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Italia

Crónicas de la economía del desastre

Ischia de nuevo, con sus cien años de desprendimientos, barro y muertes

 

 

El titular (Ischia, cien años de corrimientos de tierra, barro y muertes) fue tomado de «il fatto quotidiano» (1), un periódico de la autodenominada burguesía ilustrada, dedicado a denunciar fraudes, malversaciones, tramas de todo tipo, tanto políticas como mafiosas, y a poner de manifiesto cómo los poderes políticos, en general -salvo pequeñas excepciones (por ejemplo, los pasados «gobiernos Conte» liderados por el 5 Estrellas)- incumplen sistemáticamente las promesas hechas durante la campaña electoral; en este caso los planes de intervención para evitar que se repitan tragedias como la de estos días en Casamìcciola. Así, una burguesía productiva, legalista, innovadora, democrático-liberal y culturalmente avanzada se ve obligada a revelar la existencia a su lado de una poderosa burguesía malversadora, interesada exclusivamente en sus asuntos privados, chupando los recursos del Estado, maniobrando y predispuesta a cometer delitos cada vez que puede acaparar más tajadas de poder y privilegios. Esta última facción burguesa lleva cien años, y aún más, intoxicando de tal manera la democracia italiana, con sus comportamientos y sus decisiones de gobierno, que ha contaminado por completo la «política», arrastrando a este fango incluso a los partidos «de izquierdas», haciéndoles perder la tensión ideológica y la aptitud para defender la legalidad constitucional que antaño les caracterizaba, reduciéndolos, tanto en el gobierno como en la oposición, a marionetas incapaces de reconstruir su propia identidad, ahora completamente perdida. En realidad, los partidos de «izquierdas» no han demostrado ser tan diferentes de los de «derechas», tanto en el plano de la corrupción como en el de la prevaricación, en el de la evasión fiscal como en el de las amnistías sistemáticas.

Lo que la derecha de hoy tiene en común con la de ayer y la de siempre así como con la izquierda de hoy y de ayer, es la actitud arraigada de responder -cada una con sus propias tradiciones e intereses partidistas- en primer lugar a las necesidades del crecimiento económico, a las necesidades primarias de las empresas (de capital público y privado); esta actitud -a pesar de las diferencias formales y de las tareas de cada una para responder a los intereses de las facciones burguesas de referencia- aflora claramente en tiempos de crisis económica y de emergencia social. No sólo los programas de los sucesivos gobiernos, aunque estén compuestos por personal político diferente y a veces con los llamados presidentes técnicos del consejo (como Ciampi, Monti, Draghi), son prácticamente similares en cuestiones fundamentales, pero el gobierno que le sucede se limita a hacerse eco de los planteamientos del anterior dedicando las «diferencias» entre ellos a presionar más sobre los botones económicos y sociales que atañen directamente a los intereses de las diferentes y conflictivas facciones burguesas de las que son expresión pero que, en general, apuntan todas a un mismo objetivo de preservación social porque el sistema capitalista, si por un lado domina a cada facción burguesa, por otro les da la vida a todas ellas.

Este panorama es más evidente en las políticas sociales y en los periodos denominados de emergencia. Sin retroceder demasiado en el tiempo, basta con ver lo que hicieron los gobiernos durante la última gran crisis capitalista de 2008-2011, o durante la pandemia de Covid-19. Siempre se ha dado prioridad a la resistencia de la economía nacional, a la necesidad de su crecimiento, a la necesidad de aumentar la competitividad en los mercados internacionales y, por tanto, a la necesidad de que el capital reduzca los costes de producción, elimine o adelgace los sectores menos rentables, aumente la productividad del trabajo, haga que el trabajo asalariado esté menos apegado a fórmulas contractuales rígidas haciéndolo más flexible, por tanto más precario y menos caro. No en vano, todo el castillo de amortiguadores sociales y las reglas de sus automatismos -necesarios en los años 1960/1980 para congraciar a las masas trabajadoras para que aceptaran la superexplotación con el fin de levantar la economía nacional de la destrucción de la guerra, primero, y de la gran crisis mundial de 1973-75, después- se han ido recortando, adelgazado, hecho aplicable sólo a ciertos grupos de la clase obrera de más edad vinculados a las luchas de los años sesenta/setenta, por lo tanto próximos a abandonar las fábricas y, por lo tanto, impedidos de transmitir a los jóvenes trabajadores, codo con codo, la experiencia de las luchas pasadas, como quiera que sean dirigidas por las organizaciones sindicales y políticas colaboracionistas.

El capitalismo nacional necesitaba desarrollar al máximo la carrera por el beneficio y, al mismo tiempo, golpear la seguridad del empleo y, por tanto, los salarios, aumentando simultáneamente la competencia entre los trabajadores. Al precarizar el trabajo, apostando cada vez más por la meritocracia y la especialización de los trabajadores, aumentó inevitablemente la competencia que ya impedía a los trabajadores de diferentes categorías y sectores unirse en una misma lucha, solidarizarse concretamente con la lucha por la defensa de los intereses inmediatos de todos los proletarios. La competencia entre trabajadores aísla, fragmenta, desorganiza a los trabajadores, alimentando el interés individual de cada uno y, por tanto, combatiendo la tendencia a unirse en una lucha que ponga el interés de clase en el centro; Se ha visto alimentada por la entrada de mano de obra «extranjera», es decir, por la llegada de masas de emigrantes procedentes de los países de la periferia del imperialismo a causa de las guerras, de la fuerte represión y de la miseria arraigada desde hace siglos, empleados en su mayoría en los trabajos manuales más pesados y extenuantes, en la agricultura, la construcción, la logística. Los gobiernos tuvieron, por un lado, para salvar la cara, que imponer normas y leyes adicionales a las que ya existían para poner «orden» en la afluencia de masas migratorias, luchando contra la inmigración ilegal para «legalizar» su presencia en el territorio nacional y hacerlos proletarios respetuosos con el orden burgués y plegados a las necesidades de los empresarios y, por otro lado, cerró los ojos y se hizo de la vista gorda ante la superexplotación a la que fueron sometidos los inmigrantes ilegales por parte de miles de pequeños y medianos empresarios, salvo para pronunciarse a veces contra el «caporalato», pero sin querer ni poder erradicar este particular sistema de superexplotación. El empresario, ya sea grande o pequeño, es, según la visión burguesa de la sociedad, el que «produce la riqueza» gracias a su capital y a sus inversiones, por lo que debe ser protegido, ayudado, apoyado, defendiendo su actividad en todos los planos, el de la competencia exterior como el del conflicto con sus trabajadores; y el Estado, con sus leyes y sus fuerzas policiales, se encarga de esta defensa.

La burguesía, por tanto, a la depredación de los recursos naturales y al abandono sistemático del medio ambiente, como lo demuestra la larguísima lista de tragedias que jalonan la historia de su sociedad, une la depredación del trabajo humano para lo que además de la explotación bestial une la falta sistemática de medidas de seguridad en el desempeño del trabajo como lo demuestran los cientos de miles de accidentes y muertes laborales.

 

PARA EL CAPITALISMO, LA TIERRA ES UN MEDIO DE PRODUCCIÓN Y UN RECURSO-MERCANCÍA QUE SE EXPLOTA EXCLUSIVAMENTE PARA OBTENER BENEFICIOS

 

Los capitalistas, grandes o pequeños, por su naturaleza social, son explotadores del trabajo humano; son explotadores de todas las oportunidades económicas y comerciales de las que está imbuida su sociedad para conseguir ganancias más rápidas con menos esfuerzo. Y son explotadores sistemáticos de lo que dicen que es para su beneficio exclusivo, la tierra. El sistema capitalista ha transformado la tierra de «común» a «propiedad privada», en una mercancía que se vende y se compra. Así surgieron los terratenientes que, junto con los capitalistas industriales, forman la clase burguesa dominante; aunque luchan entre sí porque sus intereses privados nunca coinciden, sin embargo, se ponen de acuerdo para explotar al máximo los dos principales recursos que les reportan sus codiciados beneficios: el trabajo humano y la tierra. Los productos del trabajo humano, industrial o agrícola, convertidos en mercancías por el trabajo asalariado, son objeto de la apropiación privada sistemática de los capitalistas al disponer de ellos para el mercado. Pero la tierra no es sólo el producto del trabajo humano; no es sólo el contenedor más complejo e incontrolable de las formas de vida existentes y por existir, es también un medio de producción decisivo para la vida humana. Cuando decimos tierra, nos referimos a la superficie sobre la que vive el hombre, el suelo, el subsuelo, las montañas y las llanuras, los cursos de agua, los mares, los océanos. Del cultivo de la tierra depende la vida humana, de la explotación de todo tipo de recursos contenidos en las entrañas del globo depende el propio desarrollo de la sociedad humana. El capitalismo, es decir, el modo de producción social más desarrollado en la historia de las sociedades divididas en clases, no habría podido aparecer y sobrevivir hasta hoy si no se hubiera apropiado de ese formidable medio de producción de la vida humana que es la tierra. Y como todos los medios de producción que explota el capitalismo, también la tierra está sometida a la ley del valor, que es la ley principal del capitalismo. La tierra es un valor si, explotada de forma capitalista, produce beneficios, en la agricultura, en la minería, por sus bosques, sus ríos, sus mares.

La tierra en el capitalismo no es una mercancía que hay que preservar, proteger y cuidar: es una propiedad que hay que explotar, es un recurso que puede producir rentas y beneficios. Es una mercancía como cualquier otra, pero tiene una peculiaridad: forma parte de la naturaleza, de un entorno que expresa fuerzas dominantes que no se pliegan a los intereses del capital y, por tanto, de los capitalistas; el capitalismo, de hecho, ha demostrado ya miles de veces que no es capaz de conocerla más que superficialmente, pero es capaz de explotarla para obtener beneficios hasta que los fenómenos naturales, como los terremotos, las lluvias torrenciales, los maremotos, destruyen partes cada vez más grandes de lo que los capitalistas han construido. Y estas destrucciones, si para algunos capitalistas representan la ruina, para muchos otros representan una nueva oportunidad de renovar la producción de beneficios y, en general, es precisamente esta parte de la economía la que es buena para el capitalismo porque así renueva constantemente sus ciclos de producción sobre todo cuando su economía entra en crisis, cuando las más diversas actividades, industriales, agrícolas, comerciales, financieras, ya no encuentran salidas rentables. El capitalismo, para sobrevivir como modo de producción, debe seguir construyendo, debe seguir vendiendo lo que ha construido, y lo hace de forma anárquica, caótica, cuantitativamente hiperfluida, de forma tendencialmente imparable; pero las crisis que cíclicamente lo golpean arruinan el sistema económico, el mercado se satura, las mercancías ya no se transforman en dinero, los productos pierden valor, y entonces es mejor destruirlos para dar cabida a una nueva producción, a nuevos negocios, a nuevos capitales. Por otra parte, y es el marxismo el que lo ha revelado, el misterio de la valorización del capital reside enteramente en el trabajo asalariado, ese capital variable empleado sobre el capital fijo (medios de producción, materias primas, etc.); este tipo especial de explotación del trabajo humano genera plusvalía, esa parte del valor contenida en el producto final que no es reconocida por el asalariado porque constituye tiempo de trabajo no remunerado. Sería incomprensible, por ejemplo, que frente a las considerables cantidades, en todas las ciudades, de pisos vacíos y deshabitados y de edificios completamente inutilizados, se sigan construyendo nuevos edificios, que se sigan construyendo carreteras, autopistas, centros comerciales, enormes almacenes logísticos, etc. Es en la nueva producción y en la hiperproducción donde los capitalistas acumulan valor, es decir, potencian su capital.

Las ciudades modernas se parecen cada vez más a enormes termiteros; El «consumo de la tierra» -como lo llaman los ecologistas-, es decir, la violación continuada de la tierra con el fin exclusivo del beneficio privado, a pesar de que se ha señalado desde hace décadas como la lacra de esta sociedad y uno de los factores determinantes de las llamadas catástrofes naturales, sigue siendo una de las actividades más frenéticas en las que están implicadas todas las instituciones, privadas y públicas, desde el pequeño empresario y el administrador local hasta la gran empresa multinacional y el gobierno, que con sus leyes y sus lagunas jurídicas favorece sistemáticamente que se siga violando la tierra, además de no seguir las medidas parciales de prevención que se prometen de vez en cuando ante tragedias como la muy reciente de la región de Las Marcas y la más reciente, por orden de tiempo, de Ischia.

Desde la inundación de Polesine hasta el inmenso desastre de Vajont, desde los desastres de Calabria hasta las inundaciones como la de Sarno, hasta el desbordamiento sistemático de los ríos como en Génova, Livorno y mil ciudades más, hasta los trozos de montañas y crestas que se desprenden río abajo destruyendo casas, cultivos, carreteras porque los canales de drenaje no se mantienen o no existen en absoluto, porque las laderas de las montañas han sido sistemáticamente deforestadas, porque no se han respetado los criterios correctos no sólo en la construcción de edificios sino, sobre todo, en la edificación en zonas hidrogeológicamente frágiles donde no se debería haber construido en absoluto. Una lista negra de destrucción y muerte que nunca ha terminado y a la que cada año se añaden más muertos, más desplazados, más destrucción.

Y cada vez se vuelve a escuchar la cantinela habitual: no se debería haber construido en ese lugar, demasiadas amnistías de construcción han allanado el camino para un consumo de suelo cada vez más frenético, las administraciones locales y regionales no lo han controlado adecuadamente, no se han realizado las intervenciones de «seguridad» necesarias, no se ha aprendido de las tragedias anteriores, la justicia debe encontrar a los culpables... el Estado debe desembolsar más dinero para tapar la emergencia. ¡Sí, la emergencia!

Como escribimos en 1953: «Si los nuevos recursos son, en cierto sentido también en relación con el número de personas vivas y sus necesidades, mayores que los antiguos, se dirigen cada vez más, no a la seguridad de todos, sino a la refinada inquietud de los más. El engranaje y la práctica de la administración pública, con la plétora de personal y la creciente fricción de los intrincados engranajes, aumentan cada vez más su inercia pasiva, y se vuelven cada vez más aptos para ceder a las demandas no de naturaleza colectiva y «moral», sino sólo derivadas de los apetitos de la especulación y las maniobras de la empresa capitalista. (...) Pero cuando el estancamiento y la parálisis crónica de los procedimientos normales, el escalofrío de la iniciativa de la oficina, ha hecho mella, y el desastre golpea y la ruina sobreviene, la especulación entra con las banderas desplegadas en el clima de la «emergencia», los procedimientos se acortan y se saltan, Los créditos son lanzados demagógicamente de inmediato por los ministros que han venido a decir tonterías y a ganar tiempo, movilizando más agentes de escolta que los que se dedican a salvar algunos edificios inseguros, las empresas entran en acción sin formalidades y por orden directa (...).... No hay que hacer ninguna distinción en esta condena del modo en que se administra hoy Italia, entre gobiernos y oposiciones. La ignorancia, el desconocimiento y la ceguera son comunes a ambos, y agravados por el sistema parlamentario sobre cuyo equívoco se apalancan los grupos empresariales para conquistar más fácilmente las trincheras de las administraciones, con apoyo por un lado, con chantaje por otro» (2). 

 

ITALIA, EL PAÍS DE LAS CATÁSTROFES «NATURALES» Y LAS EMERGENCIAS PERMANENTES  

 

El título recuerda los cien años de desprendimientos, barro y muertes en la isla de Ischia.

Ischia, la isla de los balnearios y las playas, de los senderos de montaña, de un clima suave y hermosos paisajes, la isla del vino y el mar azul, conocida y frecuentada desde los tiempos de la antigua Roma.

El 24 de octubre de 1910, hace ciento doce años, en pleno capitalismo, un extraordinario chaparrón azotó Casamìcciola durante cinco horas; enormes rocas se desprendieron del monte Epomeo, como en los últimos días, y, junto con una inmensa avalancha de barro, cayeron sobre la ciudad, cuya mitad quedó destruida; las casas quedaron destrozadas y llenas de barro. Hubo 15 muertes. El gobierno de la época hablaba de «falta de obras de defensa hidráulica», «canalización insuficiente» y «deforestación excesiva». ¿Qué dice el gobierno de hoy, ciento doce años después?, ¡lo mismo!, con el añadido de la excesiva construcción ilegal. Un gran paso adelante, sin duda.

Desde 1910, se han producido 10 trágicos sucesos causados por desprendimientos y corrimientos de tierra procedentes de las montañas de la isla (Epomeo, Vezzi, Vico) que se han precipitado sobre los pueblos aguas abajo hasta el mar, causando más de 30 muertos y una destrucción continua. Después del 24 de octubre de 1910, se produjeron el 3 de octubre de 1939, el 18 de febrero de 1966, el 7 de junio de 1978, el 3 de agosto de 1983, el 23 de febrero de 1987, el 30 de abril de 2006, el 10 de noviembre de 2009, el 25 de febrero de 2015 y el 26 de noviembre de 2022. Y a cada suceso trágico le ha seguido el habitual dramatismo obsceno: La falta de mantenimiento de los canales de drenaje, la deforestación excesiva para dar paso a los viñedos que solían ser la actividad más lucrativa de la isla, la falta de obras de defensa hidráulica, la construcción no autorizada, especialmente desde que Ischia se ha transformado en un codiciado destino turístico, primero por los ricos (en los años 50, Angelo Rizzoli desembarcó en Ischia y puso en marcha una importante operación turística de élite, explotando las termas, construyendo hoteles y rodando películas de propaganda) y luego se extendió a las masas de clase media que podían permitirse vacaciones de varias semanas.

Ischia es una isla volcánica; la capa rocosa que forma las laderas de sus montañas está cubierta por depósitos piroclásticos derivados de cenizas y lapilli de erupciones volcánicas. Su formación, en parte consolidada y en parte no, se remonta obviamente a decenas de miles de años y se sabe que la última erupción volcánica en la isla fue en 1302. Por ello, el monte Epomeo, la montaña más alta y central de la isla, en torno a la cual se encuentran los seis municipios que componen la zona habitada de Ischia, recibe el nombre de gigante bueno, ya que desde hace siglos no se producen erupciones. Pero el capitalismo lo ha convertido en el gigante malo con su antropización desenfrenada, haciendo que incluso una lluvia más intensa de lo normal provoque desprendimientos, y mucho menos en una época como la actual en la que los fenómenos meteorológicos son mucho más extremos, concentrados e intensos. 

Siempre hemos llamado a la economía capitalista la economía de la desgracia.

«La sociedad capitalista -escribimos el pasado mes de septiembre a propósito de las inundaciones en la región de Las Marcas- que nos deleita con investigaciones científicas de todo tipo, que se prepara para conquistar la Luna y tal vez Marte, no es capaz de afrontar con la necesaria prevención los fenómenos atmosféricos, que por su fuerza e intensidad pueden provocar desastres aquí en la Tierra y que, en realidad, no son desconocidos, como afirman los distintos meteorólogos cada vez que son entrevistados. Pero, como hemos reiterado cada vez que ocurre una catástrofe, el verdadero problema radica en la estructura socioeconómica de esta sociedad. La búsqueda espasmódica de beneficios y la rapidez de la circulación del capital no gustan de los largos plazos de entrega y de las inversiones sin beneficio inmediato que requiere cualquier medida preventiva» (3).

Y es con esta economía y esta sociedad con la que el proletariado, la única clase históricamente capaz de revolucionar el conjunto de la sociedad, tendrá que luchar hasta romper el Estado y los ganglios vitales del dominio de la clase burguesa. Todavía no es esa hora, pero esta sociedad putrefacta no hace más que acumular contradicciones y tragedias que la harán estallar, y entonces será el momento en que la guerra que la burguesía dominante libra sistemáticamente contra la especie humana encontrará su respuesta en la revolución que el proletariado tiene la tarea de llevar hasta el final, hasta la completa destrucción del modo de producción capitalista, de un modo de producción asesino y vampírico.

 


 

(1) Véase Il fatto quotidiano, 26/11/2022.

(2) Véase «Il disastro calabrese, o la coltivazione delle catastrofi», Il Programma Comunista, nº 20, 6-20 de noviembre de 1953.

(3) Véase La inundación de Las Marcas es sólo la última de las catástrofes italianas que los poderes burgueses, desde el Estado hasta las regiones, no han hecho nada por evitar, toma de posición del 18 de septiembre de 2022, www.pcint.org

 

 

29 de noviembre 2022

 

Partido Comunista Internacional

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