que se lanza es, por lo tanto, la de la colaboración entre clases, la de la solidaridad entre proletarios y burgueses para defender intransigentemente los intereses de estos últimos, identificados sin género de dudas con los intereses de la nación, a la que se presenta atacada por el terrorismo.

¿Qué les queda a los proletarios después de algo así? Por un lado, los atentados del ISIS o de cualquier otro tipo de organización de origen y planteamientos pequeño burgueses, golpean indiscriminadamente a la llamda “población occidental”, infunden terror y una absoluta sensación de desconcierto ante la supuesta irracionalidad de sus actos. Por otro lado la propaganda que lanza por todos los medios posibles el Estado burgués después de cada uno de estos atentados contribuye a exasperar esa sensación de terror y desconcierto para después imponer la obligación de abandonar cualquier perspectiva que no sea la de la absoluta sumisión a las exigencias de la “lucha contra el terrorismo”, un eufemismo detrás del cual se esconde la ampliación de las medidas policiales contra la población civil, especialmente contra la población inmigrante africana, la restricción de las libertades más básicas, etc. Atentados y discurso anti terrorista parecen complementarse perfectamente, sumen al proletariado, a la clase social que constituye la inmensa mayoría de la población en las ciudades golpeadas por las acciones terroristas y que por lo tanto sufren estas más directamente, en un camino que aparentemente sólo tiene un sentido: el de apoyar las exigencias del propio Estado, las acciones de castigo que este prevea, y, a más amplia escala, el de colocarse detrás de las exigencias de unidad nacional y solidaridad interclasista para aceptar cualquier exigencia hecha en nombre de la democracia y la libertad.

Pero el terrorismo yihadista no tiene como objetivo de sus atentados ni atacar la democracia, ni destruir la libertad ni acabar con la llamada “manera de vivir occidental”. Este terrorismo, de indudable naturaleza reaccionaria, no tiene su origen en el odio a las sociedades democráticas y constitucionales de Europa y Estados Unidos ni parte de la ira ciega hacia todo lo occidental. En primer lugar porque aparece dentro de un contexto de enfrentamientos interimperialistas en toda la zona del Próximo y Medio Oriente en el cual los grupos armados que reivindican las acciones en Europa juegan un papel como instrumentos de las grandes potencias (EE.UU., Europa, Rusia y las potencias de ámbito local que cada vez tienen una importancia mayor en el orden imperialista de estas regiones) a las cuales sirven o atacan en función de lineamientos tácticos cambiantes. Basta, para entender esta función táctica en el contexto de un enfrentamiento mayor que tienen los atentados como el de Barcelona, con observar cómo los ataques de diverso tipo del ISIS se han recrudecido a medida que el propio Estado Islámico ha perdido buena parte del territorio que ocupaba en Irak y Siria. Según la coalición de fuerzas sirias, rusas e iraníes han avanzado por la zona sur de Siria y a medida que la llamada Coalición Internacional (EE.UU., Francia, el protectorado iraquí, etc.) ha reconquistado el terreno perdido en Irak, los ataques contra las metrópolis europeas se han recrudecido. Los atentados tienen, por lo tanto, una función militar, si bien los objetivos de estos van más allá de la mera destrucción del enemigo y pretenden jugar un papel de desestabilizador de las frágiles alianzas internacionales surgidas sobre el terreno de la guerra en el Medio Oriente.

Pero también es insuficiente decir que el terrorismo de tipo yihadista es un acto de guerra dentro de un conflicto más amplio. Es necesario afirmar la naturaleza imperialista de este conflicto, la realidad de una serie de guerras de rapiña llevadas a cabo por las principales potencias capitalistas, para mostrar que las consignas de defensa de la democracia, la paz y la libertad únicamente son argumentos para justificar los esfuerzos que se exigirán al proletariado en él.

Los miembros del ISIS que atacan a la población civil en Europa no llevan en su ADN el “odio fanático” contra Occidente. No son sus ideologías ni sus creencias religiosas las que les llevan a atentar, porque estas ideologías, tanto como la fe en el Islam, únicamente son la cobertura doctrinaria con la que se justifican los diferentes intereses económicos y políticos que realmente les mueven y a los que realmente sirven. De la misma manera que los soldados europeos y americanos en Siria, Irak, Afganistán, son imbuidos de una doctrina pseudo humanitaria, pacifista y democrática, de la misma manera que las acciones de guerra de EE.UU., Francia, Inglaterra o España son puestas bajo el paraguas de la “lucha por la libertad”, a los miembros del ISIS, reclutados en Bagdad o en Ceuta, se les justifican las acciones armadas en “territorio infiel” de acuerdo a una doctrina religiosa que ofrece las mismas ilusiones de paz, libertad y fraternidad. Se suma a esto el hecho de que estos jóvenes miembros de cualquier organización armada de tipo islamista ven a diario cómo sus compatriotas, sus familiares y sus amigos, caen víctimas de las bombas o el hambre con que las potencias imperialistas que se disputan sus territorios presionan a la población, un acicate definitivo para que se encuadren en las filas del ejército local que les promete revertir esta situación con su victoria.

Por su parte los proletarios europeos ven cómo las ciudades que habitan son colocadas en el objetivo de los ataques terroristas, de la misma manera que, anteriormente, vieron en esta situación a Bagdad, Damasco o Kabul. Y ven, inmediatamente después, caer sobre sus cabezas la tormenta de argumentos patrióticos y bélicos con que sus respectivas burguesías se esfuerzan por hacerles aceptar y apoyar los esfuerzos y sacrificios que se les requerirán en nombre de la democracia. Claro que hoy estas consignas ya no tienen el rancio olor militarista de tiempos pasados sino que están revestidas de las palabras tolerancia, integración, solidaridad… Pero, a fin de cuentas, llevan al mismo punto. La población de Barcelona o de Manchester es colocada, irremediablemente, en la tesitura de “decidir” entre el “terror” de las furgonetas en las Ramblas y de las bombas en los conciertos o el “apoyo” a todas las medidas que sus gobiernos y Estados decidan tomar.

El resultado es el mismo en cualquier región del mundo. Tras la bandera del Islam y la justicia para sus pueblos o tras la bandera de la democracia y la libertad, de manera fulminante en un caso y lentamente en el otro, los proletarios van siendo preparados para asumir definitivamente la defensa de la nación, de los intereses de la burguesía que son presentados como comunes para toda la población. Y todos, desde el gobierno hasta la oposición de izquierdas pasando por la monarquía, promueven este encuadramiento. Porque a medida que los conflictos interimperialistas se agudicen, a medida que el Medio Oriente sea cada vez más terreno de una serie de guerras abiertas entre las principales potencias, a medida que el resto del mundo se vea también colocado en el punto de mira de esta de estas potencias, el control sobre los proletarios de todos los países será cada vez más necesario. La ideología nacional, la defensa del país, de la economía patria, de la “libertad” o de los valores de justicia social del Islam serán esgrimidos como excusa indispensable para movilizar al proletariado para la guerra. Porque en esta guerra se exigirá al proletariado que haga, una vez más, de carne de cañón. Como ya sucedió en las dos guerras mundiales para los proletarios de Europa y Estados Unidos y en la serie de guerras locales que han tenido lugar desde entonces para los proletarios del resto del mundo, será la clase trabajadora la que pondrá la sangre para que la burguesía de sus naciones logre sus objetivos políticos, económicos y militares.

Los atentados de Barcelona, como antes los de Bruselas, Londres, Manchester o Niza, enseñan al proletariado el horror y la barbarie que se vive a diario en las calles de los países del Medio Oriente, donde grupos como ISIS o Al Qaeda se unen a diario a las acciones de los gobiernos locales y de las potencias imperialistas. Pero también les enseñan la fortísima presión que se ejerce sobre ellos para que dirijan el odio y la rabia que les provoca su situación hacia objetivos vinculados a la guerra entre diferentes burguesías.

Para acabar con esta realidad, sin embargo, el proletariado no puede poner ninguna esperanza en la colaboración de clases con la burguesía, en aceptar sus consignas y librar junto a ella una guerra en nombre de la “democracia y la libertad”. Para liquidar el horror y la barbarie que cada vez tocan más de cerca a las ciudades europeas, el proletariado debe romper con la unión nacional, debe rechazar la política de colaboración entre clases a la que lleva décadas sometido. Sólo la lucha de clase, llevada a cabo en primer lugar contra la propia burguesía, puede romper con el cerco que atrapa los problemas de supervivencia que sufren cada vez de manera más aguda los proletarios de todo el mundo en la lógica del enfrentamiento entre naciones, razas y religiones. Sólo la lucha dirigida a liquidar definitivamente la sociedad capitalista puede acabar a la vez con toda explicación étnica o teológica de la verdadera miseria del proletariado y de las masas oprimidas del mundo. Mientras esta no vuelva a aparecer sobre el escenario, se puede tener por seguro que la sociedad burguesa sólo producirá miseria y barbarie.

 

 

Partido Comunista Internacional (El Proletario)

25 de agosto de 2017

www.pcint.org

 

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